Capítulo 1
Smith Rutledge levantó los ojos de su plato de macarrones para mirar a una mujer joven con pantalones cortos y camisa ancha. Llevaba en la mano una bandeja y estaba buscando mesa en la abarrotada cafetería de Harlingen, Texas.
«Bonitas piernas», fue lo primero que pensó. Estaba admirando el resto cuando los ojos de la joven se clavaron en él.
Smith iba a levantarse para ofrecerle sitio en su mesa cuando vio que ella lo miraba con expresión horrorizada.
-¡Tom! -gritó.
Entonces, poniendo los ojos en blanco, se desmayó.
Un motero lleno de tatuajes tropezó con ella y cayó al suelo, tirándole la bandeja encima.
La ruidosa cafetería se quedó en silencio repentinamente. Smith se levantó de un salto y corrió a auxiliar a la mujer.
El motero, cubierto de salsa de tomate, levantó la cabeza, perplejo:
-¿Qué pasa?
-Creo que se ha desmayado. Vaya a buscar al dueño de la cafetería -murmuró Smith, tomándole el pulso a la joven.
Estaba pálida y la bandeja le había hecho un corte en la frente.
El propietario llegó enseguida, muy nervioso.
-Ya he llamado a una ambulancia. ¿Qué ha pasado, señor Rutledge?
-No lo sé, Juan. Se ha desmayado y el hombre que iba detrás de ella ha caído encima. Está inconsciente.
Smith no añadió que se había desmayado al verlo, como si él fuera Hannibal Lecter, el asesino de El silencio de los corderos. En fin, no era tan guapo como su hermano Kyle, pero no solía ejercer tal efecto en las mujeres. ¿Y quién demonios era ese Tom? Poco después llegó la ambulancia y los enfermeros la colocaron en una camilla, haciendo preguntas que él no podía responder. No sabía su nombre y mucho menos si era diabética o alérgica a algún medicamento.
Smith tomó su pesado bolso y buscó el monedero para ver si encontraba algún documento que la identifícase. Encontró uno de color marrón y, al abrirlo, se quedó helado.
En el monedero de la joven desconocida había una fotografía suya. No solo una, varias. Pero no podía ser... El no había visto a aquella chica en toda su vida. Sin embargo, allí estaban los dos juntos. Era absurdo.
-Tenemos que llevarla al hospital. ¿Cómo se llama?
Perplejo, Smith miró al enfermero que le hacía la pregunta.
-¿Qué?
-¿Cómo se llama esta joven?
-Ah... Jessica O'Connor Smith. Se llama Jessica O'Connor Smith. Voy con ustedes.
-No puede venir en la ambulancia.
-Entonces los seguiré en mi coche.
Smith guardó el monedero y, con el bolso en la mano, salió detrás de la camilla.
Estaba sentado en la sala de espera, pero los nervios lo obligaron a levantarse para dar un paseo.
Llevaba allí una hora. Había intentado entrar en la habitación, pero una enfermera a quien le importaban bien poco las donaciones que hacía al hospital, se negó a dejarlo pasar.
-Tengo órdenes de que nadie la moleste. El médico hablará con usted cuando haya terminado.
-Pues está tomándose su tiempo -murmuró Smith para sí mismo.
Estaba preocupado por la mujer, pero sobre todo estaba preocupado por lo que había visto en su monedero.
Nervioso, se sentó en una silla de plástico y miró las fotografías de nuevo. Debía haberlas mirado una docena de veces desde que llegó al hospital. ¿Cómo era posible? No recordaba haber visto a aquella joven rubia en su vida.
Una vez, años atrás, bebió demasiado tequila con sus amigos y se despertó dos días más tarde, confuso y con los bolsillos vacíos, en un viejo hotel de Matamoros. Pero solo había ocurrido una vez y aprendió la lección.
Desde entonces, excepto alguna cerveza o una copa de vino durante las comidas, no solía beber. Con el ceño arrugado, estudió la fotografía de Jessica O'Connor Smith. Una chica guapa con una sonrisa de cine. No habría olvidado a alguien como ella. En la foto tenía el pelo más corto, pero era la misma mujer.
Jessica O'Connor Smith, número 218 de Elm Street, Bartlesville, Oklahoma, decía su documento de identidad.
Smith no había estado nunca en Bartlesville. También encontró una tarjeta de crédito, el carné de una biblioteca y veintiocho dólares en efectivo. En su bolso había todo tipo de cachivaches, pero nada que pudiera darle pistas sobre ella. Ni agenda, ni cartas, nada personal.
¿El apellido O'Connor sería su apellido de soltera o de casada? No llevaba alianza. Ni siquiera tenía la marca de haberla llevado.
Probablemente era una turista, uno de tantos visitantes que dejaban atrás el frío para disfrutar de la cálida temperatura de Río Grande.
Smith llamó a información de Bartlesville para localizar a su familia, pero la operadora lo informó que no había nadie llamado O'Connor Smith en aquella dirección. Qué raro. Quizá su número no estaba en la guía.
-; Señor Smith?
El levantó la mirada.
-Soy el señor Rutledge.
-Perdón. Pensé que el apellido de la paciente era Smith -se disculpó un hombre de bata blanca-. ¿No es usted su marido?
-No, solo... un conocido.
-Ah, claro. Es usted Smith Rutledge, de la empresa Smith, S.A., la de los ordenadores, ¿no? Perdone que no lo haya reconocido, señor Rutledge. Evidentemente, el médico estaba más impresionado con sus donaciones que la enfermera.
-¿Cómo está la señora Smith?
-Confusa y mareada. El corte en la frente no es nada serio, pero creo que tiene fracturada la muñeca. Ahora estamos esperando el informe de rayos X.
-¿Saben por qué se desmayó?
-Por lo que ella me ha dicho, parece que no había comido nada en todo el día y seguramente sufrió una bajada de azúcar. Estamos haciendo pruebas, pero seguro que se pondrá bien.
-¿Está despierta? ¿Podría verla?
-Aún no, señor Rutledge. La enfermera le dirá cuándo puede entrar. ¿Quiere tomar un café mientras espera?
Smith negó con la cabeza y se dispuso a pasear de nuevo.
Transcurrió más de una hora hasta que la enfermera fue a buscarlo a la sala de espera.
-Tenemos problemas, señor Smith.
-Señor Rutledge.
-Ah, perdón. El médico ha insistido en que debe pasar aquí la noche, pero ella quiere irse. Dice que no puede pagar la atención médica en este hospital... Pero no puede marcharse. Está medio atontada por los medicamentos y lleva una escayola en el brazo. No puede conducir así... ¿Puede usted hacer algo?
Smith se levantó.
-Puedo intentarlo.
La mujer que encontró en la habitación no se parecía mucho a la que había visto en la cafetería, ni a la agitada paciente que describió la enfermera. Tenía una venda en la frente y una escayola en el brazo izquierdo, de la muñeca hasta el codo.
Pero estaba dormida como una niña.
Con el pálido rostro apoyado en la almohada y los párpados cerrados, parecía tan frágil... algo en su vulnerable aspecto le tocó el corazón. Sin saber por qué, sintió el deseo de protegerla.
-Señora Smith, señora Smith... -intentaba despertarla otra mujer-. Necesito saber si tiene seguro médico. ¿Cuál es su dirección? Señora Smith, necesito el teléfono de algún pariente...
-Déjela en paz -la interrumpió él.
-Pero tengo que saber quién va a pagar la factura.
-Yo la pagaré -dijo Smith, sacando una tarjeta de crédito-. Envíe la factura a mi oficina. Y ahora, váyase de aquí.
La mujer lo miró, indignada.
-Perdone, pero solo estoy haciendo mi trabajo.
Él se pasó una mano por la cara.
-Sí, claro. Lo siento.
Smith se quedó mirando a la joven dormida, intentando contener su deseo de despertarla. Tenía muchas preguntas que hacer, pero no era el momento.
-Creo que el calmante por fin ha hecho efecto -suspiró la enfermera-. La subiremos a planta dentro de unos minutos.
-Que la pongan sola en una habitación.
-Pero yo no tengo autorización...
Smith le dio su tarjeta.
-Llame al director, por favor. Dígale que quiero hablar con él ahora mismo.
Si Jessica O'Connor Smith se quedaba en el hospital esa noche, él se quedaría también. No pensaba alejarse de aquella mujer hasta que consiguiera respuestas.
Después de hablar con el director, Jessica fue subida a una habitación en la planta de traumatología.
Esperando que despertase para preguntarle por las fotografías, Smith se sentó en un sillón. A medianoche se sabía de memoria cada detalle de su rostro, hasta el diminuto lunar que tenía bajo la ceja izquierda. Era una mujer atractiva, de rasgos fuertes: pómulos altos, labios generosos y un hoyito en la barbilla, aunque no tan pronunciado como el suyo.
De repente, ella empezó a agitarse y Smith tomó su mano, murmurando palabras tranquilizadoras. En aquel momento le pareció lo más natural del mundo. Y la joven se agarraba a su mano como a un salvavidas.
Volvió a comprobar que no llevaba alianza... de hecho no llevaba joya alguna, aunque tenía agujeros en los lóbulos de las orejas.
La enfermera le había dado su reloj para que lo guardase, un reloj barato, con la correa de plástico. Nada que indicase quién era su propietaria.
Unos minutos antes, Smith había comprobado los bolsillos de su pantalón para ver si llevaba algo que pudiese darle información. Pero solo encontró un caramelo y cincuenta centavos.
Eso sí, descubrió que la talla del pantalón era la 38, el sujetador una 85 y las zapatillas de deporte, del 37.
La camisa era de talla extra grande y Smith se preguntó si sería de algún hombre. Su marido, quizá.
A las dos y media de la mañana, Jessica se movió, inquieta. Parecía estar teniendo una pesadilla y sus gemidos le rompían el corazón.
-No pasa nada. Tranquila, estás bien.
Entonces ella abrió los ojos y, al verlo, sonrió.
-Tom, estás aquí -dijo en voz baja-. Debes de ser un ángel.
Apretó su mano y volvió a quedarse dormida.