15
El pacto de Olive. El secreto de Dragonbait

Era pasada la medianoche cuando Olive inició el duro ascenso al dormitorio. Los mercaderes locales estaban agradecidos por el golpe que Ruskettle y sus compinches habían dado al Trono de Hierro al aniquilar al kalmari, y demostraron su reconocimiento en forma de sucesivas rondas de cerveza y de los mejores licores de Jhaele.

«No era Rivengut de Luiren —pensó la halfling—, pero sí una cerveza con fuerza explosiva». Ya que Akabar se había ausentado para besar la mano de un sabio de categoría, la egregia y todopoderosa dama desapareció en las brumas, y el lagarto, testigo mudo, se acurrucó en un rincón, alguien tenía que participar de la algarabía, recibir las felicitaciones y compartir la bebida gratuita que circulaba por la taberna.

La trovadora, de hecho, recordaba vagamente el retorno de Alias. Por unos segundos temió que la espadachina volviera para despojarla de su papel como animadora principal de la fiesta, pero la mujer subió a toda prisa a su alcoba.

«Lo peor de los humanos —criticó Olive, mientras, extenuada, reponía fuerzas en el descansillo del segundo piso— es que son de lo más insípidos».

Dirigió una ojeada furiosa a los tramos de escalera que todavía le quedaban por subir. «Y sus edificios tienen unas dimensiones descabelladas —agregó—. Seguro que su señoría la guerrera encuentra divertido obligarme a trepar escalones que me llegan a la rodilla».

Se preguntó si, de fingirse desmayada, algún criado la transportaría en volandas hasta la habitación. «Lo más probable —se desengañó ella misma— es que llamen a la gran jefa o su animal doméstico para que dispongan de mi persona. Tampoco es que importe. Nunca sufriré voluntariamente la humillante indignidad de ser trasladada en brazos de un humano o sus secuaces». Bastante penoso era ya soportar las palmadas en la cabeza. Algún día se vengaría y mordería una de aquellas manos, en cuanto pudiera permitirse el lujo de que le colgaran el sambenito de «artista temperamental».

«Olive, chica, muéstrate optimista», se dijo. Aquél era su lema siempre que convivía con los hombres. Por mucho paternalismo, crueldad o estulticia que derrocharan, convenía pintarse una permanente sonrisa en la faz. La celebración de hoy, comprendió la poetisa, constituía la primera recompensa tangible del grupo desde que la arrancaron de las garras del dragón.

En general, Olive se habría tachado a sí misma de imbécil por repartir con otros el botín que había sustraído de la guarida del reptil, mas en este caso había deseado agradecer a Alias su abnegación al rescatarla. Incluso perdonó a la mercenaria que la arrastrase como un saco de patatas durante su fuga.

«Para ser una humana —enjuició la halfling a la otra mujer—, tuvo una considerable perspicacia a la hora de buscarle las cosquillas a Mist». Se estremeció al recordar que, de no ser por la luchadora, todavía estaría prisionera en las cavidades de los Picos de las Tormentas, languideciendo hasta que la debilidad le impidiera ejercitarse en el canto. Entonces el dragón la engulliría, como un frugal aperitivo que le abriese el apetito antes de devorar el suculento plato de un rebaño de ovejas o un puñado de campesinos.

Tanto trastocaron a Ruskettle estas suposiciones que, tergiversando los valores, la invadió un ansia tremenda de comer un bocado. No obstante, la perspectiva de tener que encaramarse de nuevo a la escalera la disuadió de asaltar la cocina.

Salvó deprisa el trecho restante, en su afán de acabar cuanto antes, y avanzó en sinuosos zigzagueos por el pasillo de la Alcoba Verde. De todos modos, no había perdido tanto la sobriedad como para no observar las virutas que había diseminadas delante de la puerta.

Ella había colocado las astillas entre la hoja y el quicio, a la altura de su talle. Sería difícil que a este nivel las detectase un sujeto de mayor tamaño si, al abrir, revoloteaban hasta posarse en el suelo. Olive se representó en la imaginación la figura de un ser codicioso revolviendo sus pertenencias a la caza de tesoros.

La halfling era consciente de que el mago no había regresado y que el lagarto continuaba dormitando al amor de la lumbre. ¿El intruso sería la engreída y mandona Alias? ¿O quizás un extranjero?

La trovadora accionó el picaporte muy despacio, y entreabrió tan sólo una rendija. Aplicando el ojo a la hendidura, atisbó la almohadillada butaca diseñada para humanos que, junto a una mesita de té, se alzaba enfrente del lecho. Una solitaria candela de sebo iluminaba la estancia, y le permitió ver algo capaz de calentar el corazón de cualquier halfling, por muy frío que fuera. Un pequeño personaje, aposentado en el mullido asiento, contaba y recontaba altos montoncillos de delgadas, relumbronas y argénteas monedas.

Para advertirle de su presencia, Olive tosió ligeramente, según los cánones del protocolo. La menuda criatura levantó la vista. Una sonrisa amplia, lo más distante concebible de la humana, animó su semblante infantil. Era un varón halfling vestido de sureño.

—Excelente —dijo el huésped—. Empezaba a inquietarme la idea de que quizá no te cansarías nunca de escuchar beneplácitos.

—Una artista se debe a su público —fue la pomposa réplica de Ruskettle mientras, ya dentro del dormitorio, le daba un vistazo por si se había colado alguien más. No era así—. Aunque, ¡ay de nosotros!, hay auditorios que traicionan a quien alegra sus veladas.

—Hay auditorios y auditorios —respondió el otro.

—Muy cierto. Pero preferiría dejar esta discusión para otro momento más propicio. ¿Quién me honra con semejante despliegue de puertas forzadas y entradas furtivas?

El pequeño personaje bajó del sillón y se demoró unos segundos en alisarse el atuendo. Luego, estiró su mano y anunció:

—Puedes llamarme Phalse.

La poetisa cerró la puerta y dio un paso al frente. Estrechó la extremidad que le tendían en un seco apretón, al estilo tradicional de su raza.

—Phalse ¿qué? —inquirió.

—Por ahora habrá de bastarte el nombre de pila —contestó con una traviesa mueca el hombrecillo.

Olive notó que su visitante tenía unos ojos harto peculiares: azul oscuro lo que debía ser blanco, iris azul celeste, y pupilas, en vez de negras, del blanco azulado propio del hierro candente. «Debe de ser un efecto óptico de la llama», infirió la cantora.

—¿Eres tú Olive Ruskettle, compañera de la espadachina Alias?

—Viajamos en la misma dirección —respondió ella, trepándose a la cama e instalándose en el borde.

Phalse, entretanto, saltó de nuevo sobre la silla y se repantigó en los cojines, con las piernas atravesadas longitudinalmente en el que servía de asiento.

—¿Cuál es tu punto de destino?

—Lo sabré cuando llegue —contestó la trovadora—. Nosotros los bardos viajamos siempre de un confín a otro, almacenando información y difundiendo historias.

—Ya —se conformó el halfling—. Pues bien, tengo una historia para ti.

Con sumo cuidado, empujó una pila de monedas por la mesa del té a fin de acercarla a Olive. Ésta no podía apartar la mirada de los discos tras dictaminar, aun desde la cama, que eran de platino y no de plata. Tratando de evitar que la voz la delatase, afirmó:

—Me interesa cualquier relato.

—Eso intuía yo —repuso Phalse, con una picara sonrisa—. Refiere las aventuras de dos personas que «viajaban en la misma dirección». Una era una «mujer», y acompañaba a una hembra humana.

—¿Era la mujer bardo de profesión? —preguntó Ruskettle.

—Si eso ha de hacer la narración más amena, diremos que sí —respondió el recién llegado, a la vez que movía otro montón de monedas hacia la poetisa—. La citada hembra del género humano había hecho algo abominable. Estaba muy enferma: pesaba sobre ella un maleficio que nadie podía conjurar. Por fortuna, ciertos poderes querían capturarla y encarcelarla hasta hallar una cura a su mal.

»El conflicto estribaba en que, debido precisamente a la maldición, la mujer eludía ex profeso a estos poderes. En realidad, se dedicaba a matar a todos los agentes enviados con el objeto de restituirla a quienes estaban dispuestos a auxiliarla. La otra, la que era bardo, ignoraba todo esto y no sospechaba los peligros en que se había metido.

Una tercera pila de monedas pasó a reunirse con los otros dos.

—¡Qué horror! —dijo Olive, con el tono de voz aún calmo y los ojos fijos en las evoluciones del vil metal—. ¿Qué podía hacer la poetisa al enterarse de tales portentos? Presumo que la humana era mucho más corpulenta y fuerte que la dama consagrada al arte.

—Acertaste —la felicitó Phalse—. Pero, en mi fábula, un servicial forastero abordó a esta última y le regaló una sortija en la que había engarzada una piedra ambarina. —Torció la muñeca, y expuso un anillo de oro donde se incrustaba un cristal de aserrado contorno.

—¡Qué hermosura! —alabó Olive la joya—. Antes me ha pasado inadvertida. ¿Menciona también tu «fábula» cuáles son las virtudes del anillo?

—No con exactitud. Sólo se explica que el desconocido se lo entrega a la mujer-bardo como una prenda del agradecimiento de los poderes a los que antes aludía, a condición, eso sí, de que siga junto a la humana y la vigile discretamente.

—No adivino por qué una mujer, bardo o no, habría de permanecer a los talones de otra con tanto poder y que representa, además, una amenaza. ¿Se da la casualidad de que a esta mujer la escoltan un lagarto guardián y un mago?

—Eso redondearía la leyenda —convino el halfling varón.

—Yo, personalmente —opinó Ruskettle—, si estuviera en la piel de la trovadora interpondría la mayor distancia posible respecto de la hembra en cuestión, sobre todo una vez alertada de que la acecha el peligro. ¿Qué puede impulsar a la protagonista de tu historia a no desertar de inmediato?

—Uno sólo: quiere contribuir a la causa del bien, y ayudar a esos anónimos poderes a hacerse cargo de la mujer maldita antes de que cometa alguna atrocidad irreparable. La heroína es arrojada y lista, lo suficiente para manejar la situación.

Phalse empujó las pilas de monedas restantes hacia las que ya había desplazado. Una de las pilas se derrumbó en el proceso, y los finos discos rodaron por el suelo. El hombrecillo las dejó rodar libremente, sin interrumpir su musical tintineo.

Mientras contemplaba las piruetas del platino, Olive deliberó consigo misma. No tenía motivos para dudar de la veracidad del relato: varios incidentes la respaldaban. Alias misma había admitido que atentó contra la vida de un monje y más tarde, según ella misma había presenciado, estuvo en un tris de asesinar a un noble cormyta. «¿Quién sabe si ha perpetrado otros crímenes?», recapacitó. La «historia» explicaba también el empeño de la guerrera en encaminarse al norte, a Yulash, y evitar Westgate.

«Si la ruta de la gran dama conduce al calabozo y no a un tesoro, ésta es la ocasión idónea para empezar a ahorrar con vistas al inevitable período de vacas flacas —se dijo—. Por otra parte, ¡Alias conoce tantas y tan bellas baladas! Aunque, naturalmente, nuestras sendas habrán de dividirse en el futuro. La mercenaria canta demasiado bien, y lo hace gratis, lo que resulta muy poco profesional. Ya me acucian suficientes problemas sin añadir a la lista el de que mi guardaespaldas me haga la competencia».

—Si he de lucir la sortija en mi dedo —manifestó en voz alta—, antes debes comunicarme cuál es su cometido. No soy tonta.

—La alhaja permitirá que, a quienes te obsequian con ella, conozcan tu propia localización y, en consecuencia, la de la humana. De ese modo, los susodichos poderes la cercarán al unísono y su captura será menos…, menos tumultuosa.

—¿Es eso todo?

—Es, provisionalmente, más que de sobra.

—Dado que esas criaturas ignotas dominan las artes arcanas, ¿por qué no usan la magia para el rastreo?

—Se da la circunstancia de que, por causas singulares relacionadas con la mujer, ni ellas ni nadie pueden hacerlo.

—¿Cómo entonces supis… supo tu emisario de ficción dónde buscar a la cantora para proponerle el plan?

—La humana —aclaró Phalse— solía frecuentar unos lugares concretos. Se apostaron agentes, incluido el humilde mediador, en todos ellos.

—¿Y no podían insertar directamente la joya en el anular de la interesada? —interrogó la poetisa.

—No. Debe llevarlo la half…, la mujer que ejerce de bardo.

—¿Por qué está el extraño tan seguro de que la artista ambulante no se embolsará las riquezas que le ofrece y luego, en vez de realizar su tarea, se desprenderá del anillo y abandonará la compañía de esa peligrosa mujer?

—No lo está. Pero, de producirse tal contrariedad, los perseguidores de la hembra hallarán otro método de espiarlas a ambas. Cuando eso suceda, la trovadora comprenderá que debería haber cumplido su parte del pacto. La lástima es que será ya tarde, pues los esbirros que quizás hayan de mandar los poderes a arrestar a la prófuga y saldar cuentas con la traidora no son entes misericordiosos. Y, en lo concerniente al extranjero, no se sentirá inclinado a interceder en favor de la mujer-bardo.

La risueña mueca de Phalse se ensanchó como la de un gato, poniendo de relieve una boca repleta de afilados dientes.

—Tú no eres un halfling —exclamó Olive, sorprendida.

—Mi querida Ruskettle, confieso que tengo tanto de halfling como tú de bardo.

El inopinado huésped estiró tanto los labios que casi se le desgarraron las comisuras. Al fin reanudó su discurso, mientras la poetisa lo observaba con rostro inexpresivo.

—Me doy perfecta cuenta de que, para los seres con los que topaste hasta hoy, una cantora de la raza de los halflings no es sino una especie de milagro que sumar a sus experiencias. Mas el viajero avezado te identificará en seguida como una charlatana, y podría desacreditarte —insinuó.

—Canto, toco el yarting y compongo mis poemas originales —enumeró la otra con frialdad—. Me parece, por lo tanto, que el peso de la evidencia aplasta a mis detractores. No me amedrenta el escarnio malintencionado, y menos en el Valle de las Sombras, donde la población me ha prodigado parabienes.

Phalse inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.

—Bardo o no —dijo, sin abandonar su espantosa y desproporcionada sonrisa—, eres una halfling. Jamás conocí a ninguno que le volviera la espalda a una mesa atestada de monedas.

Olive guardó silencio. Le habría gustado rechazar la oferta de aquel tipo sólo para reemplazar su mueca por una de pasmo, y además no congeniaba con quienes la acusaban de tomarse a broma su oficio. Pero en el otro lado de la balanza había una colección de piezas de platino. No la seducían únicamente el color, el tamaño, la artística acuñación o su melodioso repiqueteo, sino la cantidad misma. «Uno puede sumergir las manos en todas esas monedas», habría dicho su madre.

—Eres un buen juez de mi pueblo —masculló, suspirando.

—Reza un proverbio clásico que «Un halfling nunca venderá a su madre como esclava. Nunca…».

—«Si puede alquilarla obteniendo mayores ganancias» —finalizó Ruskettle con tono acerbo, y se adelantó así a su pseudocongénere en el remate ingenioso. Aborrecía aquel chiste.

Phalse interpretó su colaboración como un asentimiento.

—¿Cerramos el trato?

Ruskettle necesitó unos minutos más para recapitular. Por lo que el emisario le había referido, no la perjudicaría pactar. Los amigos del falso halfling apresarían a Alias mucho antes de que ésta la desenmascarase.

Echaría de menos a la guerrera. Tendría que engatusarla para que le enseñara un buen número de odas en los próximos días, antes de que las alcanzasen los amigos de Phalse. Ya en su haber, las melodías serían de Olive y robustecerían su fama. La desagradable escena de hoy, en la que la guerrera le robó sin miramientos a su auditorio y luego se lo restituyó como un plato de carne ya cortada y masticada, no volvería a suscitarse.

También añoraría las correrías con compañeros tan singulares. Eran los primeros aventureros que no le adjudicaban el papel de cocinera. Pero no había que precipitarse. Quizá, si Akabar salía ileso del embrollo, viajarían juntos al sur.

La trovadora estaba persuadida de que los superiores de Phalse harían su trabajo pulcramente. Y Dragonbait sucumbiría defendiendo a Alias, aunque sólo los dioses eran capaces de entender el porqué. Olive no creía que su decisión afectara, a largo plazo, lo que el destino ya había predeterminado. No hacía, en el peor de los casos, sino acelerar la captura de Alias.

—Tras analizarla, he hallado fascinadora tu historia. Digna, y con creces, de su precio. Deja ahí la sortija y las monedas. La mujer-bardo no se separará de la hembra humana.

Akabar se despertó con la espalda dolorida después de haber pasado la noche en una postura forzada, sentado en un sillón. La claridad matutina iluminó las motas de polvo del gabinete de Lhaeo. El amanuense estaba en su escritorio copiando textos en pergamino, igual que la víspera, cuando el mago cayó rendido.

El encantador bostezó y se desperezó.

—Noble escribano, ¿es cierto, como presumo, que el erudito aún descansa?

—¡Nada de eso! —se escandalizó el empleado, a la par que ojeaba al nativo de Turmish—. Ha venido a esta sala y ha vuelto a irse. Se levanta con el alba, si es que llega a acostarse.

—¿Cómo? —chilló Akabar—. ¿Que se ha marchado?

—En efecto. Ha emprendido un largo periplo a los planos astrales. No lo has pillado por unos segundos.

—¿Por qué no me avisaste?

—Por una razón muy sencilla —respondió el escriba, estudiando al turm por sobre la montura de alambre—: no tenía firmado el documento de rigor.

La puerta saltó casi de sus goznes cuando Akabar la abrió de un violento tirón y la hizo rebotar contra el muro. Mas, como tantos muebles y objetos construidos mediante sortilegios, su quebradiza apariencia era ilusoria. Había resistido los embates de innumerables hombres más furiosos que el hechicero-mercader, y sobreviviría a otros muchos en el futuro.

Lhaeo chascó la lengua en actitud desaprobatoria en el instante en que Akabar traspasaba el umbral, sin molestarse en cerrar la puerta a sus espaldas. El amanuense trazó una figura en el aire con su pluma, observó cómo el acceso se cerraba sin hacer ruido, y se zambulló de nuevo en su labor.

El encantador descendió la colina echando chispas, blasfemando a diestro y siniestro. Recurrió a los dialectos de Calimshan y Thay a fin de completar la gama de invectivas, que volcó todas sobre la cabeza del sabio del Valle de las Sombras. La disponibilidad de los estudiosos parecía hallarse siempre en proporción inversa a su erudición. Dimswart no se había mostrado precisamente como un ser genial, pero sí como un grato anfitrión y una buena fuente de datos. «Elminster debe de ser el más docto adivinador de los Reinos —concluyó el turm—, dado que no hay forma humana de entrevistarse con él».

Cuando dejaba atrás el poste indicador donde nacía la vereda del caserón, el mago oyó una voz grave que parecía proceder del taller de la tejedora. La habría ignorado, inmerso como estaba en la cólera de la impotencia, mas percibió las palabras «Alias, la guerrera».

Se quedó inmóvil. No podía haberse confundido. Aquella voz le era desconocida pese a que, como experto comerciante, se jactaba de memorizar cuantas escuchaba con objeto de reconocer luego en cualquier sitio a sus clientes, y sus palabras se habían elevado con toda claridad por encima del alto seto trasero del taller. Debía de ser un lugareño haciendo la crónica de la pelea en el desfiladero entre Alias y el kalmari. Con su curiosidad exacerbada, el hechicero se sintió impelido a asomarse y ver a quién había hablado.

Mientras se encaramaba lo envolvió una exquisita fragancia de pan recién horneado, lo que hizo rugir sus tripas en abierta reclamación por no haber tenido oportunidad de digerir nada en doce horas. Oyó decir a la misma voz: «Pienso que no tardarás en comprobar que estás en un error», y, tras una pausa, oyó agregar: «No cuestiono tu discernimiento», antes de callar de nuevo. El intermitente monólogo llevó a Akabar a deducir que no era tal, sino que había un interlocutor que hablaba demasiado bajo para ser oído desde fuera. Al dar por fin con una brecha en la verdeante tapia, vio que sus suposiciones eran inexactas.

El hombre a quién había oído era delgado y de notoria estatura, más aún que el habitante de Turmish, con las manos inquietas y marchitas por la edad. Lo cubría una capa y, puesto que se había echado la capucha y estaba de espaldas al cerco, el mago no habría podido saber quién era aunque hubiera pertenecido a su círculo de amistades. Pero sí conocía a la otra criatura: se trataba de Dragonbait.

El hombre-lagarto estaba arrodillado en un banco, al lado de una tina de agua que debía de haber requisado para darse un baño. Una toalla marrón, afelpada, lo tapaba hasta el pecho.

El encapuchado estaba de pie al otro lado de la cuba. Preguntó algo al reptil, mas esta vez Akabar no captó sino los dos últimos vocablos: …«¿quedarse aquí?».

Lo que anonadaba al hechicero, además del hecho de que Dragonbait se ausentara de la posada para lavarse, era que el personaje del embozo estaba quieto y muy atento, como si estuviera a la escucha. Sin embargo, Dragonbait no emitía sonido alguno. El aroma de rosas de algún jardín vecino causó un impertinente picor en la nariz del turm. Se apretó las fosas nasales con sendos dedos a modo de pinzas, en una tentativa de ahogar el estornudo que ya afloraba.

—Puedo ser pródigo en mi ofrecimiento.

Luego la voz se redujo a un susurro, y sólo la última palabra llegó con claridad a oídos de Akabar: «casa».

El hombre-lagarto silbó, no con los labios como haría un humano, sino desde el fondo de su garganta. Lo que brotó en realidad fue una especie de grito jadeante, pero dio la misma idea de asombro que un silbido.

—Una vez que hayan desaparecido, serás enteramente libre —continuó el hombre, a la par que señalaba la toalla enrollada en el torso del lagarto.

Dragonbait dejó caer sobre el banco la prenda de felpa.

El mago, en su escondrijo, hubo de reprimir una exclamación para no ponerse al descubierto. Sobre el pecho del reptil había un diseño culebreante de unos símbolos que conocía muy bien. En idénticos y vistosos colores azules, los símbolos que exhibía Alias en su antebrazo estaban reproducidos, línea por línea, en el cuerpo del lagarto.

Sólo la distribución difería. Mientras que el tatuaje de la mercenaria consistía en una sucesión vertical de signos, los de Dragonbait llenaban los ángulos de un hexágono. En el vértice superior, el unificador dibujo de las serpientes se enroscaba en torno a un espacio vacío. En el sentido de las manecillas de un reloj estaba la marca de los Cuchillos de Fuego, los aros entrelazados por los que un día se había batido fieramente Zrie Prakis, los garabatos de Cassana, el distintivo pagano de Moander y, en fin, el indescifrable símbolo de las circunferencias concéntricas.

Akabar barruntó a toda velocidad: «¿Es éste el nexo que vincula al lagarto con la mujer? Si ella lo sabe, ¿por qué no me ha informado? Eso es una bobada: Alias no sabe nada. El reptil lo ha guardado en secreto; la prueba está en que ha venido hasta aquí para asearse. Debe temer que su amiga le retire su confianza si averigua que también él lleva su estigma. ¿Es de verdad un benigno acompañante que la ayuda a evadirse de sus adversarios, o un criado de éstos encargado de controlar sus movimientos?».

—¿De verdad no quieres venir conmigo? —dijo en ese momento el encapuchado.

Dragonbait siseó y meneó la cabeza en ademán negativo.

—Has escogido el camino más escabroso. Rezaría a Tymora para que te otorgase su gracia, mas no creo en la suerte.

Sin más, el hombre de voz cavernosa dio media vuelta para marcharse. Deprisa, el encantador abandonó de un salto su atalaya y echó a andar hacia la calzada a fin de disimular su espionaje y hacerse el encontradizo. No obstante, cuando hubo doblado el seto y hallado la portezuela, el hombre ya se había esfumado. Dragonbait, de espaldas, se enfundaba en una camisa de algodón de llamativos tonos verdosos.

Confundido por el súbito desvanecimiento de la figura embozada, pero deseoso de ver la reacción del reptil ante su no menos repentina presencia, Akabar lo saludó de manera casual, como si acabara de llegar:

—¡Dragonbait! ¿Qué estás haciendo aquí?

El lagarto se giró y se agachó, ostensiblemente a la defensiva. Con un respingo, el hechicero retrocedió. «No es ésta la conducta de un ser inocente», caviló, si bien se reservó para sí sus conjeturas.

—Hemos amanecido todos con los nervios de punta —fue su comentario frente al animal, procurando parecer desenvuelto—. Vengo de casa del erudito. Y los otros, ¿están en la hostería?

Dragonbait lo miró con resquemor, y asintió en un gesto lacónico.

—Entonces, te propongo que vayamos juntos.

El hombre-lagarto se obstinó en examinarlo en la misma actitud recelosa.

—No puedo dejarte haraganeando por los patios del prójimo —bromeó el turm.

Tenía la sensación de conversar con una pared y, por añadidura, una pared hostil. Los ojos del lagarto eran como los de un ofidio: lo observaban sin pestañear.

Al cabo de unos minutos de mutua inspección, Dragonbait se volvió hacia el banco y asió la toalla y la capa. El hombre de Turmish notó que había un objeto alargado y duro arropado en esta última. Tenía que ser la espada, especuló. Sin la más mínima muestra de afabilidad, callado como una tumba, Dragonbait pasó junto al humano y enfiló una calle hacia La Calavera Vetusta.

Mientras lo seguía a través del burgo, el mago reflexionó acerca de los pésimos modales de la criatura. Lo inquietaba el contraste con su comportamiento delante de Alias, que era el del payaso bonachón y hasta obsequioso. «Acaso haya atinado al representármelo como secuaz de un poder maléfico. Perturbado por su conferencia privada de hace unos momentos, se ha quitado el antifaz y mostrado tal cual es».

Si le contaba a la guerrera lo acaecido, sin nadie que lo avalase, ¿le haría ella caso? Seguramente no. La joven se había encariñado con el lagarto; su vecindad la hacía sentirse a salvo.

Había una prueba tangible de lo que había visto: las marcas grabadas en el pecho del reptil. ¿Debía utilizar eso? Obligar a Dragonbait a desnudarse sería una tarea ardua, quizás incluso sangrienta. Además, Akabar no estaba seguro de cuál sería la reacción de la muchacha. Podía interpretar la ocultación del tatuaje gemelo como un acto traicionero, pero también existía la posibilidad de que creciera todavía más su apego a aquel ser, alegando que compartía su desgracia. De empeñarse el mago en convencerla de que no era tal víctima, lo tildaría de envidioso o de paranoico.

Era preferible esperar, vigilar al sospechoso hasta obtener una evidencia incontrovertible de su culpa. «Claro que tal vez eso suceda demasiado tarde», se lamentó el turm.

Ya ante la puerta de la posada, le vino a las mientes otro tema que requería cierta consideración. Se trataba de la proyectada visita al sabio. Alias, obsesionada en llegar a Yulash, no demostraba interés en la misión que el mago se había autoencomendado respecto al estudioso del Valle de las Sombras, pero tampoco era fácil que la hubiese olvidado. Lo interrogaría acerca de los resultados. Después de su ineficacia la noche en que Dragonbait destruyó al kalmari, el encantador detestaba tener que confesar que había vuelto a fallar a la hora de conseguir la audiencia.

El encapuchado se deshizo del oscuro capuz y agitó la poblada y encanecida barba que había tenido aprisionada entre sus pliegues.

—Pronto ha desesperado nuestro huésped. Es decepcionante que no haya durado más que una noche —se burló.

Lhaeo alzó la vista y se encogió de hombros.

—Para ser un practicante de las artes arcanas, mucho se deja carcomer por la impaciencia.

—Ese defecto infesta a todo tipo de personas —sentenció Elminster, a la vez que se desabrochaba el disfraz y lo depositaba en la butaca que poco antes ocupaba Akabar. Se sentó y flexionó las cansadas piernas.

—¿Habéis recabado todos los detalles que precisabais? —inquirió el escriba.

—He reunido y juntado las piezas del rompecabezas. Pero el cuadro carece de cohesión.

—¡Caramba! —dijo con un resoplido el amanuense.

—Después de todo, no va a quedarme otro remedio que hacer ese viaje a los planos.

—¿Os preparo el equipaje?

—Todavía no —frenó el estudioso a su secretario—. Todavía podría haber un vuelco en los acontecimientos y volverse superfluos los fragmentos. —Un dolor incalificable penetró sus huesos, dándole a entender que tal pronóstico era erróneo—. Mientras tanto, saquemos de la bóveda algunos de los antiguos pergaminos de los arperos.

Lhaeo, obediente, salió del gabinete jugueteando con un manojo de enormes llaves. El sabio se encerró en su estudio a fin de investigar una de aquellas piezas sueltas que lo desconcertaban.

En La Calavera Vetusta, ajenos a las cábalas de Elminster, los cuatro aventureros se dedicaban cada uno a sus asuntos.

Akabar discurría sobre el símbolo cuyo significado continuaba sumido en el misterio y, también, sobre cómo tender una trampa a Dragonbait para que se delatara él mismo.

El lagarto, más introvertido aun que de costumbre, no explicó a nadie sus planes.

Olive, después de contar otras cuatro veces las monedas de platino, las repartió hábilmente entre los bolsillos interiores de su zurrón.

En cuanto a Alias, durmió toda la mañana y, al despertar por la tarde del último día del mes de Mirtul, lo hizo reconfortada y en paz.