24
La batalla de Westgate
«Esto es como meterse en un torbellino», pensó Olive cuando se sumergieron en la niebla que había engullido a Moander, aunque mal podía comparar con una experiencia que jamás había vivido. El impreciso humo se convirtió en un tubo gris, alargado: el lastre dejado por el dios a su paso entre las frondas de Myth Drannor y su ignoto destino.
Unos castillos y estatuas flotantes danzaban junto a los límites del túnel. Ruskettle se fijó en que de la piedra mágica de Alias, la que Dragonbait enarbolaba, emanaba un haz de luz, como un faro cuya potencia abarcara toda la senda para iluminar la figura en retirada del demente dios.
Moander se internó en otro banco neblinoso, y sus perseguidores se zambulleron tras él. Un segundo remolino los zarandeó, y de repente irrumpieron en un cielo sereno, despejado, en el que brillaba un sol diáfano.
Debajo del grupo, a la izquierda, se desplegaba una ciudad amurallada, un puerto alegre y bullicioso. Los tintes verdes de las aguas indicaron a Olive que estaban en el Mar Secreto. Las dependencias de la zona portuaria, y las siete colinas que delimitaban el sur de la población, la identificaban como Westgate.
Giogioni Wyvernspur emitió un hondo suspiro de alivio tras coronar el último repecho de la calzada de Reddansyr y, al fin, poder admirar el panorama de la localidad de Westgate y el territorio adyacente. Desde su forzosa escapada, en Teziir, de las zarpas de la hechicera que se parecía a Alias, el noble había realizado un arduo periplo por tierra, primero en carruaje y después a caballo.
Plantado en el mirador, el aristócrata cormyta examinó el llano que se extendía por el litoral. Revestida de la misma hierba, fértil y con una nutritiva película oleosa, de los montes circundantes, la verdeante planicie llegaba hasta las mismas cercas para ganado y caravanas que salpicaban la tapia exterior del burgo. Un anillo de siete colinas trazaba la frontera meridional, a la izquierda de su ruta. Coronaban cada uno de ellos unas ruinas de distinto cariz, círculos pétreos de los druidas y templos derribados de cultos más siniestros.
—Esta cabalgada —informó el joven a su corcel, Margarita Primorosa Segunda— ha sido mucho más agradable que mi última excursión. Terminó con la muerte de tu homónima, y con la enojosa arenga de un dragón. Semejante incidente pervivirá en mi memoria tanto tiempo como el de la lamentable pérdida del erizo de tía Dorath, cuando no más.
Giogi volvió a suspirar. Había augurado que lo asaltarían varios de los millares de bandoleros, salteadores, nigromantes fantasmales y bandas de orcos que frecuentaban la comarca y, según se afirmaba, permanecían al acecho de una víctima en las fronteras del mundo civilizado. No obstante, a pesar de las calamidades previstas, su viaje fue relativamente pacífico.
«Ya era hora de que me sonriera la suerte», meditó, despojándose del sombrero de ala ancha y dejando que la brisa jugara con su cabello.
En aquel instante, la descarga ensordecedora de un trueno retumbó en su entorno. Margarita Segunda se encabritó. Encima de sus cabezas, en el cielo, se abrió una tremenda hendidura y, a través de ella, una roca descendió a la tierra como un meteoro.
Wyvernspur tensó las bridas de la yegua para no morder el polvo del camino. Habría sido más apropiado dar unas palmadas en el pescuezo del animal y musitarle palabras tranquilizadoras, pero tenía la vista clavada en el proyectil. Era, ahora lo veía mejor, como una cesta putrefacta, con racimos de un verde desteñido colgando de los lados. De su borde surgían géiseres llameantes, azulados.
Con un aullido desgarrador, la grieta del firmamento empezó a cerrarse. Antes de que se clausurara, un Dragón Rojo traspasó la rendija en pos de la «cesta». El tamaño del reptil ofreció a Giogioni una referencia de cuán grande era en realidad el terrón de podredumbre.
En la cabeza del animal volador resplandecía un centelleo amarillo. El noble encogió los ojos. Al parecer, las dimanaciones venían de un personaje que montaba en la cabeza del dragón. De pronto, el hombre de Cormyr reparó en el color de las escamas del titán.
«No puede ser», negó para sus adentros. Le dio un vuelco el corazón al adquirir la certeza de que se trataba, en efecto, de Mist.
Si Giogi se hubiera quedado en la cúspide de la cuesta, habría reconocido a las criaturas que transportaba la hembra e incluso habría podido oír el cántico misterioso que alguien entonaba en una de las montañas del sur; mas Margarita Primorosa resolvió que ya no aguantaba más. Acometió a galope tendido la pendiente que conducía a la llanura, arrastrando con ella a su jinete.
Akabar seguía con los ojos prendidos de Moander. Unas chispas azules bailaban en torno al dios, pero el mago se percató de que no brotaban de los fuegos fulminadores que ellos le habían lanzado. Las generaba el método de propulsión del monstruo. De algún modo, la ocupación provisional que el creador había hecho de su intelecto le había dejado algo más que el recuerdo de las frases cruzadas con Alias o las perversas hazañas que, por manipulación, hubo de realizar. Entendía cuál era el combustible de vuelo del ente y, aunque envidiaba su inteligencia, se convulsionaba de horror al evocar las nocivas maquinaciones perpetradas en su persona.
No obstante, la vasta sabiduría del hacedor no iba a servirle para huir. El dragón, bajo el hechizo de aceleración del turm, acortaba distancias. El perseguido bajó, dibujando un arco, hacia los siete promontorios colindantes con la muralla. Hizo entonces un alto, en el que quedó suspendido encima de uno de estos cerros. En la cumbre de la colina se alzaban unas columnas de piedra roja con forma de colmillos, y en su centro ardía una hoguera. Olive columbró unas figuras en movimiento por entre las colosales columnas, figuras que desde su altura no eran mayores que hormigas.
Una gota de limo se desprendió del cuerpo de Moander. Su materia viscosa supuró como cualquier líquido al discurrir por una telaraña, quedó unos segundos colgada y se desparramó en el suelo. Los seres con apariencia de insectos formaron un corro en torno a la excrecencia.
—¡Ha entregado a Alias a sus adoradores! —bramó el mago.
—Tenemos que aterrizar y rescatarla —propuso Ruskettle.
—Antes conviene que zanjemos nuestras diferencias con la divinidad —replicó el mago, y sacudió la cabeza en señal de desacuerdo.
—¿Te has vuelto loco? Podría aniquilarnos a todos. Quiero acabar con estas peripecias aéreas, y ahora mismo —se obstinó la halfling.
Las pupilas de Akabar fulguraban con la sed de venganza, y la mujer-bardo comprendió que nada ganaría tratando de hacerlo desistir. Afortunadamente, no dependía de él.
—¡Dragonbait! —gritó Olive—. ¡Nuestra amiga está ahí abajo! Debemos tomar tierra y salvarla.
La halfling nunca descubriría si el paladín daba prioridad a la guerrera o a la destrucción de Moander, porque el dios le quitó de las manos la decisión. Una vez que hubo desembarcado a su pasajera, se abalanzó contra ellos.
Mist se inclinó al punto hacia un lado, y el cúmulo de suciedad, fango y bosque pasó cual un cohete por su lado. Debido a la brusca maniobra, la trovadora soltó la cincha que garantizaba su estabilidad; se habría despeñado hacia una muerte inexorable si Akabar no hubiera asido el repulgo de su atavío y tirado hasta remontarla. El reptil alado completó el bucle que había iniciado y se aprestó a recibir la siguiente carga del monstruo.
En esta ocasión no fue tan sencillo esquivarlo. Al proyectarse hacia los aventureros, la amalgama creció. En la cara frontal se abrieron unas aterradoras fauces, donde se alineaban sendas hileras de troncos de arce afilados para cumplir las funciones de dientes.
«En la antigüedad, amén de Oscurantista, lo apodaban el Dios de las Temibles Quijadas», rememoró el hechicero. Mas, aparte de los maxilares, ¿cómo adquiría volumen sin absorber materia prima? Cuadruplicaba en magnitud a Mist, y tan sólo la cavidad bucal podía tragarlo entero.
El Dragón Rojo se esforzó en cobrar altitud. Consiguió alzarse por encima del hambriento rival, mas éste disparó hacia él un zarcillo robusto como un árbol y mucho más flexible, que se enroscó en el cuello y las alas. El reptil se debatió furiosamente, pero no logró aflojar las ataduras. Nuevos vástagos, éstos rojizos y palpitantes igual que venas llenas de sangre, se encaramaron al primero.
Prodigando maldiciones, Olive desenvainó la daga a fin de podar todas las plantas que la entorpeciesen. Se volvió con la idea de prestar la espada a Akabar, y advirtió sorprendida que éste canturreaba otro de sus conjuros. La poetisa se hallaba persuadida de que el mago había agotado sus recursos después de imprimir tan portentosa rapidez a Mist. Quizás, a medida que practicaba, el hombre iba entrando en calor. «Parece rendido de cansancio», se dijo Ruskettle al advertir las arrugas de su faz, más profundas y abundantes que cuando se conocieron en Cormyr. Empezaba a asemejarse a los verdaderos encantadores.
Con el entrecejo fruncido, el sureño recitó las últimas y algo disonantes rimas y esparció un polvillo metálico sobre la hembra. Las limaduras recogieron las reverberaciones solares, y todo el animal relampagueó.
La coraza de escamas sufrió una mutación. La halfling aferró las correas que la ceñían, pero todas ellas cedieron hasta reventar, de la misma manera en que se cercenaron la mayoría de los zarcillos que vinculaban a ambos colosos. La mujer-bardo se afianzó en una escama, pero no era fácil sujetarse a ella mientras aumentaba de volumen. Era obvio que la magia del turm estaba agrandando la ya ingente corpulencia de la hembra.
—Así se equilibrará la balanza —comentó el hechicero.
Con sus zarpas traseras, Mist hendió el flanco de Moander. Unos fétidos vapores escaparon por la herida, y la criatura chilló. El ambiente olía a pantano.
El dragón envaró la cabeza, rompiendo la postrera soga que lo ligaba al dios. Lo bestial de su tirón lanzó a Dragonbait por los aires. Ruskettle contuvo el aliento y sacudió el faldón del mago para alertarlo de lo ocurrido.
Pero Akabar ya lo había advertido. Con gran agilidad, se puso de pie en el lomo del reptil y estiró ambos brazos. Sostenía en cada mano una pluma de ave. Formuló un sortilegio de forma atropellada, en términos vehementes, y saltó al espacio. Olive, en un acto reflejo, lo retuvo por los tobillos. Había olvidado que nada la sujetaba, y la pareja mago-bardo se precipitó a tierra.
Al interrumpir su picado y volar hacia arriba, el habitante de Turmish notó el peso de la trovadora. Se preguntó si sería capaz de acarrear a la mujer y a Dragonbait.
El lagarto descendía en espirales. Había soltado el cristal de orientación, pero esgrimía su espada. El encantador fue a su encuentro a fin de interceptar su caída.
«¡Maldita sea la halfling!», blasfemó en su fuero interno mientras luchaba para alcanzar al lagarto. No podría cubrir a tiempo el tramo horizontal que lo separaba de éste. Si Ruskettle no se hubiera agregado a la operación, él no habría tenido tropiezos de ninguna clase. Ahora se vio forzado a virar en ángulo y estirar los brazos como si fuera a bucear en un estanque.
Dragonbait se desplomaba con las extremidades abiertas, presentando así mayor resistencia al aire. Akabar nunca había pensado que el lagarto pudiera ser presa del pánico, pero habría jurado que la atmósfera circundante estaba impregnada de un olor a madera quemada.
Detrás del mago, Olive renegaba profusamente. No sabía cómo ponerse para exponer el menor perfil, para adaptarse a las ráfagas, de tal suerte que obstaculizaba en lugar de favorecer el avance de su compañero. El humano rezó solicitando llegar a tiempo.
La senda aérea del mago se cruzó con la del accidentado a unos treinta metros de tierra. Cuando el encantador consiguió agarrarlo, el saurio caía como un cometa, y el impacto fue tan fuerte que algo se desencajó en el hombro del sureño y en las costillas de Dragonbait. El peso de los tres era excesivo para permanecer en el aire. La fuerza del choque los hizo describir un arco antes de comenzar a descender hacia la tierra.
Fueron a parar a una vaguada entre dos colinas. El terreno era blando, aunque estaba atestado de peñascos. Rodaron, resbalaron, perdieron el contacto mutuo y cada uno se apartó de sus amigos. Akabar regresó a las alturas al deshacerse del lastre adicional. Dio unas cuantas vueltas, y se posó con suavidad en una ancha roca. Se tanteó el hombro con gran cuidado; tenía una ligera depresión y un sinfín de punzadas le aguijoneaban la muñeca y el brazo. Se diagnosticó una dislocación, algo que no dejaba de intrigarlo.
La halfling, con la habitual fortuna de sus congéneres, había ido a parar a una parcela particularmente mullida, aunque fangosa. Se levantó ilesa y un poco mugrienta, embadurnada de barro y llena de manchas de hierba. En cuanto al hombre-lagarto, hubo de apoyarse en su acero para erguirse.
El mago concentró su atención en la lucha que se desarrollaba entre el ahora gigantesco Mist y el infladísimo Moander. El Dios de las Temibles Quijadas había multiplicado una vez más su tamaño y atenazado al Dragón Rojo. Las dos moles se bamboleaban en el aire, y era un misterio por qué no se precipitaban a tierra: las alas de la hembra estaban tan enmarañadas que no podía volar, y las llamaradas de propulsión que expelía la divinidad se habían evaporado.
En torno a los colosos, el aire oscilaba en vibraciones similares a las que provoca el calor en las arenas del desierto. Debajo de los desgajados jirones de la carcasa del dios, que su oponente había desgarrado con rotundos zarpazos, no había sino vacuidades. La hediondez de ciénaga que el turm había captado desde el lomo del reptil se infiltraba también ahora en sus fosas nasales. En el flanco de Moander se abrió una nueva bocaza, tan horrible como la primera y armada con otra dentadura de arces. Tanto se separaron los maxilares, que la criatura parecía una almeja desmesurada.
Al enfrentarse a este nuevo despliegue de fauces, Mist se revolvió como una fiera salvaje. Era un ente privilegiado, uno de los más poderosos de su raza, y estaba ayudado por la hechicería del nativo de Turmish, mas, mientras que el enemigo no estaba compuesto sino de unos maxilares, él era de carne y hueso. Entonces recordó su fuego y lanzó por su hocico y sus ollares sanguinolentos una larga bocanada ígnea dentro de la boca del dios. Súbitamente, Akabar comprendió, horrorizado, lo que significaban los vahos pantanosos, el tamaño inmenso pero hueco del dios, y su control de la ingravidez. Entornó los párpados y dio la espalda a la refriega.
Una pequeña estrella explotó en el cielo de Westgate. La concha de Moander, el Oscurantista, y la curvada figura del dragón se redujeron a negras cenizas al consumirles el potente resplandor. Las escamas de la hembra, especialmente resistentes al fuego, se desintegraron en ascuas, sus tejidos corporales se tornaron translúcidos y su esqueleto se hizo visible a los infortunados testigos de su ocaso.
Un retumbo atronador sacudió la planicie, y los tres aventureros perdieron pie. Ruskettle quedó tendida de bruces en el fango, con los dedos en sus oídos a fin de taponarlos. El mago cayó de su peñasco.
Cuando Akabar volvió a alzar los ojos, la estrella se había apagado, sin dejar más huella de su presencia que los despojos del dios Moander consumidos por el fuego. El cuerpo ennegrecido que un día había albergado el espíritu de Mistinarperadnacles Hai Draco se precipitaba a tierra. El turm no pudo ver dónde se estrellaba la mole, aunque sí sintió la onda expansiva del encontronazo.
Akabar estaba extenuado. Rogó que no se hubiera equivocado al presumir que la envoltura que se había desprendido de la amalgama de carroña en la colina contenía a Alias. Una súbita aprensión le provocó un nudo en la boca del estómago. Si Moander era de veras un ser divino, tan sólo habían derrotado a su encarnación terrenal y, en algún lugar remoto, más allá de los confines de la realidad, todavía vivía. De dar con una fórmula que le permitiera regresar a los Reinos, era indudable que el mago encabezaría la lista de adversarios a los que ajustar las cuentas.
—No debo adelantarme a los hechos —murmuró.
La abominación se había enseñoreado de su mente hasta hacer de él un títere. Ahora ya no existía, exterminada en parte por su mano ya que, sin su colaboración arcana, Mist no habría durado ni diez minutos en su pugna contra el dios.
Un sentimiento de profunda satisfacción vino a compensar la fatiga del sureño, una euforia estimulada por la conciencia de que, al evacuar a Dragonbait y Olive, les había salvado de morir. Era la primera vez que se catalogaba a sí mismo de algo más que de un tendero balbuceante en el arte de la hechicería. Había ascendido a la categoría de mago, con todas sus prerrogativas.
Una humareda gris, casi sólida, que trepaba hacia el cielo desde Westgate inspiró a Akabar la conclusión de que el dragón se había derrumbado sobre la ciudad. Se condolió un instante por el sino del animal. Aunque maliciosa, la hembra no encerraba defectos peores que los de una solterona egoísta y maniática. Al igual que el villano en una pantomima teatral, su maldad se cifraba en meras risas escarnecedoras y amenazas; distaba mucho de la del Oscurantista. Había expirado en el cumplimiento de un pacto con el paladín saurio, combatiendo un mal ante el cual sus ruindades palidecían.
«Olive escribirá una canción donde lo ensalzará como a un héroe —pensó el encantador—. El dragón, desde ultratumba, la maldecirá por ello».
—¿Esperas que salga la luna, Akash? —urgió la halfling al ensimismado humano—. Cierta espadachina reclama nuestros servicios, por si lo has olvidado.
El turm meneó la cabeza, limpiándola de autocomplacencias y divagaciones melancólicas. Dragonbait, con la cadera ensangrentada por culpa del aterrizaje y oprimiendo con una garra las costillas, donde el hombro del mago lo había golpeado al interceptarlo, se situó a su lado y extendió el brazo para curar el hombro de su amigo. El hechicero se echó atrás, mientras se sujetaba con cuidado el brazo herido. Apretó los dientes para no dejar traslucir su dolor.
—No —dijo el mago—. Yo al menos puedo andar; es preferible que cuides antes de ti mismo.
El saurio hizo ademán de protestar, pero nada pudo hacer contra la inflexible determinación del humano. Invirtió sus últimas virtudes curativas en reparar sus costillas, y los tres partieron en busca de Alias.