RÍO WASHITA, 1868
Custer, encumbrado en un pedestal de sangre
EN 1867, la paz entre indios y blancos en las praderas de Norteamérica estaba muy lejos de alcanzarse. Los nativos, cansados de los sucesivos incumplimientos de los tratados, estaban en pie de guerra. Por su parte, los habitantes de los estados afectados por las correrías de los indios, que llegarían hasta Kansas o Texas, exigían del gobierno una actuación contundente que les garantizase la tranquilidad.
Esta reclamación procedía también de las filas del propio Ejército. El general William T. Sherman, quien se había distinguido en la Guerra Civil por ser duro e implacable contra los confederados, ofrecía una fórmula aún más expeditiva para vencer al nuevo enemigo, en este caso los sioux: «Hay que actuar con fervor vengativo contra los sioux, incluso hasta la exterminación de todos sus hombres, mujeres y niños».
El encargado de dar un nuevo y decisivo impulso a la lucha contra los indios que no se resignaban a ser confinados en reservas, sería otro general que había combatido en la Guerra de Secesión, el general Philip Sheridan. Éste, comandante del Ejército de las Llanuras, ideó un plan para golpear con éxito al enemigo.
La «estrategia invernal»
Por entonces, los indios contaban con dos claras ventajas sobre el Ejército. Una era su táctica de guerrilla, favorecida por su gran conocimiento del terreno y su facilidad para vivir sobre él. La otra era su mayor movilidad; al ser capaces de trasladar sus campamentos con cierta agilidad, resultaba difícil localizarlos o perseguirlos.
Pero el general Sheridan creyó haber encontrado el Talón de Aquiles de su enemigo; al llegar el invierno, las tribus solían replegarse a unos campamentos fijos, ofreciendo así un blanco estable que el Ejército podría atacar de manera planificada. La «estrategia invernal», como se denominó el plan de Sheridan, consistía en que los regimientos saliesen a buscar esos campamentos de invierno para destruirlos.
A comienzos de 1868, Sheridan se puso manos a la obra para que la estrategia pudiera entrar en funcionamiento a finales de ese mismo año. Para ponerla en práctica decidió llamar a George Armstrong Custer (1839-1876), a quien conocía muy bien, al haber sido su antiguo subordinado en la guerra de Secesión. «Si hay algo de poesía y romanticismo en esta guerra», cuentan que dijo Sheridan, «él lo encarnará».
La ambición de Custer
Los ecos de las proezas de Custer durante la guerra civil aún resonaban, por lo que esa decisión fue considerada acertada. Aunque durante el conflicto consiguió ascender a general con tan sólo veinticinco años, tras la guerra su graduación fue reducida a la de teniente coronel. Al engreído Custer le dolió esta degradación, pero estaba dispuesto a recuperar el generalato a toda costa. No obstante, sus metas eran todavía más altas, al acariciar la posibilidad de aspirar un día a la Casa Blanca, pero para ello necesitaba distinguirse nuevamente en el campo de batalla.
Enviado al Oeste, Custer se hizo cargo del Séptimo Regimiento de Caballería. A mediados de noviembre de 1868, desafiando al frío y la nieve, Custer emprendió la expedición a través de Territorio Indio con el objetivo encomendado de localizar una de las aldeas en la que los cheyenes estaban pasando el invierno.
Al principio de la ruta, esos intentos fueron baldíos; los exploradores regresaban una y otra vez a la columna principal asegurando que no había un indio en varios kilómetros a la redonda. Custer decidió aprovechar la tranquilidad de esas jornadas para organizar partidas de caza, por lo que la carne de conejo, ciervo o bisonte no faltaría en las cenas del regimiento.
La tropa de Custer siguió internándose en tierras del enemigo, a razón de entre veinte y treinta kilómetros diarios, sin que ninguna huella revelase la presencia de nativos. La columna llegó a la orilla del caudaloso río Canadian; después de varias horas de búsqueda, lograron encontrar un lugar que permitía vadearlo. Ya al otro lado del río, un explorador descubrió por fin unas huellas que hacían pensar que los indios no estaban muy lejos. Custer, impaciente, ordenó que ochenta hombres permaneciesen junto a la caravana de suministros y marchó con el resto a su ansiado encuentro de los indios.
Ataque por sorpresa
Al día siguiente, los exploradores acudieron a la columna con buenas noticias. Habían localizado por fin un campamento indio, a orillas del río Washita. Para Custer, aquel poblado representaba la primera oportunidad para recuperar la gloria.
Allí llegaron a última hora del 26 de noviembre. Custer ordenó no hacer ruido ni encender hogueras, para que la sorpresa fuera completa. La columna se dividiría en cuatro unidades, que atacarían desde cuatro ángulos distintos, convergiendo en el centro del poblado.
Una hora antes del amanecer, el momento previsto para el ataque, Custer desplegó a sus hombres, ordenando dejar los capotes y efectos personales en la retaguardia. Poco antes de dar la orden de ataque, se oyó un disparo procedente del campamento indio; sin duda, habían sido descubiertos. Para evitar que los indios pudieran organizar la defensa, Custer ordenó de inmediato que sonase el toque de carga. El Séptimo de Caballería, con Custer al frente, se lanzó al galope hacia el poblado.
«… ofrecieron una feroz resistencia, disparando desde el interior de las tiendas».
Pese a las banderas blancas agitadas por los incrédulos indios, los hombres de Custer cayeron sobre el campamento disparando indiscriminadamente. En el poblado todos corrían para ponerse a salvo. Algunos guerreros indios subieron a sus caballos e intentaron atraer a los soldados fuera del campamento, pero éstos no les siguieron y continuaron con su exterminio metódico.
Durante la carga sucedió un hecho dramático. Una mujer india tenía en sus brazos a un niño blanco de unos diez años, procedente de un rapto; cuando los soldados acudieron a liberarle, la mujer sacó un cuchillo y lo mató al instante. Los soldados, horrorizados, descargaron sus armas sobre la india.
Los guerreros presentes en el campamento ofrecieron una feroz resistencia, disparando desde el interior de las tiendas o intentando descabalgar a los soldados para matarlos en el suelo. Los que eran derribados debían entonces luchar mano a mano, sin que los indios diesen muestras de debilidad. Algunos de ellos cargaban una y otra vez contra los invasores pese a estar heridos.
Sin embargo, en unos pocos minutos, ese fútil intento de resistencia había sido quebrado. Al verse condenados sin remisión, algunos guerreros escaparon del poblado. En la aldea se encontraba el jefe Caldera Negra, quien había sobrevivido a otra masacre, la de Sand Creek, relatada en el capítulo correspondiente. Pero esta vez Caldera Negra no tuvo tanta suerte y fue asesinado junto a su esposa por sendos disparos en la espalda. De los 103 indios que murieron en el ataque, tan sólo 11 de ellos eran guerreros.
Tan pronto como la zona quedó asegurada, se hizo el recuento del botín: 573 pieles de bisonte, 241 sillas de montar, 47 rifles, 35 revólveres, 90 moldes para fabricar balas y cuatro millares de flechas. También encontraron, entre otras cosas, unos 500 kilos de tabaco y varios sacos de harina con el sello del Departamento del Interior. Tras sacar del poblado todo lo que pudiera tener algún valor, Custer ordenó que las tiendas fueran incendiadas.
Pese al éxito de la acción, los hombres de Custer se llevarían un pequeño disgusto. Los capotes y abrigos de los que se habían desprendido antes del ataque habían sido robados por los indios que habían huido del poblado. Así pues, la marcha hacia la caravana de suministros, que se encontraba a un día de camino, tuvieron que hacerla en mangas de camisa, aunque algunos se protegieron del frío nocturno con las pieles de bisonte arrebatadas a los indios.
Misión cumplida
A media mañana, Custer y sus hombres se encontraron con la caravana de apoyo. Al día siguiente, Custer ya pudo enviar un telegrama a Sheridan informándole de que había cumplido la misión encomendada:
«Órdenes de campaña. Orden número 6. El comandante general anuncia la derrota, por parte del Séptimo Regimiento de Caballería, de una enorme fuerza de indios cheyenes, liderados por Caldera Negra y apoyados por los arapajoes a las órdenes de Pequeño Cuervo y los kiowas a las órdenes de Satanta, en la mañana del 27 de noviembre de 1868. Sufrieron una pérdida de 103 guerreros en el río Washita, cerca de las Antílope Hills, en Territorio Indio».
Aunque la mayoría de los indios muertos eran mujeres y niños, la «batalla» fue considerada en los círculos militares como una gran victoria. Sin embargo, en el curso de la acción, Custer cometería un grave error que empañaría su resultado final. Al no llevar a cabo un reconocimiento previo de toda la zona, Custer no advirtió que el campamento situado al borde del río Washita no era un poblado aislado, sino que formaba parte de una larga cadena de campamentos cheyenes.
Tras la matanza, el mayor Joel Elliott partió río abajo con un grupo de dieciocho jinetes en persecución de los supervivientes, quienes se dirigieron hacia el siguiente campamento, por lo que Elliott y sus hombres se encontraron de repente ante una partida de guerreros nativos ansiosos de cobrarse venganza.
El intercambio de disparos entre el grupo de Elliott y los indios fue escuchado en la lejanía por Custer, quien fue apremiado por sus hombres para que diese la orden acudir en su auxilio. Pero Custer, que aún estaba paladeando la victoria, no quiso arriesgarse a entablar un choque con los indios de incierto desenlace. Así pues, Custer optó por abandonar a aquellos soldados, una actitud que no agradó nada a su tropa.
Cuando, dos días después, los hombres de Elliott fueron localizados, el espectáculo era desolador. Los cuerpos de todos ellos estaban tendidos boca abajo, erizados de flechas. Varios habían sido decapitados. El mayor Elliott tenía dos orificios de bala en el cráneo y otro en la mejilla; además, le habían cortado los genitales, una mano y el dedo meñique de la otra, y presentaba cortes de cuchillo en todo el cuerpo. La sombra de la tragedia que habían sufrido sus compañeros perseguiría a Custer toda su vida.
Pero la suerte corrida por el grupo de Elliott sería una nota secundaria al lado del triunfo de Custer contra los indios acampados junto al río Washita. Al contrario de lo sucedido con la masacre de Sand Creek, en esta ocasión no se alzaron voces para criticar la brutal acción. Hubo alguna contada excepción, como el Tribune de Nueva York, al recoger un testimonio que comparaba la aldea devastada con un matadero de animales. Pero el público relacionaba el nombre de Custer con proezas y heroicidades, por lo que nadie prestó oídos a esas críticas. Custer pudo salirse con la suya. Después de Washita, su imagen pública se acrecentó.
El escenario
El lugar de la batalla, cercano a la población de Cheyenne (Oklahoma) está preservado por el Servicio Nacional de Parques.
Los visitantes disponen en el área de un centro de acogida —inaugurado en 2007— en el que pueden visionar una película que narra la batalla, recorrer las salas de exposiciones, e iniciar el recorrido por el campo de batalla con una audioguía. En el verano se organizan visitas guiadas y hay días especiales dedicados a la cultura india.