8
Los símbolos
Akabar fue uno de los primeros que apareció por debajo de la lona con su vestimenta de seda roja y blanca apenas manchada de hierba. Inspeccionó los alrededores tratando de divisar a Alias, pero la muchedumbre que huía obstruyó su visión. Esperó junto a una esquina de la desmoronada estructura y se puso a socorrer a los que pugnaban por librarse, confiando en que la espadachina no tardaría en hacer acto de presencia.
Cuando emergió Giogi de la tienda, continuó culebreando hasta chocar contra las rodillas de una de las viudas Wyvernspur.
—Giogioni, eres un botarate —lo reprendió la dama—. Este disturbio es una repercusión directa de tu falta de respeto a nuestro soberano. Te he avisado infinidad de veces que debías reportarte u organizarías verdaderas calamidades. No vuelvas a coquetear con el desastre.
—No, tía Dorath.
—Y levántate, estúpido.
—Sí, tía Dorath.
Los novios y su séquito surgieron de entre los dobleces, con risas histéricas. Leona hizo su aparición cerca de donde estaba Dragonbait. Al ver la garra de escamas que la ayudaba a erguirse, encogió rabiosa el brazo a la par que miraba al turm con ojos llameantes de cólera. Pasó revista a los alrededores para localizar a Dimswart.
Al verlo aparecer con una jarra de cerveza vacía en la mano, su esposa lo llevó a un lado y, en voz queda pero amenazadora, masculló:
—No consentiré en que se arruine la boda de Gaylyn. Me llevo a los invitados al jardín para continuar la fiesta; tú ocúpate de arreglar el estropicio.
Al atisbar a Olive Ruskettle, que se alisaba los abultados bolsillos con penas y trabajos, Leona fue a su encuentro y la escoltó hasta donde había de reanudarse la celebración.
Dimswart abordó a Akabar.
—Tu aventurera ha armado un buen escándalo. —Lo dijo con calma, mas sus cejas enarcadas mostraban su irritación.
—Si esta mañana hubieras robado quince minutos a la cata de cerveza —replicó el hechicero, si perder tampoco la compostura— y la hubieras atendido, no habría ocurrido nada.
—Olvidas que es ella mi contratada, no a la inversa —indicó el sabio.
—En el sur tenemos una máxima, según la cual los dioses premian a aquéllos que cumplen escrupulosamente con sus deberes. Alias ya ha cumplido, mientras que tú todavía has de satisfacer tu parte del pacto.
Dimswart comprimió los labios, si bien tuvo que aceptar de buen grado la regañina. Al igual que muchos otros eruditos, se jactaba de ser un hombre del pueblo. No podía ceder a la altivez.
—De todas formas, ésa no es razón para enzarzarse en una riña en el casamiento de mi hija —argumentó.
—No ha sido la chica la responsable, sino sus tatuajes.
—¿En serio?
El mago había logrado excitar la curiosidad del estudioso. Le contó que el guante de la joven había ardido muy poco antes del ataque.
—Fascinante —musitó Dimswart—. ¿Adónde ha ido ahora?
Un grupo de criados estaban enrollando la tela de lona, poniendo al descubierto a algunos convidados más, pero no a Alias. Las mesas del banquete se dibujaban sobre el desnudo césped como el esqueleto de una enorme bestia. Trasladaron con premura el barril de cerveza al jardín, donde también le siguieron la ponchera y mostradores donde disponer ambos. La porción sólida del festín había quedado impresentable, aunque en la cocina se estaban confeccionando a toda prisa fuentes de reserva.
Akabar distinguió a Dragonbait, que husmeaba el emplazamiento de la tienda, mientras exhalaba interrogantes plañidos.
—Parece confundido —comentó el sabio.
El hechicero fue hacia el animal, y lo consoló:
—No padezcas, la encontraremos.
El reptil le lanzó una mirada de desolación y emitió una especie de gorjeo.
—Tu ve a su cuarto —dijo el mago—, y yo investigaré en las cuadras.
Tanto el registro de la casa como el de los terrenos adyacentes fueron infructuosos. Akabar acudió a su cita con Dragonbait, y lo halló abstraído en la contemplación del horizonte.
—Hay que probar suerte en los caminos —decidió el mago—. Mientras refresco las fórmulas de mis sortilegios, haz el hatillo y ensilla los caballos.
Una hora más tarde, el encantador, ataviado para su excursión, fue en busca de Dimswart para que le transmitiera la información que había recabado concerniente a Alias.
El erudito lo guió hasta la biblioteca y repasó los datos que había obtenido sobre los símbolos del antebrazo de la aventura.
—¿Dónde iniciarás tus pesquisas? —preguntó al nativo de Turmish cuando hubieron terminado.
—No estoy seguro —contestó el viajero—, es difícil hacer pronósticos. Quizá debería encaminarme a Suzail, puesto que allí nos conocimos, pero puede haber ido a cualquier otro sitio. —El mago hablaba con tono vacilante.
—¿Por qué te preocupas tanto, Akash? Esa mujer no significa nada para ti. Apenas la has tratado.
—Necesita auxilio. ¿No es motivo suficiente?
—Son incontables los pobladores de los Reinos que lo necesitan, y no suelen recibir ayuda de los ricos mercaderes de Turmish. La Casa de Akash no aprobaría que partas a galope tendido en pos de una anónima aventurera.
El dueño de la hacienda había dado en el clavo, y Akabar tenía total conciencia de ello. La Casa de Akash, negocio de su primera esposa, y la empresa asociada, Kasim, propiedad de la segunda, nunca lo entenderían.
—El dragón destruyó mis mercancías —se excusó—. No tengo otras obligaciones perentorias en la comarca.
—Cualquier otro mercader —lo rebatió Dimswart— haría recuento de las pérdidas y regresaría al hogar antes de incurrir en más. Tú no lo haces. Mal lo tienes, amigo mío.
Akabar envaró la espalda.
—Tu enfermedad se llama «sed de aventuras» —prosiguió el sabio con un suspiro—. O ambición. No te conformas con ser un tendero, ¿eh?
«Ha acertado —se confesó el hechicero en su pensamiento—. ¿Cómo es que este individuo del norte me analiza mejor que yo mismo?».
—Deberías haber elegido una misión más sencilla para empezar —continuó el erudito—. El tatuaje de esa mujer es muy peligroso. Representa un poder maléfico.
—También aquí en las regiones septentrionales sois aficionados a los dichos, como aquél tan afortunado relativo a la cantidad de veces en que la oportunidad llama a la puerta. Además, la guerrera me cae bien.
—No lo dudo. Posee talento, tenacidad y arrogancia. Ambos tenéis muchos puntos en común.
Akabar ensanchó la boca en una sonrisa socarrona.
—Los mismos que sirven de pilar a nuestra amistad, la tuya y la mía. Amarast, maestro Dimswart.
—Amarast, Akash.
Dragonbait aguardaba en las cuadras, con los tres caballos que habían comprado después de liberar a Olive Ruskettle. La cabalgadura de la halfling, una jaca a la que habían bautizado como Revoltosa, quedó para el uso de ésta. Al primer equino, un corcel de pelaje claro, el mago lo había llamado Gacela Voladora, en honor a su velocidad. El ejemplar de tiro, un castrado negro, recibió el apelativo jocoso de Relámpago porque era el único dócil y predispuesto a admitir el contacto del hombre-lagarto. Alias había elegido, en cambio, un zaino de pura raza.
—Es un conquistador nato —había dicho la joven tras adquirirlo.
—Creo que Conquistador te va como anillo al dedo —murmuró el encantador al equino, dándole unas palmadas en la testuz, antes de montar a su Gacela. Era de esperar que sus «conquistas» no fueran de sangre.
Los dos expedicionarios dejaron el cobertizo donde se alojaban las bestias y, sin despedirse, abandonaron la mansión Dimswart. El mago encabezó la marcha hacia la calzada principal de Suzail. Dragonbait, vestido aún de bufón, resopló y estornudó por culpa del polvo. Apenas habían traspasado la verja de la finca cuando Akabar oyó a sus espaldas un estampido de cascos. Una voz chillona los llamó desde una colina.
—¡Akabar, charlatán, detente! ¡Podrías resultar herido si te aventurases solo por esas rutas del infierno!
—Si espoleamos a las bestias, la polvareda la despistará —propuso el hechicero al lagarto, sin volver la vista atrás.
Pero el reptil, al identificar el timbre de la trovadora, esbozó una amplia sonrisa y tiró de las riendas del cansino Relámpago para que parase. Dado que el caballo de tiro transportaba la mayor parte de las pertenencias del turm, a éste no le quedó otro remedio que imitar a su acompañante mientras Olive Ruskettle bajaba la loma saltando en la grupa de su jaca.
—Todavía no puedes irte —se enfadó Akabar con la halfling—. Los festejos se prolongarán hasta la medianoche.
—He hecho las tres actuaciones convenidas —alegó ella—. Si no pongo pies en polvorosa, esa abusona me tendrá cantando mientras salgan sonidos de mis cuerdas vocales. No me pagan lo bastante para destrozarme la voz.
—No te pagarán ni una moneda si no vuelves ahora mismo y defiendes tus intereses.
—No me dedico a los espectáculos baratos, zoquete. Soy una artista de categoría, y me abonan mis intervenciones por adelantado. Y bien, ¿qué dirección supones que ha tomado nuestra dama?
El mago rabió para sus adentros. No acababa de creer que alguien tan inteligente como Dimswart hubiera retribuido de antemano los servicios de Ruskettle, aunque se le antojaba improbable que la mujer dejase los esponsales sin cobrar lo que le correspondía… y menos aún a fin de ayudar a la mercenaria. Akabar evocó entonces la imagen de la poetisa en el momento de asomar la nariz bajo la lona, y su afán de aplanarse los bolsillos. «No importa que no le hayan pagado —recapacitó—; ella misma ha recogido un botín sustancioso de los invitados».
Apretó los puños, en un gesto de frustración e impotencia.
—La buscaremos en Suzail. Está tan sólo a media jornada de la hacienda, y ella conoce la ciudad.
—¡Ah! Suzail, la joya de Cormyr y morada de esa muy serena y prudente crema de gelatina que es Azoun IV. ¿Piensas que ha ido en busca del rey después de haber practicado con ese bufón de Wyvernspur?
—Tu irreverencia al aludir a tu monarca legítimo raya en lo delictivo —se enfureció el encantador.
Olive rompió a reír.
—En tus confines del sur los mandatarios decapitan a sus súbditos por incluirlos en sus chistes, ¿verdad? Los halflings tenemos un refrán: Entroniza a tus cabecillas y luego no habrá quien los apee del pedestal. No tengo ningún sentimiento hostil hacia Azoun. No está mal para ser humano, pero es una gelatina. Al fin y a la postre, ha permitido que su brujo favorito lo retenga hoy en la Corte.
—Quizá Vangerdahast haya intuido algún riesgo en ese banquete —dijo Akabar.
—Con lo cual volvemos a mi anterior pregunta. ¿Opinas que esa demente intentará cometer alguna tontería en Suzail?
—¿En qué te afecta a ti toda esta cuestión? —preguntó a su vez el mago.
—Ya te mencioné en una ocasión que estoy en deuda con Alias. Quiero saldarla, como hago siempre que contraigo alguna.
—¿Con el dinero de quién, si puede saberse?
La trovadora, sin inmutarse por tan insolente muestra de desconfianza, dirigió al hombre una mueca taimada. Se había percatado de que Alias no solía pedir consejo al hechicero, y era la mujer quien le interesaba. La halfling estaba persuadida de que la atractiva aventurera y su antebrazo arcano la llevarían derecha hacia la fortuna. Y, aunque no fuera así, ¡qué hermoso tema para la letra de una balada!
Mientras viajaban hacia la urbe, Akabar permaneció sumido en sus meditaciones, haciendo planes por si se daba la contingencia de que Alias no hubiera tomado ese rumbo o, peor aún, se confirmaban las insinuaciones de Ruskettle y la joven se disponía a perpetrar un magnicidio en la persona de Azoun IV. Dragonbait cabalgaba junto a Revoltosa, envuelto en el repiqueteo de las campanillas de su atuendo. Olive le refería las anécdotas de todos los eventos en los que había actuado. «¡Ojalá —anheló el humano— se hubiera quedado de veras afónica!».
Tres horas después, cuando declinaba la tarde, Dragonbait se inmovilizó de manera súbita. Ladeó la cabeza y se posó la mano en el pecho. Echó otra vez a andar, tan bruscamente como había parado y con renovado ímpetu.
—¿La habrá olfateado? —sugirió la poetisa.
—Algo capta, eso es evidente —constató el mágico-comerciante.
Arribaron a Suzail al poco de anochecer. Sin titubear, el reptil los condujo a La Dama Oculta. Akabar se preguntó si Dragonbait notaría la proximidad de la aventurera o si, al igual que un perro, sólo esperaba que hubiese vuelto a visitar el local. Sea como fuere, su instinto fue atinado. La muchacha estaba en el establecimiento.
Se hallaba sentada en un banco del fondo. El repulgo de su vestido azul se había ensuciado y deshilachado. Tenía las piernas flexionadas contra el torso en una apretada pelota, y la cabeza reposaba en las rodillas. Canturreaba una oda amorosa que narraba el llanto de las Selune, las misteriosas estelas de luz que enfilaban la senda de la luna. En todas sus correrías la halfling no había oído ni el embrujador estribillo ni la subyugante melodía, algo deformada por las interrupciones de la aventurera para sorber su bebida.
Un vaso volcado rezumaba licor de anís sobre la mesa de roble. Alias no se percató de la presencia del grupo hasta que Akabar, con su inusual estatura, bloqueó la luz del candil colgante que iluminaba su rincón. Se puso tiesa y, con esfuerzo, alzó la cabeza para estudiar al trío. Un cerco sanguinolento enmarcaba sus iris.
—Fuera —gruñó.
—¡Cuánto siento que tuvieras que ausentarte! —cotorreó Ruskettle—. Temí no sobrevivir a la avalancha del gentío cuando se cayó la tienda, mas a la larga fue beneficioso. No hay quien cante a trescientas personas amontonadas en un recinto minúsculo. La fiesta se animó cuando nos mudamos al aire libre, todos lo decían.
Dragonbait escrutó con el cuello estirado a su amiga, mientras emitía unos débiles gemidos.
La humana reiteró sus «fuera», pero ahora con menor acritud. El hospedero acudió a la mesa.
—¿Deseáis esta compañía, señora? —le preguntó en actitud protectora.
Al no obtener respuesta, el hombretón invitó a los recién llegados a ordenar sus consumiciones.
Dragonbait señaló el derribado recipiente de anisado. El mago optó por el vino blanco.
—Yo tomaré un Torbellino de Ron Colorado —fue la excéntrica petición de Ruskettle.
—Nunca fuimos presentados —bromeó el dueño.
—¿Qué tal un Mordisco de Dragón?
—¿Qué aspecto tiene eso puesto en casa? —preguntó el hombre.
—De acuerdo, tráeme un Resuello de Yeti. Es un cóctel muy popular: debes de haberlo mezclado un sinfín de veces.
El dueño de la posada negó de nuevo.
—Pues un Rivengut.
—Estoy desolado, pero no tengo los elementos. No es de las bebidas más solicitadas por estas latitudes, así que no almaceno existencias.
—Me contento —suspiró la halfling— con un Jabalí en las Rocas.
—Veré qué puedo hacer.
Antes de que el hospedero se encaminara a la barra, el turm lo agarró por el brazo con suavidad y le susurró, apuntando con el mentón a Alias:
—¿Cuántas rondas ha hecho?
El interrogado mostró dos dedos al hechicero.
—¿Sólo dos? —se extrañó Akabar.
El posadero se encogió de hombros, incapaz de explicar la intoxicación de la mercenaria.
El mago se acomodó en el banco junto a Olive, y Dragonbait tomó asiento en el taburete del extremo.
—¿Te apetece otro trago? —ofreció el encantador a la muchacha.
—No tienen ninguna bebida decente en este tugurio olvidado hasta del diablo —rezongó la guerrera, sin alterar su lánguida postura.
—Y que lo digas —coreó la artista—. ¡Mira que ignorar cómo se prepara un Resuello de Yeti! Existe otra bebida exótica, riquísima, que se elabora con… —Enmudeció ante la imperiosa expresión de Akabar.
El hombre-lagarto estiró su brazo y depositó cariñosamente la garra en el hombro de Alias. La muchacha hizo ademán de desembarazarse, pero el reptil emitió un maullido tan triste que no evitó su caricia.
El tabernero distribuyó los vasos, incluida otra ración de anís para la luchadora.
—Quizás una bandeja de alimento nos entonaría a todos —sugirió el mago.
—¡Una idea espléndida! —la suscribió Olive—. Estoy desfallecida de hambre. ¿Quieres escuchar mi cántico a la pareja? —preguntó a la otra mujer—. Te fuiste tan atropelladamente, que no asististe ni siquiera a los «bises». A la concurrencia le impresionó mi creación.
—No es el momento —le dijo por lo bajo Akabar.
Ruskettle, enfurruñada, probó su bebida. Acto seguido dejó su copa en la tabla de madera y respiró hondo.
—¡Esto no era un Jabalí, y menos en las Rocas! ¡Hospedero!
—Volvió a suceder, idéntico que la vez anterior —musitó Alias, con una desesperación que se hacía casi tangible en su forma entrecortada de pronunciar las sílabas—. Debería haberlo presentido. Recuerdo unas punzadas premonitorias en el antebrazo. No era mi propósito abalanzarme sobre aquel infeliz y hundir el cuchillo en su piel, pero perdí el control. Fue como una pesadilla. Entonces la tienda se desmanteló. La esquivé antes que nadie y huí.
»No podía dejar de correr. Cualquiera que fuere la fuerza que me dominaba, me imprimía una marcha que me habría hecho avanzar hasta caer rendida si, en un instante de lucidez, no me hubiera subido a la carreta de un granjero que se dirigía a Suzail y se avino a hacerme un sitio. Cuando me di cuenta de que Dimswart no me había facilitado ninguna información sobre los símbolos, intenté regresar, mas no conseguí moverme del pescante. Hasta instalarse el crepúsculo no recuperé el libre albedrío. Entonces me refugié en esta sala. No se me ocurrió otro lugar mejor.
Descansó nuevamente la cabeza en las rodillas y comenzó a sollozar.
Dragonbait le quitó el cabello de la cara, lo aprisionó tras la oreja y le acarició la melena. Ruskettle balanceó el recipiente vacío a fin de atraer la atención del dueño, pero, ante su nulo éxito, decidió robar el intacto brebaje de la guerrera.
Akabar contempló taciturno a la aventurera hasta que ésta se hubo calmado. Al verla más compuesta, indagó:
—¿Han sido también los símbolos los que te han llevado a beber hasta la ebriedad?
La cabeza de Alias se alzó con violencia. Taladró al mago con los ojos, mientras lo increpaba:
—Escucha, turmita, no prejuzgues si nunca has sufrido amnesia. Es horrible no acordarse de nada, no saber si aún olvidarás más parcelas del pasado o contra quién arremeterás en el futuro. Primero un clérigo, luego un noble cormyriano…
La trovadora, que había ocupado su mente en memorizar pasajes de la cantilena que la otra mujer barboteaba a su llegada, se sumó de repente a la conversación.
—¿Has dicho un clérigo? —preguntó.
—¿No te puso Akabar en antecedentes? —se sorprendió la aventurera—. Estuve a punto de matar al monje que había de borrar la maldición. Aunque —rectificó— no es ésa la palabra apropiada. Más que una maldición, es algo inmaterial que vive en mí.
—Fue ese «algo», no tú, quien atacó al sacerdote —puntualizó el encantador.
—¿Y qué diferencia hay? Me tiene atrapada; ni siquiera me permitirá regresar a la mansión de Dimswart para que me ponga al corriente de sus averiguaciones. ¡Dioses! Aun he tenido suerte de que no me indujera a eliminar al erudito.
—Es posible que tu «algo», como tú lo llamas, te haya mantenido ex profeso alejada de la escena del crimen —conjeturó el mago—. Y ahora, a menos que te condene a la sordera, no podrá impedir que te enteres de los resultados de las consultas del sabio.
—¿Cómo?
—Dimswart me dio cumplida cuenta.
La halfling aguzó los oídos.
—¿Y bien? —se impacientó la humana.
—Antes has de hacerme una promesa.
—No. La información me pertenece, me la he ganado.
—En efecto. Pero podría ocurrir cualquier calamidad si volvieras a casa del erudito a reclamársela.
Los pómulos de Alias se incendiaron de furia.
—Eres una víbora de los desiertos…
—Lo único que quiero —cortó el nativo de Turmish— es que dejes que te acompañe en tu misión de conjurar a tus etéreos enemigos.
—¿Has perdido el juicio? —rugió la luchadora—. ¿No tengo ya suficientes problemas sin meter a mis ami… a completos extraños en el atolladero?
—¿Quién mejor que los ami… que los completos extraños para escoltarte? —replicó Akabar con una sonrisa. Luego levantó la cabeza en un gesto orgulloso—. Además, tengo contigo una deuda de honor por haber contribuido a rescatar mi volumen de esoterismo.
«Si —discurrió la joven—; aunque no estuviera tan obsesionado en probarme que no es un tendero, me respaldaría igualmente, porque es el tipo de hombre que no se toma a la ligera las deudas de honor».
—En los últimos días no he sido lo que se definiría como una persona sociable —objetó sin demasiada convicción la mercenaria.
—Los sujetos de mi nacionalidad no suelen venir al norte para participar en festejos —dijo el otro con un encogimiento de hombros.
Mientras el hechicero se entremetía en la empresa de la humana, en el cerebro de Olive se libraba una batalla campal. ¿Qué iba a hacer? Los asesinos de clérigos no eran, por regla general, criaturas fiables. Mas, en contrapartida, ¡qué maravillosos párrafos podría insertar en sus cantos! O bien construiría algo independiente, una romanza, un poema épico o hasta un libro. Lo titularía Crónicas del Brazo Mágico, y haría figurar el nombre de la autora: Olive Ruskettle. Todo resquemor se difuminó ante la imaginaria perspectiva de acumular oro y celebridad. «Y he de aprender el resto de los versos de la canción sobre las lágrimas de las Selune», concluyó.
—¡Alto! —exclamó Olive, interrumpiendo a los parlantes—. Si alguien tiene derecho a hablar de gratitud, ésa soy yo. Alias me salvó la vida. Por otro lado, no puedes llevar contigo a semejante inútil —señaló con un gesto a Akabar, sin apartar los ojos de la mujer— si no te acompaña alguien que lo saque de los mil líos que suscitará. Alguien que discurra deprisa.
La muchacha, divertida, torció las comisuras de los labios. No se hacía ilusiones respecto de la halfling. Era la codicia lo que la motivaba. Aun así, era cierto que le debía más que al turmita. Quizá la poetisa sería antes un estorbo que una ayuda, pero había recorrido de la Ceca a la Meca, y un poco de experiencia nunca venía mal.
—Mi periplo puede ser azaroso —advirtió a la menuda mujer, con la esperanza de desalentarla.
—Como dicen los halflings de Luiren —repuso impasible Olive—, de los peligros nacen las perlas y el poder. Ya he tenido mi cuota de peligro.
—Y una porción aún mayor de perlas —farfulló Akabar entre dientes.
Alias interpeló a Dragonbait.
—Y tú, claro, no vas a abandonarme.
El lagarto hizo un significativo ademán de cabeza.
La muchacha experimentó una ligera opresión en el pecho. Tenía la perturbadora sospecha de que el hombre-lagarto no sabría qué hacer de no incorporarse a su servicio.
—Muy bien —asintió con un suspiro—. Venid si así lo deseáis, pero conste que he intentado disuadiros. Ahora —se encaró con el mago—, enumérame todas las revelaciones que te hizo Dimswart.
El turm extrajo un paquetito de uno de sus bolsillos. Desanudó la cinta amarilla que lo ataba y desechó la envoltura de cuero. Dentro había cinco láminas de cobre.
—La Daga Llameante —empezó el hechicero, extendiendo la primera placa en la mesa.
En la ondulada superficie de metal había inscrito un símbolo en forma de daga rodeada de llamas, y debajo, en nítidos caracteres de los que se empleaban en el Thorass y las fórmulas arcanas, se leía un párrafo descriptivo.
—Aros entrelazados, una boca en una palma, tres círculos concéntricos y un garabato que se asemeja a una pata de insecto —fue recitando Akabar mientras exhibía ante sus compañeros los diseños de cada lámina—. ¿Cuál prefieres que descifre en primer lugar, Alias?
—La de la daga. Los asesinos que me agredieron en la playa tenían un naipe con el mismo dibujo.
Asintiendo, Akabar apiló las cinco hojas metálicas de tal suerte que quedara encima la que había seleccionado la mujer.
—Este símbolo se deriva de otro procedente de la baraja de Talis. En Turmish utilizamos el palo de los pájaros, pero aquí en el norte se ha hecho la conversión a dagas. En ambas versiones representa el dinero y su sustracción. Es el emblema de una cofradía de ladrones y asesinos de Westgate que se autodenomina Gremio de los Redentores, aunque es más famosa como los Cuchillos de Fuego debido, precisamente, a la carta que constituye su membrete.
»Los Cuchillos de Fuego no son naturales de Westgate, sino de Cormyr, donde llevaron a término operaciones muy provechosas. Es decir, hasta que se excedieron y desataron la ira de Su Real Majestad Azoun IV. El soberano anuló sus estatutos, disolvió la banda, ejecutó a los adalides y mandó a los otros miembros en bloque al exilio, a la orilla opuesta del Lago de los Dragones. No tardaron en establecer su nuevo cuartel general en Westgate, con la autorización de los caballeros locales del crimen, el grupo llamado Máscaras de la Noche. No es de extrañar que no profesen ningún amor a Cormyr, ni a su rey ni a su pueblo.
—¿Alguno de ellos se marcó su seña de identidad en la epidermis, por ejemplo en forma de tatuaje? —inquirió Alias.
—Yo no tengo noticias de que lo hicieran —contestó Akabar, y subrayó su negativa con un gesto—. Desde luego, su intervención explicaría tu ataque a un hombre que imitaba a Azoun: podrían haberte hechizado para que suprimieras al mandatario.
—Pero, entonces, no es lógico que me tendieran aquella emboscada en la oscuridad.
—Quizá creyeron que habías desentrañado sus manejos y te proponías poner sobre aviso a Su Majestad —aportó la halfling su teoría.
—No —la rechazó de plano la humana—, puesto que alguien se había apoderado de mi voluntad y no tenía noción previa de lo que iba a hacer. Ellos más que nadie debían de estar enterados, ¿no? Amén de que no escatimaron molestias para apresarme sin herirme.
—Acaso planeaban —aventuró Akabar— llevarte a la Corte. Azoun proyectaba aceptar la invitación a los esponsales. Vangerdahast lo desaconsejó a última hora. Al menos, tales fueron los rumores que circularon.
—Fue una coincidencia que yo estuviera en la finca de Dimswart —declaró la mercenaria.
—No lo des tan por cierto —discrepó el mago—. Y, si el soberano hubiese ido…
—Yo me habría abalanzado contra él en vez de contra ese pisaverde de Giogi Wyvernspur.
—No lo habrías aniquilado —se inmiscuyó Olive—. Vangerdahast no se despega del rey. Te habría frito con una bola ígnea antes de que rebasaras el medio metro de distancia.
—Todas esas hipótesis no nos llevan a ninguna parte —dijo Akabar—. ¿Continúo con los otros símbolos?
Alias aprobó su iniciativa, y el turm expuso a la luz la lámina donde aparecían tres redondeles, cada uno ligado a los otros dos.
—La Trinidad de los Anillos es también harto común. Fue emblemática de varias firmas comerciales de la costa del Mar Secreto hasta el Año Polvoriento, hace más de dos centurias, cuando se transformó en insignia de una flota de filibusteros de Earthspur. Al cabo de los lustros los nuevos capitanes piratas descartaron los viejos estandartes y los sustituyeron por otros.
»Después de esa época, los círculos han sido rúbrica de un notorio retratista cormyriano, sello de un herrador de Procampur y enseña de una taberna en Yhaunn, Sembia. Este local de bebidas fue bombardeado mágicamente hace medio siglo por un nigromante porque, según él, el distintivo era su símbolo personal. Exigía que se respetasen sus prerrogativas al monopolio absoluto. Era un pomposo norteño, que respondía al nombre de Zrie Prakis.
—Resultaba inevitable que estuviera involucrado algún mágico oscuro —gruñó la guerrera. El turm levantó el dedo para indicar que proseguía.
—Prakis protegió su signo con un celo religioso, persiguiendo a los impostores que se lo adjudicaban y desintegrando a cuantos no renunciaban a él. Tan concienzuda fue su labor, que se ha difundido entre posaderos, artesanos y pintores la superstición de que es un heraldo de fatalidad. De todos modos, Zrie Prakis fue dado por muerto en un combate mágico cuarenta años atrás, en un paraje de los aledaños de Westgate.
—Pueden haberse equivocado quienes lo aseveran —señaló Ruskettle—. Es un hecho que, siempre que dos encantadores pelean, nadie en sus cabales se atreve a acercarse lo bastante para atestiguar quién es el vencedor del duelo y qué le pasa al otro. El diseño que tratamos es el mismo que había impreso en el Elemental de Cristal del templo druida, ¿cierto?
Alias murmuró un «Sí», rememorando las líneas cabalísticas que refulgían en el pecho del monstruo.
—Sea como fuere —recapituló Akabar—, el maestro Dimswart celebró unas sesiones de adivinación con una sacerdotisa. La pregunta clave fue si el nigromante Prakis, cuyo emblema era el triple aro, vivía todavía. Se le respondió que no.
—No soy una obra de arte ni un servicio de mesa de plata —se enojó Alias— para tener que soportar el estigma de unos extinguidos bandidos del mar ni de una casa de licores. Además, ambos se me antojan candidatos muy improbables.
Akabar, aunque tentado, se abstuvo de expresar su disconformidad respecto a la influencia de la cantina. Alzó en el aire la siguiente placa de cobre, la que ostentaba un símil de pata de insecto.
—La hechicera que destruyó a Zrie Prakis fue una mujer, Cassana de Westgate. Quiere la casualidad que éste sea su símbolo. Por lo que el erudito pudo averiguar, la tal Cassana aún reside en su burgo natal. Tiene la reputación de obrar poderosos fenómenos, pero también es extremadamente solitaria, una anacoreta. Vive, aunque ha entrado en una edad avanzada.
—A lo mejor ese nigromante, Prakis, tenía un aprendiz —empezó a inventar de nuevo la incorregible cantora—. El aspirante a mago ambiciona ascender y se alía con Cassana, la enemiga acérrima de su maestro, contándole qué ha de hacer para derrotarlo. Más tarde, al perecer su señor a manos de la bruja, el sujeto usurpa el símbolo.
El mago-mercader entrecerró los ojos en meras rendijas.
—Eres una experta en los entresijos de la traición, y eso me intriga.
—A lo largo de los años —repuso la halfling con una meliflua sonrisa— he podido conocer y analizar las atrocidades mutuas que os infligís los humanos.
Alias notó unas palpitaciones en las sienes. Ansiosa por liquidar la controversia antes de que fuera tarde, sacó del montón otra hoja de metal, pero la escritura se emborronó al intentar leerla. Blandió pues la plancha frente a Akabar, y lo interrogó:
—¿Qué me dices de la boca en una mano?
—Dimswart la encontró muy curiosa —comentó el encantador, paseando los dedos por encima de los colmillos grabados entre los labios—. Nos hallamos ante el símbolo sagrado, o sería más adecuado catalogarlo de «profano», de un culto obsoleto que tuvo su esplendor hace más de un milenio. Sus adeptos adoraban a Moander el Oscurantista, o tal vez la Oscurantista, ya que los textos varían arbitrariamente de género. Elevaron a su divinidad un monasterio en la época en que medraba Myth Drannor, el mítico reino elfo, y constituyeron una amenaza constante para los habitantes de los bosques. Al fin, estas criaturas quemaron y demolieron el complejo, exterminando a los clérigos y echando del territorio, y del país, al ídolo de los fanáticos.
»En el enclave del santuario se erigió la población de Yulash, en la actualidad reducida a escombros. Las guarniciones de Hillsfar y de la Fortaleza de Zhentil se disputan sin tregua la predominancia en un lugar tan estratégico. El sabio me confió las señas de un colega que podría darnos más pormenores, si bien me alertó de que concertar una entrevista con esa persona nos costará sudores y trabajos.
La aventurera alzó el último componente de la inaudita baraja. Sobre un fondo azul, había tres anillos concéntricos también de color azul, aunque la gradación de los colores no estaba representada, sino que se describía en el margen superior derecho. Nada había anotado debajo del signo. Alias miró al mago con expresión interrogativa.
Akabar se removió en su banco.
—Nuestro amigo Dimswart no ha visto nada parecido ni en sus viajes ni en sus libros. Su dictamen es que se trata de algo novedoso, acaso el anuncio de una fuerza venidera y aún en desarrollo. Observa que los dos símbolos de los practicantes de la hechicería están juntos, mientras que ésta sucede en orden a la encarnación de un dios muerto y desterrado de la memoria colectiva.
—De donde el erudito deduce que podría abrir la puerta a otro credo —se adelantó la joven a las conclusiones. Asió su vaso, que no había probado, y se quedó perpleja al ver que estaba vacío. La halfling desvió la vista hacia las vigas del techo.
—En realidad, fui yo quien hice esa observación —confesó el turm—. Juzgué razonable equiparar y cotejar las distintas señales, pero…
—Pero lo más probable es que no estemos tratando con seres razonables —volvió a terminar la frase Alias.
—Así es. La evidencia de que los Cinco Cuchillos están implicados es casi incontrovertible. El ataque del Elemental invocado desde la nada denuncia, de manera también definitiva, la intervención de un hechicero. El diseño que circunda los símbolos en su globalidad es de uso frecuente en todas las naciones del Mar Secreto, como exponente de la firma de alianzas y contratos. La hiedra, los rosales y emparrados son propios de las actas matrimoniales, y los dragones, de los edictos de la realeza…
—Y las serpientes, de los pactos del demonio —añadió la muchacha, en alusión a las líneas culebreantes que enmarcaban el entramado de su antebrazo.
—¿Y el sexto símbolo? —preguntó Olive.
—¿Qué sexto símbolo? —se asombró Akabar.
La joven humana estiró el brazo, preguntándose de qué hablaría la halfling. La mujer-bardo posó el índice encima de la muñeca de la aventurera, allí donde el sinuoso patrón que prestaba unidad a los símbolos se enroscaba en torno a un espacio vacío.
—Ahí no hay nada, bobalicona —se chanceó el encantador.
—Todavía no —replicó Ruskettle—. Quizás Alias se fugó antes de que garabatearan en el hueco, o bien esperan que un sexto integrante del clan pague la tarifa para inscribir su marca. Yo intuyo que en este lugar crecerá un tatuaje más.
La guerrera se estremeció y rodeó las rodillas con sus brazos.
Akabar le lanzó un puntapié a la trovadora para enmudecerla, mas los diminutos pies de ésta se columpiaban lejos del suelo y no dio en el blanco.
—Con la misma intensidad con que aborrezco calumniar a un admirador leal —arengó la poetisa a la otra mujer—, te recomiendo que ahondes en las pistas que te ha suministrado Dimswart.
Alias no podía por menos que convenir con ella.
—¿Dónde vive el otro estudioso, el amigo del nuestro? —le preguntó al turm.
—En el Valle de las Sombras. No obstante, dada la lejanía de ese confín —recalcó el hombre—, sería más simple investigar antes en Westgate.
El hostelero se plantó delante de la mesa y, sin despegar los labios, depositó en ésta una fuente de fiambres y bebidas.
—El Valle de las Sombras está en la ruta de Yulash —señaló la joven.
—Pero es mucho más sensato encaminarse a Westgate —se obstinó el mago—. Los Cuchi… —espió al posadero— dos de los bandos culpables actúan en el ámbito de la ciudad, y un tercero falleció en las afueras. Gracias, por ahora nos las arreglaremos —masculló al dueño a fin de despacharlo—. En buque arribaremos en dos o tres días. Si no descubrimos nada, seguiremos por tierra hacia el norte.
Alias guardó silencio, asqueada ante la visión de la comida. Tras dirigirle a la aventurera una postrera mirada paternal, el dueño de la taberna dejó el rincón y fue a atender sus otras obligaciones.
Olive agarró las láminas y, en actitud ociosa, empezó a barajarlas. Sus manitas manipulaban las piezas con insólita destreza.
Malhumorado, el hechicero arrebató a la halfling los esotéricos grabados. Los guardó en el fragmento de cuero, los ató y pasó el paquete a la humana.
—Y bien, ¿reservo pasajes para mañana?
—Tengo una certeza casi total de que llegué a Suzail navegando —susurró la guerrera, enfrascada en sus cábalas.
—Seguramente —se le unió Akabar.
—¿No podríamos ir por tierra hasta Altas Cumbres y trazar un rodeo en derredor del Lago del Dragón? —imploró la trovadora—. Las calzadas de Westgate están en magníficas condiciones.
El turm se acordó de que aquel proyecto de mujer había proclamado su desagrado por las travesías marítimas.
—Nuestro destino será Yulash —declaró Alias.
—¿Cómo? —gritaron a coro encantador y poetisa.
—Suponed por un momento —dijo la aventurera— que vine a Suzail desde Westgate huyendo de la cofradía de los Cinco Cuchillos o de Cassana, quienquiera que me hiciera los estigmas. Os garantizo que no divago, que es un punzante instinto el que me pone en guardia contra Westgate. Ignoro las razones a causa de la amnesia. Puede que estuviera de visita y haya tratado de quitar de en medio a alguien que gozase de las simpatías del gremio, lo cual me habría convertido en prófuga de la Justicia y del bajo mundo a la vez. Y no me apetece nada enfrentarme a dos enemigos a un tiempo. Ya he bailado el vals en el cubil del dragón, y he cubierto el cupo del mes y hasta del año. En Yulash, que nosotros sepamos, no hay sino un adversario, y por añadidura el sapiente maestro que has mencionado se halla incluido en el itinerario. Acaso nos despeje algunas incógnitas.
—El monasterio es hoy un montículo de ruinas —objetó Akabar—. Yulash está en poder de los zhentarim, y no son gente decente. Resulta, en conjunto, demasiado arriesgado.
—¿Quién protagoniza esta misión, Akash? —se enfadó Alias—. Si quieres acompañarme habrás de ir a donde yo decida, y me mostraré inamovible en lo de eludir Westgate. Aquél que tenga miedo de seguirme puede viajar a esa urbe sin mí o, mejor aún, regresar a casa y olvidarme.
El hombre se sonrojó. Olive, espectadora de la escena, no atinó a dilucidar si el subido tono de sus mejillas se debía a la furia porque la joven no hacía caso de sus consejos o al azoramiento porque había puesto su honor y su gallardía en tela de juicio. Antes de que se agravasen las diferencias entre ambos, la halfling intercaló una frase conciliadora.
—Según lo que nos relate el sabio del Valle de las Sombras, es posible que no tengamos que llegar hasta Yulash.
La joven se volvió hacia la trovadora.
—Yo iré a Yulash, con templo o sin él —siseó—. Y partiré a primera hora de la mañana.
Sin más, Alias se incorporó, desentumeció sus piernas y, tras enfilar el pasillo que conducía al piso superior…, cayó desmayada en el suelo entarimado.
—No madruguéis, la salida se retrasará —se burló el hechicero de Turmish.
Fue a abonar la cuenta al mostrador, mientras Dragonbait y Ruskettle alzaban a la guerrera para llevarla hasta su alcoba.