18
Yulash
Una densa niebla empezó a evolucionar en la llanura poco después de que Alias dejara el paraje donde estaban acampados. La guerrera no sabía si agradecer a Tymora los fenómenos climatológicos o lamentarse por ellos. Por una parte, la bruma dificultaría la detección de Dragonbait, pero, por otra, cubriría su marcha hacia la colina. En cuanto a la luz, los resplandores del tatuaje bastaban para iluminar el suelo que pisaba.
El campamento estaba tan sólo a medio kilómetro del pie de la colina, pero luego debía ascender otro tanto hasta el muro que delimitaba el recinto. La joven evitó las sendas trilladas que desembocaban en el antiguo templo; había abundancia de veredas cuesta arriba, donde disminuía notablemente el riesgo de tropezarse con una patrulla. Hubo dos ocasiones en que oyó ruidos a su espalda, como si la siguieran, y se detuvo en la confianza de que era Dragonbait, guiado hacia ella por el olfato. Nadie se dejó ver. La tercera vez reculó a toda prisa, temiendo que la rastreara un centinela, pero tampoco vio a nadie.
A media escalada, la espadachina emergió de la neblina y se volvió a fin de examinar el llano. No distinguió nada: los niveles inferiores se ocultaban tras una capa blanca. Yulash era una isla entre nubes. Continuó subiendo.
Las murallas que en un tiempo cercaran el monasterio, y luego la ciudad, presentaban más de una docena de brechas. Esquivó las grietas más anchas, en principio muy accesibles, presumiendo que habrían apostado guardianes, y escogió un boquete que proporcionaba a sus hombreras el espacio necesario para infiltrarse.
Las ruinas de la vieja localidad se esparcían por la cumbre hacia los cuatro puntos cardinales. Alguna que otra pared aislada aguantaba sobre sus puntales y esbozaba el hueco de una puerta, o el ángulo de una esquina, mas en ninguno de los edificios se apreciaban tejados. Más adelante y en dirección este se erguían las fortificaciones de la ciudadela, mal rehabilitadas por los soldados de la Fortaleza de Zhentil que trataban de imponer su supremacía en la región. El perfil humeante de una fogata se recortaba en esa dirección, así que Alias se dirigió en sentido opuesto.
Un sonido áspero en el agujero por el que había entrado en la añeja Yulash la hizo volverse rápidamente, con la espada presta, segura de que era un sicario y a la par deseando equivocarse y atisbar a Dragonbait. Seguía sin haber nadie. «Piedras que se desprenden», dictaminó, y se reprochó su excesivo nerviosismo, mientras continuaba avanzando hacia el oeste.
Más que recorrer el trazado de las calles, la exploradora saltó sobre las demolidas tapias. Cualquier objeto que hubiera sobrevivido a las invasiones de los dragones, tropas humanas y bandas de saqueo debía de haber acabado en las bolsas de algún nómada o destruido por la intemperie. Si había un tesoro en la ciudad, habría que cavar hondo para desenterrarlo.
Un tintineo de arreos obligó a la muchacha a agazaparse detrás de un muro. Se acercaba un jinete solitario, que sostenía las riendas en una mano y en la otra un candil resguardado de los elementos. Por las rendijas escapaba claridad suficiente para que Alias advirtiera una capa escarlata y un yelmo plateado, del que se proyectaba una única pluma del mismo color que la ropa.
Mientras veía pasar al jinete, algo atrajo la atención de la guerrera al otro lado de la calle. Reflejando las reverberaciones del farolillo, entre los escombros se perfilaba un símbolo familiar: una boca jalonada de colmillos, inserta en la palma de una mano azul.
«Moander al fin», se entusiasmó. Era aquél un tercer golpe de suerte: Tymora debía de favorecerla. Salió cautelosa de su escondrijo, dispuesta a fundirse de nuevo en las sombras al menor indicio de peligro, pero el caballo y su montura desaparecieron camino abajo, con la vista al frente y ajenos a su presencia.
La mercenaria cruzó con sigilo a la acera de enfrente, pero al llegar junto a la piedra donde estaba esculpido el emblema éste había desaparecido. ¿Le había gastado su mente una broma pesada? Sintió de pronto un olor a musgo y estudió la penumbra en busca de su origen.
El montón de cascotes en el que se apoyaban sus pies formaba parte de los restos destrozados de una construcción circular, y en el centro del derrumbe se abría la boca de un pozo. En un primer momento, Alias imaginó que se trataba del sótano de una vivienda, mas la negrura en su seno era tan impenetrable que le calculó una profundidad mucho mayor. Vislumbró una angosta escalera de caracol que se terminaba en la abertura. En el muro, a la altura de los primeros escalones, refulgía otra mano de matices azulados.
El halo luminoso de su tatuaje era insuficiente para iluminar la escalera, así que la aventurera se arriesgó a blandir la piedra mágica. Sus dimanaciones eran aquí tan tenues que no cubrían más que cuatro o cinco peldaños, pero al menos le revelaron las huellas de alguien que la había precedido en la excursión a las simas: una criatura con tres uñas en cada pie y, en medio de ellos y a juzgar por el surco, una gruesa cola de lagarto.
«Quizás el cristal me ayude a encontrar a mi amigo», recapacitó la muchacha. Sin más dilación, acometió el primer tramo del pozo. Cada zancada le costaba como si desplazara agua, como si alguna fuerza ignota se resistiera a su entrada. Además de estrecha, la escalera resultó ser pronunciada, y el reborde superior de la oquedad no tardó en quedar por encima de su cabeza, mientras el vacío la engullía.
Los fulgores amarillentos de la roca, realzados por las tinieblas, parecieron adquirir mayor brillo, si bien la guerrera ya no precisaba de ellos. Un resplandor de tonos celestes se abrió paso a través de su manga derecha. ¿Se había metido en una trampa? Era natural que el antebrazo marcado acusara su proximidad al templo de Moander, del mismo modo en que había sufrido alteraciones frente al kalmari de Cassana y el Elemental del monumento druida. No debía rendirse al pánico. A fin de cuentas, la divinidad profana estaba a buen recaudo. Si el pastor del Valle de las Sombras no le había mentido, sólo un ser nonato podía liberarlo.
Dado que ella guardaba el recuerdo de haber nacido —aún visualizaba el día con toda nitidez: los jadeos de su madre, los arrullos de la comadrona, la forma insistente en que la olisquearon los gatos domésticos—, no debía abrigar el temor de desencadenar accidentalmente a uno de los endemoniados responsables de su mutilación y su pérdida de memoria.
Podía discernir ahora una serie de olores acres, de procedencia humana por demás. Usaban la cavidad como estercolero. La fetidez aumentó a medida que se ahondaba. Los escalones se tornaron más mohosos y resbaladizos: unos rezumantes mantillos crecían en las ranuras practicadas en su superficie por millares de visitantes. Un líquido verde, de húmeda viscosidad, chorreaba de grada en grada.
Un guijarro bajó dando saltos, seguido de una lluvia de piedrecillas más pequeñas. La guerrera levantó los ojos, persuadida de que divisaría la sombra de alguien que arrojaba un cubo de inmundicias desde el acceso, pero nada sino el oscuro cielo se extendía sobre el aún más negro hoyo.
«Será algún soldado curioso que aprovecha las horas de asueto para reconocer la ciudad», fantaseó Alias, y prosiguió su marcha hasta llegar a una plataforma cubierta de desechos. La escalera se interrumpía en aquel punto, mas el pozo se prolongaba. El cristal no alcanzaba a alumbrar el fondo de la hedionda oscuridad. La luchadora dudaba de que la mismísima luna lo lograse, ni siquiera enviando directamente sus rayos. No había indicios del símbolo de Moander.
Examinó unas huellas que supuso de Dragonbait, esparcidas por el limo que alfombraba el piso. Iban del comienzo de la escalera al extremo de la plataforma y de allí a la pared de la oquedad, aunque no se percibían más vestigios del reptil fuera de este perímetro.
«No se habrá lanzado por el borde», especuló. Enarboló su fuente de luz para observar las rugosidades de los muros. Reparó enseguida en una línea vertical que, como una fisura, rasgaba un estrato de moho combado sobre otro. El trazo se elevaba encima de su cabeza, seguía en horizontal y volvía a descender. Era una puerta, recientemente abierta y de nuevo cerrada.
Alias tanteó con reticencia el tapiz vegetal, un entretejido de musgo y líquenes, al acecho de un mecanismo que presionar, estirar o deslizar. En el centro de la hoja, a la altura del talle, halló un reducido nicho. Teniendo muy presentes las guillotinas para los dedos que solían plantar contra los intrusos, introdujo sólo el meñique.
Ningún acero cortante rebanó su dedo, pero una potente descarga de energía le produjo espasmos en el brazo. El tatuaje danzó y se retorció, sin causarle dolor. Oyó detrás de la piedra el chasquido de unos cerrojos que, tras anularse, cayeron con estrépito.
Una vez que se hubieron pacificado los símbolos, aunque sin cesar de destellar, la guerrera retiró la mano y reculó. La puerta, una maciza hoja de treinta centímetros de grosor, giró sobre goznes silenciosos e invisibles.
Al otro lado, las vaharadas de desperdicios y humus cedieron el puesto a otras distintas, un olor a papel y huesos largo tiempo sepultados. Soplaba en el hueco un aire tibio y seco. En las paredes pétreas había diseños diminutos, intrincados y de suaves ondulaciones, que más parecían árboles vivos, cuidados y moldeados por los elfos, que figuras labradas en la roca.
En el empolvado suelo se destacaban de nuevo las huellas de unas pezuñas triples. El instinto que había impelido a Alias a emprender la aventura la llevaba ahora a seguir adelante, como el incendio de un bosque azuza a los animales salvajes. Había arraigado en ella la total certeza de que no sólo Dragonbait, sino las claves de sus otras incógnitas, se escondían al final del pasadizo que se insinuaba tras la entrada secreta.
Habría querido enfilarlo a la carrera, pero su desarrollado sentido de la precaución le aconsejaba no hacerlo. Retrocedió, pues, hacia la plataforma, asió un pedrusco de puntas desiguales y, a modo de cuña, encajó el extremo más delgado en la parte inferior de la puerta. Recogió otros semejantes, y los ajustó también en la rendija. A continuación, acarreó un abundante número de rocas y las amontonó en el marco.
Satisfecha por sus medidas, abordó el pasillo. Había recorrido un par de metros cuando notó que la losa que pisaba se movía un poco, de manera casi imperceptible. A su espalda, la hoja se agitó en sacudidas intentando cerrarse, pero las rocas se lo impedían. Un objeto mecánico emitió un gemido chirriante. Los plañidos ganaron volumen: eran las quejas de un artilugio que se desgañitaba para cumplir su única función en la vida. Al cabo de un minuto, el zumbido se mitigó hasta enmudecer y la puerta se inmovilizó. Sonriente y satisfecha de su astucia, la guerrera se internó en el corredor.
Pronto ensombrecieron su talante los muros del entorno. Había en ellos espantosos bajorrelieves, entre los que se intercalaban cenefas adornadas con inscripciones arcaicas. En los paneles figurativos se representaba a héroes sometidos a tortura por despiadados humanoides, despedazados por bestias del caos y carbonizados, congelados, disueltos o envenenados por dragones, espectros u otros entes de ultratumba.
El horror de aquellas representaciones parecía no tener fin y, a cada recodo o ensanchamiento del pasadizo, las escenas se agrandaban en tamaño, en obscenidad y en su carácter sangriento.
La espadachina sintió una progresiva repulsión, que le revolvía las tripas y le atenazaba la garganta. Mantuvo la vista al frente y procuró no mirar hacia los flancos.
El pasillo se ensanchaba en una cámara, antes de morir, de forma abrupta, en una tapia. Esta tapia era muy diferente de las paredes perturbadoramente esculpidas por las que había pasado la muchacha. Estaba construida con brillantes azulejos unidos por una argamasa rojiza. En la zona central del aglutinante había unas canaladuras, como si una garra colosal lo hubiera arañado. Al pie del muro yacía, hecho un fardo, el cuerpo de Dragonbait.
Alias corrió hacia él y se arrodilló a su lado, posando el cristal de orientación en el suelo.
—¡Querido amigo! ¿Qué te ha ocurrido?
Formuló su pregunta en un vehemente susurro. No obstante, las concavidades del pasillo magnificaron las palabras y se las devolvieron convertidas en un eco atronador.
Mientras la guerrera le tomaba el pulso, el lagarto volvió el rostro hacia ella. Había experimentado un cambio aterrador. Estaba completamente demacrado. Su carne escamosa colgaba fláccida, como si la musculatura se hubiera ablandado por meses de penurias y de hambre, y la cara estaba ajada por la extenuación. Tenía la lengua suspendida de una de las comisuras, y jadeaba en la viciada atmósfera. Sus iris, mortecinos por lo general, todavía habían perdido más vigor, pues su habitual brillo había dado paso a un gris tenebroso.
Su cuerpo desprendía un aromático perfume a violetas, algo en lo que la humana nunca había reparado. Olvidando que el reptil no podía contestarle, la mercenaria insistió:
—¿Qué ha sucedido?
El yaciente señaló el corredor por el que ambos venían y empujó a la joven en aquella dirección, pero el envión fue demasiado débil para ahuyentarla. El lagarto dejó escapar entonces un quedo gruñido.
Alias se incorporó.
—De acuerdo, saldré de esta cueva —se avino, captando a la perfección las señales de Dragonbait—. Pero no sin ti. Venga, te ayudaré a levantarte.
El lagarto, con el soporte del brazo femenino, se puso en pie. Sus patas, flacas y ahora frágiles, no daban la imagen de poder arrastrar su peso. Hubo de apoyarse en la espada como un anciano en el báculo.
«¿Quién pudo hacerle esto?», meditó la joven. No le seducía la idea de abandonar el lugar sin inspeccionarlo a conciencia, mas el estado del lagarto no admitía retrasos. «Quizás haya algún clérigo entre los ejércitos acampados que se brinde a curarlo».
De pronto advirtió que muchos de los dientes curvados del filo del arma de su amigo estaban dañados, desportillados o doblados en sentido oblicuo. Ató cabos y concluyó que era la tizona la que había hendido la argamasa de la tapia.
—Si querías un martillo como arma, deberías habérmelo comunicado en el Valle de las Sombras —bromeó. El reptil dio un tirón de su extremidad, ansioso por huir.
La muchacha nunca lo había visto asustado, pero tampoco ella tenía el menor deseo de enfrentarse a quien le había infligido tal castigo. Se agachó a fin de recuperar su candil cristalino.
Al enderezarse con el regalo del pastor, la mujer se sintió atraída más allá de su voluntad hacia la pared rojiazul. Estiró las yemas de los dedos para tocar los azulejos.
El muro centelleó. Las baldosas se inflamaron y, al cabo de unos segundos, se volvieron translúcidas. Desde el lado opuesto, un cegador foco azulado derramó su luz iridiscente y fantasmal en la cámara donde se erguían los dos amigos. Sin apenas intervalo, los azulejos recobraron la normalidad y la incandescencia se extinguió.
La aventurera, llena de estupor, contempló sin reaccionar la superficie de cerámica. Pasaron unos segundos antes de que fuera sensible al portento que se había desatado en su brazo. Los símbolos se retorcían y culebreaban igual que lombrices anidadas en su piel, y el más vibrante era el signo infernal de Moander: los dedos de la mano se cerraban y se abrían, mientras que la boca centrada en la palma mostraba sus colmillos para luego esconderlos.
Fascinada, Alias hizo un segundo ademán de acariciar la tapia. La zarpa de Dragonbait aferró su muñeca y la apartó de su objetivo. En aquel instante, un dolor desconocido lo obligó a soltarla y estrujar su propio pecho. Se desmoronó de bruces, y la espada diamantina se estrelló contra las losas.
—¿Qué es lo que te aflige? —gritó la espadachina, a la vez que hincaba de nuevo la rodilla en tierra.
Fue entonces cuando la vio: una luz deslumbradora, del mismo color que su tatuaje, fluía a través de la camisa del reptil, sorteando incluso el obstáculo de las manos que tapaban el torso.
—¡Dioses! —susurró la muchacha—. No, no puede ser cierto. —Zarandeó al hombre-lagarto por los hombros y, sin que se diera cuenta, el cristal que la alumbraba rodó por el suelo—. ¿Qué tienes en el pecho?
Dragonbait respiró hondo y alzó la cabeza. Sin más preámbulos, desató las cuerdas que sujetaban su camisa.
La aventurera reprimió un chillido. Los mismos símbolos. Ordenados en otro patrón, pero idénticos en todo lo demás. Una fiel reproducción de sus estigmas, azules cual zafiros, serpenteantes, insuflados de vida. Las escamas que cubrían el tatuaje presentaban una transparencia análoga a los tejidos de su antebrazo.
—¿Por qué no me lo has dicho? ¿Eres acaso uno de sus esbirros? —bramó Alias.
Dragonbait sostuvo la furibunda mirada de la guerrera; su expresión no delataba vergüenza ni triunfo: tan sólo tristeza. Ahora olía a rosas, lo que trajo a la memoria de la joven aquella mañana en que, junto al Desfiladero de las Sombras, él había enterrado la espada del bárbaro. La tizona que derrotó al kalmari.
—Perdóname, lo lamento de veras —murmuró la luchadora.
«¡Por supuesto que no es un adversario ni un traidor!», se regañó a sí misma. Era su amigo, probablemente otra víctima igual que ella. Ésta tenía que ser la razón de que se sintiera tan vinculada al lagarto.
—¿Por qué te lo has callado hasta hoy? —repitió con dulzura.
Mientras hablaba alargó la mano hasta rozar las marcas que, cual cicatrices, horadaban el cuerpo del herido. Una onda de energía crepitó en sus dedos y se extendió por el pecho del lagarto. Dragonbait inhaló aire. Se alisaron los pliegues arrugados de su rostro, sus hombros se cuadraron y enarcó las cejas, más que perplejo.
Alias, por su parte, contuvo una exclamación y encogió la mano sin saber a qué atenerse. No se había debilitado, así que descartó que el reptil hubiera succionado su vitalidad. Mas tampoco podía haberlo curado ella, puesto que carecía de la formación propia de los clérigos. ¿Socorrían los símbolos, llevados de su iniciativa, a quien presentaba un dibujo gemelo y se hallaba en apuros? No parecía creíble, aunque era innegable que la maltrecha condición de Dragonbait se había enmendado en cuanto sus dedos lo palparon.
El hombre-lagarto se anudó las ligaduras de la túnica y se levantó ágilmente del suelo. Echándose la espada al hombro, ofreció su brazo a la joven. Ésta lo aceptó con una sonrisa, y se apoyó en él para erguirse a su vez. Ya en pie, se pasó la tizona a la izquierda y se encorvó hacia la piedra encantada.
Alias se estremeció. Por su propia voluntad, sus dedos se extendían hacia la pared. Un sudor frío manó por sus sienes en su esfuerzo para apartar la palma de los azulejos. En esta ocasión no notó la textura del muro; su extremidad más bien los atravesó como si fueran una ilusión, y la tapia se transformó en el extraordinario proceso de antes.
En efecto, los azulejos se volvieron transparentes y unas reverberaciones azules se difundieron en la estancia y el pasadizo. Sólo que, ahora, el fenómeno se prolongó un poco más y las inscripciones de la piel de Alias alcanzaron mayor relumbre.
Dragonbait le dio un empellón para arrojarla lejos de la barrera y de quienquiera que habitase el espacio posterior, del ente que ordenaba a su mano traicionar al resto de su persona. El reptil se plantó ante la mujer, todo él en tensión y resuelto a evitar como fuera que el hipnotismo del muro se apoderase de ella. La fragancia de violetas impregnó el entorno en bocanadas casi mareantes, y la mercenaria se preguntó si derivaban de la transpiración o del pavor de su amigo.
El cántico de un hechizo surgido de la nada generó un dardo refulgente, que golpeó el pectoral del lagarto. Propulsado hacia atrás, éste fue a chocar contra el obstáculo de cerámica.
Alias lanzó un grito sofocado. Los bloques vidriados continuaron firmes y opacos, incólumes al proyectil viviente. La muchacha dio un brinco y giró en redondo, esgrimiendo el arma para hundirla en quien los asaltaba.
—¡Akabar! ¿Te has vuelto loco?
El mago estaba en el corredor, neutralizada su invisibilidad por la creación del proyectil con que acababa de acometer a Dragonbait. Había hallado una gran dificultad para salvar los escalones del pozo en la penumbra, y dobló el último recodo de los túneles en el momento en que el lagarto lanzaba a la espadachina sobre las losas.
—¿Y tú, mujer, estás ciega? —barbotó el turm—. Ha arremetido contra ti.
—¡No seas botarate! Sólo quería escudarme de…
—¡No! ¡Es uno de ellos, puedo demostrarlo! —gritó el hechicero, avanzando hacia Dragonbait con la daga desenfundada.
El agredido podría haber optado por adelantar su propio filo de modo que el encantador se ensartase con el ímpetu, mas prefirió abrir los brazos y luchar cuerpo a cuerpo. Akabar no era un principiante enclenque, y era obvio que no resultaría fácil rechazarlo. En medio de la reyerta, el hombre de Turmish rasgó de un tajo la camisa del contrincante a fin de poner al descubierto el hexágono esotérico.
—¡Basta! —ordenó la aventurera.
Uniendo la acción a la palabra, Alias tiró su tizona y se abalanzó sobre el mago para separarlo del lagarto. Mas ambos varones cambiaron de posición, y la guerrera dio un traspié que los impulsó a los tres contra la tapia. Mientras los hombros del hechicero y del lagarto chocaban con la dura superficie con un ruido sordo, la mano y la muñeca de la muchacha traspasaron el muro. Sólo el cuerpo de Dragonbait se interfirió en su trayectoria, de tal suerte que no aterrizó toda ella tras la pared.
De nuevo asumieron las baldosas aquella peculiar transparencia, dando paso a los rayos de la endiablada luz azul. Sin embargo, su influjo suscitó en el tatuaje de la joven una actuación enteramente novedosa. Los símbolos fabricaron remedos en miniatura de sí mismos, que se despegaron de la carne. Los minúsculos aros, dagas, palmas con colmillos y restantes figuras hicieron un corro alrededor de la extremidad como si fueran avispas enloquecidas. Alias trató de rescatar el antebrazo zambullido, pero estaba atascado, cautivo del embrujo, tal como sus piernas habían quedado atenazadas al aparecer el Elemental de Cristal.
—¡No! —se revolvió—. ¡Me han atrapado!
Dragonbait, estrujado entre su compañera y la tapia, soltó su espada y comenzó a vapulear los hombros de la luchadora.
—No servirá de nada —sentenció ella—. No conseguirás más que descoyuntarme.
En una actitud mental más razonable, propiciada acaso por la nueva adversidad, Akabar olvidó sus desavenencias con el lagarto.
—¿Cómo has hecho eso? —interrogó a Alias, azorado por su capacidad para atravesar paredes.
—No es cosa mía, turmita majadero, sino de mi brazo. Por eso Dragonbait me empujó a la otra punta de la cámara, porque presentía el peligro.
—¿Presentía? ¿No has pensado que podría haber participado de forma deliberada en una conspiración para apresarte? —insistió el mago—. Luce los mismos emblemas que tú.
—Dime algo que no sepa ya —lo imprecó la guerrera—. Por ejemplo, cómo diablos sacar mi extremidad de esta prisión de ladrillos.
—Prueba introduciéndola un poco más y luego tirando con brusquedad hacia ti.
La muchacha halló acertada la sugerencia, y la puso en práctica. Ejerció una ligera presión con el codo hasta que hubieron entrado todos los símbolos… mas no logró recular ni una fracción de milímetro.
—¡Fantástico! —refunfuñó—. Ahora estoy peor.
Instintivamente, aplicó el pie en el muro a fin de utilizarlo como palanca. El resultado fue que también éste se escabulló tapia adentro, deteniéndose a la altura de la rodilla.
—¿Alguna otra idea inspirada, Akash?
A pesar de su incómoda postura, Dragonbait continuaba aplastado contra los azulejos, sin soltar a Alias. Ella, en su estrecha vecindad, se dejó embargar por el aroma de violetas que aún expelía, mezclado con el de rosas. De pronto, comprendió el origen de este último: el reptil olía así siempre que lo abrumaba la pesadumbre. De alguna manera, lloraba ya su pérdida.
—No desesperes todavía, camarada —lo alentó la joven en voz baja.
El lagarto intentó esbozar una sonrisa, destinada tan sólo a alegrarla a ella, y fracasó. La situación era demasiado apremiante.
El encantador paseó sus dedos por la pared. Dio unos golpecitos de tanteo, y rascó la argamasa valiéndose de la daga.
—Son los azulejos más insólitos que he visto jamás —masculló—, aunque la composición de la argamasa es bastante común: cemento diluido en sangre de gorgona, o algo parecido. Se emplea para cortar el paso a criaturas capaces de atravesar los muros.
—Y a mí, que no poseo tal facultad, ¿por qué no me frena? —protestó la mercenaria rechinando los dientes. Unas perlas de sudor afluyeron por los poros de su frente.
—Simplemente —la instruyó Akabar—, no fue concebida para personas normales. Supongo que son las baldosas las que cumplen tal cometido.
—¡Pues en mi caso pocas trabas ponen! —gritó Alias—. Y tú, cesa ya de parlotear y haz algo.
—No te exasperes, estoy en ello. —El mago, nervioso, se mesó el cabello y explicó—: Intentaré disolver el sortilegio que debieron de invocar cuando la masa se solidificaba. Es evidente que lo formularon hechiceros mejor dotados que yo, pero, si data de la época en que se destruyó el monasterio, los años le habrán restado vigencia.
—No más conferencias. ¡Actúa!
El turm dio un paso atrás y extendió los brazos en cruz, de manera que toda la tapia quedase incluida en el ámbito de su embrujo cancelador. Acto seguido, realizó los preliminares.
La guerrera exhaló un alarido y empezó a contorsionarse con auténtica furia. Nunca, al menos en presencia de Akabar, había armado un alboroto de aquellas proporciones. La algarabía rompió la concentración del conjurador. Por suerte, todavía no había acometido las estrofas y no se desperdició su labor.
—¿A qué viene esa histeria? —inquirió con enfado.
—Hay algo, o alguien, ahí atrás —tartamudeó la muchacha, con los rasgos distorsionados por el terror—. Tiene agarrado mi antebrazo.
¿Qué podía aterrorizar así a una mujer que vencía sin un pestañeo a dragones, titanes terrestres y kalmaris devoradores de hombres?, se asombró el turm, y espió la tapia. La luz de tonalidades celestes casi se había eclipsado. Lo único que columbró a través de la translúcida estructura fue una sombra informe.
Bajo su mirada, Alias se impulsó hacia adelante tratando de contrarrestar al elemento que la atraía desde el interior. Estaba ya empotrada hasta la hombrera derecha.
—¡Oh, dioses! —imploró la joven—. ¡Dioses, dioses, dioses! —repitió una y otra vez la letanía.
—Sujétala bien, Dragonbait —gruñó el encantador—. Voy a hacer mi invocación ahora mismo.
El mago se colocó como antes y entonó de corrida los versículos. Las inflexiones de su voz crearon una etérea melodía que se superpuso al ritmo reiterativo de su amiga.
El lagarto se consagró con ahínco a su tarea de sujetar a la joven. Aunque su restablecida energía bastaba para compensar la fuerza de quien, despacio y con firmeza, absorbía a la humana hacia el otro lado del muro, Alias temía que entre uno y otro la partieran en dos. Asimismo terrible era la posibilidad de que ella terminase convirtiéndose en el instrumento que arrebatara la vida al reptil, antes de que éste consintiera en soltarla.
Akabar concluyó su sortilegio e hizo un gesto con los dedos para esparcir sus ondas arcanas sobre la superficie del muro. Unas motas doradas como el sol se dirigieron centelleando hacia la pared, que exhibía ahora los colores plomizos de un cielo encapotado.
Los puntos chispeantes cayeron en la tapia y crepitaron cual llamas regadas con cubos de agua. La luz azul se oscureció al volverse más opacos los azulejos. La mercenaria sacó de inmediato la pierna, y logró retirar el brazo hasta el codo, mas la mitad de los símbolos permaneció emparedada.
Dragonbait, que no estaba preparado para el éxito del encantamiento, fue desalojado de su posición entre el brazo y el pie de la muchacha, y perdió el equilibrio. Se puso en pie al instante y rodeó las rodillas de la aventurera, pero la entidad del extremo opuesto sacó ventaja de su momentánea separación y le arrebató la presa de una súbita sacudida.
Alias emitió un chillido inhumano, el postrero antes de que sus botas escaparan a las zarpas del lagarto, y atravesó el muro como si fuese la arena en un reloj.
La opacidad del muro se hizo absoluta, y se apagaron las radiaciones en el torso del reptil. Mago y animal quedaron paralizados, solos, alumbrados por los amarillos y ahora oscilantes haces de la piedra de orientación.
Dragonbait asió el cristal y se incorporó. Unos gruesos lagrimones se deslizaban por sus pómulos.
El turm contempló incrédulo la pared. Corrió hasta ella y la acometió a puñetazos, rugiendo:
—¡Devuélvemela!
La sarta de improperios con que acompañó su reclamación resonó en lejanos recovecos y volvió al punto de partida, sofocando los que pronunció en último término. El muro conservó su cualidad lisa y resistente, inexpugnable. Si el arma del lagarto sólo había conseguido hacerle unas estrías superficiales, no serían unas manos desnudas las que lo derribasen.
—¡Tú! —la emprendió Akabar contra Dragonbait—. ¡Tú eres el culpable! —Le vomitaba las palabras como si fuera un monje imprecando a un pobre pecador, y las lanzaba con mortífera precisión, sin preocuparse del daño que pudieran infligir—. Vino aquí en tu busca. Deberías haberla aferrado, y la perdiste. Entre ambos la habríamos salvado, y tú la condenaste sin remisión. ¿Qué clase de bestia infecta eres? ¿Quién mueve de verdad tus hilos?
Con cada acusación el hechicero avanzaba una zancada hacia el extenuado y desolado reptil, hasta que lo acorraló contra la pared sin que mediara más de un centímetro entre nariz y hocico. Entonces vociferó, vaciando de aire sus pulmones.
—¡Contéstame, o juro que me haré unas sandalias con tus cueros!
Se echó encima de la criatura a fin de agarrarlo por los hombros. No tuvo, empero, la oportunidad. Dragonbait, provisto de la piedra luminosa, le asestó un golpe en el cráneo, y el mago-mercader se tambaleó y desplomó sobre la espada de su oponente.
El lagarto fue hacia el caído para recuperar su tizona. Dobló el espinazo, se enderezó con el objeto y dedicó al otro un gruñido agresivo. Sus ojos sin párpados centellearon cuando el humano comenzó a recitar la fórmula de un sortilegio conciso y letal.
Pero los cánticos de uno y la embestida del otro se interrumpieron cuando el suelo tembló bajo sus pies. Al turm se le borraron las estrofas de la mente, y el reptil se vino abajo a cuatro patas. Los ojos de ambos confluyeron en el muro. Los irisados azulejos se pandearon y, tras agrietarse, empezaron a descascararse.
Dragonbait esquivó de una pirueta la cascada de fragmentos, mientras que el encantador reculaba como un cangrejo, fija la vista en la destrucción. Los azulejos terminaron de desprenderse y el ladrillo de debajo se desintegró, mientras que la argamasa purpúrea, tras quedar en suspenso unos segundos, se desmoronó en medio de una nube de polvo.
A la luz del cristal, Akabar recibió la impresión de que una nueva tapia se alzaba detrás de la primera, sólo que ésta era un conglomerado de basura, plantas podridas y tierra fangosa. Atada en su centro estaba Alias, con los ojos cerrados y el cuerpo inerte. Tenía amarrados brazos y piernas bajo un revestimiento vegetal de musgo y raíces. Bajo aquella amalgama de líquenes, el tatuaje de su brazo derecho palpitaba como un corazón enfermo y violáceo.
El mago la llamó a gritos, pero la guerrera no dio señales de vida. Se hallaba inconsciente. Encima de la joven, en el manto de desechos, se abrió un ojo humano. A la izquierda de su cabeza se abrió otro, éste felino, seguido por un tercero en la zona más alta, tan grande, lechoso y saltón como los de los dragones. Una boca armada de colmillos se hizo ostensible a la derecha del antebrazo tatuado de la muchacha, y un aullido de hiena llenó la sala.
Unos zarcillos aparecieron en la base del muro viviente, sobre los cuales el monstruo se puso a caminar como un perverso dios de la putrefacción. Aparecieron más tentáculos rezumantes de babaza y terminados en fauces con ristras de puntiagudos dientes.
El encantador hizo veloz recuento de todos los hechizos que conocía. El único que, en tales circunstancias, podía aventurarse a usar era el tan manido de los proyectiles. Mientras se exhortaba a la calma para no cometer errores, un brazo de escamas verdes lo cogió del cuello y lo llevó pasillo atrás hasta sobrepasar la primera curva.
El turm se desembarazó de las garras de Dragonbait y, fuera de sí, le espetó:
—¿Ése era tu plan, engendro, sacrificarla a una fiera grotesca?
Se contrajeron las facciones del reptil en una mueca hostil, y Akabar creyó que iba a abalanzarse una vez más. No obstante, lo que hizo el otro fue señalar, a través del ángulo, hacia donde estaba la pared animada.
La criatura había degenerado en una ola de materia corrompida. Se ensortijaban en su derredor docenas de brotes, y se desplazaba, aunque medio a rastras, bastante deprisa, de tal forma que ya había rebasado el sitio donde se encontraba el hechicero-comerciante un minuto antes. Los zarcillos crecían y se multiplicaban sin cesar, y una especie de légamo parduzco se vertía bajo su viscosa masa. Alias continuaba desmayada, en trance, aprisionada en su región pectoral.
—Has evitado que esa cosa me comiera —admitió el mago ante Dragonbait—. Mas ¿cómo sacamos del aprieto a nuestra amiga?
El lagarto indicó el techo.
A falta de una idea mejor, Akabar hubo de permitir que su acompañante lo guiase de vuelta por los pasillos. A intervalos de tres o cuatro metros, vigilaba la retaguardia por si el muro de limo los perseguía.
Sí que lo hacía. Aquel ser de pesadilla andaba como un mastodonte, ocupando todo el espacio y adaptando su tamaño a los estrechamientos mediante sucesivas mutaciones. Ahora sus bocas balbuceaban sonidos, cada garganta hallaba su voz y la expelía por putrefactos conductos largo tiempo en desuso.
Al fin llegaron a la puerta secreta que comunicaba con el estercolero y el pozo. La hediondez de desperdicios humanos, aunque nauseabunda, suponía un alivio al lado de las emanaciones de muerte y descomposición que los acosaban. La puerta comenzó de nuevo a zumbar, esforzándose en liberarse de las piedras con que Alias había obstruido la abertura.
Dragonbait propinó puntapiés a las rocas para apartarlas.
—¡No! —objetó Akabar, e intentó detenerlo de un manotón—. ¡No puedes hacer eso! ¡Alias quedará enclaustrada e indefensa con semejante horror!
El lagarto, impávido, dio al mago un empellón que lo mandó al otro extremo del vertedero y acabó de limpiar el umbral de pedruscos.
La mohosa hoja se cerró con estruendo.
—¡Qué has hecho! —aulló el mago.
De repente, sintió que se asfixiaba. Unos aguijonazos de dolor constriñeron su pecho igual que si lo fulminase la electricidad de un relámpago. Sus pulmones mendigaban oxígeno.
El lagarto señaló hacia arriba e inició el ascenso de la escalera.
—¡Yo te maldigo! —bramó el encantador desde la plataforma—. Quizá sea sólo un tendero, pero al menos no abandono a mis amigos como tú, cobarde. Moriré antes que dejar a la mercenaria en manos de tal cruel destino.
Frente a él, la pared donde se enmarcaba la puerta explotó en un millar de cascotes, y el inmenso y baboso ente irrumpió en el hueco. El suelo del basurero cedió bajo su peso, mas el envilecido amasijo de plantas no dejó de barbotar a través de sus innumerables fauces. Ahora, en vez de un tumulto desordenado se oía un coro.
En voces que iban del primitivo croar de una rana a lenguas profundas y armoniosas, tan antiguas como los bosques elfos, las bocas repitieron hasta la saciedad la palabra Moander.
El turm, mortalmente pálido, subió los peldaños de tres en tres.