23
Recuperación de Akabar. Ofrecimiento de Moander.
Segundo intento de rescate
Cuando Akabar se despertó había anochecido, y la luz de una fogata cercana jugueteaba en su entorno. Las llamas refulgían en las escamas de un dragón descomunal: su voluminoso cuerpo yacía en la penumbra, si bien el mago vislumbró la figura de Dragonbait cabeceando, arrebujada en el hocico del inmenso reptil. El lagarto del tatuaje en el torso llevaba un vendaje enrollado en torno a uno de sus muslos. Entre el turm y la hoguera se perfilaba una sombra inmensa. La figura que la proyectaba se arrodilló delante del convaleciente con un desmesurado recipiente de plata.
—Bebe esto —mandó Olive, llevando el frasco a los labios del encantador.
La pócima tenía un sabor vomitivo, pero Akabar dejó que se deslizara por su gaznate. Notaba la boca pastosa como si hubiera masticado suciedad y, en su carne, la sensación de quien ha permanecido demasiado tiempo sumergido en agua helada y al salir queda yerto, arrugado y entumecido. Bajó la vista y vio que estaba desnudo, excepción hecha de un par de mantas que la halfling había anudado a modo de saco para que le transmitieran calor.
—¿Y mi ropa? —indagó el hechicero. Estaba tan afónico como si hubiera pasado horas cantando o chillando.
Ruskettle indicó la fogata, y contestó:
—Los cuatro andrajos a que se redujeron no merecían ser conservados. Y, como Dragonbait te dio por muerto, no se nos ocurrió recogerte una muda. Sin embargo —agregó, con ojos brillantes—, vacié tus bolsillos y salvaguardé también tus libros de magia. —Señaló ahora un morral que yacía a los pies del enfermo.
—¿Qué sucedió…? ¡Oh, dioses! —gimoteó el habitante de Turmish al recuperar súbitamente la memoria.
Habría habido una lucha en Yulash, y de pronto algo muy pesado y opresivo se había asentado en su mente como una araña en la tela. Se preguntó si Alias había sentido algo parecido al ser impelida a matar a un monje y, más tarde, a atentar contra el noble de Wyvernspur.
—Sosiégate —dijo la trovadora en tono imperativo. Para ser un ángel guardián, administraba sus cuidados con manifiesta impaciencia. Mientras hablaba, sujetó a Akash por los hombros a fin de impedir que se moviera, aunque él no hizo ademán de enderezarse—. La sinopsis de la historia es que, después de la pequeña escaramuza en las ruinas, Dragonbait regresó al campamento en busca de mi ayuda. Durante vuestra ausencia hube de enfrentarme en solitario a Mist, que irrumpió en mis sueños en un momento algo inoportuno. Te acuerdas de Mist, ¿verdad? Vive en una guarida en Cormyr. Pues bien, lo sometí valiéndome de los antiguos códigos y emprendimos los tres juntos tu persecución y la de Su Rezumante Majestad.
La halfling hizo un alto para recuperar el aliento y, además, para que el febril cerebro del mago asimilara su relato. Al cabo de un par de minutos, reanudó la narración.
—Desgraciadamente, la bola de babaza se empeñó en incluirnos en su batida. El dragón recibió un vapuleo importante, pero, con mi guía, el viejo mastodonte infligió a su vez daños graves al enemigo. No obstante, la abominación nos lanzó por los aires. Fue una suerte que la buena estrella de mi raza me acompañara, pues logré aterrizar en el cadáver de un Pluma Roja. En cuanto a Dragonbait, le arañaste un poco la coraza antes de que te rescatara. —La mujer-bardo se interrumpió de nuevo. Con cierta renuencia, concluyó—: No liberamos a Alias.
—Alias —repitió Akabar en un balbuceo, a la vez que, ahora sí, se esforzaba en alzarse pese a la presión de Olive—. ¡Continúa presa, hay que actuar sin demora!
—Contrólate tú —atajó la cantora—. Has estado ocho horas fuera de circulación, de modo que unas cuantas más no afectarán nuestra caza de la hacina ambulante de estiércol como no sea positivamente, dándonos la oportunidad de fortalecernos. El lagarto debe descansar para sanaros a ti y al vejestorio de Mist. El dragón se rompió algunos huesecillos de las alas, y tiene que alimentar sus hornos antes de entrar en liza. Y tú has de estudiar tus ensalmos. Vamos, toma unos sorbos más.
El turm tragó una dosis completa de la poción que Ruskettle le alargaba, e hizo una mueca de suspicacia.
—¿Es un tónico con propiedades curativas?
La halfling agitó el frasco y esbozó una risita picara.
—Hay quien lo llama así. En realidad es un compuesto de aguamiel y licores. Mis últimas existencias, ¡qué se le va a hacer!
El mago sintió que el estómago vacío se le revolvía, y decidió poner punto final a los servicios medicinales de la trovadora.
—Has comentado que Dragonbait debe curarnos —apuntó—. Ya hizo gala de tales facultades con anterioridad, cuando huíamos de la aberración en Yulash.
—Sí. Resulta ser —esclareció la halfling a su compañero— que ese animalejo, en su pueblo, pertenece a la Orden de los Paladines. Lo ha mantenido en secreto, auxiliándonos a escondidas. En los tiempos que corren, no puede una fiarse de nadie.
—¿Es un auténtico paladín? —murmuró el hombre—. ¿Cómo lo has averiguado?
—Él mismo me lo hizo saber —repuso Olive. Bajó la voz para proseguir sin que el lagarto los oyera—. Y no sólo nos ha ocultado su profesión, sino también que puede comunicarse. No utiliza palabras como nosotros. Despide aromas, igual que los calderos donde se destilan los perfumes. No lo entendemos porque nuestro olfato carece del refinamiento preciso, pero Mist lo capta de maravilla. Nuestro amigo habla, la mole traduce y luego aquél confirma con un gesto que lo ha hecho correctamente. Por lo tanto, el lagarto está al corriente de todo cuanto hemos debatido.
El mago sacudió la cabeza para despejarla. El acento de la halfling era de indignación, y no comprendía qué podía contrariarla en tal medida.
—¿Y bien? —inquirió.
—¿Cómo que «y bien»? —se exasperó la poetisa. De nuevo hubo de disminuir el volumen a un murmullo—. Viajamos con un reptil de una hermandad de prestigio, que es demasiado altivo para establecer contacto hasta que aparece un dragón perverso. Ese paladín nos ha acompañado y espiado a lo largo de dos «cabalgadas». ¿No encuentras lógico enfadarse?
—Un saurio —masculló de pronto Akabar, y el vocablo resonó entre sus difusas remembranzas. Una nube sombría flotaba entre estas últimas, residuo de la visita del dios corrupto a su intelecto—. Moander afirmó que Dragonbait procedía de la etnia de los saurios.
—¿Moander? —interrogó la halfling—. ¿Te refieres al monte grasiento?
El humano vaciló, como un nadador antes de arrojarse a un lago glacial. Anhelaba olvidar la maldad que había anidado en sus entrañas y que lo había manipulado de una forma tan vil, mas le era imprescindible la información que, por negligencia, el dios había dejado en el fondo de las aguas. Se zambulló.
—En efecto —respondió—. Es una antigua divinidad, o al menos una sección que estuvo encarcelada debajo de Yulash hasta que Alias abrió las rejas. Ahora la lleva a Westgate por la ruta de Myth Drannor.
El mago enmudeció. Su cuerpo había empezado a temblar, sacudido por violentos espasmos.
—¿Qué te pasa? —se inquietó Ruskettle.
—¡Qué tremenda experiencia! —exclamó él—. Fue como contraer una enfermedad en la que se va pudriendo todo salvo el cerebro, haciendo de ti una piltrafa pensante. Estaba consciente, pero había perdido el control de mis actos. No podía hablar y mi visión estaba nublada. Oía frases coherentes dentro de mí, las cavilaciones de Moander y las frases de la guerrera, pero me sentía amordazado y desvalido en un océano de oscuridad. Y… y… —Levantó los ojos hacia la halfling—. Quise apuñalar a Dragonbait, ¿no es así? Tú me lo has insinuado, y sé que, durante unos instantes, mi único objetivo era eliminarlo.
—Al parecer, él no te guarda rencor. Te transportó hasta aquí y destrozó su camisa para vendarte las heridas.
Akabar palpó la imitación de turbante que cubría su cabeza, a la vez que lanzaba una mirada de soslayo al animal que dormía sobre las fauces de Mist.
—También agredí al dragón, ¿no? —preguntó.
—Cuanto menos toquemos ese tema, mejor —sugirió Olive—. Tuve que hacer uso de toda mi elocuencia para convencer a Mist de que eras un elemento clave en la liberación de la mercenaria. Si cedió fue porque no puede prescindir de tus sortilegios pirotécnicos. Y, cambiando de tema, decías que Don Baboso es un dios, ¿verdad? Otro detalle que el lagarto no atinó a mencionar.
—Acostúmbrate a emplear el apelativo de saurio —regañó el turm a la halfling—. ¿Por qué le has tomado tanta ojeriza? Vivimos gracias a él.
—Vives gracias a él —rectificó la trovadora—. Yo me basto y me sobro para defenderme.
¿Era un ataque de amnesia lo que había borrado de su mente que, de no ser por Dragonbait, se hallaría inmersa en los jugos gástricos del grande?
—Me repugna que un tipo viperino y artero —continuó— intente, bajo la máscara de un santurrón, ganarse mi confianza y espiarme.
—¿Cómo estás tan segura de que son ésos sus propósitos?
—¡Abre ya los ojos, tendero! —explotó Ruskettle—. ¿Por qué otro motivo se uniría un paladín a nosotros? Tú eres un mercader, yo una escoria de halfling. En lo concerniente a Alias, trató de suprimir a un eclesiástico y a un noble al que confundió con el rey de Cormyr y, como colofón, deja suelto a un dios maléfico. Dragonbait se escabulló cuando se avecinaban los peores contratiempos, para reaparecer y embarcarnos en una misión suicida. Según él su finalidad es rescatar a Alias, pero lo más probable es que sólo se proponga aniquilar a Moander. Nuestros problemas no le preocupan.
—Supongo que tienes razón —convino el mago. Tenía los ojos un poco entelados, como si estuviera abstraído en negras cábalas.
—Akash, ¿qué es lo que te angustia? No me estás escuchando.
El hombre hizo un ademán negativo, y procedió a desahogarse.
—¿Qué clase de hechicero soy? No logro enterarme de datos trascendentales, ni siquiera me apercibo de que un miembro de la cuadrilla posee cualidades curativas y, en el instante en que despliego mis mejores dotes bélicas, se adueña de mi voluntad un ser enloquecido y aborrecible. No deberíais haberos molestado en socorrerme.
—No seas necio —reconvino Olive al encantador—. Tienes salud, inteligencia y dinero, las bienaventuranzas que más preciamos los de mi raza. No puedes recriminarte lo acontecido. No todo el mundo está adiestrado para combatir contra divinidades resucitadas.
—Lo malo es que yo tampoco sirvo para repeler a rivales menos fuertes —se obstinó Akabar en autocensurarse—. La guerrera y tú acertáis siempre que me acusáis de ser un comerciante sin luces. Ésta ha sido mi primera aventura donde no podía refugiarme en el flujo razonable y equilibrado de las transacciones comerciales y los itinerarios prefijados, y lo he estropeado todo. Creí que con mi sapiencia gobernaría el universo, y he fracasado. Soy una nulidad.
—Es cierto, amigo mío, que la vida de un trotamundos no se cifra en factores inamovibles como las columnas de un libro de contabilidad. Es algo que no se aprende en los libros, sino experimentando hasta que le toma uno el tranquillo. Y por eso, precisamente, debes darte tiempo. Además, tus intervenciones no han sido tan inútiles. A ti se debe que Dimswart encomendara a Alias la tarea de rastrearme, de tal suerte que conoció a Mist y ahora la bestia colabora en la pugna contra Moander. Pusiste la primera piedra.
—Una pobre recomendación de mi talento.
—En tal caso, anímate pensando que has evitado un envenenamiento colectivo.
—¿Cómo?
—De haber sido yo la cocinera —bromeó Ruskettle con una risa traviesa—, habríamos muerto de indigestión.
Al no reaccionar el humano ante su frívola chanza, la halfling prosiguió con su perorata.
—Lo que trato de inculcarte es la idea de que, antes o después, adquirirás la mentalidad de un aventurero. Entonces sí que serás un personaje con un potencial fabuloso. Quién sabe, quizás hasta nos enseñes algún que otro ardid. Un buen razonamiento puede marcar la diferencia entre el triunfo y la derrota, y ninguno de nosotros se puede comparar a ti en ese campo.
El hechicero no despegó los labios, y Olive comenzó a temer que el combinado de miel le hubiera sentado mal.
—Sea como fuere —declaró, y se encogió de hombros—, me gusta tenerte cerca. Me eres simpático.
Una tenue sonrisa se dibujó en las comisuras del sureño.
—También tú me caes bien —musitó, suspirando—. ¿Te quedan todavía unos sorbos de esa mezcla explosiva?
Mientras Akabar paladeaba y apuraba la bebida, la trovadora le preguntó:
—¿Qué hacemos con él? —Ladeó la cabeza en dirección de los amodorrados reptiles—. Con Dragonbait el «Cocodrilo».
—Saurio, no seas irrespetuosa.
A pesar de su amonestación, el mago entendía cómo se sentía la halfling. Culpable, sin duda. Una cosa era que la mercenaria y él mismo reconocieran la faceta mezquina o egoísta de la mujer-bardo, su tendencia al hurto, y pasaran por alto tales defectos en aras de la unidad del cuarteto. Pero, obviamente, resultaba más difícil de superar que lo observasen a uno en silencio y lo juzgasen según los patrones de conducta de un paladín. Incluso el encantador se azoraba al imaginar qué opinión le merecían al lagarto sus actitudes y continuados errores.
—Saurio —se enmendó la poetisa—. Los hechos cantan: nuestro acompañante nos ha tenido en la ignorancia de cuestiones vitales, y podría escamotear otras bajo la manga.
El humano columbró la aureola azul del tatuaje que palpitaba en el pecho del lagarto. Aunque ella ni siquiera lo intuyese, la artista llegaba tarde para sembrar sospechas en su ánimo respecto al hombre-lagarto. «Desde ayer —recapituló el mago— he reñido con él en dos ocasiones y en ambas he perdido, y al terminar he descubierto que lo único que Dragonbait pretendía era proteger mi miserable pellejo. Algo que constituye uno de sus hábitos comunes». La halfling no andaba desatinada al recalcar que era insólito que un integrante de los Paladines se desplazara junto a nómadas de su cala… carácter, mas quedaba excluido que abrigase intenciones turbias hacia ellos.
—Después de que nos ayude a recuperar a Alias —propuso Olive, ajena al talante pensativo del encantador—, deberíamos hallar el medio de desembarazarnos de ese animal. La guerrera se disgustará: habrá que meterle en la cabeza que es por su bien.
—No —se opuso Akabar—. Si el saurio se muestra reservado, es algo que sólo a él compete. Cada uno cuadra sus propias cuentas.
El turm leyó en los ojos de la poetisa la expresión del negociante que había resuelto, por su propio interés, no extralimitarse en el regateo.
—No discutiré contigo. Y, ahora, no sufras por nada —tranquilizó la enfermera al paciente—. Reposa. Mañana partiremos todos renovados, y esta vez haremos picadillo al dios de las secreciones. Yo me ocuparé del fuego, una labor que me facilitan los cúmulos de materia inflamable que ha dejado el monstruo tras de sí. Amén de que hemos tenido un estío seco, y la madera prende enseguida.
—¿Ruskettle?
—¿Qué deseas, Akash?
—¿Puedes pasarme mis tomos? Debo ponerme manos a la obra y memorizar algunos hechizos. Como tú misma has apuntado, toda ciencia es poca para vencer al adversario. Hasta la mía es necesaria.
Alias volvió en sí en una cámara escasamente alumbrada, en las honduras de la masa vegetal de Moander. En su derredor, las parcelas de mantillo emitían unas mortecinas fosforescencias verdes. El resplandor de su tatuaje era más brillante y puro, así que para examinar la estancia alzó el brazo a guisa de candil, ya que, como constató de inmediato, no lo atenazaban las cadenas vegetales de antes.
La cavidad era redonda y estaba literalmente tapizada de musgo, excepto allí donde chorreaban por sus superficies los riachuelos espontáneos que regaban el humus, dándole luminosidad. La joven hundió los dedos en una de las paredes, y palpó debajo de la esponjosa red un impenetrable entramado de raíces y ramaje. Trató de apartar el estrato superior en varios puntos, mas una inspección previa le demostró que no había fisuras en su jaula. El aire estaba enrarecido a causa de las hojas putrefactas, pero era respirable.
Todavía vestía su armadura y calzones de cuero, pero la capa había comenzado a desintegrarse de un modo notorio, tanto que no podía ni abrocharla. La guerrera había perdido la espada en algún rincón de Yulash y le faltaban, asimismo, dagas y escudo, acaso por haberlos requisado los zarcillos durante su sopor.
«Estoy atrapada como un ratón en el laboratorio de un alquimista —concluyó—. No, más bien como un artefacto mecánico que se avería y se envía al lugar de origen empaquetado en una caja hermética y acolchada». Evocó con estremecimiento lo que el dios había vaticinado que le harían en Westgate: volverían a lavarle el cerebro de toda reminiscencia del pasado y anularían su capacidad volitiva.
Un amago de rebelión la impulsó a lanzar un gruñido desafiante, aunque hubo de claudicar ante la evidencia. ¿Qué podía hacerse contra una divinidad? ¿Escupirle en el ojo mientras te aplastaba?
Hubo unas vibraciones en la pared de enfrente. Cayeron al suelo terrones de moho adosados a ella, y una manaza con la palma hacia arriba irrumpió en el recinto. Exhibía un trenzado —similar al del mimbre—, de miembros arbóreos. En el centro de esta palma, un globo de luz encerraba remolinos grises y albos. Alias imaginó que era un ojo, y su impulso fue recular para eludir el escrutinio.
El disco, sin previo aviso, se puso a hablar. Su voz era una fusión de otras dos: una atiplada, casi de soprano, y la otra de barítono. Sintetizaban la esencia sonora de Moander.
La muchacha equiparó las nubes plomizas y blancas del globo de luz a las que habían velado los ojos de Akabar al poseerlo el dios. ¿Era aquélla la verdadera faz del ente?
—¿Apetito? —preguntó la voz de doble timbre, aflautado y grave—. Come.
Se descascaró el muro herboso en otro punto, y un par de vástagos introdujeron el escudo de la mercenaria con media docena de manzanas de la estación estival y un jabalí lechal entero, sin guisar.
Alias respiró hondo para calmar sus nervios y avanzó hacia la fuente de manjares. El agujero por el que ésta había entrado en escena se había sellado ya del todo bajo el entretejido. Pese a la inmediata puesta en funcionamiento de sus glándulas salivares, la cautiva aguardó hasta que los tentáculos retráctiles se hubieron esfumado para asir uno de los frutos. Rechazó la carne cruda con un gesto. El animal parecía haber sido sacrificado mediante un cruel estrangulamiento.
La muchacha se acercó de nuevo a la mano, y mordió la pieza que había elegido. Sin esperar respuesta, preguntó a la bola refulgente:
—¿Cuánto tiempo he estado dormida?
—Un día —anunció el objeto, palpitando al ritmo de las palabras—. Vamos lentos. Bosque más frondoso que antes.
—¿Y eso te crea un conflicto? ¡Vaya un dios estás hecho! —se mofó la espadachina.
—Mucho gasto de energía —replicó la criatura—. Debo economizarla. Podría volar o teleportarme, pero me daña. Encontraré más poder en Myth Drannor. Hasta entonces, iremos despacio.
—Percibo que tu fluidez verbal no es la misma sin el hechicero —dijo la joven con mordacidad—. ¿Dónde está?
—Muerto. Mira.
Volvió a abrirse el anterior boquete, y tiraron dentro de la cámara unos huesos descoyuntados. La humana dejó caer la manzana. El esqueleto se desvaneció bajo el suelo.
—¿Y los demás? —logró articular la mercenaria.
—Todos muertos.
—¡Oh, dioses! —se desesperó Alias, e hincó ambas rodillas en tierra.
—Sólo hay uno. Yo —le recordó Moander—. Tengo una oferta.
La prisionera cruzó los brazos delante del pecho y apoyó las manos en sus hombros.
—Si asesinas a tus otros amos —propuso el contradictorio acento—, se erosionarán sus símbolos y trabajarás sólo para mí.
—Lo que habría de hacer es exterminaros a todos —rugió desafiante la mercenaria.
—Sin mí, no vivirás. Además, no puedes matarme. Lo has intentado y has fallado. Recapacita: te ayudaré.
—¡Vete al infierno!
—Mi morada se llama Abismo, no infierno. Prefiero estar aquí.
La guerrera se echó a reír ante tan pueril propuesta.
—¿Por qué habría de contribuir a que me monopolices?
—Ahora eres la muñeca de muchos. Mejor ser la sierva de uno. Sírveme y te recompensaré: riqueza, libertad.
La aventurera se llevó las manos a los oídos para no oír más la voz del abominable. Las yemas de sus dedos rozaron el pasador de su cabello, adornado con un águila. Aunque tenía fango incrustado, la aguja argéntea se desajustó sin romperse.
—Piensa. Más libertad tú que cualquiera. Sé mi primera sacerdotisa, mi… —El ente se interrumpió de manera abrupta. Las paredes de la estancia crujían y toda ella se balanceaba—. Volveré. Medita en mi oferta.
La leñosa palma retrocedió, presta a ser embebida. «Alguien ataca al monstruo», dedujo Alias. Durante unos pocos segundos, reflexionó sobre la aseveración de Moander de que sin «amo» ella sucumbiría. Su conclusión fue que no importaba. Pese a las promesas de la aberración, sabía que jamás sería libre mientras aquel ser viviera, y deambular a su albedrío era lo único que ansiaba. Más valía ser un cadáver que una esclava.
Las probabilidades de éxito eran mínimas, pero, tras su frustrante inactividad en la última contienda, no podía dejar escapar su oportunidad. Sin vacilaciones, ensartó la aguja del cabello en la esfera.
El disco abrasaba como una hoguera, y socarró los dedos de la agresora. Cuando los retiró, la extremidad del enemigo yacía, inmóvil, en una alfombra de líquenes.
Un estridente alarido atronó la cueva, sucedido por unos zumbidos. El bamboleo degeneró en los bandazos propios de un velero en una tempestad. Alias, su escudo, las frutas y el jabalí salieron despedidos hacia las cuatro esquinas. La mujer se recogió en un ovillo y se apuntaló entre el suelo y la mano inerte.
«Escupe en el ojo a un dios —se repitió, a la par que se lamía las quemaduras—, y quizá redunde en tu favor». Los fulgores del légamo se atenuaron hasta extinguirse, y la guerrera quedó sin más compañía que los centelleos azul zafiro de sus malhadados estigmas.
—Presiento que está al corriente de nuestra llegada —pronosticó Akabar.
El lagarto, sentado delante del mago en el lomo de la hembra de dragón, mostró su acuerdo mediante uno de sus maullidos. A horcajadas muy cerca de él, el turm olió una vaharada de pan recién horneado. Ahora que lo habían esclarecido acerca de los medios de comunicación del saurio, le sería más sencillo interpretar los estallidos emocionales más notorios. En efecto, Dragonbait tenía que vociferar por sus poros para que un humano pudiera discernir sus estados de ánimo. El hechicero empezaba a establecer una relación elemental entre aromas y sentimientos. Se reprochó no haber reparado antes y, en definitiva, no haber sido capaz de figurarse tantas otras cosas y remediar algunas. «No hago nada a derechas», se criticó severamente.
El lagarto los había despertado a todos antes del alba. Si con anterioridad actuaba servilmente como un bufón, la crisis lo había transformado en un sargento mayor. Primero sanó las llagas de la cabeza de Akabar. Éste notó la misma fragancia de madera ahumada que los había envuelto la última vez que Dragonbait lo había curado.
—Es el perfume de tus oraciones para reinstaurar la salud, ¿no? —preguntó el turm.
El hombre-lagarto asintió, y le dio un amistoso apretón en el hombro. Con firme mirada, urgió al encantador a estudiar sus sortilegios estirando sus garras hacia los volúmenes que acarreaba. Luego propinó unas suaves palmadas a Olive a fin de instarla a empaquetar sus magras posesiones, mientras él se afanaba en recomponer las articulaciones del ala de Mist para que pudiera alzar vuelo. En último término, hizo una mágica sutura en el tajo abierto en su muslo por la daga de Akabar.
El hechicero contempló con sensación de culpabilidad las operaciones del paladín: culpabilidad por ser el causante directo, y también por distraerse del quehacer que le habían asignado para ver el prodigio. Dragonbait evolucionaba a la luz del cristal de orientación que había pertenecido a Alias. Apenas se distinguían los destellos de sus manos al restituir la tersura a sus tejidos, mas el mago se resistía a perderse el espectáculo.
Mientras cabalgaban al Dragón Rojo rumbo al campo de batalla, el saurio sostenía la piedra en el regazo a pesar de que el sol ya brillaba en lo alto. Se había confeccionado un faldón de retales, y una de las capas de Alias lo aislaba del viento, aunque llevaba el torso desnudo con su tatuaje expuesto a la observación del mundo.
Akabar llevaba, en sustitución de su indumentaria, una de las camisolas del lagarto y un sayo elaborado por la halfling a partir de su propia ropa de abrigo. Ruskettle, por su parte, arropada en una capa de un vivo color amarillo y acomodada en la cabeza de Mist, parecía un llamativo yelmo.
Al dar Olive la voz de alarma, tras avistar a la abominación, ésta se encontraba en el corazón del Bosque de los Elfos y hacía limitados progresos en la espesura, pero había aumentado notablemente de tamaño. La amalgama de desechos que había explotado en el estercolero de Yulash medía ahora más de veinte metros de altura, y se alzaba como una colina que sobrepasaba a todos los árboles, incluidos los viejos y nudosos robles y los no menos añosos arces.
Su contextura también había cambiado. No había ya despojos humanos en las prominencias. En su lugar, troncos hechos astillas y arbustos apelotonados conferían solidez al montículo. Perduraba el manto pegajoso, pero lo que rezumaba era savia procedente de la exudación del material que se había ido incorporando.
La montaña errante debió de percatarse de que la seguían en el momento mismo en que el cuarteto asomó en el horizonte, pues aceleró la marcha.
Mist trazó círculos a una prudente distancia. La faceta delantera de la inmundicia se afilaba en un ángulo, que le permitía arar el terreno para forjarse un camino.
Al volar el grupo hacia su rival, brotó del interior del cerro una arboleda de especímenes de oscuras cortezas, atenazados en larguísimas ramas trepadoras. La divinidad recurría a las tretas de siempre, sólo que en esta ocasión reemplazó a los cadáveres por arces de quince metros a modo de saetas.
Las mayores dimensiones de los proyectiles y la reiteración de la asechanza facilitaron a Mist el rechazo de la acometida. Los árboles catapultados se desplomaron en el tupido bosque, derribando a sus congéneres y abriendo zanjas allí donde se estrellaban.
—¿Hay indicios de Alias? —indagó Akabar.
El hombre-lagarto meneó la cabeza, confirmando las suposiciones del mago. La guerrera estaba inmersa en la maraña, a buen recaudo.
El dragón persistía en planear sobre Moander sin arremeter contra él. Éste disparó una andanada de sus gigantescas flechas; Mist las esquivó una vez más, hasta que una especialmente grande pasó a centímetros de sus fauces. Se detuvo entonces, como asustado, y bajó en picado. El dios lo perdió de vista tras la cerrada vegetación.
Moander rió con la arrogancia que correspondía a su rango divino. Le habría contado a su prisionera los pormenores del fallido ataque de sus amigos de no haberse pavoneado antes de su matanza, lo que imposibilitaba nuevos alardes. Algunos de sus ojos enfocaron el paraje donde el reptil rojo había caído, mientras reanudaba viaje hacia el sur. Lo aguardaban Myth Drannor y los poderes que éste atesoraba.
Dragonbait fue a ocupar el puesto de la halfling sobre el cráneo de la hembra, y mantuvo al grupo a la espera durante unos quince minutos en el claro en el que el dragón había aterrizado. Después de calcular el trecho que los separaba del pervertido monstruo, dio por fin la señal de partida. Mist se alzó y, tras sobrevolar el bosque a ras de los árboles, hizo un rodeo para alcanzar la senda que había abierto Moander. Fue en este espacio franco en el que renovó su embestida, ahora desde la retaguardia.
—Tendrán que llamar a esta senda la Calzada de Moander —gritó Olive al mago, ahora su vecino en la grupa, después de evaluar la devastación.
El encantador asintió en silencio, sobrecogido ante el estropicio. El amasijo, por lo visto, ya no necesitaba engordar, pues desarraigaba los ejemplares más voluminosos y, tras hacerlos a un lado, los dejaba morir medio sepultados bajo los terrones que también removía.
El dragón se concentró en el objetivo, sin dejarse conmover por la profanación del Bosque de los Elfos. Mantuvo la mirada al frente, ignorando la destructora estela del suelo y los troncos talados brutalmente a sus flancos.
El mago entornó los párpados. Trató de desentenderse del ruidoso batir de alas de la hembra, del vaivén de su ingente cuerpo al desplazar el aire, del ímpetu de las ráfagas que azotaban su propio rostro. Debía poner todo su empeño en invocar sus conjuros.
Ruskettle le dio un codazo y extendió el índice. Akabar abrió los ojos, y advirtió que estaban a menos de una veintena de metros de Moander. No salieron proyectiles de arces del parapeto herbáceo. Aquella paz denotaba que el dios no se había dado cuenta de su acecho, lo cual, junto a la visión de las cortezas apiladas en el abultado perímetro de enredaderas, arrancó una sonrisa del turm. La madera era la idónea para sus planes, y el sortilegio estaba preparado: sólo faltaban las indicaciones de Dragonbait.
El lagarto agitó la garra según habían convenido y Mist se cernió sobre la colina en movimiento, exhalando al mismo tiempo un torrente ígneo. Como el puñal de un sicario, las llamas incendiaron el tapiz de verdor allí donde, de haberla tenido, se hallaría la columna vertebral de la criatura. Ésta aulló en el instante en que el turm desencadenaba su maleficio pirotécnico. Los ríos encarnados de la respiración del dragón se ramificaron en cascadas de ricos amarillos, en afluentes que se vertían en espirales anaranjadas y volvían a entrelazarse en una amplia gama de azules. Al metamorfosear la magia del humano la bocanada en fuegos de artificio, las irradiaciones del hechizo aspiraron las puntas incandescentes más próximas a las fauces y guiaron el fuego hasta las entrañas de la aberrante mole.
Nacieron sin demora nuevos brotes en la zona chamuscada, pero Mist todavía no había concluido. Tan pronto como hubo sobrevolado la cima de la falsa montaña, hizo un alto y viró hasta quedar boca abajo, en una pirueta que forzó a sus pasajeros a aferrar lo que tenían más a mano. A continuación se deslizó sobre la sección trasera de la divinidad itinerante, y soltó otra llamarada contra la abertura que había practicado en el asedio previo.
Aunque el estómago se le subió a la garganta durante la voltereta, Akabar no se desquició tanto como para descentrarse. Apuntó y lanzó su también fogosa aportación contra el adversario.
Moander ardía por todos los costados. Su caparazón, ahora configurado en su mayor parte por la multitud de matorrales y follajes cosechados, y ya no por desperdicios o cieno, se encendió con virulencia. Ruskettle y el humano divisaron columnas de humo que se abrían paso hacia el aire libre entre la trama externa de árboles y zarcillos, columnas provenientes de llamas originadas en las profundidades del monstruoso ser.
En su prisión de plantas, Alias sintió que se cargaba la atmósfera. Las paredes empezaron a derramar unas lágrimas espesas y ocres a través del musgo. Intentó ponerse en pie, pero un súbito desplazamiento lateral de la cámara la arrojó al suelo. Se diría que Moander quería trasladar su calabozo.
El dios paró en su trayectoria y se aplanó, en un esfuerzo para aglutinar lechos frescos en su entidad y, quizá, para sofocar el incendio. Sin embargo, tal como la halfling había hecho notar la víspera a Akabar, el bosque estaba reseco. Todo cuanto tragaba el ente alimentaba la hoguera. Y, en lo referente a los arces, tenían merecido renombre por la calidad combustible de sus resinas.
La abominación trató también de contener la conflagración creando una grieta en su cuerpo, partiéndose en dos y dejando atrás la mitad de su masa. Fue inútil: los estragos de las brasas eran irreparables. La fogata se había extendido a los cuatro confines y no había escapatoria. La compacta pira se onduló en el contorno del segmentado montículo que seguía avanzando y, como si la azuzasen desde dentro, se incrementaron su altura y la intensidad de las lenguas candentes.
Mist había reculado y sobrevolaba en lo alto para evadirse de cualquier contrataque, pero, al ver que éste no tenía visos de suscitarse, hizo un atrevido rizo con la intención de infligir el golpe final. Akabar notó que el pecho reptiliano se hinchaba al inhalar una sustancial dosis de oxígeno.
Pero, antes de que la hembra acertara a expeler sus llamas, la cumbre de Moander saltó como el corcho de una botella. Pillado por sorpresa, desprevenido ante la nueva modalidad de agresión, el enorme dragón se paralizó. Una vaina que duplicaba a éste en tamaño, pero que no era ni un décimo de la mole del dios, surgió de la colina. Tenía forma de huevo, y desalojó todos los impedimentos que encontró en su vertical carrera. Ya en el cenit, el proyectil se enderezó, fijó rumbo al sureste y partió a una velocidad que difuminaba sus líneas.
—Apuesto un león de oro, o un buen almuerzo, a que nuestra mujer viaja en esa nave —adivinó Olive.
—Acompañada por la conciencia, o lo que quiera que ejerza tales funciones, de Moander —apostilló el mago.
Espoleado por Dragonbait, Mist persiguió a la extraña vaina.
Tras ellos, en tierra, el horno crematorio que unos minutos antes había sido la versión terrenal del dios se consumió en una humareda negruzca lo bastante alta para ser distinguida desde el Valle de las Sombras, Hillsfar y Yulash.
La colosal hembra se dedicó con ahínco a la tarea de dar alcance al prófugo. Mientras aleteaba, el mago pronunció las discordes sílabas de un encantamiento y apretó las manos contra las escamas de su montura. Unas ondas magnéticas fluyeron de sus dedos al gran reptil, ondas que transmitían energía.
Mist aceleró hasta lo inconcebible. Sus alas batían el aire, gráciles y ligeras como las de un pájaro. El paisaje perdió nitidez, y la distancia que mediaba entre el cuarteto y su presa disminuyó rápidamente.
—¿Qué has hecho? —indagó la trovadora, con la voz entrecortada por la ventolera.
—Formular el ensalmo de la prisa —explicó el nativo de Turmish—. Con los humanos no debe abusarse, ya que los envejece un año. Mas a esta criatura se lo puedo aplicar sin remordimientos. Suele dormir aun más después de una comida suculenta.
Moander volvió a conferenciar con Alias, pero usando tan sólo la voz de bajo e imponiéndose sin demasiada fortuna a un molesto e ininteligible barboteo de fondo.
—Volamos —inició la charla—. Vitalidad menguada. Hay que huir. —Un parloteo inarticulado cortó el comunicado, hasta que de nuevo prevaleció el timbre de barítono—. Todo a punto para el transporte. Mercancía dañada.
A la mujer se le antojó que el telegráfico colofón bien podría haber sido vocalizado por Akabar, lo que la llevó a pensar que alguna fracción de la mente del mago debía de haberse inmiscuido en la de su aprehensor, y no sólo a la inversa. Quizás el espíritu de su amigo le avisaba a fin de que adoptara medidas de seguridad. En cualquier caso, el creciente deterioro en los canales verbales de Moander fue un rayo de esperanza. El monstruo tenía complicaciones. Quizá lo habría asaltado un ejército, o una horda de bandidos bien organizados.
El redondel que constituían las paredes de su celda se estrechó. Se perfilaron decenas de bocas en el mantillo, y la mercenaria temió que la divinidad optara por devorarla antes que verla rescatada. Pero cuando las superficies porosas excretaron unos hilos apelmazados y finos, como de seda, comprendió que le estaban tejiendo un capullo.
De manera instintiva, por miedo a la asfixia, trató de desgajar las hebras. ¿Hallarían sus «amos» el medio de restituirla a la vida? En cualquier caso, la fibrosa tela no tardó en ganarle la partida. Momificada de pies a cabeza, la mercenaria hubo de conformarse con su suerte. Llegaba a sus pulmones un aire cargado que atravesaba apenas su envoltura y le producía la impresión de haber sido enterrada viva.
La vaina oviforme se estiró hasta asemejarse a una semilla de calabaza magnificada. Despegó, y surcó el cielo. Un centenar de ojos se asomaron a su canto para vigilar al dragón. Moander había repartido sus fuerzas con sumo celo. Pero, o el dios erraba en sus cálculos, o los dragones habían mejorado su velocidad de vuelo durante sus años de reclusión. La criatura resucitada sopesó las alternativas. El sistema más adecuado, y también el más costoso, radicaba en la magia.
Estaban aún lejos de las ruinas de Myth Drannor, lo que no obstaba para que el dios oyera una sirena que proclamaba el poder durmiente de la ciudad, un himno que resonaba más allá de los edificios derruidos y las mansiones malogradas por la guerra. Con sus divinas aptitudes, el ente, cual un sifón al revés, comenzó a succionar las pululantes fuentes arcanas del reino elfo.
Las energías que obtenía las canalizaba hacia el sortilegio que ensayaba. En el extremo delantero de la vaina apareció un halo purpúreo que, poco a poco, fue rodeando toda la nave como una neblina.
Mist, el Dragón Rojo, estaba lo bastante cerca para que sus jinetes atisbaran la refulgencia en la cual se enmarcaba el vehículo de Alias. Akabar se afanaba en definir qué era. ¿Un artefacto protector? ¿O…?
No terminó sus disquisiciones porque, al cubrir la brumosa aureola toda la silueta de la semilla, ésta comenzó a encogerse. Igual que si la hubieran sometido a los trucos de un prestidigitador callejero, no quedó nada dentro de la capa bermeja en la que se había refugiado Moander, nada que le impidiera doblarse sobre sí misma y desaparecer.
El mago soltó una maldición y aclaró a su vecina:
—Eso es una puerta entre los planos de existencia.
Olive lo miró con los ojos muy abiertos.
—Tenemos que detenernos —insistió el hombre—. Si cruzamos esa nube, podemos precipitarnos en cualquier sima.
Poetisa y mago golpearon al unísono los flancos del gigante alado para captar su atención. Cuando él giró el cuello, imitaron el gesto de tirar de las riendas de un caballo al que se impone una pausa.
Mist se giró de nuevo hacia adelante. Dragonbait, sentado entre las orejas, observó brevemente a sus compañeros, que lo urgían a frenar al coloso. El saurio rehusó obedecer. Se encorvó sobre la frente del otro reptil e hizo unos aspavientos que los de la grupa no pudieron ver. Al sentarse de nuevo en la atalaya, blandía el cristal de orientación encima del cráneo.
A toda prisa, el Dragón Rojo enfiló una corriente hacia la bruma púrpura instalada en el Bosque de los Elfos y la penetró. Igual que su predecesor, los expedicionarios se disiparon en el vacío. Murieron los gritos espantados de Olive y del turm, y la nubecilla perdió también su materialidad. Lo hizo despacio, como reacia a fundirse sin dejar rastro.