CONSTANTINOPLA, 1204
La orgullosa Bizancio, sometida

EN el año 1199, el papa Inocencio II (?-1143) decidió convocar una nueva Cruzada para aliviar la situación de los estados cruzados, sometidos a una continua presión por parte de los musulmanes, deseosos de expulsarlos de aquellos territorios. Esta Cuarta Cruzada iba a ir dirigida contra Egipto, considerado el punto más débil del enemigo musulmán.

Al no ser ya posible la ruta terrestre, los cruzados debían tomar la ruta marítima, por lo que se concentraron en Venecia para embarcar desde allí a Tierra Santa. Pero organizar una cruzada no resultaba precisamente barato, por lo que los venecianos, maestros en el mercadeo, consiguieron que los otros participantes colaborasen en los gastos de transporte.

Como en ese momento no disponían de fondos, el Dux de Venecia, Enrico Dandolo, aceptó como efecto de pago la ayuda militar para recuperar la ciudad de Zara (la actual Zadar, en Croacia), que entonces estaba en poder de los húngaros. Esta antigua plaza veneciana se había puesto bajo la protección del rey de Hungría tras rebelarse en 1186; los venecianos estaban dispuestos a recuperarla por la fuerza, pese a que se trataba de una ciudad cristiana y que el papa había prohibido cualquier ataque entre cristianos.

Objetivo: Constantinopla

Tras un sangriento asedio, los cruzados se apoderaron de Zara, lo que les supondría ser excomulgados por el papa. Pero el castigo papal no importó lo más mínimo a los cruzados.

Fue entonces cuando apareció en escena un usurpador bizantino, Alejo IV Angelo, hermano menor del basileus[3] del momento, Alejo III Angelo. Su intención era reponer en el trono de Bizancio a su padre, Isaac II. A cambio de la ayuda de los cruzados, Alejo IV se comprometía a pagarles 200 000 marcos de plata y participar en la Cruzada con 10 000 hombres, además de mantener a perpetuidad un regimiento de quinientos caballeros en el Santo Sepulcro.

El Dux de Venecia y el jefe de la expedición, Bonifacio de Montferrato, acogieron con agrado esa propuesta, por la que se podía rentabilizar de manera extraordinaria la campaña. Ante ellos se les abría una oportunidad única para entrar como conquistadores en la legendaria capital del Imperio bizantino, una campaña que, sin duda, iba a resultar mucho más provechosa para satisfacer las necesidades terrenales que una incierta misión en tierras egipcias. Aunque algunos destacados caballeros cruzados, como Simón de Montfort, se negaron a adulterar de este modo la noble misión encomendada por el papa, finalmente la codicia se impuso a la fe; la Cruzada se dirigiría contra Constantinopla.

La flota cruzada navegó rumbo al Bósforo. Al vislumbrar en la lejanía las murallas de la majestuosa ciudad, el 23 de junio de 1203, los cruzados no pudieron ignorar el hecho de que en dos mil años nadie había conseguido conquistarla, pese a que había sufrido una veintena de grandes asedios.

El asedio de Constantinopla

Pero ellos habían llegado allí para cambiar la historia. El 7 de julio de 1203, después de confesarse, los cruzados iniciaron el asedio a Constantinopla. La flota veneciana los condujo contra las fortificaciones marítimas de la ciudad, hacia la Torre de Gálata, en donde una pesada cadena cerraba la entrada del llamado Cuerno de Oro. Allí, una galera que llevaba en la proa una enorme cizalla de acero se acercó y cortó el hierro entre dos eslabones.

Tras completar el cerco de la ciudad, el 17 de julio se lanzó el asalto general, liderado por el propio Dux de Venecia. Atemorizado, Alejo III se dio a la fuga, abandonándolo todo, incluso a su esposa. Alejo IV pudo así reponer en el trono a su padre, Isaac II.

Para dar tiempo al nuevo monarca a reunir la suma con la que tenía que pagar el inestimable servicio realizado por los cruzados, éstos se dedicaron a saquear las mezquitas que habían sido levantadas en la ciudad con el beneplácito de los últimos emperadores. Pero las acciones de los cruzados, que se extendieron a otros puntos de la ciudad, provocaron las quejas de sus habitantes. Alejo IV acabó rogándoles que se retiraran fuera de las murallas para no ocasionar mayores problemas. Éstos accedieron a trasladar su campamento frente a Gálata. Pero el tiempo iba pasando y los nuevos gobernantes de Bizancio se mostraban remisos a pagar su deuda. El enojo y la frustración comenzaron a hacer mella en el espíritu de los cruzados.

Malestar entre los cruzados

En septiembre, una representación de los cruzados acudió a palacio para entrevistarse con el emperador. Ni el ceremonial ni el boato de los bizantinos les intimidó, y allí mismo pusieron en claro sus intenciones: si no se les entregaba rápidamente el saldo de la deuda, atacarían la ciudad para cobrársela ellos mismos.

Isaac II, subestimando a los que le habían colocado en el trono, les recriminó su actitud: «nadie nunca se atrevió a desafiar la autoridad de los césares en el propio palacio. No responderé a vuestra insolencia». Dicho esto, el basileus mandó a llamar a sus guardias para que los acompañasen a la puerta. Los cruzados se marcharon, pero estaba claro que aquello no iba a quedar así.

La tensión entre los habitantes de Constantinopla y sus indeseables huéspedes fue creciendo, hasta que se hizo insoportable. Achacando la presencia de los cruzados a Isaac II y su hijo, éstos fueron depuestos durante una revuelta popular. El trono recayó en Alejo Ducas, que fue coronado con el nombre de Alejo V. Su primera medida fue estrangular a Alejo IV y molerle los huesos a mazazos.

Los cruzados recibieron con preocupación la noticia de que su deudor había desaparecido. El nuevo basileus no les debía nada, por lo que la visión de los 200 000 marcos de plata prometidos se iba esfumando por momentos. Para cualquiera, excepto para Alejo V, era evidente que a los cruzados no se les dejaba otra opción que el saqueo de la ciudad. Los líderes de la Cruzada llegaron a esa misma conclusión y no tardaron en planear la manera en que se repartirían no sólo la ciudad, sino el Imperio mismo.

Pero era necesario buscar una excusa antes de entrar a sangre y fuego en la ciudad. Alejo V fue conminado por los cruzados a someter a su Iglesia a la voluntad de Roma, pero el basileus se negó a transigir con esa exigencia. A partir de ese momento, el destino de la ciudad ya estaba sentenciado.

Asalto a las murallas

El viernes 8 de abril de 1204, Constantinopla afrontó el primer asalto. Los cruzados habían construido torres de asedio y las habían acoplado a la proa de los barcos, para que los asaltantes pudieran enfrentarse a los defensores a su misma altura. Pero en ese primer día los defensores se mostraron firmes y lograron rechazar todas las acometidas de los cruzados.

El segundo día de lucha no fue mejor para los cruzados. Éstos utilizaron grandes escaleras para trepar hasta lo más alto de la muralla, pero los asaltantes eran rechazados violentamente. Los cuerpos sin vida de los cruzados iban cayendo desde lo alto de las murallas, como un sangriento aviso a los cruzados que trataban de escalar los muros.

Pero la moral de los cruzados seguía intacta. La respuesta del Dux de Venecia fue redoblar los esfuerzos; donde antes había una torre de asedio, se colocarían dos, y se lanzarían nuevos asaltos en otras zonas del perímetro amurallado. Así se hizo a partir del tercer día.

Ante la persistencia de los cruzados, el ánimo de los defensores comenzó a flaquear. A ello contribuyó un incendio de origen desconocido en el interior de la ciudad. Mientras los defensores trataban de apagarlo, algunos cruzados lograron hacer pie en lo alto de las almenas. El miedo comenzó a extenderse entre los sitiados y las tropas bizantinas comenzaron a abandonar sus posiciones.

Los cruzados rebasaron la muralla por varios puntos y no tardaron en inundar las calles de la ciudad. Al principio lo hicieron con prevención, pues temían emboscadas de los bizantinos, pero lo único que les salió al paso fue una patética procesión de mujeres, niños y ancianos, implorándoles por sus vidas.

Saqueo y destrucción

Pero los cruzados tenían algo más urgente que hacer que dar inicio a la degollina. Corrieron hacia los palacios y las iglesias, que custodiaban toneladas de riquezas. Los formidables tesoros que encontraron les dejaron sin habla. Los cruzados se lanzaron al robo y al saqueo, destruyendo todo lo que no tenía valor. El botín se reunió en tres iglesias especialmente seleccionadas por su enorme tamaño.

Tras dar rienda suelta a su codicia, desataron sus peores instintos, violando, mancillando, asesinando y decapitando por doquier. Fueron miles los bizantinos que vieron segada su vida por la furia de los cruzados, incluyendo mujeres y niños. Las calles de Constantinopla quedaron anegadas en sangre.

«Fueron miles los bizantinos que vieron segada su vida por la furia de los cruzados».

La ciudad fue saqueada durante varios días. No se libró ni una iglesia ni un monasterio. Los cronistas se hicieron eco de las atrocidades perpetradas por los conquistadores, como en este relato de Nicetas Coniates:

«Destrozaron las santas imágenes y arrojaron las sagradas reliquias de los mártires a lugares que me avergüenza mencionar, esparciendo por doquier el cuerpo y la sangre del Salvador. En cuanto a la profanación de la Gran Iglesia (Santa Sofía), destruyeron el altar mayor y repartieron los trozos entre ellos. Introdujeron caballos y mulas en la iglesia para poder llevarse mejor los recipientes sagrados, el púlpito, las puertas y todo el mobiliario que encontraban; y cuando algunas de estas bestias se resbalaban y caían, las atravesaban con sus espadas, ensuciando la iglesia con su sangre y excrementos. Una vulgar ramera fue entronizada en la silla del patriarca para lanzar insultos a Jesucristo y cantaba canciones obscenas y bailaba inmodestamente en el lugar sagrado. Tampoco mostraron misericordia con las matronas virtuosas, las doncellas inocentes e incluso las vírgenes consagradas a Dios».

Barrios enteros quedaron reducidos a escombros humeantes y Constantinopla quedó prácticamente inhabitable. Los que pudieron escapar de la masacre huyeron al interior del país, especialmente a la ciudad de Nicea, y los que pudieron se fueron a Italia, Hungría, Rusia, Francia o Alemania.

Los cruzados se instalaron en algunos palacios e iglesias. Todo el oro, la plata, las piedras preciosas o el Tesoro del Estado, además de las reliquias religiosas o los altares de las iglesias, fue robado y llevado a países occidentales, siendo vendido al mejor postor.

El paso de los cruzados había acabado con la gloria de la gran urbe y con los tesoros artísticos y arquitectónicos que había en ella. La que poco antes era una ciudad arrogante, orgullosa, altiva e invulnerable, ahora no era más que una ciudad fantasma.

Una vez establecidos en Constantinopla, los cruzados fundaron un estado cruzado conocido como Imperio Latino, con capital en la misma ciudad. Los cruzados se proclamaban como los sucesores cristianos del Imperio Bizantino. Balduino IX, conde de Flandes, fue coronado como su primer emperador el 16 de mayo de 1204, a pesar de las pretensiones de Bonifacio de Montferrato.

El Imperio Latino finalizaría en 1261, cuando Miguel VIII Paleólogo reconquistó Constantinopla, derrocando al último emperador latino, Balduino II. Sin embargo, la ciudad nunca recuperaría el antiguo esplendor.

El escenario

Las murallas de Constantinopla fueron el mayor y más infranqueable sistema de fortificaciones de la Antigüedad, hasta que los cruzados lograron superarlas en 1204. Aun así, este sistema continuó siendo durante mucho tiempo uno de los más complejos y elaborados jamás construidos.

Las murallas fueron mantenidas intactas durante la mayor parte del período otomano hasta que comenzaron a desmantelarse en el siglo XIX, al ir creciendo la ciudad fuera de sus límites medievales. A pesar de la falta de mantenimiento, muchas partes de las murallas han sobrevivido y están en pie hoy en día. En los últimos años se ha puesto en marcha un ambicioso programa de restauración a gran escala que permitirá al visitante apreciar su apariencia original.

Uno de los elementos que recuerdan el paso de los cruzados y la constitución del reino latino es la Puerta de Oro. Esta entrada estaba reservada para los emperadores que regresaban a la ciudad tras una victoriosa expedición. El núcleo de la obra estaba formado por la triple arcada de un arco del triunfo edificado en el año 388; cuando Teodosio II construyó la nueva muralla, el arco quedó incrustado en ella.

La última vez que se utilizó para el fin que se le había dado fue tras la reconquista de la ciudad por Miguel VIII Paleólogo. En la actualidad, las arcadas de la Puerta de Oro permanecen tapiadas, pero se pueden apreciar fácilmente. El oro que recubría las puertas desapareció probablemente durante el saqueo de 1204.