30
La Ciudadela del Blanco Exilio
—¿Estás bien, Alias? —inquirió Olive, encorvada sobre la espadachina.
—Me siento como si me hubieran triturado con un trinchante y vuelto a recomponer, pero dejando fuera unas cuantas piezas —gimió la guerrera.
—Una comparación muy inspirada. Aunque un tanto macabra, ¿no? —criticó la halfling.
—¿Qué esperabas? —replicó la otra mujer.
Un dolor palpitante fustigaba la cabeza de la mercenaria, tenía fuertes escozores en los cortes de su carne y la piel le ardía como si hubiera estado excesivamente expuesta al sol. Entreabrió los ojos y se apresuró a cerrarlos de nuevo, mientras gruñía:
—Ése ha sido un serio error.
La intensísima luz blanca la había enceguecido y, aun después de cerrar los párpados y taparlos con las manos, infinidad de puntitos azules siguieron danzando en su mente. Aquella blancura no se parecía a la reverberación gélida del sol en la nieve o en una seda de tonos marfil, sino a la de un millar de carbones en la incandescencia de una fragua.
Protegiendo sus pupilas con la palma en visera, aventuró otra mirada. En el cielo se ensortijaban tortuosos torbellinos de blanco sobre blanco matizado por blanco o, lo que es lo mismo, materias candentes de diversa descripción que, en un fútil intento de combinarse, giraban y se ondulaban.
—Aquí es donde los dioses gobiernan como frentes tormentosos —masculló.
—¿Qué decías? —preguntó Olive.
—Nada. Citaba una frase de una vieja leyenda.
—Ya —repuso la trovadora, a quien no le costaba imaginar quién le había relatado tal leyenda—. ¿Piensas quedarte tumbada todo el día?
Alias suspiró y se incorporó a medias. Bajo sus pies, unos adoquines grises refulgían en la diáfana luminosidad del firmamento.
Olive se arrodilló a su lado. El vestido de la cantora, de un blanco deslumbrador y hechuras copiadas del atavío que Cassana había lucido en la cena de la víspera, estaba cubierto de barro y lamparones de sangre coagulada.
A la derecha de la humana, Akabar y Dragonbait estaban inclinados sobre una quinta figura, el extraño que había colaborado con el grupo en el combate del Cerro de los Colmillos. La muchacha tuvo un amago de celos porque atendían antes a un desconocido que a ella.
«No seas absurda —se autocensuró—. Para haberte batido con dos docenas de asesinos, una hechicera, un espectro, y haber roto una Vara del Poder, estás en una forma espléndida. Has salido mejor librada que Sylune en el Valle de las Sombras». Sintió un aguijonazo de pesar al recordar cómo había sucumbido a su destino la bruja del río.
«¿Existe alguna diferencia —siguió cavilando— entre la tristeza que aflige a las personas reales y la que yo fui programada para experimentar? ¿Por qué motivo había de interesar a mis artífices que me acongojara la muerte de Sylune? Por ninguno —concluyó—. Es mi propio subconsciente el que me hace recapacitar, el que promueve también mis sentimientos. Mis “amos” no tienen nada que ver».
Al evocar la reciente desaparición de todos sus creadores, salvo uno, examinó su brazo derecho. La extremidad todavía le dolía tras la desaparición de los tres símbolos superiores, los de Cassana, Zrie Prakis y los Cuchillos de Fuego. Se dijo que los restantes sicarios debieron de expirar en la explosión que provocó el cayado del cadáver errante. El espacio que antes ocupaban los símbolos había sido cubierto por el diseño serpenteante del borde. Sólo quedaban los círculos concéntricos representativos del señor de Phalse. «Y también el retazo vacío», observó la mujer, a la vez que rememoraba espantada la predicción de Olive de que allí crecería un nuevo emblema.
Alias fue a levantarse, y le falló la rodilla. Estaba cansada, llena de malestar. Se apoyó en la tizona de Dragonbait, se irguió y oteó el panorama. Estaban en la cúspide de una torre muy alta, que se erguía desafiante hacia el cielo blanquecino. Las almenas, en lugar de ser rectilíneas, se curvaban en unos extremos tan afilados como las piedras esculpidas en la colina del sacrificio.
Se asomó al antepecho. La mole se alzaba en una llanura de resplandeciente arcilla gredosa, que se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. En el círculo que delimitaba la base de la edificación el suelo era compacto, pero, pasado ese punto, presentaba resquebrajaduras y una superficie movediza como un río de fango o de lava.
—Querida Olive, me temo que ya no estamos en los Reinos —anunció a la halfling.
Renqueando, la luchadora se acercó a Akabar y al reptil. El yaciente que éstos cuidaban estaba cubierto de harapos, y tenía los brazos y las piernas repletos de mordeduras tan grandes como monedas. Unos tajos profundos le atravesaban la frente y el pecho, y de ellos manaba abundante sangre. Ruskettle, que había ido tras Alias, lanzó un suave silbido.
Dragonbait levantó con suavidad la cabeza del hombre en sus garras, y unos pequeños arcos dorados tendieron un puente entre ellas y el maltratado rostro, visibles incluso bajo la atosigante iluminación natural. La fragancia de madera socarrada preñó el aire. Ante los ojos de los compañeros, la sangre del herido cesó de fluir y empezaron a cicatrizar los chirlos del semblante. El rictus de sufrimiento se disipó, reemplazado por una expresión de paz, y las hondas arrugas se alisaron en la avejentada epidermis.
Akabar actuó rápido y seguro, encargándose de aliviar los daños que aún restaban cuando las virtudes curativas del saurio se agotaron. Untó una pasta verde y viscosa en las heridas más pertinaces, antes de proceder a vendarlas con tiras de su atuendo prestado.
La mercenaria se agachó entre el paladín y el sureño.
—¿Quién es este sujeto? —preguntó.
—¿No lo reconoces? Fíjate bien —la instó Akabar, a la vez que el hombre-lagarto la ojeada con curiosidad.
La muchacha escudriñó las facciones. Le eran familiares. Bajo el cabello canoso y el cutis arrugado se adivinaba el semblante de un humano que tiempo atrás debió de ser guapo, y además con porte apuesto.
—¡Innominado! —gritó la espadachina. Se volvió hacia sus amigos para explicarles—: Era uno de los protagonistas de mi sueño del Desfiladero de las Sombras, sólo que en versión juvenil. A menos, claro, que se trate del abuelo del que yo visualicé.
—¿No lo asocias con ninguna otra circunstancia? —insistió el turm.
Alias intentó recordar, frunciendo el entrecejo con el esfuerzo, pero no tuvo éxito. El individuo no estaba almacenado en su pseudomemoria, y no había otra época en la que hubieran podido coincidir.
—¿Cómo va a acordarse —se inmiscuyó la halfling con un resoplido— si por entonces era una tierna niñita?
—¿De qué estás hablando? —inquirió la guerrera.
—Me refiero a que acababas de nacer, o algo equivalente. Fue él quien te dejó en libertad, con Dragonbait como escudero y ángel guardián. Puede afirmarse que es tu padre. —La poetisa alargó la mano para señalar la zona vacía del tatuaje—. Lo llaman el Bardo Innominado. ¿Te suena?
—El Bardo Innominado —coreó la mercenaria.
Retrocedió unos pasos y se sumió en sus meditaciones. Había oído alguna vez la historia de aquel personaje, si bien nunca la vinculó a la de su homónimo de la pesadilla. Balanceó el cuerpo en un vaivén basculante mientras unía los fragmentos de la narración y, al fin, empezaba a comprender para qué había sido concebida y en qué se había convertido después.
El artesano abrió los ojos y, pese a que los cuatro aventureros que lo circundaban obstruían la entrada de los albos haces, hubo que cubrírselos con las manos. Ceñudo, susurró:
—De nuevo en casa, retorné al hogar, la, la, la.
Akabar y Olive intercambiaron miradas. La trovadora se encogió de hombros. La mercenaria, por su parte, se aproximó al hombre.
Al ver a la joven, el bardo hizo ademán de sentarse, pero el dolor se lo impidió. Dragonbait quiso sostenerle la espalda, y él rehusó. Poniendo ahora todo su afán, volvió a probar suerte y consiguió incorporarse hasta quedar frente a Alias. Pasó revista a la polvorienta y desaliñada figura femenina, y declaró:
—Eres la personificación, ¡y con creces!, de todas mis aspiraciones.
—Y tú eres el Bardo Innominado —dijo la luchadora con un acento monótono, desnudo de emociones.
—Sí. ¿Recuerdas mi narración? No te la inserté en el cerebro igual que las otras, sino que te la referí en la hora de tu despertar, mientras aguardábamos que las pociones curasen a Dragonbait para que pudierais huir juntos.
—No recuerdo haberla oído —especificó la guerrera—, pero sí lo esencial de su trama.
—¿Como qué? —la apremió Innominado.
—Versa sobre la vida de un hombre cuya desbordada arrogancia lo empujó a traicionar sus escrúpulos y completar, a sabiendas, una tarea que contenía el potencial de terribles abusos.
Ruskettle ahogó una exclamación, el hechicero sureño se mordió el labio y el artesano se puso intensamente pálido.
—¿Me equivoco? —preguntó Alias.
Transcurrieron unos largos minutos en silencio. El cielo, aunque despejado, centelleó y vibró con retumbantes fragores al henderlo una sucesión de relámpagos y truenos. Las descargas eléctricas perfilaron las sombras del quinteto en las losas de la azotea.
—¿Cómo puedes hablar así? —dijo Innominado en poco más que un murmullo.
—Por lo visto, nuestra amiga ha forjado una interpretación algo simplista de los hechos —comentó la ladina halfling—. Apuesto a que también ha sido chapucera con tus canciones.
Con tono de derrota, el bardo legítimo sentenció:
—He fracasado.
—Muy cierto —intervino ahora el Akabar—. Deseabas fabricar una cosa, y te salió una hija. En Turmish todos proclamarían que los dioses te otorgaron sus bendiciones.
Alias dedicó al mago una sonrisa agradecida.
—Podría, inclusive, superar a su viejo padre como artista —auguró Ruskettle.
El artesano miró asombrado a la halfling. Era obvio que jamás se le había ocurrido que su criatura pudiera mejorar su propio trabajo. Era demasiado engreído y petulante.
—Te di todo cuanto pude —aseveró.
—Sí. Una historia falsa, tus canciones y ni siquiera un nombre en el verdadero sentido de la palabra —acusó Alias.
—Te proporcioné un pasado para que no te sintieras desplazada ante los seres con los que habías de convivir, y mis canciones eran mi más preciada posesión. Te dejé libre a costa de mi propia seguridad. Cuando Cassana me arrancó de mi reclusión y me ordenó que trastornara tu equilibrio en un sueño, intenté avisarte. Pese a que la bruja espiaba mi plática y mis acciones, te ilustré sobre los puntos flacos del kalmari.
—Sí, hiciste todo eso —admitió llanamente la espadachina.
—Pero, aun así, me abominas. —El bardo destilaba angustia por todos los poros.
—No he dicho eso —replicó Alias. Una sonrisa animó su ceño sombrío—. ¿Acaso no suelen discutir los niños con sus padres sin odiarlos por ello?
—¿Ves en mí a tu progenitor?
—No lo sé —confesó la mercenaria—. No me inculcaste el concepto de familia al moldear mi mente, y carezco de la experiencia necesaria para evaluar el afecto filial. ¿Ves tú en mí a una hija?
Innominado bajó la cabeza y dejó vagar su mirada por los adoquines grisáceos antes de afrontar de nuevo a la muchacha.
—En aras de la honestidad, debo responder que no. Al menos, no hasta la fecha.
—Me alegro de que seas franco. —Alias estiró el cuello y rozó con los labios la apergaminada mejilla—. De todos modos, y además de las dos buenas amistades que yo he entablado, tú pusiste un hermano en mi senda.
—¿Un hermano? —repitió el hombre sin entender—. ¡Ah, sí! Compartes tu alma con el saurio.
Dragonbait meneó la cabeza negativamente.
—Es verdad —insistió el artesano—. Phalse dividió tu espíritu en dos mitades.
El lagarto, enfurruñado, contrajo el hocico. Apuntó a Alias con dos dedos y cerró uno, luego se señaló a sí mismo y cerró el otro.
—No le lleves la contraria —aconsejó la halfling—. Es una autoridad en materia de almas.
El reptil asintió.
—No es posible partir un alma y obtener dos —objetó Innominado.
—¿Y por qué no? —replicó Olive—. Son entes infinitos. Si los divides, continúas teniendo dos entes infinitos.
Akabar contempló anonadado a la trovadora.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, molesta por el escrutinio—. ¿Acaso he dicho algún disparate?
—¡Ni mucho menos! —exclamó el nativo de Turmish—. Debes perdonarme, pero es que me abruma la contundencia de tu argumento teológico.
—Los halfling también van a la iglesia… de vez en cuando.
Alias bostezó. La excesiva actividad de aquel mes, el primero de su existencia, empezaba a hacerse sentir.
—Vuestras deliberaciones son apasionantes —mintió—, pero estoy impaciente por atrapar al amo de Phalse y darles a ambos su merecido. ¡Deseo tanto deshacerme del último símbolo!
—No te has parado a reflexionar lo que esto significa —la riñó el Innominado—. Podrías ser humana.
—¿Y qué?
—¿Cómo «y qué»? —se enfureció el bardo genuino—. ¿Por ventura no te importa?
La mercenaria volvió a encogerse de hombros.
—Según Dragonbait, anida en mi interior un espíritu que me distingue de los objetos. Con eso me basta. A casi ningún aventurero le preocupa si uno es humano o halfling, mago o soldado de fortuna; lo único que cuenta es asumir su propia responsabilidad y guardar fidelidad al bando elegido. ¿No me lo enseñaste tú así?
El artesano balbuceó un «sí», perplejo porque la joven había llegado a tales conclusiones sin que nadie la guiara. Quizá, como apuntó Akabar, sus empeños habían recibido el beneplácito de los dioses, de divinidades mejores que Moander.
—Estamos en la Ciudadela del Blanco Exilio —dijo Alias llevando la conversación hacia derroteros más prácticos—. En un tiempo fue tu hogar. ¿Tienes alguna sugerencia que hacer para la localización de Phalse?
—Delegué en el hombrecillo la tutela de la fortaleza durante mi ausencia, ¡cándido de mí! Antes de que la abandonara, su señor construyó un puente de aquí hasta su propio reino, que el halfling cruza para informarle. Está en el patio inferior. Salvo que se esconda en una de las salas de la torre, no hay otro sitio donde pueda haber ido.
—¿Por qué no? ¿Dónde conduce ese llano? —interrogó la guerrera, señalando el erial plomizo que se desplegaba hasta el infinito.
—Al diseñarse este enclave, se calculó que fuera inviolable. Tirad una piedra al aire.
Dragonbait rompió un saliente ya desajustado de las losas y obedeció a Innominado. El guijarro subió unos quince metros antes de explotar, en un vistoso arco iris, sobre el telón de fondo del firmamento.
—Encima de nosotros se halla el Plano de la Vida —explicó el bardo—, que los eruditos denominan Plano Material Positivo. Cualquiera que lo penetre sin tomar las medidas adecuadas se hace pedazos, ya que en el tránsito sus átomos adquieren plena potencialidad y se transforman en estrellas. No hay escapatoria por ese lado.
»Nosotros estamos en el linde —prosiguió, vuelto hacia la interminable explanada— entre el mencionado Plano de la Vida y el de las Gemas, el que los sabios han dado en llamar Plano Paraelemental de los Minerales. No puede negarse que los estudiosos poseen una notoria verbosidad —bromeó—. En esta última esfera, la de las alhajas, todos los seres vivos que viajen desprotegidos son reducidos sin conmiseración a cristales de gran belleza, pero inanimados. Phalse, que yo sepa, no tiene talismanes que lo hagan inmune a ninguno de los dos efectos. El único medio de salir ileso de aquí son los dos puentes erigidos por el amo del halfling: el que conduce a sus dominios del cual ya os he hablado y el que culmina en el Cerro de los Colmillos.
»Debéis ser precavidos en la búsqueda. Cuando yo llegué, fui asaltado por los animales guardianes del dueño de Phalse: os aseguro que aquellas fieras eran todo fauces y dientes. Y vuestro menguado enemigo conserva la varita de Cassana, con la que podría sojuzgaros haciendo un simple gesto.
—¿Y el tan cacareado señor, cómo es? ¿Cuáles son sus poderes? —interrumpió la guerrera.
—Ninguno de nosotros lo ha visto nunca. La hechicera envió un espía a su jurisdicción, a través del portal, para hacer averiguaciones. Le devolvieron al agente descuartizado. El saurio os llevará al otro acceso; conoce su ubicación puesto que Phalse lo trajo por él. Tu… tu caparazón y su cuerpo fueron estigmatizados en el patio, trasladados a las almenas y teleportados a la colina, desde donde saltasteis a Westgate.
—¿No corres peligro quedándote solo? —preguntó la mercenaria.
—No. El cielo está sobrecargado de energía y tiene propiedades medicinales. Aguardaré aquí hasta recobrar las fuerzas y partiré en pos de vosotros.
—Alias, quizá tú deberías quedarte con él —propuso Akabar—. Si te separas del grupo, Phalse no podrá derramar sobre ti los maleficios del bastoncillo.
—Escucha, Akash, no dejaré que se me margine de mi propia batalla. Es probable que el halfling recurra a la varita, pero ya me sobrepuse una vez a su influjo. ¡Nada ni nadie va a acobardarme a estas alturas! —La mujer cobró aliento y, con un tono más suave, preguntó a Innominado—: ¿De verdad no prefieres que esperemos todos hasta que te repongas?
El artesano movió la cabeza en señal negativa.
—No deis la oportunidad a ese hombrecillo de reclutar refuerzos en los mundos inferiores. Si os imponéis en la contienda, podréis forzarlo a invocar a su amo y, en cuanto éste acuda al rescate, pactar con él. —Fijó sus pupilas en el saurio—. ¿Te acuerdas del camino?
El lagarto hizo un gesto de asentimiento.
Alias porfió todavía un poco más, remisa a dejar desvalido al Bardo Innominado. «Le profesa más estima de la que ella misma reconoce», dedujo el mago sureño.
—De acuerdo, Dragonbait, ¿por dónde hay que ir? —se resignó al fin la muchacha.
El paladín se encaramó a un hueco entre las almenas. Un largo tramo de escaleras pronunciadas, angostas y sin barandilla jalonaba la estructura exterior de la torre. La espadachina hizo una mueca al comprobar que habrían de bajar en fila india, bordeando siempre el precipicio.
—Yo encabezaré la comitiva hasta dar con una puerta —determinó—. ¿Me prestas tu espada un rato más, Dragonbait?
El saurio ladeó la cabeza de aquella manera que la guerrera siempre había interpretado como un gesto de falta de comprensión. Ahora creyó vislumbrar en el ademán una reticencia a contestar. Un perfume de violetas llenó la atmósfera. La mujer tendió el arma a su amigo, convencida de que le incomodaba dejársela.
—Me hago cargo de que quieras blandiría tú.
Sin embargo, el reptil, lejos de asir la tizona, apartó dulcemente la mano femenina para significar que la autorizaba a portarla.
«Cuando todo esto termine —se prometió la aventurera a sí misma—, hemos de aprender a comunicarnos». Inició el descenso, con el hombre-lagarto a sus talones y seguido por Akabar. Olive ocupó la retaguardia. La trovadora rezongó ante el ángulo de inclinación, aunque la estrechez no pareció importunarla: acometió los peldaños con un liviano trotecillo. El encantador, en cambio, se arrimó al muro y procuró centrarse en sus pisadas.
Después de que la cabeza de Ruskettle se esfumara detrás de la elevada pared, Innominado contó hasta veinte y se dirigió, cojeando y apretándose el flanco herido, al parapeto. Semioculto por una de aquellas imitaciones de colmillos que componían el almenaje, observó al cuarteto. Una vez que entraron por la primera puerta, el bardo fue hasta los escalones y también los enfiló. Al alcanzar el descansillo de la puerta, no obstante, pasó de largo y continuó bajando. Su única esperanza radicaba en la eventualidad de que la mole no hubiera revelado sus secretos al nuevo dueño.
En tierra, a considerable distancia y fuera de la cubierta de protección de la torre, una figura enfundada en una capa bajó la mano que lo amparaba de la luminosidad celeste. Con sumo celo, se quitó los anteojos que le conferían visión de águila y los depositó en un estuche oviforme. Lanzó un suspiro, y los vahos de su respiración crearon volutas en la envoltura transparente que lo rodeaba. Luego aferró su cayado y, por el agrietado terreno repleto de gemas, orientó sus pasos hacia la Ciudadela del Blanco Exilio.
Al descubrir la entrada en la escalera, los compañeros se detuvieron y Alias cedió el puesto de explorador a Dragonbait. El reptil tomó la delantera, mas no arrebató Justiciera a la espadachina. Inerme, la mercenaria era una humana de blanca carne y manos aptas sólo para el manejo de herramientas, mientras que él tenía plena confianza en sus zarpas y en sus poderosas mandíbulas.
Los pasadizos estaban alumbrados por las rocas de las paredes, que refulgían en su interior. Ésta era una consecuencia de la ubicación de la ciudadela. Akabar recordó los fulgores que brotaban de la tapia construida por los elfos para aprisionar a la abominación de Moander, si bien aquí las paredes brillaban con una luz rosada que semejaba una especie de rubor.
Después de dejar atrás una cámara, desembocaron en otra. En ambas había huellas de mobiliario, ahora retirado. El polvo del suelo estaba removido, como si hubiesen arrastrado objetos muy pesados. Las huellas del falso halfling eran claramente visibles, amén de las de un par de botas que, a juzgar por sus dimensiones, debían de calzar a un gigante.
Llegaron frente a otra puerta, ésta de doble hoja y de cristal, que despedía resplandores propios como el resto del entorno. Los goznes giraron con un simple contacto.
Se exhibió ante los aventureros un espacioso salón. Dragonbait quedó paralizado bajo el dintel. La distribución no era la misma que un mes atrás, cuando lo habían hecho marchar por aquellos vericuetos. Había entonces una enorme mesa de banquetes, y en los paneles laterales se alineaban las enseñas de algunas de las naciones más antiguas de los Reinos. Ni una ni otras engalanaban ahora la estancia, sino que doce féretros eran sus actuales adornos. En los túmulos funerarios, y dentro de los ataúdes, había otros tantos cadáveres.
Lo primero que pensó Alias fue que los nuevos habitantes de la fortaleza destinaban la habitación a sepulcro, o quizás a despensa de carne humana.
El paladín que, tras salir de su estupor inicial, se había plantado en el centro de la sala, volvió la cabeza con síntomas de confusión. Una fetidez de azufre emanaba de su organismo.
—¡Por las barbas de Brandobas! —blasfemó Olive, quien se había aproximado para investigar los posibles artículos útiles que hubiera junto a los despojos—. ¡Son iguales a ti!
La mercenaria, con creciente aprensión, fue a examinar los cuerpos. Existía tanta similitud entre ellos como entre las ánforas de cerámica cocidas en una misma hornada. Todos los rostros tenían idénticas facciones: unos eran más delgados, otros más redondeados, pero todos poseían sus mismos rasgos. Se enmarcaban en melenas de un pelirrojo más o menos subido de tintura, en una gama que iba del negro rojizo al castaño fresa. En cuanto a la tez, cubría todo el espectro cromático, de la palidez norteña al tostado del mediodía.
En el vestir se apreciaba más variación. Un cuerpo ataviado con la gruesa armadura de Mulhorand yacía al lado de otro vestido con las pieles de zorro y el tocado de las regiones septentrionales. El atuendo de cortes insinuantes de una cortesana de Aguas Profundas —sacado, acaso, del guardarropa de Cassana— realzaba a una mujer que tenía enfrente a otra embutida en la púdica túnica de las druidas de Moonshae. Había un arma junto a cada una, mazo, espada, hoz o daga. A una de las criaturas, arropada en negras vestiduras, la habían equipado con artilugios orientales que Alias no identificó.
Todas, fuera cual fuese su divinidad, eran ella. «¿Modelos anteriores, pruebas?», barruntó. Sacudió la cabeza con gesto sombrío. Se trataba, evidentemente, de versiones ulteriores y perfeccionadas. Había sido una estupidez creer que se conformarían con una. Unos minutos atrás, mientras aún se jactaba de ser una entidad única, la luchadora estaba persuadida de que demostraría su valía y hallaría una justificación a su existencia. Pero ahora veía que no tenía mayor individualidad que un número en un rebaño, en una horda de «Alias» que serían liberadas en los confiados mundos.
Hizo acopio de coraje para acercarse a uno de los cuerpos, uno que lucía el hábito blanco con cenefas azules de los clérigos de Tymora y, como aderezo, el sagrado símbolo de la diosa —un disco de plata— suspendido de una cadena sobre el pectoral. La guerrera se esforzó en sofocar sus náuseas e inspeccionó a la criatura, tomando la muñeca y torciéndola a fin de revelar la cara interior del antebrazo.
El dibujo de serpientes y ondulaciones estaba grabado en su superficie, tan inerte como un tatuaje practicado en una piel muerta. La única inscripción era la del amo de Phalse, los círculos concéntricos. No había una parcela reservada para Innominado. Los tejidos externos tenían una viscosidad desagradable, de arcilla.
Akabar se situó detrás de su amiga y le puso una mano en el hombro.
—¿Está muerta? —indagó.
—No está viva —puntualizó Alias—, o, en todo caso, menos que yo. —La sacudió un temblor de ira—. Eso fui para ellos, un patrón que copiar hasta la saciedad.
—Sosiégate —le rogó el mago, y le acarició con ternura el hombro—. No se parecen más a ti que un retrato. Si lo deseas, podemos destruirlos en pocos segundos.
—¡No! —chilló la espadachina—. Aunque sean muñecas, no soportaría verlas fundidas o descoyuntadas. No encierran mayor perversidad que yo misma. Suprimiré al último de mis «amos» y dejaré que reposen incólumes.
—Sea como tú quieres —asintió Akabar, tras unos instantes dubitativos.
Alias se percató de que el turm trataba de dilucidar si su reacción defensiva había sido natural o programada, como antes había ocurrido con el ansia de arribar a Yulash.
Ruskettle reprobó, mediante un expresivo gesto, la conducta del hechicero. «Muy propio de un mago —se dijo—. Analizan todo con la mente y olvidan el corazón. ¿Qué opinaría él si pretendiéramos quemar a sus hermanos?».
Dragonbait, que se había enfrascado en un trance shen, regresó a la realidad inmediata. No acertaba a comprender lo que su instinto perceptivo le decía acerca de las mujeres de los féretros. Cada masa corporal poseía un alma, pero el saurio no percibió en ninguna trazas de espiritualidad. «¿Es eso —discurrió— lo único que las separa de morir, o de nacer?».
Alias lo sacó de sus ensoñaciones.
—¿Está el patio en esa dirección, Dragonbait? —preguntó señalando otro par de puertas cristalinas que se perfilaban en el extremo más apartado de la sala.
El paladín hizo un ademán afirmativo.
La guerrera estudió el acceso. Reverberaba igual que todo en la ciudadela, si bien la muchacha notó algo diferente. Aquellos vidrios la perturbaban. No tardó en adivinar el porqué.
La atraían. Como le había sucedido con el muro elfo de Yulash, no podía sustraerse a avanzar hacia el inexorable imán de las vidrieras. Tenía que abrirlas. Lo que buscaba estaba más allá, en el patio.
Ojeó a los otros. Akabar extrajo del cinto un paquetito, y lo revolvió para seleccionar los ingredientes de un hechizo. Dragonbait se apoderó de una tizona, de las que había que empuñar a dos manos, guardada en uno de los ataúdes. La halfling aplicó el oído a la puerta. Reculó enseguida, frotándose la oreja.
—No he detectado ruidos, pero está muy caliente.
Alias tragó aire y estiró la mano hacia el picaporte. Debía estar preparada para cerrar con brusquedad o, si irrumpía en la habitación una bestia feroz, para eludirla.
El mecanismo fue tan dúctil como en anteriores ocasiones, y puso al descubierto un amplio espacio abierto. A derecha e izquierda, sendas redes de pasillos se internaban en la laberíntica torre. Delante de los visitantes había un balcón, desde el que se dominaba el esplendor rutilante del Plano de la Vida. En el centro se divisaba un gran estanque rezumante no de agua, sino de unos vapores argénteos y púrpura semejantes a los del portal del Cerro de los Colmillos. Este estanque, la otra cara de un mismo paso, se hallaba inserto en el suelo, rodeado por un anillo de piedras azuladas.
El contorno de un hombre de ínfima estatura, envuelto en una indumentaria encarnada y marrón, se recortaba sobre las rocas. Estaba sentado, y dedicó a los compañeros una sonrisa más ancha que la que habría podido hacer cualquier humano o halfling. Sus ojos, una superposición de azules, emitían unas chispas que nada bueno presagiaban. Agitaba con ostentación la delgada y mortífera varita de Cassana.
—Bienvenida a casa, Número Uno —saludó a Alias—. ¿Has conocido a las otras, a la colección íntegra hasta Trece?