17
Desayuno en el Valle de las Sombras.
La ruta del norte
—Hoy, para variar, gano yo —murmuró Alias, mientras descorría las cortinas y dejaba que entrase la luz solar en la alcoba.
Dragonbait, hecho un ovillo junto a la chimenea, dormitaba. Alias se había despertado antes que él, lo que era un triunfo. Claro que el lagarto había trasnochado la víspera a fin de vigilar a Olive, y había caminado, no cabalgado, desde Cormyr.
«Debe de necesitar un buen descanso, más que ninguno de nosotros. Y también es el que más lo merece». Pese a hacerse estas consideraciones, la mujer no pudo por menos que preguntarse maliciosamente cómo reaccionaría cuando se levantase si ella hubiera partido.
La noche anterior, al volver la espadachina a La Calavera Vetusta, Dragonbait estaba de guardia cerca de la puerta de la posada, dividido entre el deber moral de observar a la halfling y el ansia de salir al encuentro de la humana. Esta última se brindó a quedarse en la taberna con Ruskettle para que pudiera retirarse, pero el lagarto rehusó. Alias, exhausta de sus marchas forzadas y con el tobillo dolorido a causa de su incursión en las tinieblas, aceptó de buen grado la galantería y se acostó. No tenía idea de a qué hora había subido el hombre-lagarto al aposento.
Se sintió un poco culpable. Fue de puntillas hasta donde había dejado la ropa, y se vistió. Un nuevo aguijonazo sacudió su conciencia al sentarse en el lecho para calzarse las botas. Dragonbait siempre reposaba en el suelo. Ni siquiera se le había ocurrido proporcionarle una habitación individual; asumió de antemano que quería permanecer a su lado. Al menos, podría haber pedido un camastro supletorio.
—Te recompensaré. No sé cómo, pero lo haré —prometió la mujer al durmiente, antes de cruzar sigilosa el umbral y, con igual celo, cerrar la puerta.
La sala comunitaria estaba vacía cuando Alias bajó la escalera, si bien Jhaele asomó la cabeza desde la cocina a fin de darle los buenos días e inquirir si había tenido sueños felices.
—¡Ya lo creo! —aseguró la joven a la hospedera—. ¿Podrías quizá decirme dónde se han metido mis amigos?
—¿Has probado en sus dormitorios? Deben de estar aún descansando.
—Pues no, no lo he hecho. Di por cierto que todos se hallaban en plena actividad.
Jhaele meneó la cabeza negativamente.
—La trovadora Ruskettle no se recogió hasta la madrugada, y bebió una dosis nada despreciable de «soporífero embotellado». El señor Akash pasó toda la noche fuera: ha regresado después del alba. Algo similar puede afirmarse de la criatura escamosa. Estuvo sentada al calor del hogar, al amanecer se deslizó escaleras arriba y, al cabo de un minuto, se ausentó para reaparecer, una hora más tarde, con el caballero.
Alias ordenó el desayuno y tomó asiento ante una de las mesas. Echó un vistazo a la estancia, con el ánimo entristecido. Todo le era aquí en extremo familiar —excepto el nuevo señor, Mourngrym, y el escurridizo Elminster—, y le dolía que nadie la recordase. Había llegado a la conclusión de que este contratiempo formaba parte del maleficio. Además de sumirla a ella misma en el olvido, las marcas azules la borraban de la memoria de los otros. Ambas condiciones derivaban de un único encantamiento.
Akabar se dibujó en el rellano en el momento en que Jhaele traía una fuente cargada de tortitas de pasta de barquillo, miel, jamón, frutas y té.
—Prepararé otra ración —propuso la posadera.
La muchacha asintió y dispuso una silla para su acompañante.
—Tengo entendido que tu entrevista con el sabio te ha obligado a pernoctar en el exterior —saludó al turm—. ¿Cómo fue?
—Como suelen ir estas cosas —respondió el mago enigmático, con una frágil sonrisa.
—¿Y bien? —apremió ella—. ¡Vamos, me tienes sobre ascuas! ¿Qué te contó?
—¿Contó? —repitió el otro como si fuera el eco.
El tono y la actitud del hombre suscitaron el resquemor de la guerrera.
—¿Fue acaso algo tremebundo? —susurró, una vez que Jhaele hubo distribuido un servicio de mesa y manjares para Akabar.
El hechicero movió, desazonado, la cabeza.
—Me entretuvo media noche en la antesala, y salí de allí sin más datos que los que nos suministró Dimswart en Suzail.
—¿Te mencionó los amoríos entre Zrie Prakis y Cassana?
El encantador emitió un sonido evasivo, y procedió a bañar sus tortas con miel.
—¿Lo hizo o no? —insistió Alias, y le quitó el tarro del dorado aditamento.
—Hizo ¿qué? —gruñó Akabar, haciendo gala de una apatía fingida.
—Hablarte del idilio de Prakis y la maga Cassana.
—No —contestó el nativo de Turmish escuetamente, y se atiborró la boca de alimento a fin de darse un intervalo para pensar.
¿Qué iba a hacer? Hasta ahora no había faltado a la verdad: había aguardado en la sala de espera del erudito durante casi todas las horas nocturnas, no había averiguado ninguna novedad, y Elminster no le había hablado de ninguna relación amorosa. Sin embargo, no podría desenvolverse mucho tiempo en el terreno de la ambigüedad. O bien admitía su fracaso, o bien mentía de forma descarada.
Había supuesto que, cuando llegase el momento, adoptaría uno u otro curso de acción con facilidad, pero no fue así. No había sido un protector muy eficiente; al revés, fue Alias quien tuvo que rescatarlo a él del kalmari. Y, en cuanto a su función de recopilar detalles importantes sobre el tatuaje, era como para dimitir. No obstante, el orgullo le impedía confesar su inutilidad.
Sorprendentemente, la alternativa de refugiarse en el embuste no le resultaba más fácil. En sus transacciones como mercader, Akabar era capaz de tergiversar un hecho comprobable con una maestría ante la que la mismísima Olive Ruskettle habría palidecido de envidia, mas este don no se extendía a engañar a las mujeres. Tampoco pudo nunca embaucar a sus esposas, aunque ello habría redundado en disputas privadas menos tumultuosas.
—¿Qué idilio es ése? —interfirió una voz estridente. La halfling escaló la pata de una banqueta y, ya instalada, degustó una de las fresas de la mercenaria.
—Según parece —explicó Alias—, Cassana y Prakis tuvieron relaciones amorosas antes del duelo en el que pereció el hechicero.
—¡Ah! No puede negarse que los humanos sois fascinantes. ¿Se suicidó luego ella, acosada por los remordimientos, lanzándose desde un acantilado? —indagó Olive, a la par que robaba un tenedor a la joven y engullía un sustancial bocado de torta.
—No —aclaró la luchadora—. Pero conservó su esqueleto en la cabecera del lecho, como una reliquia.
—Muy teatral —barbotó la halfling mientras masticaba.
—Estoy de acuerdo. Lo que no acabo de comprender es que Elminster no dijera una palabra al respecto. Aquí en el norte es una historia muy popular; incluso se ha escrito una ópera con ese argumento.
—Quizás el sabio no sea amante del género lírico —insinuó el turm antes de, sin dilación, llenarse la boca otra vez.
—No seré yo quien se lo recrimine —intervino la mujer-bardo—. He oído rumores de que en la sala se cometen crímenes atroces sin que nadie se entere, porque, en el escenario, los artistas cantan con toda la potencia de sus pulmones.
—En cualquier caso, no veo cómo puede ayudarnos el relato de las desventuras de esa pareja —apuntó Akabar.
—Ni yo tampoco —convino la aventurera—. Sólo quería demostrarte que no eres el único capacitado para obtener información. También yo reúno fragmentos de un lado y otro.
Herido en su amor propio por la triquiñuela de la espadachina, y envalentonado por la presencia de la poetisa, el mago hizo acopio de fuerzas para inventar una plática con Elminster.
—No he conseguido del célebre erudito otro material que el básico, el que ya conocemos. Podría ser que consultara los mismos tomos que Dimswart. Ignoraba asimismo la procedencia del último símbolo. En conclusión, que el hombre ha sido sobrestimado. Su fama se debe sin duda a victorias de un pasado remoto. Confío en que, cuando yo mismo esté igual de decrépito y senil, haya legado a mis hijas un próspero negocio y no tenga que recurrir a timar a los viajeros incautos.
—¿Decrépito y senil? —repitió incrédula Alias. Mourngrym lo había descrito como el estudioso más sapiente de los Reinos. Quizás el noble no era tan exigente como las gentes de Cormyr, mas la guerrera había concebido una extraña idea y necesitaba corroborarla—. ¿Qué aspecto tenía?
—El de una araña —improvisó el natural de Turmish, estirando el talle hacia la mesa y bajando el volumen de voz—. Habían de trasladarlo de un aposento a otro. Sus manos, apergaminadas, aparecían tiesas como garrotes, tanto que no podía valerse por sí mismo. Durante mi visita le dio de comer su criado, un cuadro de lo más desagradable.
La mercenaria analizó la narración de su amigo mientras sorbía el té. Había sospechado que el pastor de sus recientes peripecias era Elminster, aunque él no contribuyó a que fructificara tal pensamiento. Las personas renombradas y poderosas solían disfrazarse de plebeyos en sus desplazamientos de incógnito, al menos en canciones y poemas. Mas si el sabio estaba físicamente impedido, su pastor debía de ser lo que aparentaba.
Eso no significaba que fuera a desdeñar los consejos del viejo ni que otorgara menor valor a su piedra de orientación, escondida en el doblez superior de la bota. Al contrario, le infundía tranquilidad saber que era sólo un anciano sensato. De haberse interesado en sus baladas el mismo erudito, habría colegido que estaba en un atolladero por encima de sus posibilidades.
Jhaele se presentó con otra bandeja de exquisiteces y repartió el contenido en la mesa.
—Pásame las fresas —solicitó Olive.
La voraz trovadora volcó el cuenco de fruta sobre un pastelillo todavía tibio y, ya vacío, se lo entregó a Akabar, quien lo puso aparte distraídamente. El hechicero contenía la respiración, temeroso de que Alias hiciera alguna observación relativa a Elminster, y la hospedera, al oírla, la contradijera y desmintiese así sus palabras.
—He de hacer algunas compras —anunció la mercenaria, y apuró la infusión—. ¿Te importunaría mucho ocuparte de las vituallas? —pidió al turm.
—Será un placer —accedió él, e imprimió en sus labios una sonrisa forzada.
Aquello era lo único que hacía bien últimamente, al menos a su propio juicio: adquirir avíos a otros tenderos como él.
La luchadora se irguió y fue a llamar a la puerta de la cocina. Jhaele le dio un desayuno más.
—Se lo llevaré a Dragonbait —declaró la mujer, vuelta hacia sus compañeros.
—¿Está enfermo? —preguntó Ruskettle.
—No. He decidido servirle yo porque, de vez en cuando, es muy sano invertir los papeles.
Esmerándose en no parecer demasiado anhelante, el mago indagó:
—¿A qué hora partiremos?
Cuanto antes abandonaran el Valle de las Sombras, menor sería el riesgo de que su patraña sobre Elminster saliera a la luz. Además, una vez en ruta le resultaría más sencillo espiar al hombre-lagarto.
—Calculo que dentro de un par de horas. Hay una parada de postas a unos quince kilómetros, y me gustaría alcanzarla antes del crepúsculo.
—¿Puedo colaborar yo también? —se prestó Olive con su habitual naturalidad.
—Sí, procurando no meterte en líos —sugirió Alias.
—No me costará nada complacerte —musitó la halfling, e hizo una formal reverencia.
Dragonbait seguía aletargado al entrar la muchacha en el aposento. Ésta le colocó la comida delante de su hocico, y el animal inhaló y abrió los ojos.
—¿Tienes hambre, dormilón?
El reptil se sentó sonriente. La capa resbaló de sus hombros al partir un dulce de barquillo con objeto de saborearlo, y un intenso olor a limones impregnó la estancia. «¿No estamos demasiado al norte para que florezcan los limoneros?», se asombró la espadachina.
Empezó a organizar su hatillo. Su blusón de lana turquesa estaba extendido en el respaldo de una butaca. La víspera lo había salpicado el fango en su torpe caída, y ahora estaba misteriosamente lavado y seco. La joven lo cogió y, con él en las manos, se situó frente a Dragonbait.
—No debes realizar este tipo de tareas.
El lagarto ladeó la cabeza y emitió uno de sus quedos maullidos.
—No me mires con esa cara de bobalicón, como si estuvieras en el limbo —lo amonestó la aventurera—. A Olive puedes tomarle el pelo, pero a mí no. Sé que captas de sobra cuanto decimos. Quiero que interrumpas esa rutina servil. No eres mi mozo de cámara, sino un colega de aventuras. Que sea perezosa en el cuidado de mi ropa no significa que hayas de mimarme y fomentar tales vicios. Me he hecho una idea muy precisa de tus valores: no te esfuerces en probármelos a cada instante. ¿Ha quedado claro?
El mestizo fijó sus ojos amarillos, sin párpados, en los de su dama, e hizo una señal de asentimiento.
—Magnífico. Termina pronto de desayunar: nos marcharemos enseguida. Dentro de unos minutos iré a la forja para que afilen mi espada. Tú puedes hacer lo mismo, si lo deseas.
Movida por un repentino deseo de hallarse en campo abierto, la mercenaria hizo su equipaje con toda premura. También el reptil dio rápida cuenta del almuerzo, en el tiempo que ella tardó en copiar la letra de la oda al Obelisco para que Jhaele se la diera de su parte al flautista.
Nadie en la ciudad consintió en cobrarles servicios ni artículos. Mourngrym había proclamado en el pregón del día que sus facturas debían ser pagadas con el erario público. Alias se alegró de no haber asignado encargos de aquella índole a la halfling, quien podría haberse provisto de las cosas más insospechadas con cargo al tesoro municipal. Para ella misma, la guerrera eligió una daga y un escudo nuevos en la herrería donde habían de afilar su espada.
Dragonbait se mostró reacio llegado su turno de poner la estrafalaria arma de punta de diamante en manos del artesano, si bien se serenó al fijarse en la delicadeza con que la manipulaba.
Dejaron el burgo cuando faltaban cuatro horas para el ocaso. Algunas familias acudieron a despedirlos a los lindes de la calzada, pero la muchacha no vislumbró entre los lugareños a su pastor de cabras.
En las siguientes jornadas reinó un clima benigno, cálido y despejado, y no entorpecieron el avance del grupo enfrentamientos fuera de lo común. Un troll especialmente inepto atacó a Dragonbait mientras hacía de centinela la segunda noche después de su partida del Valle de las Sombras, mas cuando despertaron sus acompañantes el asaltante se estaba asando en la fogata. Al día siguiente perdieron cierto tiempo en el Bosque de los Elfos, ocultos en la molesta estrechez de una cueva mohosa, para dar esquinazo a una cuadrilla de orcos.
Su estancia en la localidad de Voonlar hubo de acortarse de improviso cuando la bolsa de uno de los agentes del alguacil apareció en la alcoba de Olive. En lugar de arrestarlos, el damnificado aceptó un acto de disculpa acompañado de la devolución de una cantidad de oro que, a decir verdad, triplicaba la que habría cabido en su saquillo. También hubieron de comprometerse a dejar de inmediato la población. Alias estaba decidida a estrangular a la halfling, pero ésta hizo un tan elocuente y apasionado alegato de inocencia que la guerrera le creyó.
Era algo más que la privación de una noche entre sábanas limpias lo que preocupaba a la mercenaria. Se rumoreaba que había guerra en el este, y no tenía ni siquiera tiempo para confirmarlo.
Acamparon en los arrabales del burgo y, después de amanecer, reanudaron la marcha hacia Yulash. En dos momentos consecutivos de la jornada la sombra de un animal volador de respetables dimensiones cruzó el disco solar, causando el pánico entre los caballos y haciéndolos encabritar.
Alias asistió a ambos percances sin alterarse. Tenía la impresión de que «ellos», quienes la embrujaron al insertarle las marcas, habían desistido. Habían cesado de acosarla los sueños perturbadores, los monstruos gigantescos y los asesinos enlutados. Estaba convencida de que el kalmari del desfiladero había sido su última carta. «He trascendido las fronteras de su ámbito de influencia —concluyó—. Sólo queda Moander, y ha sido confinado debajo de Yulash».
Al declinar la tarde divisaron el montículo sobre el que se asentaba la ciudad de Yulash. La colina se ondulaba en una suave cuesta, como un escudo colosal que yaciera cara arriba en el llano. Según Ruskettle, en una época lejana un individuo encaramado a la torre más alta de la ciudadela que coronaba el cerro podía atisbar el humo de los hornos de la Fortaleza de Zhentil, o el despliegue de la niebla en las orillas del Mar Lunar.
—Uno de los tenderos del Valle de las Sombras —informó la poetisa— me refirió que los yulashianos podrían haber discernido los fulgores de las llamas cuando los dragones arrasaron Phlan, de no ser porque también ellos padecieron la embestida de esos reptiles. Una horda de tales criaturas descendió sobre los valles hace un par de años. Carbonizaron a una de las ilustres brujas de la comarca.
—A Sylune —le espetó Alias.
—En efecto, así se llamaba. Sea como fuere, los dragones redujeron a ruinas Phlan y Yulash, exterminaron a gobernantes y magos y dispersaron al vulgo.
—Hoy, las fuerzas de la Fortaleza de Zhentil se han enseñoreado del lugar en ruinas —se unió Akabar a la cháchara—. Su altitud lo convierte en un enclave estratégico.
Al aposentarse el manto nocturno, el contraste que ofrecía éste como telón de fondo les permitió vislumbrar fuego en el altozano: unos contornos rojizos interrumpidos por el relampagueo de bolas ígneas y otras llamaradas arcanas.
—La guerra tiene lugar en Yulash —renegó la guerrera.
—Las tropas de Hillsfar intentan arrebatar el predominio a los solados de Zhentil destacados en la plaza —adivinó el hechicero.
Por la mañana, atravesaron con cautela extensas tierras quemadas, vestigios de lo que fueron campos de labranza, huertos devastados por los rayos y caballones hollados por las zarpas de bestias descomunales.
En cuanto empezaron a aparecer a un lado del camino armas oxidadas y carroñas en podredumbre, desmontaron y guiaron a los caballos a pie a fin de calmarlos y de no ofrecer un blanco tan fácil.
Se habrían adentrado en Yulash antes de la anochecida de haber encontrado un panorama más pacífico. En vez de eso, montaron el campamento a algo más de medio kilómetro y aprovecharon una carreta volcada para esconderse de los ejércitos que sitiaban y defendían el puesto. Aunque lograran aproximarse sin que los alcanzara una flecha perdida en el pecho o un sortilegio ofensivo, cualquiera de los dos bandos podía apresarlos y ejecutarlos como espías.
La vecindad era suficiente para oír el estruendo metálico de las espadas de los combatientes, las rugientes órdenes de los capitanes, los gritos alborozados de los hombres que habían matado a un rival y los aullidos desgarrados de quienes acababan de librar su postrera batalla.
Siendo ya noche cerrada, un torbellino violento e incandescente trazó su espiral en torno a la cima del montículo y prendió en los cuerpos de los atacantes. Al despeñarse éstos por la ladera, en una cascada luminosa y macabra, Alias se los representó como chispas que emanaran de una bengala.
—Como mero espectador, la visión resulta más divertida que la de la típica fogata de campaña —aseveró Olive—. Aunque le falta calidez.
No se atrevieron a encender su propia hoguera por miedo a que los descubriera una patrulla de exploradores, de modo que, tras ingerir una cena fría, los cuatro aventureros se arracimaron bajo el carro y, bien juntos, se resguardaron de las ráfagas de un viento más glacial a cada minuto. Ruskettle tiritaba, arropada en su capa y dos más del amplio guardarropa de Akabar. El turm adoptó una pose de impertérrito distanciamiento, si bien la espadachina lo sorprendió soplando en sus manos unidas en pocillo a fin de impedir que se congelasen. Dragonbait no paraba de asomar el hocico tras el canto del vehículo, hipnotizado por la colina de Yulash. Los cuadrúpedos, atados al amparo de la única pared que quedaba en pie de una vieja granja, relinchaban asustados. El lagarto reprodujo fielmente sus voces, pero Alias no pudo dilucidar si su propósito era apaciguarlos o sumarse a sus quejas.
Bajo el difuso resplandor de su piedra de orientación, la muchacha hubo de afrontar la mirada de sus compañeros, acusatoria la de la halfling y expectante la del mago.
—Al enfilar la senda no tenía idea de que nos encontraríamos con esto.
Cada fulgor intermitente del cerro monopolizaba su atención. «Me siento como una polilla que tratara de entrar en un farol y se estrellara contra el cristal —pensó—. En algún punto de ese amasijo de ruinas se encuentra la respuesta a mis problemas, estoy segura».
—Presumí que la plaza fuerte, a estas alturas, se hallaría en poder de unos u otros —continuó la joven—, y planeé emplear una táctica análoga a la que tan buen resultado nos dio en la guarida de Mist. Akabar nos precedería y haría un reconocimiento con sus prodigiosas artes visuales. La trovadora aplicaría su habilidad para hacer saltar candados, cerrojos y trampas diversas, y Dragonbait cubriría la retaguardia, cuidando de paso nuestros enseres.
Ruskettle farfulló algo contra los «feos trucos del ratero», y el reptil refunfuñó, pero Alias los ignoró a ambos.
—Sin embargo, partí de la base de que sólo habría que burlar a unos guardianes soñolientos —continuó—. Con dos destacamentos activos en la tarea de diezmar las tropas enemigas, nuestras probabilidades de colarnos impunemente son… —Vaciló, remisa a caer en un excesivo pesimismo.
—Dejémoslo en escasas —insinuó Akabar.
—¡Qué locura! —criticó Olive—. Únicamente los humanos son capaces de guerrear para disfrutar de unas vistas bonitas.
—No minimices sus motivaciones —dijo el turm—. Además de ser una privilegiada atalaya entre el bosque y el río, Yulash se halla situada en la ruta meridional de la Fortaleza de Zhentil. Si Hillsfar la tomara, estaría en situación de obstruir el paso de las caravanas y cortar sus abastos.
—Y, por añadidura, todavía debe de haber tesoros sin desenterrar en sótanos y mazmorras subterráneas, más que en las minas hoy en explotación de los enanos —agregó la guerrera.
La mujer-bardo se animó un poco ante la perspectiva de acumular riquezas. Dragonbait se alzó y, yendo junto a los caballos, acarició a Relámpago. Las pupilas del lagarto no se desviaron ni un instante del iluminado altozano. El encantador hizo ademán de seguirlo.
—¿Adónde vas? —lo interrogó la mercenaria.
—A ayudar a nuestro amigo con los animales.
—Has sido su sombra desde que salimos del Valle de las Sombras —lo reprendió Alias—. Lo acompañas cuando ha de recoger leña o acarrear agua, hacéis guardia al unísono. No precisa de niñeras, es responsable de sus actos. —Tiró de la manga de la adornada túnica hasta obligarlo a sentarse frente a ella—. Y, ahora, quiero tu opinión. ¿Qué ocurriría si nos pusiéramos en contacto con uno de los bandos para establecer un pacto?
Tratando de no parecer demasiado distraído, pero sin dejar de ojear al lagarto, Akabar repuso:
—Lo único que puedo decirte es que, si lo haces, debes escoger la facción de Hillsfar. Su soberano es un mago-mercader como yo, un sujeto llamado Maalthir. Suponiendo que dirija a uno de los grupos, entre sus hombres figurará una compañía configurada por sus más preciados mercenarios, los Plumas Rojas. No será difícil distinguir su estandarte.
—Sí, en cuanto los detectemos habremos dado con la Muerte Roja —parafraseó la halfling—. Así denomina mi pueblo a los secuaces de Maalthir. Bajo sus órdenes, efectuaron una campaña para purgar Hillsfar de ladrones. Los bribones humanos corrieron distintas suertes, mas los de mi raza fueron todos declarados culpables por esos maleantes disfrazados de luchadores. Los echaron de la ciudad en plena madrugada, haciéndolos renunciar a sus bienes y sin concederles la oportunidad de vender sus tierras o comercios.
—Por muy injusta que sea esa política —objetó el hechicero— peor librados saldríamos de recurrir a los Guardianes, asesinos de recién nacidos. Si mis datos no son erróneos, se casan con súcubos, devoran los sesos de los elfos y adoran a deidades tan malignas que Moander resulta angelical en comparación. Sus nombres siembran el terror hasta en los confines apartados, como mi patria chica. Y el Consejo que regula sus prácticas, los zhentarim, los supera en perversidad.
—No pretendo sellar una alianza con los Guardianes —puntualizó Olive—; sólo hacía una crónica de primera mano sobre el sistema de gobierno de Hillsfar. No tengo razones para esperar una conducta más recta en la soldadesca de Zhentil. También son humanos, al menos en su mayoría. No obstante, debo subrayar que las monstruosidades que imputas, de oídas, a los miembros de esa guarnición, en nada difieren de los bulos que suelen difundir los envidiosos contra una ciudad próspera.
—Se han divulgado demasiadas historias acerca de los zhentarim para descartarlas genéricamente como difamaciones —discrepó aún el hombre de Turmish—. En tu calidad de bardo debes de conocer pormenores de sus métodos, por ejemplo el de respaldar en secreto a los orcos a cambio de que se batan contra cualquiera que no cumpla su voluntad.
—También como bardo —se soliviantó Ruskettle— poseo la habilidad de separar el grano de la escoria.
—El oro —corrigió Akabar—. El oro se separa de la escoria, y el grano de la paja.
Alias suspiró y se levantó. El mago y la trovadora podían prolongar su debate hasta que la ya ruinosa Yulash se desmenuzara en polvo. A ritmo de paseo, caminó hacia los caballos para contemplar la conflagración junto a Dragonbait. Al alumbrar la aureola de su piedra las cabalgaduras, la mujer reparó en que nadie las atendía. Sacó la cabeza por detrás del muro, pero el hombre-lagarto tampoco estaba. Regresó a la carreta y le dio una vuelta entera, sin mayor éxito.
Olive persistía en dar testimonio de la crueldad de las autoridades de Hillsfar, mientras el encantador intercalaba alguna que otra referencia, siempre que podía, a las maléficas prácticas de los dirigentes de Zhentil.
Hostigada por un súbito acceso de impaciencia, la guerrera se enfadó con los dos.
—¡Fijaos bien en vosotros mismos! No intercambiáis pareceres, lo que sería positivo, sino que discutís por daros el gustazo de llevaros la contraria. Y, claro, ni siquiera os dais cuenta de que tenemos un problema.
—¿Cuál? —inquirió el turm.
—Dragonbait se ha ido.
—¿Adónde? —El mago, que era quien preguntaba, examinó los alrededores y se maldijo a sí mismo por su negligencia al no tener bajo perpetuo control a alguien que era, en potencia, un traidor.
—Ha desaparecido —especificó Alias.
Un relámpago de luz más brillante de lo usual zigzagueó en el cielo, y el fragor del trueno retumbó en sus tímpanos. Aunque la espadachina observó la planicie en la fracción de segundo que estuvo iluminada, no percibió la figura del lagarto.
—Deberías agacharte —recomendó, precavido, Akabar.
—Se ha esfumado —insistió la mercenaria, todavía erguida.
—Se habrá alejado en busca de hojarasca para avivar la fogata —argumentó Olive.
—Hoy no tenemos hoguera —atajó el hechicero.
—Quizás el reptil ha resuelto reparar ese inconveniente —replicó la halfling.
«Si no hubiera sido un incompetente —se imprecó el hombre—, dedicándome a contradecir a Ruskettle y abandonando mi misión primordial, esto no habría sucedido. ¿Quién sabe qué perjuicio acarreará al grupo mi distracción? ¿Dónde se habrá metido esa lagartija?».
—A lo mejor ahora mismo está hurtando para nosotros una comida suculenta, caliente, de diez platos y regada con vino —continuó la poetisa sus alegres disquisiciones.
Alias resopló, y advirtió que el turm fruncía el entrecejo en un gesto de honda inquietud. Nunca habría imaginado que Akabar hubiera podido encariñarse con Dragonbait tanto como ella.
«¿Debo revelarle lo del tatuaje de ese bicho? —era lo que en realidad corroía al mago—. No tengo pruebas irrefutables; quizá lo único que haría sería fortalecer su afecto. No, aguardemos».
La joven se volvió hacia la colina. El crepitar de las lenguas ígneas, los fogonazos y los vistosos conjuros capturaban sus sentidos igual que la llamada de una sirena. Olive podía haber acertado respecto al lagarto. ¿Y si este último exploraba el territorio en una demostración de su valor, de que era imprescindible? Una cosa era dejarlo a cargo del equipo o permitir que luchase a su lado, pero al imaginarlo solo en la negra inmensidad, incapaz de pedir socorro aunque estuviera malherido, la humana emitió un gemido de impotencia y decaimiento.
—Volverá —dijo Olive—. Siempre lo hace.
El aire se enfrió todavía más, dejándolos ateridos. Y, cuando los combatientes de la elevación se cansaron y extinguieron la mágica pirotecnia, también las tinieblas se incrementaron. Ruskettle era, al poco rato, una protuberancia viviente que roncaba entre sus pieles, y el encantador, un maniquí inmóvil, embutido en su atuendo bicolor y enrollado en una manta. Alias se estremecía bajo su capa, pero no se arropó en sus mantas. Hizo su ronda de centinela escrutando la oscuridad, al acecho de Dragonbait. Ni siquiera despertó a la poetisa: alargó su guardia tras consumirse el plazo.
Del reptil no había rastro.
Unas hebras candentes, originadas por los fuegos de vigilancia que ardían en la sierra, reverberaron en las pupilas de la mujer. «Está allí —fue cuanto atinó a discurrir—. Ha ido a inspeccionar Yulash sin mí. Yo había proyectado hacerle lo mismo a él», apostilló en su fuero interno. De nuevo se sintió atraída por la ciudad, como si la invadiera un doloroso anhelo de desentrañar su misterio.
El corazón la urgía a canalizar la búsqueda hacia la plaza fuerte, mas el raciocinio le avisaba que no había indicios precisos de que el reptil se hubiera encaminado al montículo. Podía estar en cualquier sitio. Quizá lo habían hecho prisionero los Plumas Rojas o los Guardianes. Tal suposición no hizo sino exacerbar la angustia de Alias. Por lo que ella sabía, tanto Akabar como Olive habían estado en lo cierto al denunciar las atrocidades de los ejércitos de Hillsfar y de Zhentil.
Lo cierto era que ninguna organización armada dejaría deambular a su albedrío a una criatura de raza tan flagrantemente dispar de la humana. Harían lo que, de estar en su piel, habría hecho asimismo la mercenaria: capturar o tal vez matar al intruso sin pérdida de tiempo. Y lo más probable era que eliminaran a alguien que, como Dragonbait, opondría feroz resistencia.
Se disponía a despertar al mago y a la mujer-bardo para partir enseguida, cuando la frenó una nueva cavilación. «Si anda extraviado y halla al fin el camino de regreso a un campamento vacío, deducirá que hemos sido apresados. Alguien debe quedarse». Lo malo era que Akabar estaba, en apariencia, afligido por la inexplicable ausencia del lagarto, y Olive no consentiría en permanecer a la espera mientras los otros se llevaban el botín de Yulash. Ambos se obstinarían en acompañarla.
La aventurera navegó en la incertidumbre durante unos minutos, dirigiendo esporádicas ojeadas a los durmientes y sin tomar una determinación. Ir sola equivalía a contagiarse de la locura, si había tal, del reptil; pero no pudo contenerse. Se encorvó sobre las alforjas del hechicero y extrajo un carboncillo y su mapa. En el reverso escribió: «Voy a buscar a D. Aguardad aquí».
Depositó el pergamino en la cabecera de su dueño. Luego, tras afianzar la piedra de luz en su bota, se proveyó de escudo y espada y dejó a sus amigos. Sus piernas, o el instinto, la guiaron hacia el obsoleto monasterio del monte.
Akabar abrió los ojos en el instante en que Alias empezó a hurgar en sus pertenencias.
El mago había formulado un hechizo, una boca adherida a su pendiente que debía alertarlo del retorno de Dragonbait. Al principio creyó que eso era lo que acontecía, pero al cuchichearle la joya, muy bajito: «Alguien revuelve tus bolsas», se percató de que lo despertaban por otra causa.
Después de la sustracción de su tomo de artes arcanas, en los días posteriores al ingreso de la halfling en su comitiva, el encantador resolvió que no constituía un despilfarro de sus poderes utilizarlos en la salvaguarda de lo que era suyo, incluso contra la codicia de un colega. Aun así, no alcanzaba a creer que Ruskettle pudiera deshonrarse en un acto tan ruin.
Se mantuvo quieto como una estatua, enfocando su equipaje a través de los párpados entrecerrados, mas la figura que rebuscaba en sus alforjas era muy corpulenta para pertenecer a la trovadora. Y no podía ser el hombre-lagarto, ya que el turm habría oído la alarma de su sortilegio más reciente.
Al enderezarse el sombrío perfil, Akabar estuvo en un tris de exhalar un bramido e incorporarse. Era Alias. La muchacha garabateó unos apresurados trazos en su mapa y dio una zancada hacia él.
El hombre cerró los ojos. Casi dejó de respirar, pero, tomando conciencia de que no era el proceder adecuado, lo que hizo fue acompasar su respiración como si durmiera. Presintió, más que columbrarla, la aureola del cristal de orientación bañando su rostro, y otra vez la penumbra al ser apartado éste. Osó entreabrir una rendija sus párpados. Alias cogió su espada y se zambulló en la noche.
Despacio, el mago se levantó y escrutó la planicie lindante. Captó los reflejos de la tímida luna en las hombreras metálicas de la mujer. Dibujaban una estela discontinua hacia Yulash.
El nativo de Turmish vio entonces el mapa. Lo agarró y lo inclinó en distintas direcciones hasta poder leer el mensaje alumbrado por las Selune.
«Aguardad aquí. ¡Qué desatino! —se encolerizó, tirando el documento en la manta con los músculos en tensión—. Nos arrastra a estas latitudes en una peregrinación interminable y, cuando de verdad surge el riesgo, cuando nuestra ayuda es realmente necesaria, nos abandona para dar caza a una bestia inmunda que, no me cabe duda, ha ido a facilitar a sus diabólicos amos la tarea de tenderle una celada».
Su primer impulso fue echar a correr en pos de la guerrera y hacerla volver, por razonamiento, o por la fuerza si se ponía terca y se empecinaba en internarse en Yulash. Argüiría ante ella que era preferible hacer la incursión de día, pese a repetirle una voz en su cerebro que, en cuanto brillase el sol, se esforzaría en llevarla al convencimiento de que las tinieblas ofrecían el cobijo idóneo.
«Alias no titubea a la hora de emprender el rescate de quien considera su amigo, mientras que yo, Akabar Bel Akash, hechicero de prestigio, me atrinchero como un cobarde debajo del carro de un labriego. Estoy más cerca de un tendero que de un maestro de magia», se dijo el turm, avergonzado de su miedo.
Podía despertar a Olive y seguir juntos la pista de Alias. La mujer-bardo no se devanaría mucho los sesos antes de optar por un curso de acción. Uno estaba autorizado a tildarla de muchas cosas, de muchos defectos, excepto del de ser lenta. Y menos aún si había algo que ganar. Sin embargo, no se le antojaba prudente contar con la poetisa. Como rezaba un proverbio tradicional de los amnitas: «En las contrariedades, piensa siempre en cuánto peor sería si se entrometiera un halfling». Además, no sería él quien precipitara a Ruskettle en manos de los Plumas Rojas.
Plantándose frente a la empañada luna, Akabar recitó un encantamiento. Los versículos sonoros, ricos, brotaron de su lengua a la vez que su brazo sesgaba el aire. Sujetaba en la palma unos pelos de sus propias pestañas, embebidos en una especie de resina. Al concluir, entrechocó la extremidad libre con la otra en un golpe rotundo. La pegajosa sustancia se incendió en unas llamas azuladas, consumida por medio de energías místicas.
El hechicero estiró ambas manos hacia las alturas y las contempló mientras se tornaban transparentes, como esculturas de hielo. Al fin, se disiparon por completo. Se emborronó la visión del hombre, antes de que el mundo volviera a perfilarse con normalidad. Lo único que no recobró su apariencia normal fue su cuerpo: al mirarse a sí mismo no observaba sino un par de depresiones en la tierra.
El mapa de pergamino levitó, quedó suspendido en la nada y aterrizó sin brusquedad al lado de la inmóvil halfling. La nota de Alias era aplicable a ambos.
Con sus largas y ahora invisibles piernas, Akabar se encaminó a Yulash tras la espadachina. Tan sólo la hierba aplastada denotaba su paso.