12
El sueño. El kalmari

El cielo nocturno que cubría el Desfiladero de las Sombras estaba encapotado salvo en el extremo sur, donde unas pocas estrellas titilaban entre el manto de nubes y el horizonte. Alias exhaló despacio, contemplando cómo sus vahos se alzaban y disipaban en el frío aire. Pese a las bajas temperaturas, se sentía cómoda. Akabar no había escatimado gastos a la hora de proveerse de ropa de abrigo y manta para su periplo.

Mientras hacía su guardia, la segunda, la aventurera reparó en el mago, que yacía bajo un fino edredón de lana y, por añadidura, se había destapado los brazos. Con delicadeza, la mujer extendió encima de su cuerpo una piel curtida que lo arroparía desde el mentón hasta las rodillas. En una fracción de segundo el encantador se deshizo de la pieza y, de nuevo, sus extremidades superiores, que tan sólo protegían las vaporosas mangas de la túnica, quedaron expuestas a la glacial brisa.

«O ha formulado un hechizo para calentarse o lleva almacenado dentro de sí el tórrido clima sureño», pensó Alias.

Olive, con el pretexto de mantener la ropa excedente de cama seca y fuera de las garras de los predadores de la noche, dormía arrebujada en más prendas que nadie. Tenía un aspecto engañosamente infantil y candoroso, o así la veía la espadachina. Akabar, por el contrario, debido a su barba y las arrugas en torno a sus ojos, parecía mayor.

Estudió a Dragonbait, tratando de dilucidar su edad. Reposaba con la placidez de un niño; mas, incluso teniendo el rabo apretujado entre las piernas y enroscado debajo de la cabeza, se hacía notoria su potente estructura de guerrero. La muchacha se preguntó sí estaría entregado, según rezaba un antiguo refrán, al sueño de los «rectos de espíritu», sin que lo perturbasen las imágenes oníricas por estar inmerso en su propio mundo de bondad.

El hombre-lagarto no era perezoso, ni tampoco de los que despertaban con un respingo. Siempre que Alias lo llamaba, abría unos ojos llenos de curiosa vivacidad, esbozaba una sonrisa y soltaba un armonioso maullido. En las pocas ocasiones en que habían debido mudarse a otro paraje de madrugada para eludir a una banda de goblins o de orcos, la mercenaria descubrió al reptil ya erguido, muy quieto, olisqueando el aire y aferrando la empuñadura de su espada.

Depositó una de sus propias mantas en torno a los hombros de Dragonbait, una costumbre adquirida en sus viajes con la Compañía del Cisne de Mayo. Añoraba los fraternales cuidados que sus siete miembros se dispensaban recíprocamente, pero hasta ahora no había adoptado tales prácticas respecto a sus nuevos compañeros por conceptuarles como extraños, desconocidos que no invitaban a gestos de intimidad.

Todas sus cavilaciones confluyeron en Dragonbait, en lo que había hecho por ella, en las incógnitas que rodeaban a este raro personaje, en los sentimientos, en fin, que él le inspiraba. Era el menos humano de la cuadrilla, no podía hablarle y no tenía la menor idea de qué bullía en su cerebro, y sin embargo en ningún otro confiaba tanto como en el lagarto. A pesar de las críticas de Olive sobre su incapacidad de comunicarse, la luchadora sabía que una corriente de mutuo entendimiento la ligaba a la criatura.

—No eres mi escudero ni mi criado, ¿verdad? —susurró la aventurera al animal—. Eres mi hermano.

No había tenido hermanos, o al menos así lo creía. Su madre, hosca viuda de un pescador, no aludió jamás a su existencia, y cuando murió —Alias entraba entonces en la adolescencia—, no se presentaron familiares largo tiempo distanciados. Al año siguiente la huérfana huyó de casa para que no la casaran con un decente, pero tedioso, tejedor. Hasta que persuadió de su utilidad a los Cisnes de Mayo no estrechó vínculos afectivos con nadie.

Aquella pandilla amaba los riesgos y la belleza de la espesura tanto como ella. El mero hecho de recordarlos hizo que se formara en su garganta un nudo de nostalgia.

Sin embargo, los lazos que la ligaban a Dragonbait, y que estaba segura de que ambos compartían, no se basaban en la coincidencia de intereses. O mucho se equivocaba, o no tenían objetivos comunes. El comportamiento del hombre-lagarto hacia la joven podía definirse como el fruto de una ternura casi paternal. Y, por muy singular que pareciera, a Alias la movían idénticas emociones. La fuerza de tal nexo carente, bien lo percibía, de fundamento, era lo que le confirmaba que nadie había tan próximo a su corazón en los confines de los Reinos. Lo lamentable era que todo aquello no refrescase su memoria sobre su anterior asociación.

La relación de la guerrera con Olive era tan diáfana como el cristal. Alias era consciente de que la halfling velaría, en este orden de prioridad, primero por ella misma y luego por las posesiones del grupo, sin que le importase nadie más. Aunque la trovadora había tenido un amago de valor en la guarida de Mist al entretener al dragón mientras ella recobraba sus posiciones, un «amago» no equivalía a la cualidad misma del arrojo, ni mucho menos denotaba heroísmo. Era ostensible que Ruskettle sopesaría los peligros en función de los tesoros que, a su juicio, aguardaban a la espadachina al final de su empresa.

En cuanto a Akabar, el análisis se complicaba. Una ambición propia lo impelía a sumarse a la aventura: demostrarse a sí mismo que era algo más que un mercader de Turmish. Ansioso de hacer acopio de experiencias para relatar a sus avariciosas esposas, también —la muchacha así lo presumía— buscaba excusas para retrasar el regreso a un hogar donde se acogían con tan escasa tolerancia los empeños arriesgados y demás «simplezas». A Alias no le cabía ninguna duda de que, de no haber surgido su caso, el mago habría encontrado a otra persona errabunda en la que volcar sus atenciones. Al enjuiciarlo, la mercenaria llegó a la conclusión de que, si bien el turm no la traicionaría, tampoco sacrificaría su vida por ella. Intuía asimismo que no eran éstas las únicas razones que lo inducían a acompañarla, pero él había tenido la discreción de no exponerlas y no sería la joven quien lo hostigara a hacerlo.

No se dio cuenta de que se adormecía, pero, cuando de las ruinas del mesón comenzaron a emanar resplandores y los escombros se reagruparon en el edificio que había visitado años atrás, no pudo negar que había sido transportada a las esferas del sopor. Intentó, exasperada, sacudirse las telarañas, temiendo que su negligencia en el deber acarrease graves desventuras a sus amigos. Todos sus intentos fracasaron.

La hostería asumió una progresiva solidez. Lo primero que se ensambló fueron los maderos de las paredes, con sus junturas selladas mediante barro apelotonado. Más tarde se materializaron puertas, mesas, sillas y el mostrador de la taberna. Sin desplazarse físicamente, la mercenaria se visualizó a sí misma sentada junto a la chimenea.

Sobresaltada por el crujir de las vigas, levantó la mirada. Encima de su cabeza los tiznados travesaños se recompusieron, y la sección colgante del techo que había sobrevivido al incendio se enderezó. Las planchas planas se entramaron en sus puntales y, aunque no se hallaban en su campo de visión, la mujer oyó el tintineo de los fragmentos de cerámica al multiplicarse y unificarse en accesorios de toda índole. Unas cadenas cayeron serpenteantes de los ganchos de hierro claveteados a las tablas superiores de mayor robustez, y parecieron florecer en candiles en forma de calabazas, donde el aceite hervía para encender los húmedos pabilos.

Las llamas del hogar ardían en una chisporroteante hoguera, y el Mesón de la Gran Puerta comenzó a atiborrarse de clientes que, por descontado, no entraron a través de la puerta. En un principio, sólo hubo un tumulto de murmullos y bramidos de personas que conversaban en derredor de la espadachina. Al fijarse en un banco esquinero, donde se desarrollaba una acalorada discusión, Alias no atisbó sino sombras.

«¿Y si no estuviera soñando? —discurrió—. A lo mejor lo que presencio es una fantástica ilusión. De todos modos, el revuelo habría despertado a los otros y siguen ahí inertes, como troncos. Soy la única testigo del fenómeno, así que debe de provenir de mi subconsciente», dictaminó al fin.

De pronto, se produjo un estruendo ensordecedor a su derecha. Giró el cuello a tiempo para observar cómo un tipo fornido, de genio vivo, regañaba a una menuda camarera por manchar de vino el generoso escote de su acompañante femenina. Al clamar la inculpada su inocencia, falsa a todas luces, el fortachón se puso en pie. Doblaba en estatura a la sirviente, mas la guerrera vislumbró el brillo del acero cuando ésta metió la mano en el bolsillo de su mandil.

Resonó en el rincón un segundo rugido, que capturó los sentidos de la mercenaria. No eran ya fantasmas los que ocupaban la mesa, sino seres con volumen y color. Un clérigo cansado y un joven luchador debatían sobre cuestiones etimológicas derivadas de la teología. El eclesiástico defendía fervientemente la tesis de que Tempos era una corrupción de Tempus, vocablo sureño que contenía, además, la pronunciación correcta. Su planteamiento parecía sacar de quicio al otro, un bárbaro en viaje ritual de iniciación en la hombría. Su rostro, enrojecido a causa de la bebida, se encendió aún más. Se preparó para el altercado cruzando la mano derecha hacia el hombro opuesto, tras el que sobresalía la empuñadura, una cabeza de león, de la espada que portaba anudada en la espalda.

Alias trató de dilucidar cuál de las dos trifulcas sería la primera en desencadenar una disputa encarnizada, de las que obligan a evacuar los locales públicos.

—Ninguna —contestó una voz de acento acompasado.

La mujer se llevó un susto mayúsculo, y torció la cintura hacia el flanco de donde procedía la respuesta. Un individuo joven se erguía a unos centímetros, con dos copas en una mano y una empolvada botella en la otra.

Se sentó en una silla libre, posó los artículos que cargaba en la cuadrada mesa y auguró:

—Pero la devastación no tardará en sobrevenir.

Hizo su pronóstico con una sonrisa simétrica y un guiño. La aventurera no le daba más de veinte años, si bien sus muy refinados modales contradecían este cómputo. El joven limpió la superficie de la botella y la descorchó con la soltura de un experto.

Su cabello rubio se derramaba suelto alrededor de los hombros, refulgiendo en las reverberaciones de las brasas. Tenía lo que la antigua integrante de los Cisnes de Mayo habría catalogado de apostura, y las lenguas ígneas se reflejaban también en sus pupilas, en diminutas pinceladas rojas. No obstante, y pese a hallarlo atractivo, su vecindad excitaba los nervios de Alias. Era como si, en su sueño, la guerrera esperase a alguien y ese alguien no fuera aquel hombre.

—Me he tomado la libertad de pedir un vino de reserva. Sé que te gusta —anunció el joven, a la vez que vertía un líquido de tonos cobrizos en las dos copas.

—¿Cómo puedes vaticinar el futuro? —indagó la aventurera.

—Cada uno carga con su maldición personal —masculló él, pasando el dedo por las marcas del antebrazo de su oponente. Su contacto suscitó en la zona un cosquilleo, una sensación del todo nueva—. La mía consiste en leer el guión antes del estreno. —Elevó la copa, e instó a Alias a hacer otro tanto—. Dentro de unos minutos se correrá el telón, y se desplegará el argumento. Tienes tiempo de sobra para apurar la bebida.

La muchacha asió su copa, de cristal tallado, y consintió en brindar con quien la convidaba.

—¡Por el teatro! —propuso el sujeto.

La mujer olisqueó reticente el brebaje, convencida de que se enfrentaba a otro preparado cormyta incompatible con su paladar. Grande fue su asombro al impregnar sus fosas nasales un aroma penetrante y rico. Dio un sorbo y, sin pararse a respirar, ingirió el resto. Un sabor agridulce de bayas de montaña se adhirió a sus labios, mientras el alcohol circulaba por su organismo como una conmoción. Sus pómulos se entibiaron de inmediato, igual que si tomase el sol, y se relajaron las doloridas articulaciones de sus huesos. No sólo era el primer trago bueno de verdad que probaba en semanas; abrigaba la sospecha de que sería el mejor que nunca tendría oportunidad de degustar.

—¿Cuál de estos incidentes será el causante del incendio? —preguntó al joven que, diligente, reponía el licor consumido.

—Ninguno —afirmó el interrogado.

Señaló con un ademán de cabeza al grandullón y su exuberante compañera. La moza había «exhortado» a su rival, a punta de cuchillo, a volver a su asiento y dejar de alborotar. Lanzó a la cliente un paño seco y reanudó sus quehaceres.

—Los conflictos laborales son frecuentes en estas regiones norteñas —explicó el muchacho—. Hasta las fregonas tienen aquí ínfulas de grandes señoras, alentadas por el ejemplo de quienes, con mucha suerte y menos escrúpulos, han conseguido encumbrarse. La situación en el desfiladero se exacerba, naturalmente, por la exigua población, que dificulta cuando no imposibilita la obtención de empleados.

—¿Y el irritable bárbaro y el clérigo? —inquirió Alias, girándose a fin de ver la reacción de los otros parroquianos cuando el luchador desenvainara su arma. Pero la pareja estaba engullendo tranquilamente grandes dosis de cerveza.

—Son amigos de toda la vida. Han peleado por el mismo tema un centenar de veces en este establecimiento, además de pasearlo por todos los circundantes.

—¿Qué provocó entonces el fuego? ¿Tuvo alguna relación con el hecho de que se haya interrumpido el tráfico de caravanas?

—Paciencia, querida, no te precipites —la reprendió su misterioso y juvenil contertulio.

El joven acercó la copa a la boca de la espadachina e inclinó el «divino» líquido de manera que se filtrase entre sus labios. Alias le arrebató el recipiente y no paró hasta haberlo vaciado. La asaltó una nueva oleada de calor, tan intensa que hubo de quitarse la capa.

—¿Sabes cuál es tu peor defecto? —dijo el muchacho.

—Dímelo tú —respondió ella, al mismo tiempo que agarraba la botella y se escanciaba una tercera ronda.

—Que no recopilas la información poco a poco, escuchando al prójimo mientras relata sus peripecias con sus propias palabras, y aprovechando las experiencias que la vida te va dando. Sólo deseas que venga alguien y te sirva los datos a borbotones, como si fueran una jarra de vino. —El tipo hizo una pausa, en la que llenó su recipiente con más elixir—. ¡Ah! —exclamó jubiloso, clavando los ojos en la puerta—. ¡Al fin entra en escena uno de los actores protagonistas!

Alias se volvió. Tampoco aquel hombre era el que aguardaba. Era bajito y a la manera de los mercaderes, con una túnica púrpura recogida en la cintura y un sombrero plano y ancho, coronado por una solitaria pluma de cisne.

El achaparrado personaje trepó a una plataforma de piedra que había delante de la chimenea, hizo ondear un rollo de pergamino sobre su cabeza, y vociferó:

—¡Callaos todos!

Se extinguieron la mayor parte de las voces, si bien subsistieron algunos corrillos diseminados. Las personas que habían enmudecido centraron su atención en el comerciante, quien, al advertir que disponía de un nutrido auditorio, desató las cintas del papiro y empezó a leer.

—Oíd todos el edicto del Trono de Hierro.

Este nombre tuvo el suficiente poder de convocatoria para que todos, incluidos los que antes ignoraron al orador, se centraran en él. El silencio tapizó hasta los recovecos de la sala.

El heraldo prolongó, con fines efectistas, el mutismo. Alias arrugó el entrecejo, y los ojos de su vecino pestañearon pícaramente.

—El Trono de Hierro —explicó a la mujer en voz queda, sin perder de vista al recién llegado— es una organización comercial que se inauguró hace poco y se propone competir con las casas más afincadas. Entre sus estrategias favoritas se cuentan la fuerza, la conspiración y la magia.

El anunciante prosiguió su lectura.

—Al Trono de Hierro le inquieta en gran medida la creciente violencia que reina en las áreas septentrionales, violencia alimentada por quienes negocian con armas y, en consecuencia, abultan sus bolsillos a costa de otros.

—¡También los bolsillos de tan altruista asociación se hinchan hasta reventar! —interrumpió un parroquiano, coreado por unánimes aplausos.

—De ahí que, en fecha de hoy, pronunciamos un anatema a los traficantes sediciosos y cerramos el Desfiladero de las Sombras por un período de treinta días.

La noticia fue acogida con rechiflas y pateos.

—Se requerirían al menos cuatro divisiones de mercenarios para custodiar el collado —evaluó la aventurera.

—¿Tú crees? —discrepó el joven con una risotada—. Los acontecimientos nos lo dirán.

—Todos cuantos se hallan en la jurisdicción del desfiladero están autorizados a abandonarlo, aunque queda prohibido el uso de armas. Así mostrará al mundo el Trono de Hierro su habilidad para preservar la paz en la comarca —terminó el emisario su perorata.

—¡Todo esto es un fraude vil! —denunció el bárbaro del banco, levantándose en un ebrio bamboleo—. Quienes promulgan esa ley son los primeros que envían armas a los goblins y a otras larvas desde la Fortaleza de Zhentil. Lo único que quieren es mantener ligeros de armamento a los nativos de los valles y ponerlos así a merced de sus amos, los zhentarim. Se necesita más que la proclama de un sapo hablador para impedirnos respaldar a los pueblos independientes del norte.

El individuo que portaba el mensaje dirigió una malévola mirada al rebelde.

Presintiendo alguna energía invisible, el clérigo tiró de la manga de los ropajes de su amigo a fin de devolverlo al anonimato; mas aquél hizo caso omiso y avanzó hacia el heraldo. Su corpulencia lo hacía parecer una torre al lado del hombrecillo, aun a pesar de la plataforma. Le arrebató el pergamino de la mano, lo rasgó en tiras y le arrojó éstas al rostro.

—Transmite nuestra respuesta al Trono de Hierro.

—No has de temer por la entrega de armas de tu señor a su contacto en Daggerdale —se vengó el delegado con un siseo—. Tal contacto ya ha muerto, víctima de sus propias tendencias agresivas.

El bárbaro exhaló un bufido de furia.

—¡Has matado a Brenjer, asqueroso asesino! ¡Voy a darte una lección de esa violencia que tanto cacareas!

El forzudo desenvainó su espadón, enarboló la maciza hoja y la descargó sobre el cráneo de su disminuido adversario. El acero lo abrió en canal hasta la cintura, limpiamente, con igual facilidad con que habría partido un lienzo tirante.

Alias contuvo el aliento. El cuerpo del heraldo no sangró ni se desplomó en el suelo, como habría sido lo normal, sino que sufrió una insólita metamorfosis. Dos harapientos jirones de tejido púrpura revolotearon hasta posarse en la tarima y de ellos manó una bruma negra, que tomó la forma de una lágrima invertida y quedó suspendida encima del bárbaro.

Un par de iris amarillentos, sin párpados, destellaron en la nube de oscuros vapores. Debajo de estos ojos se insinuó una abertura horizontal, festoneada por sendas ristras de afiladísimos dientes. A modo de voz, la boca emitió el silbo de un millar de serpientes en una estancia de roca.

—Un kalmari —susurró el compañero de la mujer—. Son naturales de Thay, y servidores de los Magos Rojos y sus aliados. Hay quien especula sobre su parentesco con los devoradores de intelectos. Extraordinario, ¿verdad?

Alias, absorta en la confrontación del bárbaro y el monstruo, nada repuso. El atacante sesgó la neblina con su tizona, infligiendo el mismo daño que a una cortina de humo. El kalmari soltó unas risas disonantes, y separó las mandíbulas de manera que los labios ocuparan el espacio de medio cuerpo. Acto seguido, la criatura se abalanzó sobre el humano y lo succionó de una sola vez, espadón y armadura comprendidos.

De nuevo se hizo el silencio en la taberna, mientras los parroquianos se esforzaban por asimilar lo ocurrido. Al cabo de unos segundos hubo un estallido de sillas y mesas volcadas, junto a las zancadas de los habitantes en fuga masiva.

Sacerdotes y hechiceros entonaron los versículos de media docena de plegarias y conjuros, al mismo tiempo que, amedrentados, retrocedían ante el engendro.

El kalmari echó la cabeza atrás y escupió la espada del bárbaro, lanzándola al aire en medio de una ondulante cenefa de llamas. La tizona voló hacia las planchas del techo y se incrustó en una de ellas, sepultada hasta la empuñadura. El fuego se propagó por las vigas y encerró las superficies de madera en un halo de calor blanco.

El incorpóreo fantasma sonrió, con una amplia mueca que se dilató para dibujar una línea tan ancha como tres cuartas partes de su abstracto contorno, y al instante comenzó a expeler una retahíla de encantamientos ofensivos: bolas ígneas, relámpagos y dagas azules. La guerrera notó que le dolía el brazo derecho y, al inspeccionarlo, se percató de que su tatuaje despedía fulgores.

Fue a erguirse, resuelta a prestar todo el auxilio posible en la batalla, pero el joven de rubia melena puso la mano en los símbolos del antebrazo y, con suave presión, la retuvo contra la mesa.

—Tendrás tu oportunidad —sentenció—. ¿A qué vienen esas prisas?

El incendio se extendió con una velocidad antinatural, y pronto el edificio entero, excepción hecha del lugar donde se encontraban la mercenaria y su acompañante, se convirtió en un infierno. A través de las danzarinas brasas, Alias columbró al kalmari cuando engullía a un mago de una pieza y, acto seguido, vomitaba otra llamarada calcinadora.

No obstante, la mujer no sentía calor alguno. Un instante después, el kalmari, las llamas y la clientela del mesón se redujeron a hilillos humeantes. Y al rato, hasta los hilillos se evaporaron. La hostería aguantó en pie, incólume al fuego, mas desalojada por casi la totalidad de sus huéspedes.

Todavía sentada frente al guapo muchacho, la aventurera reparó en una figura solitaria acomodada en otra mesa, en la sección opuesta del local. Llevaba sus facciones ocultas con el capuz de una capa. «Este ser sí es el que esperaba», se dijo a sí misma con completa certidumbre, si bien se sentía remisa a iniciar la entrevista.

El joven terminó su vino y se irguió para marcharse.

—¡Aguarda! —solicitó Alias, y lo aferró por el brazo. Le habría gustado suplicarle que no la dejase sola con el desconocido, pero, como sabía que sus palabras no ejercerían ninguna influencia, se limitó a indagar—: ¿Cuándo sucedió esta catástrofe?

—Cuando tú cazabas dragones secuestradores de halflings al oeste de Suzail.

Sorprendida por haberle arrancado la contestación sin la menor resistencia, la joven ahondó en sus pesquisas.

—¿Dónde está el kalmari?

—Aún suelto, defendiendo la zona por mandato de sus superiores.

—¿Cómo se defiende uno contra él?

—Sólo lo espanta la marca de su hacedor.

—¿Existe algún método para derrotarlo?

—No puede comer lo mismo dos veces.

—¿Qué tiene ese monstruo que ver conmigo?

—¡Basta! —ordenó una voz femenina.

Con un escalofrío, la guerrera se volvió hacia la silueta embozada que antes había detectado. La habitación estaba envuelta en una densa niebla. La voz de mujer cortó cual un cuchillo los arremolinados vahos.

—Te has excedido, Innominado. Quedas despedido.

—Pero me ha hecho una pregunta —objetó el joven—, y yo he de satisfacer todos sus requerimientos.

—Has aplazado ya nuestra cita más de lo debido. Yo me encargaré de complacerla; al fin y al cabo, la criatura es mía.

Había una cualidad familiar en aquel acento duro y tajante. La extremidad de los símbolos comenzó a latir y, al enderezarse, la mercenaria comprobó que el mundo daba vueltas a su alrededor. Maldijo en su interior el brebaje de bayas y se giró a fin de acusar al muchacho de emborracharla, pero éste se había difuminado en la irreal atmósfera.

—¿Y bien? —preguntó, procurando no amilanarse ante la figura que, como un espíritu, se deslizaba hacia ella.

—El kalmari es un botón de muestra de mis dotes —aseveró la hembra fantasmal, y subrayó su prepotencia con un ampuloso gesto de la mano. Sus rasgos continuaban zambullidos en la penumbra de la capucha, si bien a la guerrera no le pasó inadvertido el cabestrillo que le sostenía el brazo izquierdo—. Se trata de un ser que alquilé a los miembros del Trono de Hierro, los cuales deseaban hacer ostentación de su poder. Muchos serán los que lo pensarán dos veces antes de contravenir las normas de la entidad.

—¿Y qué tiene que ver conmigo? —repitió la joven.

Estaba a menos de medio metro de la otra mujer. No tenía más que estirar los dedos, asir el borde del embozo y desprenderlo para someter su rostro a examen. «Quizá —conjeturó— si me es revelado su semblante averiguaré el porqué de mi amnesia o del tatuaje. Pero entonces, ¿qué me retiene, que me impulsa a huir enseguida y a toda carrera? ¿Me hallo en presencia de un cadáver errante, acaso de una medusa?».

—¡Está clarísimo! —replicó la aparición entre risas—. El kalmari es otra de mis criaturas. Iba a apostarlo aquí de todas formas para que me avisara de tu llegada, y la tarifa que me pagan los comerciantes me ha endulzado un poco la vida. Nunca viene mal un acicate.

—Otra de tus criaturas —repitió de nuevo la luchadora, ahora para cerciorarse. Segura de su perspicacia, apuntó—: ¿Como el Elemental de Cristal?

—¡Me insultas, querida! —clamó la otra, aunque había más sarcasmo que enfado en su tono—. ¡Una cosa tan antiestética y torpe! Mis invenciones siempre fueron elegantes.

—Me rindo —confesó Alias—. ¿A qué creación te refieres?

—A ti, niña. eres uno de mis mejores logros. Acepto que he de compartirte con los otros, pero siempre te consideraré mía. —La mujer alargó su brazo sano en ademán de abrazarla, como una madre a su hija pródiga. Despacio, dulcemente, rogó—: Regresa a Westgate, Muñequita. Somos tus amos. Nos necesitas, y nosotros queremos tenerte allí.

La respiración de la joven se aceleró.

—¡Soy mi propia dueña —rugió—, no la «muñequita» de nadie!

Con un movimiento brusco, retiró el capuz que cubría aquel enigmático rostro.

Como en un espejo, se vio a sí misma.

Dio un alarido en su sueño y, con sobresalto, despertó. En el campamento no se había alterado la normalidad. Estaba en la proximidad de una fogata en vías de extinción, dentro del esqueleto de una posada ruinosa. No había sido más que una pesadilla, caviló una y otra vez para infundirse ánimos. ¿Cuánto rato había durado su amodorramiento?

«Sí, una pesadilla, ¡pero de qué calibre! —protestó en su fuero interno—. ¿Cuál fue la última ocasión en que viví tales angustias? Nunca —se respondió a sí misma—, nunca he tenido una pesadilla como ésta».

Llegó a la conclusión de que un influjo mágico había moldeado sus sueños, y que la mujer encapuchada tenía que se Cassana, la bruja de Westgate que le había obsequiado con uno de los diseños del tatuaje. ¿Por qué se le asemejaba tanto?

Cerró los ojos y visualizó a la ficticia réplica de sí misma. «No era mi gemela —discernió—; tenía más edad. Puede que sea una pariente lejana de la que no me habló nadie. ¿Y el tal Innominado, de dónde sale?».

Se alzó y desperezó junto a las agonizantes ascuas. Las imágenes acudían borrosas y le resultaba difícil aislar los detalles a fin de analizarlos. «¿Estoy aún soñolienta, o es que el elixir soñado también embriaga?».

De repente oyó un ruido que le erizó el vello, un ruido que formaba parte del sueño: el de un millar de sibilantes serpientes en una sala pétrea. Por consiguiente, el de un kalmari.

Giró sobre sí misma para escudriñar los alrededores, pero sus ojos no lograron atravesar la oscuridad reinante. Pasó entonces revista a sus amigos. Dragonbait seguía acurrucado igual que un gato. Olive se regodeaba en su nido de mantas. Akabar, por último… En su sitio sólo había negrura.

Algo refulgió en la noche, y la guerrera reconoció la ahusada dentadura, como agujas. La diferencia estribaba en que ahora podía atisbar el perfil de la bestia. La lágrima se prolongaba en una cola prensil. La sombra del enemigo se desplazó, de tal suerte que dejó al descubierto la yaciente figura del hechicero. El kalmari lo aprisionó con su rabo y empezó a alzarlo hacia sus fauces. Barbotando en su letargo, el turm hizo débiles forcejeos para desenredarse de la manta que se ensortijaba en sus piernas, pero no reaccionó.

La mercenaria gritó y dio un salto al frente. Lo hizo sin garbo, con pesadez. «¡Maldito alcohol soñado! No estoy sobria», se dijo al propinar, de modo accidental, un puntapié a la halfling. El adversario, que tenía el apéndice enrollado como un tentáculo en torno al encantador, clavó en ella una fría mirada amarilla.

La joven sacó la espada de su vaina, pero vaciló al recordar que la monumental arma del bárbaro no había vertido ni una gota de sangre del monstruo. Si aquellas visiones entrañaban una premonición, si contenían algún indicio de realidad, el acero era inútil. Aunque también, de ser ciertos tales supuestos y haber sido el kalmari forjado por Cassana, se verificaría la información suministrada por Innominado sobre el sistema de eliminarlo, valiéndose del distintivo de la hechicera grabado en su antebrazo. Claro que el humano rubio podía mentir.

Frustrada por la incertidumbre, la espadachina descartó sus devaneos mentales. Con la espada en la mano, tensó el brazo y flexionó la muñeca. Sintió la extremidad torpe, lenta en la acción, como si le hubieran abrochado las correas de un escudo de oro. «¡Condenado vino!», volvió a blasfemar. Apretó los dientes y conservó el brazo en alto. Una luz brillante, azulada, procedente del tatuaje, iluminó el paraje de la acampada y delineó la negra e imprecisa forma del kalmari.

Faltos de párpados tras los que protegerse de los fuertes resplandores, los oblicuos ojos del engendro se encogieron en rendijas mientras, flotando, la criatura reculaba el tramo que mediría en longitud una espada corriente. No soltó a Akabar, sin embargo, sino que lo apretó aún más y lo proyectó ante sí como una mampara protectora.

«Puedo poner a raya a mi rival —se entristeció la guerrera—, mas ¿qué haré para que libere a su presa?».

En sus sueños había preguntado a Innominado cómo doblegaría al kalmari. Él se lo había contado, pero los pormenores escapaban de su frágil memoria. Alias se esforzó con toda su alma para rememorar sus explicaciones.

«No me ha concretado qué debía hacer. Más bien, como en un acertijo, me ha dado una pista, diciéndome que la aberración no podía devorar dos veces lo mismo. ¡Qué sandez! —se irritó la mujer—. Es evidente que, en cuanto se traga algo, es imposible volver a ingerirlo. A menos que sea un rumiante o una de esas bestias que regurgitan los huesos de sus víctimas».

Se elevó a su espalda un chillido estridente de Olive.

—Por las lagunas del Hades, ¿qué es eso?

Indiferente al susto de la halfling, Alias arremetió contra el monstruo y hundió el filo en la extremidad que atornillaba al aún inconsciente morador de Turmish. Los siseos de la fiera se incrementaron en registro y volumen. Pero no era el arma de la luchadora lo que lo trastornaba.

Cuanto más se aproximaba la joven a la criatura de Cassana, mayores eran los centelleos que dimanaban de los estigmas. Perturbado por la tremenda luminosidad o quizá, como había anunciado el humano de dorado cabello, apabullado por la insignia de su dueña, el kalmari siguió retrayéndose, aunque sin la intención aparente de emprender la fuga.

La muchacha escudriñó el suelo en busca de los despojos del bárbaro, o de otros incautos devorados por el engendro. Al no avistar nada que pudiera servirle de alimento, lo acometió de nuevo, ensartando uno de los mortecinos ojos en su espada. Igual que antes, el kalmari se convulsionó frente a los haces de luz del antebrazo sin que la tizona le causara el menor deterioro.

La espada. ¡El arma del luchador norteño! La bestia la había expelido tras engullir a su portador. En la empuñadura había representada la cabeza de un león, al igual que en la que Ruskettle había encontrado en los escombros.

Alias estudió de soslayo las inmediaciones, lanzando nerviosas ojeadas a los desperdicios del suelo. No había nada. Maldijo su mala suerte y renegó por la ausencia de algo que estaba allí hacía tan sólo un rato. ¿Qué había sido del acero? ¿Quién…?

—¡Olive! —exclamó—. Al llegar a este paraje descubriste una espada decorada con una faz leonina.

—Me acuerdo vagamente —fue la evasiva de la halfling.

—¡Déjate de pamemas y dámela! ¡Sé muy bien que la tienes tú!

—¡Qué genio tan irritable! —criticó la trovadora—. Si la guardaba era porque quería regalártela más adelante.

—¡No hay excusas que valgan, lo único que me interesa es que me la traigas ahora mismo! —chilló la mercenaria.

—Está al otro lado de la pared…, al otro lado del monstruo —gruñó la poetisa—. ¿No puedes ir tú a buscarla?

—Si yo me alejo podría comerse a Akabar. A mí no me tocará, pero en el caso de que reclame un postre, y lo hará, habré de servirte a ti como no obedezcas. ¿Entendido?

Ruskettle farfulló unas frases, o acaso interjecciones, en una lengua ininteligible mientras cumplía el encargo de la humana, trazando un rodeo a la izquierda para sortear las derruidas tapias de la hostería y al kalmari.

También la espadachina se movió hacia el mismo flanco, dibujando un arco más estrecho para interponerse entre la criatura y la halfling. De súbito, Dragonbait se situó junto a su hombro izquierdo, completamente despejado y con su arma presta. Los emblemas los inundaron a ambos en su eterno halo azul, palpitante y espectral. Ahora que el hombre-lagarto le abría una brecha a través de los cascotes, la mujer pudo acorralar a su enemigo en la esquina del mesón que todavía resistía en pie. Sospechaba que el muro no obstaculizaría la retirada del engendro, pero podía ser que renunciara a Akabar ante la imposibilidad de traspasar con él los tabiques.

Por detrás del kalmari, alguien se puso a revolver tierra y guijarros. Aumentaron los silbos del monstruo, tornándose más amenazadores. La horrenda visión se ladeó un poco, fijo un ojo en los dos guerreros que lo acosaban y el otro en la halfling, que era quien escarbaba, a unos ocho metros del grupo.

El miedo se adhirió a la garganta de Alias, atragantándola. Olive se demoraba una eternidad en recuperar la espada, que además la superaba en estatura y complicaba la tarea de destrabarla. Para pavor de la humana, el adefesio clavó ambas pupilas en la trovadora. Ésta alzó la vista y quedó paralizada.

—¡Olive, usa la tizona! —la urgió la espadachina a fin de sacarla de su trance de hipnosis—. ¡Defiéndete!

La mercenaria dio unos pasos a la derecha con la esperanza de distraer al adversario de la indefensa Ruskettle, pero la plomiza sensación de su extremidad se había extendido a todo el cuerpo. Tropezó contra una viga desprendida del techo y cayó de bruces.

La pesadez persistió; sus tentativas de incorporarse fueron fallidas. No sólo la abrumaba un vahído etílico: navegaba como si la hubieran drogado. Apenas podía erguir el cuello para ver las evoluciones del kalmari y la trovadora.

—¡Si no puedes esgrimir tu arma, álzala como una lanza! —gritó la aventurera.

Olive se sobrepuso a su estupor y puso la tizona en ristre. Quizás había escuchado las instrucciones de Alias, o bien corría por sus venas sangre de antiguos luchadores, mas desde luego no se quedó parada a la espera de que el abominable ser se embroquetase sin su intervención. Cargó ferozmente contra la criatura, utilizando la espada como una lanza. Tal fue su ímpetu que, a pesar de los pronósticos desfavorables, la humana creyó que iba a tener éxito en el ataque… hasta que la artista resbaló sobre un montículo de astillas. Voló el acero de su puño, y la menuda fémina se estrelló debajo casi del engendro.

El kalmari separó los labios en una amplia sonrisa, que Alias divisó a través de su transparente cuerpo. Al igual que en su sueño, la mueca degeneró en unas carcajadas discordes. La guerrera no dejó de observar la aterrorizada expresión de la halfling ante la perspectiva de servir de aperitivo al monstruo antes de que degustara el plato fuerte, a Akabar.

Una estela verde se inmiscuyó en el campo visual de la mercenaria cuando, en una secuencia continua, Dragonbait se dio impulso hacia la espada del bárbaro, se apoderó de ella, embistió al rival y metió la hoja en su translúcido dorso. El arma se adentró en la intangible estructura con un zumbido y quedó tan incrustada que el reptil hubo de dar un vigoroso tirón a fin de renovar su asalto.

El kalmari emitió un plañido que a Alias se le antojó desgarrado. Sin prestar ya atención a la halfling, dejó también que se le escurriera el mago. Dragonbait ensayó otro lance, éste entre los ojos, y la fiera volvió a gemir, a la par que, en un inesperado arranque, hacía restallar la cola. El hombre-lagarto, poseedor de unos envidiables reflejos, detuvo el latigazo con una estocada que cercenó el apéndice. Un tercer grito quejumbroso, ahora ensordecedor, rasgó el aire, y la criatura se lanzó sobre Dragonbait, con la boca abierta para succionarlo de una inhalación. El lagarto equilibró la espada y la arrojó, como si fuera una jabalina, a las fauces del malherido monstruo.

La masa humeante que era el cuerpo del kalmari se desintegró en un centenar de motas neblinosas que, a su vez, se dividieron en fracciones más diminutas, como una gota de aceite batida en el agua. Los átomos de negrura fueron barridos por la brisa. El acero del bárbaro rodó, con un repiqueteo, en el arrasado suelo de la posada.

Unos puntos incandescentes deslumbraron a Alias antes de, en un santiamén, disiparse. La mujer, exhausta, permitió que el incipiente desmayo la transportase a las esferas de la penumbra.

Y, a lo largo de tantas vicisitudes, Akabar continuó dormido, roncando suavemente.

Una discusión entre Olive y el hechicero despertó a Alias. A juzgar por el sol, cercano a su cenit, debía de ser casi mediodía. La mercenaria tenía una ligera resaca, que la llevó a evocar el aromático vino de Innominado.

—Tu historia es de lo más divertida, pequeña —decía el turm a Ruskettle—, pero increíble. Tuve sueños sedantes y sin intermitencias, algo que no habría podido producirse de ser verdaderos los eventos que me has narrado.

—Insisto en que esa criatura del diablo era inmensa, negra como el hollín y con más colmillos que pelos hay en tu barba. Nos atemorizaba mostrándolos a través de su bocaza —la halfling desdobló los brazos en toda su envergadura para apoyar la descripción—, tan grande que podría haberse devorado a sí misma.

Akabar rió de buena gana.

—Me parece que mi guiso de anoche te trastornó —declaró.

Alias desechó de su mente los últimos vestigios de embotamiento.

—Lo que te ha relatado es rigurosamente auténtico, Akabar. Admito que cuesta asimilarlo, mas no fue ella el único testigo. Aquí estoy yo para corroborarlo.

Se desvaneció la jocosidad de la faz del encantador.

—¿Por qué la tomó conmigo?

—Quizás eres el de carne más sabrosa —sugirió la poetisa.

—Era un kalmari, invulnerable a los ataques normales —manifestó la guerrera—. Puede que te identificara como mago y, por lo tanto, quisiera eliminar antes al más peligroso.

La muchacha recordó las revelaciones de Cassana, y agregó:

—Tengo razones para suponer que el monstruo me aguardaba a mí, y que pertenecía a uno de los brujos que me imprimieron el tatuaje. Siempre que me acercaba a él, los símbolos relucían igual que en presencia de otro agresor arcano, el Elemental de Cristal. A lo mejor mis enemigos te juzgan demasiado útil a mi causa y han resuelto ordenar tu ejecución. Así demostrarían la futilidad de cualquier intentona de desafiarlos.

—Un kalmari —repitió el nativo de Turmish—. Sí, tales fantasmas pueden sumir a un hombre en un sopor hechizado. ¿Cómo lo abatiste?

—Descuartizándolo con una espada que ya había ingerido.

—¡Claro! —asintió el sureño—. No pueden digerir el acero, así que lo escupen. Se envenenan con las secreciones que ellos mismos dejan en la hoja.

—¿Has luchado contra alguno? —indagó Alias.

—No, pero he leído crónicas sobre su origen e idiosincrasia. Se trata de unos horrores atribuidos a las artes de los Magos Rojos de Thay.

La joven meneó la cabeza afirmativamente.

—Aun con un arma regurgitada, el combate debió de ser cruento. ¿Cómo te las arreglaste? —inquirió el turm de Olive.

La mercenaria sonrió. Era obvio que la mujer-bardo había exagerado su papel en la destrucción del espectro.

—Obtuve cierta ayuda de Dragonbait —minimizó Ruskettle la hazaña del lagarto, si bien bajó la mirada ante su propia desfachatez.

—Por cierto, ¿dónde está nuestro amigo? —preguntó Alias.

—Hace un rato lo vi en aquella loma —le informó Akabar, y señaló un pico redondeado que se erguía a la izquierda del collado—. Arrastraba un espadón descomunal.

—Desmontad el campamento —ordenó la aventurera— mientras yo voy a prevenirle de que partimos. No me apetece nada dilatar nuestra estancia en este lugar.

En plena escalada de la cumbre, la humana oyó cómo el encantador regañaba a Olive.

—¿Por qué no me has dicho que era un kalmari en vez de darme una charla incongruente sobre dentaduras, manchas negras y tamaños imposibles?

Al vibrar en sus tímpanos unos acordes musicales, como silbidos, la guerrera se desentendió de la conversación y se encaminó hacia su procedencia. Encontró a Dragonbait a orillas de un lago. El lagarto se había confeccionado una zampoña, y la tonada que extraía de las cañas, aunque melancólica, rebosaba vida, era un lamento de dolor hecho música. Sin saber cómo, Alias comprendió que la canción rendía homenaje a un héroe caído.

Se sentó al lado del reptil y esperó hasta que hubo concluido. Un túmulo alargado se perfilaba ante él. Después de terminar su elegía sin palabras, el animal depositó delicadamente la flauta múltiple en la tierra recién removida e inclinó la cabeza en actitud respetuosa.

Un pájaro trinó en un claro distante. El aire olía a rosas. Al fin, Dragonbait levantó la vista hacia su compañera y le sonrió. No había felicidad en aquella sonrisa, sino un sentimiento agridulce, aunque la joven dudaba de que nadie salvo ella atinara a captarlo.

—¿Está ahí la espada? —preguntó con el índice estirado hacia la tumba.

El hombre-lagarto movió la cabeza en un inequívoco «sí».

—Tal vez sea mágica —apuntó la muchacha, y suspiró—. Podríamos sacarle partido.

Ahora el animal negó, mas la aventurera no logró dilucidar si desmentía las facultades esotéricas de la tizona o la conveniencia de blandiría.

—Vendrá algún desconocido y la desenterrará —arguyó Alias con poco convencimiento.

Dragonbait hizo un segundo ademán negativo.

—De acuerdo —aceptó la guerrera—, la dejaremos como reliquia. Ahora, vayámonos. Hemos perdido media jornada, y tentamos a los dioses malignos permaneciendo en sus dominios.

Se puso en pie y dio unas palmaditas en el hombro de su amigo. El prieto entramado de escamas se asemejaba en su textura a un aderezo de joyas cálidas, secas y de superficie uniforme.

Antes de acometer el descenso, la joven cayó en la cuenta de que el hombre-lagarto no podía conocer ni de oídas al propietario de la espada. A menos que tuviera la capacidad de adivinar por el contacto el pasado de un objeto, o de leer en la mente ajena, o quizás… Interrumpidos sus pensamientos, giró sobre sus talones.

—¿Soñaste lo mismo que yo?

El lagarto ladeó la cabeza como si no comprendiera.

—No importa —desistió Alias, sabedora de que, por mucho que se comunicasen en lo esencial, había cuestiones que eran demasiado complicadas para transmitirlas—. Acaba enseguida y reúnete con nosotros. Te esperamos en el campamento.

Dragonbait se entretuvo junto a la sepultura unos minutos, y luego dio media vuelta y siguió a su dama pendiente abajo. Las aves que habían aprendido su melodía la divulgaron a lo largo del Desfiladero de las Sombras, por el sur hacia las Tierras Rocosas y hasta los valles en dirección contraria.