6
Olive. El Elemental de Cristal

A lo largo de unos kilómetros, mientras bajaban por la ladera hacia los bosques del pie del cerro, Alias hizo frecuentes comprobaciones visuales a su espalda. A pesar de haber encerrado a Mist, la joven temía que el dragón cayera en picado en cualquier momento e incendiara la fronda. La lógica argüía que la fiera no podía haber salido ilesa de la colisión, que al menos tardaría veinticuatro horas en recuperarse y abrir una brecha de salida, pero la mujer se sentía más tranquila si se anticipaba a las probabilidades y asumía que el reptil había emprendido su persecución.

La aventurera, que encabezaba la comitiva, dejó la calzada en cuanto tropezó con una bifurcación hacia la espesura y enfiló un sendero meandroso. Poco antes del crepúsculo, llegaron al círculo de rocas donde Akabar, Dragonbait y ella misma habían dormido la víspera.

Bajo la luz del sol poniente, la rojiza y erosionada piedra del cerro —un monumento druida— destellaba como si ardiera el monte sobre el que se erguía. Según el mapa que Dimswart entregó a la guerrera, aquel enclave había sido abandonado decenios atrás por los clérigos de la naturaleza, si bien los pinos que circundaban el claro no daban muestras de amenazar con invadirlo. «¿Los retiene el suelo rocoso y escarchado —se preguntó la muchacha—, o es un vestigio de magia lo que frustra su avance?».

Sea como fuere, el desnudo espacio le imponía respeto también a ella. La noche anterior reinaba en el paraje un clima tan gélido que no pudieron acampar. A unos cuatro metros vertiente abajo, al abrigo de las ramas de los pinos y sobre la alfombra mullida de la pinocha, estaban protegidos del viento y mucho más calientes. Hoy los árboles los cobijarían asimismo de la cólera de Mist. Alias se alegraba de tener una excusa para evitar el antiguo templo. Las robustas columnas, distribuidas sin aparente orden, le causaban un espanto indecible. Ayudada por Dragonbait, la joven extrajo su equipo de un escondrijo situado al pie de una de las formaciones de arenisca.

Akabar avivaba la chispa de un lecho ya humeante de hojuelas cuando la humana y el lagarto regresaron al campamento. Encendió al fin la fogata y preparó la cena mientras Alias, arropada en una capa auxiliar de su hatillo, patrullaba los confines del claro y ojeaba de vez en cuando a la mujer-bardo.

Ruskettle era bajita hasta para los cánones de su raza. No medía ni un metro de estatura. Sin embargo, en su figura no había nada de infantil. Estaba bien desarrollada, con una silueta femenina llena de curvas, mas también lucía una cintura de avispa y una esbeltez extraordinaria dadas las líneas rechonchas habituales en sus congéneres. Su flexibilidad, los músculos de las pantorrillas y la piel bronceada, le indicaban a la humana que era una trotamundos igual que ella. No obstante, no se sentía predispuesta a otorgarle su confianza. La trovadora no había hecho el menor gesto de colaborar en la organización del campamento ni en los preparativos de la comida. Además, la palabra «halfling» era indisociable de los problemas, y Alias nunca había conocido una excepción a esta regla.

Fue a sentarse con los otros, ocupando un lugar enfrente de Ruskettle y vigilándola mientras ingerían su alimento.

—No sé cómo agradecerte lo que has hecho por mí —masculló la poetisa entre bocado y bocado de una pierna de cordero asada—. Los halflings del sur tienen un proverbio: Te debo la vida; tus posesiones están a salvo en lo que me concierne.

El manjar, que a la guerrera y al encantador les habría durado un par de días, desaparecía a toda velocidad. Ruskettle despejó de su faz la rizada melena y estiró el cuenco de arcilla para que le sirvieran otra ración de sopa, masticando aún como si le fuera la vida en ello.

Akabar frunció el entrecejo frente a tanta glotonería, pero vertió en su plato otro cucharón del nutritivo puré, una densa crema de cebada a la que el mago-comerciante había añadido trozos de conejo salteados y sazonados con hierbas de sus copiosas bolsas.

—Desde luego, tú te encargarás de que no se pudra nuestra comida —bromeó Alias—. ¿Estás segura de que es la habilidad musical de Olav Ruskettle lo que le ha valido la celebridad, y no su apetito?

La halfling tragó lo que tenía en la boca y se limpió las comisuras.

—Me llamo Olive —corrigió a la otra mujer—. Olive Ruskettle. Pero no sufras, todos cometen ese mismo error.

—Dimswart te mencionó como Olav —porfió la guerrera, asaltada por un súbito recelo. ¿Habría rescatado a la persona equivocada?

—Concédeme al menos el crédito de conocer mi propio nombre. La confusión viene de que un escribano inepto lo apuntó mal en unos documentos oficiales, y desde entonces he de dar explicaciones a cuantas criaturas trato.

—Entiendo —repuso Alias todavía con resquemor, preguntándose si la artista Ruskettle no escondería líos más serios que una falta ajena bajo su doble identidad.

—En lo que atañe a mi voracidad —continuó Olive, a la vez que engullía una rebanada de pan y la regaba con un largo trago de vino—, he de decir que ese dragón mal nacido, pese a su capacidad para aquilatar mi talento musical, tenía mucho que aprender acerca de los cuidados y alimentación de un halfling. Sus costumbres en tal terreno podrían tildarse de todo menos de regulares, y hube de invertir más tiempo del concebible en persuadirlo de que no debía alimentarme con venado crudo. Posteriormente descubrí que sus técnicas culinarias dejaban mucho que desear. De no presentarte tú, querida amiga —declaró, sacudiendo entristecida la cabeza y dando unas palmadas en la bota de Alias—, mis huesos habrían acabado apilados junto a los esqueletos de héroes que tapizaban el suelo de la guarida.

Mientras la poetisa compensaba, y más que con creces, su forzoso ayudo, Alias recapacitó sobre los esqueletos que atestaban las cavernas de Mist. «Héroes» tan bravucones y atolondrados como la mujer que así los denominaba. Meneó la cabeza al evocar la oprobiosa conducta de la halfling en la entrada de la gruta.

Las primeras compañeras de aventuras de la humana, las mujeres de los Cisnes de Mayo, eran así, todo alarde y fanfarria. Un enfrentamiento con una partida de trolls les enseñó la provechosa lección del sigilo y la táctica sorpresiva.

Recordaba la batalla con aquellos trolls nítidamente, como si la hubiera librado una semana antes. «¿Por qué entonces se ha borrado de mi memoria lo que pasó de verdad hace siete días?», se soliviantó. Tan absorta estaba en sus meditaciones, que Akabar hubo de darle un codazo para restituirla a la realidad.

—Perdón. ¿Qué decías?

—Te consultaba si crees que llegaremos a tiempo para asistir al casamiento —dijo el mago, apeándole el ceremonioso «vos».

—Hemos de llegar, de lo contrario nuestro esfuerzo habrá sido inútil —repuso la joven, indiferente a los sentimientos de la trovadora.

Olive Ruskettle no se ofendió. También su mente fluía por otros derroteros.

—Aunque ansiosa por hacer mi debut en Cormyr, no me quedan reservas para seguir vuestro ritmo. Habréis de suministrarme una cabalgadura.

—No me seduce más que a ti la idea de llagarme los pies o fatigar mis músculos, maestra Ruskettle —aseveró Alias—. Vinimos a pie a fin de no delatar nuestra presencia, pero, puesto que al parecer hemos dado esquinazo al dragón, suscribo la propuesta de los caballos. ¡Cuán afortunados somos de que le arrebataras al monstruo tantas riquezas mientras yo me batía por tu libertad! Compraremos caballos en la primera hacienda o parada de postas que avistemos.

Olive apartó de su rostro el suculento cordero unos segundos, los suficientes para dedicar a la otra mujer una ancha sonrisa.

—Mis piernas corrieron en línea recta hacia la salvación durante la valiente acometida en la que arriesgaste tu vida para rescatarme. Mis manos se habrían sentido excluidas de no haber puesto su granito de arena. —Señaló con el hueso los sacos del botín—. Será para mí motivo de orgullo que consideréis estas bagatelas propiedad comunitaria, y sufraguéis así los gastos de la expedición. El sobrante se distribuirá entre quienes sobrevivan a las vicisitudes del regreso. Aunque —miró de reojo al mago— algunos hayan demostrado ya cierta tendencia a desentenderse de los conflictos.

Akabar arrugó la frente, atónito por la desfachatez de la halfling.

—Me conmueve tanto altruismo —contraatacó—, y también que sacaras de las garras de la fiera mi libro de hechizos. Resulta extraño, sin embargo, porque el volumen faltaba de mi carruaje desde la mañana en que salimos de Arabel, que fue, si no estoy confundido, donde te integraste en la caravana, varias jornadas antes del asalto del reptil.

—Sí que es extraño —repitió Ruskettle, aguantando el penetrante escrutinio del encantador antes de bajar los ojos hacia el cuenco y beber unos sorbos del caldo—. Mas vivimos tiempos singulares, como dicen los eruditos. Los reyes guerrean y maquinan mientras los antiguos dioses, olvidados durante siglos, se revuelven en su agitado sueño. —Alzó el plato a modo de copa, y propuso un brindis—: Celebremos que nuestra buena estrella haya posibilitado la recuperación de tu valioso tomo, sin ahondar en misterios. —Apuró el contenido del recipiente, y de nuevo lo acercó al caldero—. ¿Queda, por azar, más puré?

Akabar vació el fondo de la marmita en el cuenco de la poetisa. Ésta se inclinó hacia el montoncillo de tesoros, cogió el ejemplar mágico de un conglomerado de monedas y tallas, y se lo tendió al hechicero con tanta prontitud como él le daba el plato. Ambas partes esbozaron sonrisas recíprocas, pero con un rictus que nada tenía de cordial.

El mago inspeccionó su libro por si se había deteriorado. Alias asió un saquillo y aflojó la cinta que lo clausuraba.

—Eso no debes tocarlo —protestó Olive—. Son mis efectos personales.

Pero la mujer ya había volcado los artículos que contenía la bolsa delante de ella, en el suelo. Una colección de llaves, tenacillas y alambres relumbraron en el polvo. Una sortija de oro rodó hacia el fuego.

—Discúlpame —dijo Alias, al ver que Ruskettle recobraba con premura la alhaja—, este anillo no me es desconocido —añadió, antes de que la otra lo escondiera en su bolsillo.

—¿De veras? Lo hurté también en la madriguera del dragón.

—Yo tengo uno idéntico, con una piedra azul montada en oro.

—¿No se te caería cuando luchabas contra la bestia? —sugirió la halfling—. Y, si fue así, ¿cómo puedes probar que es el tuyo?

La guerrera no se inmutó: sólo parecía divertida.

Olive se colocó el anillo. Al principio éste, demasiado holgado, bailaba en su dedo, pero se redujo hasta ajustarse a la perfección.

—¡Oh! Tiene propiedades mágicas. ¿Y el tuyo, obraba prodigios?

Alias no podía contestar, pues no se había detenido a experimentar con la joya sustraída a los asesinos. Pero ahora ya sabía, tan bien como Akabar, en qué medida estaban sus enseres a salvo en manos de Ruskettle.

El encantador levantó la vista de su volumen.

—Sé cautelosa al manejar esa sortija, pequeña —advirtió a la halfling.

—Pamplinas —se burló ella—. No hay peligro ninguno, siempre que se tengan unas nociones elementales sobre la manipulación de artículos embrujados. Lo único que hay que hacer es poner la mano en alto, por encima de la cabeza —hizo una demostración mientras hablaba, lo que impulsó a Akabar a retroceder y a la muchacha a incorporarse—, y ordenar al anillo: «Muéstrame tus poderes». Si no funciona, hay que recurrir a unas fórmulas clave…

Nunca oyeron la conclusión de la conferencia. Las virtudes de la gema hicieron el despliegue exigido: el tomo del hechicero empezó a brillar con irisaciones azuladas, una sortija que engalanaba su anular y la de Olive misma se encendieron también, y el tatuaje de Alias los superó a todos, irradiando haces deslumbradores por el recinto del bosque.

—¡Maldita sea! —renegó la aventurera, a la vez que le afloraban lágrimas a los ojos. Se cubrió con la capa, pero unos fulgores tornasolados en azul se fugaban a través del cuello.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió Ruskettle.

—Supongo que una rutinaria detección de la magia —explicó Akabar, y se situó al lado de la muchacha—. Espero que no te cause ningún dolor físico.

—Me encuentro bien —murmuró Alias con los dientes apretados.

La poetisa mantuvo la vista clavada en la guerrera, obsesionada como si a ésta le hubiera crecido una segunda cabeza.

—¡Tienes un brazo con energía arcana!

—Mejor será que lo pases por alto —recomendó la joven.

—¡Pero es auténtica e increíblemente mágico! Más que nada de lo que me había sido dado contemplar hasta hoy. Apuesto a que podrías haber despedazado a Mist. ¿Por qué no volvemos y lo intentas?

—He dicho que lo taches de tu mente —persistió la humana.

Durante unos minutos, un tenso silencio invadió el campamento. Akabar limpió la olla de la cena y la usó para calentar el agua del té. Olive, una vez terminada su sopa, pulió el hueso de cordero hasta darle la apariencia del marfil. Alias estrujó el antebrazo contra el cuerpo, y no mudó de postura mientras no se atenuó el centelleo de las inscripciones.

En cuanto al callado Dragonbait, echó más leña en la fogata y se alejó unos metros a fin de plantarse de cara a la oscuridad, a la cumbre de la colina, como si un ignoto enemigo los acechara desde aquel flanco.

—Cuéntame, mago, de dónde sacaste a tu familiar —dijo al fin Ruskettle, a la par que indicaba al lagarto mediante un significativo ademán—. Nunca vi a una criatura semejante desde la Costa de la Espada hasta la mágica Halruaa, en el sur del país.

La aventurera humana se apresuró a inmiscuirse.

—Dragonbait es mi acompañante, Ruskettle, no el familiar del encantador. Y no lo «saqué» de ningún sitio: fue él quien dio conmigo. Me ha sido de gran utilidad.

—Lo he notado. Es sobre todo un as librando a las halflings de las llamas. No pretendía importunar, te lo aseguro. Lo que ocurre es que no tenía noticia de que un reptil trabajara como sirviente. Claro que tampoco conocía la existencia de brazos hechizados.

Alias apretó las mandíbulas. Si la mujer-bardo no iba a dar tregua a su curiosidad, era el momento de pasar a la ofensiva.

—Ni yo tenía oídas de que hubiera hembras de tu raza consagradas al canto.

—Eso es fácil de explicar —afirmó Olive sonriente—. Me formé en las regiones meridionales, donde todo es muy distinto.

—Yo también procedo de allí —intervino Akabar—. Y ahora que la dama lo menciona, he de ratificar que jamás me tropecé con un bardo entre sus congéneres.

—¡Ah! —exclamó la halfling, estudiando apesadumbrada el cuenco vacío—. Si no recuerdo mal, tú eres de Turmish.

—Sí —repuso el mago.

—Yo me instruí más al sur.

—¿En las cercanías de Chondath?

—Más o menos. Para ser exactos, un poco más abajo.

—¿Tal vez en Sespech?

—Exacto, en Sespech. Hay allí una escuela de bardos con un profesor magnífico, que me enseñó todo cuanto sé. —En apoyo a su historia, Ruskettle obsequió a Akabar con una sonrisa cautivadora.

—¡Qué raro! —se asombró el encantador, inmune al engatusamiento y atusándose la barba—. Una de mis esposas se crió en Sespech, en el estrecho de Vilhon, y a pesar de que suele prodigar alabanzas a su tierra nunca me habló de esa escuela.

—No, no —lo corrigió Olive—. Tú te refieres al Sespech que está enclavado entre el Vilhon y el Nagawater. Yo, en cambio, me refería a una comarca ubicada mucho más al sur. ¿Hasta dónde te han llevado tus viajes en ese sentido?

—He comerciado con los habitantes de Innarlith, a orillas del Lago Vaporoso —dijo el mago.

—Mi compañía… —intervino Alias, con las facciones contraídas por el esfuerzo en hilvanar sus resbaladizos recuerdos—. Mi compañía batalló en las Llanuras Brillantes. Sí, lo digo bien, y atravesamos Amn en una o dos ocasiones.

La trovadora la escrutó unos instantes, estupefacta frente a aquella interrupción que versaba sobre lugares emplazados más al oeste y fuera del ámbito de su debate. Acto seguido se encogió de hombros, y reemprendió sus disquisiciones.

—Y en Innarlith había enanos oriundos de la Gran Falla, ¿no? —preguntó a Akabar.

—Sí, de Eartheart —confirmó él.

—Pues bien —concluyó Olive triunfante—, debajo de la falla, junto a las aguas del Mar del Sur, se extiende el territorio de Luiren. Allí tenemos un Sespech, y un Chondath, burgos pequeños pero bullentes de vida, que han tomado sus nombres de vuestras más vastas naciones. Fue, por lo tanto, en el Sespech de Luiren donde me adiestré, tras un largo peregrinaje desde Cormyr. Regresaba a mi patria cuando ese terrible dragón me secuestró del carromato.

—Dimswart nos comunicó que venías de la otra ribera del Estrecho de los Dragones —opuso la guerrera, desconcertada, a la poetisa.

—Debieron de informarle mal, porque mi última etapa fue en Cormyr. Verás, navegar no es mi sistema de transporte favorito, así que fui hasta Luiren jalonando el borde occidental del Mar Secreto. Deseosa de recorrer los Reinos, regresé por la costa este a pesar de sus numerosos parajes inexplorados y peligrosos. Me construí una reputación en las naciones de Aglarond e Impiltur. Acababa de llegar a Procampur, cuando recibí la magnánima oferta del maestro Dimswart de animar la boda de su hija. Y me alegré de volver al hogar porque aquélla era una ciudad agobiante y de posibilidades restringidas para una artista.

Alias y Akabar intercambiaron una mirada de complicidad. El hechicero parecía molesto por aquella sarta de embustes, pero a la muchacha le hacían gracia. Aunque Olive había insertado en el relato al menos una docena de mentiras, no valía la pena ponerlas de relieve. La halfling, al igual que cualquier otro miembro de su raza, inventaría más patrañas para encubrir las originales. Era más práctico aguardar que se le escapara, desde luego accidentalmente, algún resquicio de verdad.

La joven se puso en pie.

—Hará frío esta noche. Necesitaremos más combustible.

Sin más, se encaminó hacia un claro donde se percibían abundantes ramas secas.

—¿Cuál es su historia? —cuchicheó Ruskettle al mago, en tono quedo para no alertar a Alias.

—¿Su historia? —coreó el hombre—. ¿A qué te refieres?

—A su brazo mágico —puntualizó la trovadora, elevando la voz en media octava.

Akabar asumió una actitud distante. Se deleitaba en contrariar a aquella insoportable fisgona.

—Escucha, mago —se exaltó Olive—. Tengo una deuda con esa humana, y lo único que quiero es ayudarla.

El encantador se ablandó un tanto.

—No te creo —dijo—, pero, por si te queda un atisbo de honestidad y de gratitud, te complaceré. Son las señales de su antebrazo, no éste mismo, las que albergan virtudes esotéricas. Algún ente enigmático las grabó en su carne, si bien ella ignora los detalles del episodio. De hecho, tiene una amnesia casi absoluta respecto a lo acaecido en los meses pasados. A cambio de que el erudito Dimswart desentrañe el significado del tatuaje, se ha comprometido a conducirte sana y salva a su mansión. El mejor servicio que puedes prestarle, en consecuencia, es acompañarla en paz y esmerarte en tu actuación durante el casamiento.

Ruskettle meditó unos segundos, antes de exponer sus especulaciones.

—Según lo que me has narrado, podría haber sucedido cualquier cosa en el período que ha olvidado. Quizás hasta es posible que haya sido esclava, concubina de un poderoso nigromante, o se desposó con un príncipe extranjero y se convirtió en una aristócrata rebosante de joyas.

—O fue siempre lo que aparenta: una espadachina ambulante —apuntó Akabar.

—O una princesa —se obstinó la poetisa—, la mujer de un gobernante al que asesinaron para más tarde usurpar a su viuda no sólo el trono, sino también la memoria, mediante un sortilegio perverso.

El mago meneó la cabeza ante tamañas fantasías. En el instante en que aferraba un leño para alimentar la hoguera, un repentino vendaval comenzó a soplar en lo alto del cerro. Los pinos danzaron con alarmante violencia, las ascuas se esparcieron en un amplio radio y, en medio de un estruendoso temblor de tierra, retumbó una risa maliciosa. Ambos, hechicero y halfling, saltaron sobre sus talones.

—¡Alias! —gritó el hombre, y fue a toda carrera hacia el claro.

Olive Ruskettle se armó con un tizón aún candente y salió disparada tras el mago. Si la aventurera había heredado una fortuna, según ella había inferido, podía serle beneficioso que le debiera la vida.

Mientras la trovadora empleaba sus dotes persuasivas en sonsacar a Akabar Bel Akash datos reveladores sobre Alias, ésta fue en busca de Dragonbait. Si, como ella presumía, había ido a recoger leña, tardaba demasiado. La muchacha observó de reojo, una y otra vez, la cresta de la colina. «Estará investigando el cerco de rocas», razonó en su fuero interno.

Con un suspiro, inició la escalada del monte.

Una sombra se movió en el límite del claro, acompañada por un sonido áspero. Los relámpagos azules que emanaban de los símbolos se habían extinguido, mas los enrevesados dibujos todavía despedían la suficiente claridad como para rivalizar con el disco lunar. Alias extrajo el brazo de su inadecuado vendaje y lo estiró. Un contorno voluminoso, apostado junto al tronco de un añoso árbol, se sobresaltó al divisar esta segunda fuente de luz y se esfumó ladera abajo. «Sólo era un puerco espín que lamía una corteza, ¡oh, gran guerrera! —se chanceó Alias de sí misma—. No te angusties, lo has ahuyentado».

Con una sonrisa, apretó el paso y no paró hasta alcanzar el centro del círculo. La luna menguante, suspendida en la bóveda del cielo, semejaba un león de oro que hubieran partido unos piratas sedientos de rapiña. Bajo sus débiles rayos, las rojizas piedras se teñían de negro, y sus cantos y esquinas, erosionados por los elementos, se emborronaban en el manto de tinieblas. Alias se preguntó por qué no habrían utilizado piedras más resistentes para construir el monumento. Todos los templos druidas que había visitado eran de granito, no de arenisca, y se erguían entre robles y no en pinares.

Se encaramó de un brinco a una roca y oteó el panorama. Las copas de los árboles resaltaban en el claro de luna, como almenas triangulares de la muralla de un castillo. La antigua ruta del santuario era ahora un entramado de zarzas. De Dragonbait no había rastro.

En la ladera del cerro se abrían pequeños cañones, y Alias comenzó a temer que el lagarto se hubiera precipitado en una de estas fisuras. De súbito tuvo un escalofrío y se sintió muy vulnerable. ¡Había que ser atolondrada para olvidarse la espada! Bajó de la atalaya, y echó a andar hacia la pendiente.

Un brillo metálico en el suelo atrajo su atención. Viró del itinerario establecido y se aproximó al objeto que lo irradiaba. Al pie de un gran peñasco yacía la peculiar arma del reptil, y la luchadora se agachó a fin de alzar su resplandeciente hoja. La anonadó el peso del acero. Era tan liviano como la rejilla de un vallado; su equilibrio nada tenía que envidiar a la espada mejor templada y resultaba cálido al tacto, no sólo la empuñadura sino también el filo.

De nuevo se agitó algo en los aledaños, y una sombra se proyectó en la enorme piedra. La joven se giró ágilmente con la espada de Dragonbait enarbolada, dando la espalda al rocoso muro, pero no vio a nadie. Despacio, dio otra vez media vuelta. Fue entonces cuando reparó en que, a diferencia de los otros colosos pétreos que delimitaban el monumento, éste era transparente como una gran masa de cuarzo, y lo que ella había tomado por la sombra de alguien que cruzaba por delante era un cuerpo que se movía en su interior. Pegó la nariz al cristal.

En el corazón de la roca se revolvía, cual una mosca aprisionada en una sustancia pegajosa, el perfil de un lagarto.

—¡Dragonbait!

De forma inesperada, un objeto sólido golpeó el reverso de las rodillas de Alias y la muchacha osciló hacia atrás, emitiendo un chillido de sorpresa. En el mismo instante, una fuerte ventolera brotó de la nada y zarandeó los pinos de las inmediaciones.

La guerrera intentó rodar sobre sí misma para esquivar al adversario que la embestía, mas alguien le atenazaba los tobillos. Presa del miedo, fijó la vista en sus pies. Los ataban unos grilletes cristalinos, y su aprensión se incrementó hasta el pavor al advertir que el peñasco trepaba por sus piernas, como una parra en su tutor.

Valiéndose del arma del lagarto, Alias la emprendió contra las rotundas ligaduras sin pensar en el daño que podía infligirse a sí misma. El filo no se melló, pero penetró en la piedra que la tragaba como si fuera líquida. De manera análoga a la savia, o a un jarabe, la translúcida superficie excretaba un ungüento curativo y, ya cicatrizadas las heridas de los tajos, continuó absorbiendo a la víctima a un ritmo superior al de sus estoques. Pronto hubo rezumado los fluidos debajo de sus perneras, donde la humana no podía eliminarlos.

Se produjo entonces una especie de terremoto, y una cúpula terrosa se erigió con estrépito ante la cautiva, empujando en su cúspide la roca de cristal que aprisionaba a Dragonbait. La joven, horrorizada, examinó la redondeada erupción, que no era sino una inmensa y abominable cabeza. El calabozo del reptil descansaba sobre el cráneo, como una informe protuberancia sobre la sien. Más abajo, dos globos oculares dimanaban chispas de un amarillo nauseabundo. En un plano inferior se esbozaban unas fauces de aliento sulfuroso.

Los sonidos que surgían de aquella boca hicieron en Alias el mismo efecto que una daga de hielo que le rebanase la espina dorsal. La mole se rió, con unas carcajadas familiares, estridentes y asmáticas. Sí, familiares —no le cabía ninguna duda— para su viejo ego, que se había extraviado en las simas de donde acababa de surgir aquella aberración.

Unos momentos después, un tremendo brazo de piedra se elevó de la tierra. También el torso de la criatura se infló en su lecho de moho, y dejó al descubierto un brillante símbolo azul de anillos entrelazados, idéntico al del antebrazo de la mujer.

Con un tirón brutal, la aventurera fue alzada del suelo. La masa que le paralizaba las piernas era, ahora se dio cuenta, una porción de amorfo puño en que culminaba la extremidad superior del monstruo. Este último la elevó hasta su rostro. Colgada en posición invertida, bajo el influjo del demoníaco fulgurar de aquellos iris, Alias notó que el tatuaje vibraba, se enroscaba e inflamaba tan intensamente como cuando Winefiddle había intentado conjurarlo, hasta que una aureola casi cegadora abarcó su persona, la cabeza del gigante y la cárcel de cristal donde se hallaba recluido Dragonbait.

La criatura volvió a reírse. Su ominosa risa enfureció a la guerrera, que arremetió contra el puño, la cara, los ojos y cualquier sector de su anatomía donde pudiera alcanzar. La aserrada hoja del lagarto traspasaba el cuerpo del rival: la «carne» tenía la consistencia de la turba, pero ni su voz ni sus ojos registraban un ápice de sufrimiento. Aquellas roncas exhalaciones trajeron a las fronteras de la memoria de la espadachina una vaga reminiscencia del pasado que, cual un murciélago en la oscuridad, se escabulló de su visión interna.

La mole elevó a su presa hasta la sien y la mantuvo allí, de tal suerte que atisbara a Dragonbait en su celda de vidrio. El lagarto se señaló a sí mismo, un gesto que intrigó a la mujer. Alias tragó aire a fin de serenarse mientras observaba los repetitivos movimientos del reptil. Primero alzaba las manos encima de la cabeza, luego golpeaba la pared transparente de su trampa, y por último se palmeaba la frente.

«¿Qué querrá indicarme?», pensó la aventurera.

Arriba, golpe, palmada; arriba, golpe, palmada. Como un ejercicio gimnástico.

El gigante desenterró su otro brazo. El recién liberado puño sostenía una prisión de cristal gemela a la del lagarto y la alzó para que succionara los azulados rayos de los signos cabalísticos de Alias y los derramara a través de la noche. La roca se resquebrajó y abrió en el centro, y la luminosidad de los malignos símbolos reveló una rizada capa de légamo en las entrañas del cristal. Dentro de unos instantes, la joven se convertiría en otro insecto encerrado en un claustro de ámbar.

«Arriba, golpe, palmada». ¿Por qué se empeñaba Dragonbait en golpear su propia cabeza?

Ahora, el lagarto apuntó el índice hacia ella. Alias se dio una palmada en la frente, pero el otro negó vehementemente y estiró el dedo en dirección de la bóveda cristalina que lo cubría.

—¡No es mi cráneo el que he de castigar —bramó la guerrera muy excitada—, sino el del monstruo!

Apretujando la empuñadura de la espada de Dragonbait con ambas manos, y torciendo el cuerpo, la mercenaria estrelló la hoja contra la compacta jaula.

El acero chirrió a causa del impacto y la onda expansiva de éste viajó por el brazo de la atacante, insensibilizándolo. El estrato de vidrio se quebró como el cascarón de un huevo y Dragonbait emergió del orificio dentado, seguido por una secreción mucosa que se desparramó por la cara de la criatura.

El coloso lanzó un funesto chillido que se sumó a la ventolera y levantó un huracán que dobló los pinos más robustos y les arrancó sus frondosas ramas. De las profundidades de la tierra salió un gemido, coreado por las pétreas columnas del círculo, y los hombros del monstruo comenzaron a hundirse en el suelo.

Dragonbait acarició con suavidad la entumecida mano de Alias y le quitó la espada. Esgrimió el arma contra la garra de roca que sujetaba a su compañera, y la piedra se disolvió en torno a ella como si fuera arena. La muchacha se había desembarazado de sus ataduras, pero estaban a unos quince metros del suelo y se mostró remisa a dar el salto.

Distinguió a Olive Ruskettle, que desde abajo arrojaba dagas al monstruo. Los proyectiles de la halfling hendieron el pecho del coloso y, aunque tan diminutos alfileres no podían dañarlo más que un aguijonazo de avispa a un guerrero humano, el asaltado lanzó un salvaje aullido.

Otra dosis de emplasto surgió del roto cristal y bañó la cabeza de la mole. La herida era, sin duda, mortal, mas a Alias le preocupaba que Dragonbait y ella misma sucumbieran aplastados bajo sus convulsivos estertores. El reptil sacudió su brazo y la obligó a deslizarse, a trompicones, hasta los hombros de la criatura.

Akabar entonó un cántico, y una lanza mágica y multicolor golpeó al gigante en el torso, encima del semiapagado emblema de las circunferencias. El arco iris estalló en un millar de motas y se extendió por la masa corporal en un diseño de danzarines remolinos.

Rodeando con un brazo la cintura de su amiga, Dragonbait empezó a descender por la espalda del descomunal ser, agarrándose con las zarpas. Sorteó el último tramo en el instante en que el hechizo de Akabar consumía el torso del enemigo y se prolongaba en su cabeza y manos.

Con un último grito quejumbroso, la criatura se perdió en la negrura. Incluso la grieta de la tierra por la que había surgido, se selló sin dejar huella. El mago y la trovadora corrieron hacia Alias, proclamando su victoria. Ésta olisqueó en el ambiente el olor a madera ahumada que impregnaba la epidermis del reptil. Una mano ganchuda estrujó cariñosa su hombro, y la joven sintió una tibieza en la extremidad dormida. Dragonbait la miró, y ella detectó en sus ojos un indicio de fraternidad pese a que exhibían su acostumbrada monotonía. El animal reculó cuando Akabar y la halfling se aproximaron.

—¿Has visto? —preguntó Olive—. Mientras éste jugaba a los ensalmos —hizo un gesto en dirección al hechicero—, yo corté por lo sano y hundí dos dagas en el corazón del monstruo. Nunca hice gala de mejor puntería. ¿Qué clase de bicho era?

El encantador miró a la mujer-bardo, con una expresión de incredulidad.

—Quizá más adelante tengas la bondad de mejorar tus habilidades ejercitándolas en un granero —sugirió secamente—. Ese «bicho» era un tipo de Elemental de Cristal, aunque no de la raza común que suelen invocar los practicantes de las artes arcanas. Tal vez provenía del Plano Mineral, que linda con la Esfera Terrestre. En cualquier caso, se trataba de una criatura evocada con un conjuro, mi cántico de destrucción no lo habría afectado.

»Me disculpo por haber formulado el encantamiento —agregó volviéndose hacia la joven— antes de que posaras el pie en el suelo, pero juzgué que era menos peligroso caer que morir hecho papilla debajo del engendro.

—Cierto —convino Alias, aunque era obvio que estaba absorta en otras reflexiones.

—¿Y alguien ha invocado a una cosa tan grande sólo para atraparte? —indagó Ruskettle—. Debes de ser un personaje importante.

Akabar volvió el cuello a fin de estudiar a Dragonbait que, sentado en una roca, ojeaba su acero bajo la luz lunar. El hombre-lagarto paseó el pulgar por el borde y maulló como un gato descontento.

—Por lo visto, le has desportillado el canto —dijo el mago a la guerrera señalando hacia el lagarto.

El reptil desanudó la bolsa del cinto y, haciéndose con una piedra de afilar, se puso a frotar el acerado perímetro de la espada.

—Parece inquietarle más el estado de su arma que el tuyo —insinuó la malintencionada halfling.

—Así es —fue la abstraída contestación de Alias.

Estaba tiritando. Después de arrebujarse en su capa, se encaminó colina abajo hacia la fogata del campamento. En su mente aún resonaba la áspera risa del Elemental. «Familiar —persistió su voz interior—, tanto como un amigo de antaño… y como la muerte».