9
Viaje a través de Cormyr
Era casi mediodía cuando el grupo abandonó Suzail. A Akabar le había tocado la sencilla tarea de comprar vituallas.
A Olive y Dragonbait les correspondió el cuestionable honor de, a trompicones, sacar a Alias del lecho para que los guiase a Yulash. La espadachina los maldijo a los dos sin excesivo empeño. Una vez que consiguieron hacer la proeza de sentarla, vomitó. Al fin, la asearon y vistieron. Gimió todo el tiempo que duró la operación, y también lloró un poco.
—Quien la oiga quejarse —comentó la halfling— diría que es una debutante quinceañera en plena resaca de su primera borrachera. ¿Hace siempre igual?
El lagarto no emitió ningún sonido; ni siquiera gesticuló.
La trovadora registró el aposento en busca de alcohol. Según el posadero, la humana sólo había bebido un par de tragos de anisados. Cierto que era un brebaje de los que mareaban, y que los vasos tenían cabida para generosas raciones, mas nunca tan parcas cantidades deberían haber dejado incapacitada a una avezada aventurera. Sin embargo, Ruskettle no halló petacas ni otros recipientes entre las pertenencias de Alias.
La halfling recordó a su madre, que se ahogaba en un mar de llanto por ingerir cuatro sorbos contados de vino. No era que estuviera achispada, le explicaba su misma progenitora, sino que algo le oprimía el corazón desde que tragaba las primeras gotas. Olive no entendía que nadie pudiera ser víctima de tan fuertes depresiones. La guerrera contaba con una férrea salud y oro en la bolsa, no la abrumaba un amor fulminante, y aquella tarde estaría en camino abierto, a su entero albedrío. ¿Quién se atrevería a pedir más? «¡Humanos! ¿Cómo adivinar qué les satisface?», barruntó en su fuero interno, y refrescó el rostro de la muchacha pasándole un paño húmedo.
A la hora en que Alias, intemperante contra todos y bamboleándose con la capucha echada sobre los ojos para ampararlos de la luz del sol, traspasó la salida de la venta, Akabar aguardaba en el patio. El mago había ensillado y cargado los caballos y la jaca.
Si apreció los buenos oficios del encantador, la muchacha no se dignó manifestarlo.
—He de hacer una parada antes de dejar la ciudad —anunció, espoleando a Conquistador.
Los otros la siguieron, hasta que la comitiva se detuvo frente a las Torres de la Fortuna.
—Esperad aquí —mandó la aventurera, y el hombre y la halfling permanecieron en sus cabalgaduras mientras entraba en la catedral consagrada a Tymora. Dragonbait arañó sin dañarlo, pensativo, el hocico de Relámpago.
Alias no retiró el capuz de su rostro ni aun en la penumbra de la iglesia. Había tres sacerdotes y una veintena de personas en la sala destinada a la congregación, unas cuchicheando, y rezando en silencio las otras. La joven sabía que era improbable que Winefiddle hubiera vuelto tan pronto de la hacienda de Dimswart, pero bajo ningún concepto deseaba tropezarse con él si se hallaba en el recinto sagrado.
Se plantó cerca del portalón, y estudió una escultura que representaba a la Dama de la Suerte y que se erguía detrás del altar. La diosa tenía el cabello corto, aunque, al igual que la mujer, enmarañado. Su figura era más masculina que la de la espadachina, aunque la musculatura de ambas era semejante. Los ojos algo oblicuos, de mirada picara, y la media sonrisa de su boca prestaban a la efigie una similitud con Olive que Alias no dejó de notar. Cayó en la cuenta de que los halflings veneraban una imagen de Tymora que se parecía a una hembra de su raza. La guerrera trató de evocar cuándo ella misma había sonreído así por última vez.
«Últimamente —se dijo— los hados no me han sido propicios. No he tenido suerte, ni tampoco creo en ella. ¿Qué hago aquí?». Su codo rozó el cepillo de limosnas donde se había comprometido a depositar la gema verde la noche en que Winefiddle intentó conjurar los tatuajes de su brazo, la noche en que ella estuvo a punto de asesinar al monje.
«En mi caso —se dirigió a la diosa con la voz de la mente—, si alguien hubiera arremetido contra uno de mis sacerdotes y luego me hubiera defraudado en el pago concertado de antemano, por mucho que días más tarde regresase arrepentido aumentando la dádiva para compensar, no me sentiría predispuesta a socorrerlo».
Extrajo de su saquillo el ópalo que Ruskettle había hurtado en la guarida de Mist. La enorme piedra se deslizó, tibia y suave, por su palma hacia la caja de caridad. «Por si acaso no eres como yo», invocó a Tymora. Dio media vuelta y salió del templo.
Alias no se sentía con fuerzas para dejar una pista falsa a potenciales perseguidores. Condujo a sus acompañantes al exterior de la urbe por la puerta oriental, una senda que enlazaba con la calzada principal del norte. Cabalgó sin hacer ruido, sin pronunciar una sílaba.
Devanándose los sesos a la caza de un tema de conversación, Akabar dio al rato con uno susceptible de tirar de la lengua a la aventurera.
—He observado que la clave para catalogar las bebidas que se sirven más arriba del Mar Secreto estriba en relacionar inversamente el grado con el sabor. Cuanto más insípido resulta, más fácil es que el forastero se deje pillar desprevenido por sus potentes efectos.
No tardó en lamentar haber abierto la boca. La muchacha nada contestó, pero Olive se lanzó a una ferviente defensa de los licores de los Reinos septentrionales. Sus descripciones de un cóctel Explosión Retardada o Incendio en el Gaznate no desautorizaron las teorías del mago, y lo único que consiguieron fue teñir la tez de la espadachina de unas tonalidades verdosas aún más macilentas.
El turm continuó la marcha tan callado como Alias, mientras la halfling alargaba su plática con Dragonbait convertido en exclusivo oyente. Tras hastiarse de conferenciar ante criaturas mudas, Olive se puso a entonar una pieza musical. Acometía el decimotercer verso de la quinta balada cuando la aventurera la interrumpió:
—Olive, por favor, sé un poco más considerada con los moribundos.
—Perdóname, Alias. ¿Te encuentras muy mal?
—Me refería a ti.
—Yo estoy en forma, no moribunda —replicó Ruskettle con palpable confusión.
—Pero si persistes en cotorrear, no me quedará otro remedio que matarte.
La mujer-bardo tragó saliva y se encerró en un mutismo que se prolongó, al menos, medio kilómetro. A fin de no provocar la furia de la guerrera, se rezagó de la comitiva y siguió tarareando sus tonadas. Dragonbait aminoró el ritmo de la marcha y se unió a ella, acaso en un arranque de piedad, aunque, en opinión del encantador, porque era un melómano empedernido.
—Las personas alegres me deprimen —susurró la espadachina.
Akabar, sonriente, se ubicó a su lado. El resto de la tarde formaron una pareja silenciosa.
Después de pernoctar en una hostería de Hilp, Alias reanudó el viaje con más optimismo. Mientras avanzaban, vigilaba al lagarto, que correteaba entre los caballos. Lo había instado a comunicarle si iban demasiado deprisa. El reptil, en un impulso muy elocuente, dio tres vueltas alrededor de los corceles con unas briosas zancadas, y luego hizo tres volteretas.
La muchacha se sentía tan restablecida, que incluso le enseñó a Ruskettle una oda que afirmó haber aprendido de un arpero.
—¡No puede ser! —exclamó Ruskettle, obviamente impresionada.
La otra mujer asintió con rotundidad.
—No os comprendo —se entremetió Akabar, que no era ducho en música—. ¿Qué tiene de particular tocar el arpa?
La halfling meneó la cabeza y suspiró.
—En el norte —explicó Alias al mago—, quienes interpretan ese instrumento son los arpistas. Los arperos ejercen otras funciones.
—¿Quiénes son? —apremió el nativo de Turmish.
—Los componentes de una cuadrilla de bardos o soldados de fortuna que, si la ocasión lo requiere, se asocian a los aventureros. —La muchacha hizo una pausa, sabedora de que la verdad sonaría trivial—. Su cometido es velar por el bien —concluyó con precipitación, y se concentró en repetir las estrofas que había de asimilar la trovadora.
El hechicero caviló acerca de las palabras de la joven. Le vino a la memoria alguna que otra historia sobre los arperos oída en el pasado, relatos a los que no prestó mucha atención. Se suponía que eran unos sujetos enigmáticos y poderosos, si bien era el modo de reaccionar de Alias lo que ahora excitaba su interés. La guerrera se había turbado al mencionarlos.
Escuchó cómo cantaba. Su voz, en calidad y modulaciones, era mejor que la de la artista halfling. Y también su composición superaba con creces a las de Ruskettle. Tal como la canción sobre las lágrimas de Selune que había cantado dos días antes, la letra de ésta era seductora. Contaba la caída de Myth Drannor, la esplendorosa ciudad elfa hoy convertida en una confusión de ruinas esparcidas por el bosque.
El cántico llevó a Akabar a especular sobre la vida anterior de la joven. Sus conjeturas, cosa singular, fueron más fantasiosas aún que las de Olive. ¿Y si era algo más que una mercenaria? Resultaba innegable que la acechaban entes perversos. ¿Acaso, según su misma expresión, había «velado por el bien» tan a conciencia que la consideraban una amenaza? ¿La habían embrujado mediante los símbolos de su antebrazo a fin de instigarla a cometer alguna iniquidad y desacreditarse?
—Me he preguntado en múltiples ocasiones —declaró Ruskettle, tras haber afinado su yarting a la tonalidad del canto de Alias— cómo se consigue ser un arpero. ¿Se ofrece uno voluntario, o es la cuadrilla la que te elige?
—No tengo ni la más remota idea —dijo la humana.
En su interior, Alias no pudo evitar sonreírse al imaginar a los poderosos y rectos arperos en el trance de aceptar la colaboración de una halfling que no era sino una ambiciosa, arrogante ladronzuela con pretensiones de gran artista. Sin embargo, se sentía demasiado bien para destruir las ilusiones de la poetisa.
Jalonaron la campiña que circundaba la ciudad de Immersea, patria ancestral de los Wyvernspur, y al anochecer acamparon junto a la senda. Lloviznó a lo largo de todo el día siguiente, ensombreciendo el humor de los viajeros y quitándoles las ganas de comunicarse.
Llegaron a Arabel al caer la tarde. Las posadas estaban atestadas de mercaderes, exploradores y nómadas de toda suerte, que aprovechaban las posibilidades de hospedaje existentes en el burgo. El grupo de Alias tuvo que alojarse en una mísera venta cerca de la muralla, pero agradecieron guarecerse de la pertinaz lluvia.
A medida que ésta evolucionó hacia un tempestuoso aguacero, la muchacha se sintió reconfortada con el fragor de los truenos y los relámpagos. La violencia de los elementos empequeñecía sus torbellinos internos. Su rabia por haber sido marcada y utilizada menguó: la cólera del cielo la inducía a la humildad al poner de relieve su insignificancia.
Amaneció con una atmósfera despejada y brillante.
—Calculo que nos separan dos cabalgadas de Yulash —informó Alias antes de partir.
—Creo que te equivocas —discrepó Akabar—. La distancia es mucho mayor que todo eso.
—He hecho el cómputo dando por supuesto que el buen tiempo se mantendrá y no sobrevendrá desastre alguno.
—Aun así, necesitamos al menos tres semanas —insistió el mago.
—¡Es lo que acabo de decir! —rugió la mercenaria.
—No. Tú has hablado de dos cabalgadas, o etapas. Una aventura impracticable, incluso a lomos de caballos muy robustos.
Olive lanzó una risita traviesa.
—No dais al término «cabalgada» el mismo valor —apuntó.
—¿De veras? —gruñeron al unísono encantador y luchadora.
—En el norte, ese vocablo designa un período de diez días —aclaró la halfling a Akabar.
—No hay hombre capaz de montar más de tres días sin agotarse —opuso el turm a las mujeres.
—Olvídalo —zanjó Alias el debate—. El viaje se prolongará una veintena de jornadas. Habremos de acampar o dormir al raso las seis próximas noches. No quiero arriesgarme a que nos compliquen la vida los soldados del Castillo de Crag, fuerte fronterizo de las regiones septentrionales, así que lo rodearemos.
Trazó el resto del itinerario mientras lo recorrían. Una vez atravesado el collado de Gnoll, resolvió dejar la calzada de mayor tránsito, que se desviaba hacia el este cruzando Tilverton, en favor de un camino que atravesaba las Tierras Rocosas y desembocaba en el Desfiladero de las Sombras. Olive se indignó por no poder disfrutar de las panorámicas de Tilverton, burgo donde además había un albergue de excelente reputación, pero la cabecilla fue inflexible.
La halfling comenzó a refunfuñar en voz baja, lo cual resultaba mucho más desquiciante que su jovial parloteo. Al fin, Alias le describió el Mesón de la Gran Puerta, erigido en la cumbre del despeñadero, y se lo pintó tan idílico que la poetisa se entusiasmó ante la perspectiva de visitar aquel establecimiento en las montañas.
El monótono plan de los primeros días —cabalgar, montar la tienda, cenar (unos manjares elaborados con exquisita maestría por Akabar) y levantar el campamento—, donde cada jornada era repetición invariable de la anterior, restituyó a la muchacha la confianza perdida. Éste era el tipo de existencia que mejor conocía, aunque algunas llagas debidas al roce de la silla y agujetas en todo el cuerpo le indicaban que había llevado una vida más fácil durante un tiempo bastante largo que su amnesia le impedía estimar. Cantar a coro junto a la mujer-bardo y, al desplegarse el manto nocturno, tumbarse bajo las estrellas, producía en la muchacha un sentimiento de plenitud que echaba de menos desde su despertar en Suzail. El tatuaje fue bajando puestos en su lista de prioridades, hasta no ser más inquietante que una picadura de insecto.
Y, lo que era más curioso aún, conforme se adentraban en las comarcas norteñas y se alejaban del Mar Secreto, mayor era el cambio, un cambio positivo que se obraba en el carácter de la joven. El mago sintió dejar atrás el verdor de los campos y la espesura de Cormyr, pero el azote de los vendavales en el pedregoso suelo del llano adyacente a los Picos de las Tormentas estimulaba a Alias. Hacía frente al viento y, mientras la flagelaba, se reía, como si éste al soplar se llevase todas sus cuitas. A pesar de que a menudo habían de salirse de la vereda y agazaparse entre los matorrales a fin de eludir a las bandas de orcos y goblins, su aplomo y seguridad crecían.
La nueva tranquilidad de la aventurera la impulsó hasta a disculparse ante Akabar, una noche en que compartían la guardia. La mujer tenía remordimientos por el modo en que lo había humillado la velada de su borrachera de anisado.
El encantador, demasiado orgulloso para demostrar que eso lo había herido, desestimó sus disculpas con un gesto despectivo, pero la muchacha se empeñó en exponerle sus razonamientos.
—Sé bien que eres un hombre inteligente —aseveró, atajando las protestas del turm—. Los necios no llegan a ser magos, y tus motivos para encaminarnos a Westgate eran de peso. Mas, cuando se ha sido aventurera tantos años, se acostumbra uno a obedecer las directrices de su instinto en vez de las del cerebro. Y en la venta de Suzail mi instinto me decía a gritos que Westgate no me convenía. Fisgonear en Yulash se me antojó lo idóneo.
Akabar se sentía indeciso. Tenía el deber de avisar a Alias de sus presentimientos, y por otra parte temía hacer añicos su recién recobrada paz mental. Sospechaba que la decisión de la muchacha había sido manipulada por los tatuajes. Yulash, en un tiempo sede de un templo donde se oficiaban satánicos ritos, todavía hoy preservaba su halo de indiscutible peligrosidad.
—También has sido muy amable conmigo —continuó la joven—, al auxiliarme en un mal momento y no darme la espalda. Nunca antes había encabezado una expedición. Solía desplazarme con cuadrillas que sometían sus planes a voto. En fin, lo que quiero darte a entender es que no me tomo a broma tus recomendaciones, ni lo haré en el futuro si…, si deseas volver a aconsejarme.
Aquel alarde de sinceridad dejó al hechicero sin habla durante unos segundos.
—Es un privilegio que me honres con tu confianza —logró musitar tras recomponerse.
Era ésta una fórmula de cortesía casi religiosa entre los naturales de Turmish. Por un raro azar, Alias estaba al corriente de la contestación correcta.
—Tu honor es el mío.
Guardaron un corto silencio que rompió el mago al inquirir, incapaz de reprimir su curiosidad:
—¿Recuerdas haber estado en mi país?
—No, en absoluto —repuso la mujer con un movimiento de cabeza.
En el ocaso siguiente, concluida la quinta jornada fuera de Arabel, instalaron su campamento al pie de las estribaciones del Desfiladero de las Sombras, el elevado desfiladero que discurría por las lindes meridionales de la Boca de los Desiertos, una escabrosa cordillera.