SAND CREEK, 1864
Muerte al amanecer

LA continua llegada de más y más buscadores de oro a las tierras que hoy conforman el estado de Colorado, en plena guerra civil americana, puso en pie de guerra a los cheyenes y otras tribus cercanas, como los arapajoe. Se declaró así la denominada guerra cheyene-arapajoe, que se libraría entre 1861 y 1864.

Los indios, al quedarse sin caza en sus territorios, se vieron forzados a robar ganado a los blancos. La situación se hizo insostenible; militares y voluntarios se concentraron en Fort Lyon, Colorado, para afrontarla. De la reunión surgió la decisión de dar un escarmiento a los nativos. Así, se organizó un contingente formado por el Tercer Regimiento de Caballería de Colorado, al que se unieron destacamentos montados del Primer Regimiento. Al frente de esta expedición de castigo se colocó al coronel John M. Chivington.

Un religioso atípico

Chivington nació en Lebanon, Ohio, en el año 1821. Fue ordenado Ministro de la Iglesia Metodista en 1844 con sólo 23 años. Inmediatamente después comenzó su carrera religiosa y su fe lo llevó a aceptar cualquier misión que la Iglesia le designara. Se mudó con su familia a Illinois en 1848 y al año siguiente a Missouri.

El joven pastor se transformó allí en un religioso de la frontera, estableciendo nuevas congregaciones, construyendo iglesias y llevando a cabo expediciones misioneras a las aldeas indias.

Pero Chivington demostraría que no se trataba de un Ministro al uso, al desempeñar de facto el cargo de policía. Tampoco rehuía el conflicto; en 1856 los miembros esclavistas de su congregación le enviaron una carta amenazante diciéndole que terminara con sus sermones abolicionistas, una exigencia que ignoró. Cuando los firmantes del documento aparecieron en la iglesia ese domingo con la intención de golpearlo, Chivington ascendió al púlpito con una Biblia y dos revólveres. Su declaración fue: «Por la Gracia de Dios y de estos dos revólveres yo voy a predicar aquí hoy».

El pastor metodista John Chivington fue el instigador de la Matanza de Sand Creek, en la que perecieron más de trescientos indios cheyenes.

Con buen criterio, la Iglesia Metodista decidió alejarlo de sus feligreses de Missouri y lo envió a Nebraska. Allí residió hasta 1860, cuando fue destinado a Denver con la misión de construir una iglesia y fundar una congregación. Al comienzo de la guerra civil, el gobernador del Territorio de Colorado ofreció a Chivington un puesto como capellán en un cuerpo de voluntarios pero, fiel a su carácter, no aceptó una comisión de «rezo» y pidió una comisión de «lucha».

En 1862, Chivington ya había sido ascendido a Mayor del Primer Regimiento de Voluntarios de Colorado (Colorado Volunteer Regiment). Durante la contienda, tuvo un papel protagonista en la victoria sobre las fuerzas confederadas en Glorietta Pass, Nuevo México; sus tropas atacaron por sorpresa bajando peligrosamente por las paredes de un cañón, consiguiendo así cortar la ruta de suministros del enemigo.

Tras la derrota de las fuerzas confederadas en el Oeste, Chivington regresó a Denver, convertido en un héroe militar. Su popularidad era tal, que parecía destinado a las más altas aspiraciones. Se comenzó a hablar de él como probable candidato al Congreso por el partido Republicano.

Conflictos con los indios

En medio de este prometedor horizonte político para Chivington, surgieron las tensiones entre los blancos y los indios. Los diarios de Denver imprimían editoriales a toda página abogando por el «exterminio de los demonios rojos» e incitando a sus lectores a «tomarse unos meses de vacaciones para dedicar ese tiempo a exterminar a los indios».

En este ambiente caldeado, Chivington se puso al frente de ese peligroso sentimiento popular, atacando virulentamente a aquéllos que, como el propio gobernador del Territorio, eran partidarios de firmar un tratado de paz con los cheyenes.

En agosto de 1864, Chivington declaró públicamente: «Los cheyenes serán severamente castigados, o completamente eliminados, antes de que se queden callados para siempre. Yo digo que si algunos de ellos son sorprendidos fuera de su área, lo único que se puede hacer con ellos es matarlos». En otro discurso político dijo: «Hay que matar y cortarles la cabellera a todos, pequeños y grandes». El incluir a los niños en esa política exterminadora respondía, según él a que «las liendres se transforman en piojos».

En un discurso pronunciado en una reunión de diáconos de la Iglesia Metodista, desechó la posibilidad de un tratado con los cheyenes: «Es simplemente imposible para los indios obedecer o entender cualquier tratado. Señores, estoy completamente satisfecho con la idea de que matarlos es la única forma en que tendremos paz y tranquilidad en Colorado».

Chivington no perdía ocasión de dejar muy claras sus intenciones. En el curso de otra alocución pública pronunció estas palabras: «Voy a matar indios y creo que es justo y honorable usar de todos los medios que Dios ha puesto a nuestro alcance para matar indios». Antes de que acabase ese año, Chivington tendría la oportunidad de cumplir sus amenazas genocidas.

Ataque a la aldea

En noviembre de 1864, el jefe cheyene Caldera Negra (Black Kettle) buscó refugio en la orilla del riachuelo Sand Creek para pasar los meses de invierno. Aquellos indios, de los que dos tercios eran mujeres y niños, formaban una banda pacífica. Su viejo jefe era un convencido defensor de la paz y la cooperación con los blancos.

Tras un verano muy duro para su tribu, por la falta de alimento y las represalias de los blancos por el robo de ganado, Caldera Negra pidió una tregua a finales de septiembre. El jefe cheyene se reunió con oficiales del Ejército Federal a las afueras de Denver. Aunque no se firmó un tratado, los oficiales del Ejército le garantizaron seguridad para él y su banda si entregaban las armas. El jefe accedió y se le sugirió que acampara en Sand Creek. Para evitar ser atacado por error, se le proporcionó una bandera norteamericana y otra blanca para ser enarboladas en caso necesario. Así pues, Caldera Negra estaba tranquilo, al creer que contaba con la protección del Ejército.

Pero el campamento de Caldera Negra se convertiría en el objetivo de la acción punitiva encargada a Chivington y sus voluntarios. El reverendo había sido informado de que la aldea podía ser tomada con gran facilidad y sin ningún riesgo. Según los testigos, cuando Chivington escuchó esa apetitosa posibilidad proclamó en voz alta: «¡Vamos, estoy ansioso de nadar en sangre!».

Unos 700 voluntarios de Colorado, liderados por el coronel Chivington, cabalgaron durante la noche. Al amanecer ya tenían ante sí el campamento de Sand Creek. En esos momentos, la aldea se encontraba mayoritariamente habitada por mujeres, niños y ancianos, además del jefe Caldera Negra. Casi todos los hombres se encontraban cazando bisontes.

Chivington ordenó el ataque al campamento desprotegido. Cuando Caldera Negra oyó las cornetas de mando de las tropas que se acercaban al galope, mandó izar la bandera blanca y la bandera estadounidense, mientras pedía a los demás que mantuvieran la calma, diciéndoles: «No tengáis miedo, el campamento esta bajo la protección del gobierno y no hay peligro».

Sin embargo, las banderas que garantizaban su inmunidad fueron ignoradas. Los voluntarios cayeron sobre el campamento, abriendo fuego. La masacre había dado comienzo. Los hombres de Chivington dispararon de forma indiscriminada contra mujeres y niños. Con sus sables desenvainados dieron muerte a los que, entre carreras y gritos, trataban de huir a toda prisa hacia las colinas cercanas. Los voluntarios se ensañaron con todos; mataron a los bebés en los brazos de sus madres y descabalgaron para mutilar y cortar las cabelleras de las víctimas.

Después de arrasar el campamento sin encontrar prácticamente oposición, unos 300 cheyenes habían sido asesinados, aunque se cree que la cantidad pudo ser superior. Milagrosamente, el jefe Caldera Negra, que había resultado herido, pudo escapar en medio de la confusión y ponerse a salvo. Por su parte, los voluntarios de Colorado habían perdido sólo nueve hombres. Al día siguiente, algunos de los que participaron en la carnicería recorrieron la aldea destruida para rematar a los heridos y evitar así que pudieran escapar.

«Los hombres de Chivington dispararon de forma indiscriminada contra mujeres y niños».

Un testigo recordaba: «Juzgaría que habían entre 400 y 500 indios muertos. A casi todos los hombres, mujeres y niños les habían cortado las cabelleras. Yo vi a una mujer cuyas partes privadas habían sido mutiladas». Otro testigo aseguró haber visto a «una india embarazada, con el vientre abierto de arriba abajo y el feto a su lado».

Chivington, reprobado

Los cueros cabelludos de los indios asesinados ese día serían después mostrados como trofeo a las eufóricas muchedumbres de Denver. Un diario local, el Rock y Mountain News, escribió: «Los cueros cabelludos de los cheyenes están cayendo aquí como si fueran los sapos sobre Egipto. Todo el mundo tiene uno y están ansiosos de obtener otro para mandar al Este como regalo de Navidad». En la apoteosis de la profanación, la piel del escroto de las víctimas sería utilizada para confeccionar bolsas de tabaco.

Chivington fue elogiado por su victoria en la «batalla» de Sand Creek. En su honor se organizó un desfile en las calles de Denver. Pero cuando los relatos de lo sucedido aquel día comenzaron a circular por todo el país, se extendió una ola de horror. La imagen de soldados asesinando a mujeres y niños indefensos golpeó la conciencia de la sociedad estadounidense.

El general Grant retiró cualquier tipo de carácter militar a la acción de los voluntarios de Colorado, calificando los hechos de simple asesinato. El fiscal jefe militar, Joseph Holt, habló de «matanza cobarde y a sangre fría, suficiente para cubrir a sus perpetradores de imborrable deshonor, y el rostro de todo norteamericano de vergüenza e indignación».

La reprobación generalizada que había despertado la acción de Chivington enfureció a éste. Convencido de que la incursión de Sand Creek le iba a suponer un trampolín en sus aspiraciones políticas, a tenor de la aclamación popular con la que había sido recibido en Denver, Chivington veía que, por el contrario, su heroicidad podía costarle ahora su carrera.

Así pues, el reverendo la emprendió con la media docena de hombres que estaban hablando abiertamente sobre lo que habían visto y cuyos testimonios habían llegado a la prensa. Chivington ordenó su arresto, acusándoles formalmente de «cobardía en el campo de batalla». Cuando esta arbitraria decisión llegó a conocimiento de la Secretaría de Guerra, ésta ordenó que los arrestados fueran liberados, desautorizando claramente a Chivington.

En los meses siguientes, los cheyenes asaltaron caravanas, ranchos y estaciones de diligencias, causando numerosos muertos entre los blancos. El jefe Caldera Negra, visto el trágico resultado de su política pacifista, ya no estaba dispuesto a seguir por la senda que había conducido a los suyos al exterminio. Sólo cuando las autoridades de Washington abrieron una investigación a fondo sobre los hechos de Sand Creek, los indios se calmaron.

Pero Chivington contaba con decididos apoyos; como seria advertencia, uno de los hombres que participaron en la acción, y que iba a testificar contra Chivington ante la comisión, fue asesinado por la espalda mientras caminaba por una calle de Denver. Este aviso surtió efecto y los testimonios acusadores se fueron diluyendo. El informe final se limitaría a señalar que «el coronel Chivington no hizo nada para estimular la matanza, aunque tampoco intervino para evitarla».

Chivington nunca sería formalmente castigado por la brutal matanza que encabezó en Sand Creek. De todos modos, las autoridades de Denver prefirieron cortar amarras con él. El polémico reverendo fue obligado a renunciar a la milicia de Colorado. Su futuro político se vio inmediatamente truncado. Chivington, decepcionado, decidió poner tierra de por medio y se trasladó a Nebraska. La Iglesia Metodista, por su parte, se distanció de su pastor y nunca pronunciaría ninguna opinión sobre el asunto.

En 1883, Chivington pensó que la masacre de Sand Creek había sido olvidada o que, al menos, el tiempo había suavizado el recuerdo, por lo que reinició su carrera política. Pero se equivocaba; su nombre estaba ya ligado a aquella carnicería, lo que le obligó a abandonar definitivamente su plan.

Chivington vivió un tiempo en California y después se trasladó a Ohio, donde vivió en una granja y editó un pequeño diario. Aún regresaría a Denver para ejercer labores de policía, una actividad en la que trabajaría hasta poco antes de su muerte, en 1892. Con él se iba el gran responsable de la matanza, pero su nombre quedaba para siempre aparejado a uno de los capítulos más ignominiosos de la historia estadounidense[9].

El escenario

El lugar en el que tuvo lugar la masacre está situado cerca de la población de Eads, en el condado de Kiowa (Colorado). Desde 1998, el paraje es objeto de una protección especial.

El terreno fue declarado el 7 de noviembre de 2000 Lugar Histórico Nacional de la Masacre de Sand Creek, y en él se llevan a cabo de forma continua labores de investigación histórica y arqueológica. Desde 2008, el Servicio Nacional de Parques está encargado de su preservación.