13
El Valle de las Sombras
Al consultar sus mapas, Akabar dedujo que Alias había exagerado en los cómputos de tiempo y que llegarían a Yulash antes de lo previsto. Sin embargo, la experiencia de la mercenaria en las rutas del norte prevaleció sobre los datos cartográficos del documento comprado en Suzail. En el trazado del papel, por ejemplo, la calzada del Desfiladero de las Sombras al Valle de las Sombras discurría a través de un territorio despejado, mientras que en realidad era muy distinta.
El camino comenzaba a culebrear a la salida del paso y, al abordar los valles, subía y bajaba jalonando numerosos cerros. El paisaje era un placer para la vista. Al amparo del Gran Desierto gracias a una cadena montañosa, la región no se parecía en nada a las desoladas Tierras Rocosas del sur del desfiladero. Las colinas ofrecían al espectador un lujuriante panorama de verdes y de flores silvestres.
En la tarde de la tercera jornada transcurrida fuera del collado, una tormenta hizo que se extraviaran y desperdiciasen medio día de viaje. Cuando al fin se refugiaron en un recoleto valle, comenzó a caer una densa cortina de agua poblada de aserrados relámpagos.
Al día siguiente el aguacero continuaba, aunque remitió su ferocidad. Empapados en su insuficiente cobijo personas, caballos y abastos, el voto del grupo fue unánime: aligerarían la marcha hacia el Valle de las Sombras antes que volver a dormir en suelo húmedo, incluso si entrañaba cabalgar veinticuatro horas sin apenas descanso. Sólo Dragonbait se abstuvo de opinar.
En el crepúsculo amainó la lluvia hasta extinguirse, pero la luna y las estrellas permanecieron ocultas tras negros nubarrones. Los expedicionarios tiritaban, empapados y fatigados, pero no se detuvieron. Los albores de la aurora alumbraron las nubes, imprimiéndoles ribetes sanguinolentos, cuando cruzaron el antiguo puente sobre el río Ashaba y otearon al ansiado destino, la ciudad del Valle de las Sombras.
El burgo constituía el linde meridional de la comarca del mismo nombre. Olive divagó a su capricho en inconexos relatos sobre los millares de aventureros legendarios allí nacidos, establecidos o jubilados. Admitió no haber visitado personalmente el lugar, mas también afirmó que éste solía mencionarse en más baladas, romanzas y cantinelas de taberna que ninguna otra población de los Reinos.
Al circundar la Torre de Ashaba, Ruskettle tiró muy excitada de los ropajes del mago e insistió en que admirase una de las cúspides del edificio, cerca de su centro geográfico, con sus plataformas de aterrizaje para cabalgaduras aéreas.
Alias avanzó sin ni siquiera una corta pausa, demasiado extenuada para recrearse con aquellos portentos. Había estado ya en la ciudad, y la única maravilla que le interesaba era el lecho de La Calavera Vetusta, la posada.
De todas formas, le alivió ver la ciudad en pie y no derruida a consecuencia de alguna hecatombe. En siete años, desde que se disolvieron los Cisnes de Mayo, no había pisado el paraje, pero conservaba entrañables recuerdos.
Mientras atravesaban el cauce fluvial, la muchacha distinguió dos templos de construcción reciente. Por lo demás, la localidad estaba idéntica a la época en que los Cisnes habían rescatado a Alias de la servidumbre en Westgate y la habían llevado con ellos al norte.
Fue la más joven de los siete miembros, todas mujeres, que crearon la compañía, y se ganó a dedos su condición de luchadora. De no haber sido porque la escudaron las otras, la habrían rebanado en rodajas en la primera batalla. En tres temporadas, no obstante, se convirtió en una avezada espadachina, mientras la banda se ganaba el pan escoltando caravanas en el Bosque de los Elfos.
Unas absurdas desavenencias en torno a un hombre indigno enturbiaron la concordia y, tras la ruptura, cada una de las integrantes escogió su propia senda. Alias todavía las añoraba lo bastante para preguntarse que habría sido de ellas.
La guerrera había trabado amistad íntima con Kith, una muchacha de edad pareja a la suya. Era una mujer hermosa, tan seductora que la benjamina a su lado se sentía fea y torpe, y había sido como una hermana para ella. Hasta se practicaron el ancestral corte en los pulgares a fin de mezclar sus sangres. Alias trenzaba la melena castaña, larga y sedosa de su compañera, y fue ésta quien le enseñó a leer y escribir. Kith había asistido a cursos de magia en el Valle de las Sombras, bajo la supervisión de la bruja Sylune.
«Quizá vaya a casa de Sylune antes de irme —proyectó la aventurera—. Si me revela el paradero de su vieja alumna, buscaré a Kith en cuanto resuelva este endemoniado conflicto del tatuaje. Resulta tonificante acordarse tan bien de algo; las imágenes son igual de nítidas que si hojeara las láminas de un libro abierto. No hace sino un año que dejé a los Halcones, y sus facciones y apelativos se emborronan en mi memoria. Por el contrario, regresar a este burgo me ha ayudado a evocar mis peripecias con los Cisnes de Mayo».
—He aquí una excelente razón para entrar en la ciudad, aunque no nos pillara de camino —musitó la joven.
—¿Cómo dices? —indagó Akabar, frenando a su corcel junto a Conquistador. Olive, a lomo de Revoltosa, y Dragonbait, que conducía a su Relámpago, se habían rezagado un trecho.
—Nada, cosas mías —eludió responder la luchadora.
Aunque fuera temporalmente, deseaba guardar para sí el gozo de sus diáfanas remembranzas. El encantador no las comprendería, y ella no quería que las desmereciese la indiferencia de un tercero.
La Calavera Vetusta no había cambiado un ápice. Su consistente estructura de madera y piedra todavía se alzaba en tres pisos, con sus alineadas ventanas en la fachada del nivel superior.
Un olor a humo, entremezclado con los de arcilla y pan recién horneado, atrajo la atención de Alias hacia la casa contigua a la hostería. Era la tienda de Meira Lulhannon, ceramista y, claro, panadera. «Es curioso —recapacitó la guerrera—. El establecimiento perdura vívido en mi mente, pero no sus aromas. Pese a que no son intensos, lo lógico habría sido percibirlos e incorporarlos a los recuerdos».
Regentaba la venta Jhaele Silvermane, una humana afable y maternal que había reunido a los Cisnes de Mayo incontables veladas para compartir historias fuertes y rondas de alcohol que aún lo eran más. En la última estancia de la mercenaria en el local, Jhaele le anunció que su hijo la había hecho abuela, de modo que ahora la mujer debía de rozar la sesentena. Su cabello se había encanecido y los cercos de los ojos estaban más oscuros, pero la visitante no advirtió mayores síntomas de envejecimiento.
Si la hospedera reconoció a Alias, no dio muestras de ello. La muchacha, por su parte, no se sentía con ánimos de revivir los tiempos felices hasta dormir al menos diez horas y asearse. Tal fue el motivo de que, oculta bajo su capucha, se ciñese a inquirir si la Alcoba Verde, la Ónice y la de las Cálidas Llamas estaban disponibles. En La Calavera Vetusta cada aposento presentaba una decoración diferente y ostentaba su nombre particular, costumbre que, desgraciadamente, había desaparecido de las jurisdicciones civilizadas y superpobladas como, sin ir más lejos, Cormyr.
Jhaele informó a su huésped que las tres habitaciones se hallaban desocupadas y a punto. Miró a la mercenaria intrigada antes de guiar al grupo hasta la última planta, sin duda convencida de que era una cliente de antaño.
Ruskettle refunfuñó por la desorbitada cantidad de escaleras que había en los establecimientos de los humanos. Hasta Dragonbait resopló y gruñó en el ascenso. Alias, en contraposición, estaba radiante. Según su parecer, habían alquilado las mejores estancias de la posada.
Reclamó para sí la Alcoba de las Cálidas Llamas, un dormitorio con tres chimeneas en las que ardían otros tantos fuegos, crepitantes y acogedores. Akabar eligió la Ónice, provista de zócalos veteados. La trovadora arrugó la nariz ante las exuberantes naturalezas bordadas en los tapices que cubrían, en su totalidad, las paredes de la Verde.
—Habré de conformarme —declaró, derrumbándose en la vistosa colcha. A los pocos segundos se había sumido en un sueño profundo.
—Su habitación no tiene ventanas —indicó el hechicero a la muchacha, una vez que hubo cerrado la puerta—. Será fácil vigilar sus idas y venidas.
—Ésa es exactamente la causa de que la jefa de mi primera cuadrilla la reservara siempre —explicó Alias—. Entre nosotras había un par de especialistas en el escamoteo, y se la asignaba a ellas.
El turm sonrió, y previno a su acompañante:
—Si me he ausentado cuando despiertes, lo más probable es que esté entrevistándome con el sabio que nos recomendó Dimswart.
—Bien —respondió Alias entre un bostezo y otro.
—Que tengas dulces sueños —le deseó el mago.
—Lo mismo digo —contestó ella, y cerró su propia puerta.
Con Dragonbait acurrucado delante del hogar más grande, roncando a pleno pulmón, la guerrera se desvistió, se tendió sobre el colchón de plumas de ganso y se arropó en las mantas. Su vigilia no duró sino para percatarse de que volvía a llover, una pertinaz llovizna que la acunó hasta entregarla al universo onírico.
Al salir de su letargo, comprobó que había cesado el repiqueteo del agua en los cristales y que el sol se escondía en el horizonte de poniente. Se sentó con gesto pausado y se desperezó, flexionando las piernas entre las tibias sábanas y, en fin, regodeándose en las comodidades que podían obtenerse previo pago de nueve monedas de plata.
Ya más despejada, examinó su entorno. Las piezas de su indumentaria estaban extendidas al calor de las brasas. «Obra de Dragonbait —supo enseguida—. Pero ¿qué ha sido de él?».
La espadachina volvió a estirar sus extremidades, abandonó el lecho y recogió las prendas que iba a ponerse. Dos pisos más abajo se oía un tumulto de pisadas, gente que bailaba a juzgar por los rítmicos tamborileos. Se habían iniciado las festividades nocturnas en la posada.
Se embutió en los calzones, rígidos tras secarse. En vez de la camisola corriente, deshizo el hatillo y sacó otra nueva, por estrenar, confeccionada en lana de una tintura turquesa. Sus mangas se abrochaban en las muñecas, de tal suerte que escondían los antebrazos. Esta noche olvidaría sus sinsabores al menos durante unas horas.
El hombre-lagarto había sacado lustre a su armadura, mas estaba harta de lucirla. También olvidaría su profesión. Ni siquiera llevaría la espada; no la necesitaba para divertirse, beber, cantar y danzar. Además, en el Valle de las Sombras era un personaje conocido y no tenía enemigos.
Introdujo en la funda dura de la bota la daga que le quedaba. «Sólo por si surge algún juego», se engañó a sí misma. Tomó nota mental de que debía adquirir otra a fin de reemplazar la perdida, aunque incluso esto había de borrarse de su mente dentro de unos minutos. «Akabar se ocupará de reponerla», decidió.
Llamó a la puerta del mago. Nadie acudió, así que fue sola al salón comunitario. Olive estaba instalada en una mesa, en medio de una cohorte de parroquianos locales y con Dragonbait acostado a sus pies. La halfling se llevó las manos a la boca, con los dedos separados y curvados como si imitara unos colmillos, y luego abrió los brazos en toda su envergadura. Alias cayó en la cuenta de que refería a su público su lucha contra el kalmari.
Una súbita angustia se adueñó de ella. Aquella insensata podía hacer alguna alusión al tatuaje, ya que ni siquiera había tomado la precaución de exigirle silencio al respecto. «¡Necia, rematada cretina! —se insultó a sí misma—. ¿Cómo he podido fiarme del sentido de la oportunidad de la halfling?».
Hoy más que nunca la horrorizaba ser identificada como una mujer marcada, como un imán para el peligro.
—Tu amiga ha urdido una narración de las que hacen época —le cuchicheó una voz suave—. ¿En qué grado es cierta?
La aventurera se volvió hacia el hombre que había hablado. Era un joven guapo, de faz rasurada, vestido elegantemente, con el cuerpo flexible y ágil de un luchador. El único ornamento que lucía era un anillo de un metal encarnado, en el que había engastadas tres medias lunas de plata envueltas en llamas azules. Poseía el pulimento externo de la nobleza de los valles, el barniz del buen estilo sin gestos amanerados, aunque Alias detectó indicios de un acento occidental. Pronunció la «g» de «grado» en un tono más gutural que el autóctono de aquellos confines. «Es de Aguas Profundas», pensó la muchacha.
—Todo depende de lo que diga —repuso al caballero, circunspecta pero sonriendo—. Y de cuántas copas se haya escanciado, claro.
—Claro —repitió él, a la par que le devolvía la sonrisa—. Según la halfling, el Desfiladero de las Sombras ya no sirve de morada al monstruo del Trono de Hierro. Si es verdad, el pueblo de los valles os debe perpetua gratitud.
—¡Oh! —exclamó la guerrera—. ¿No os está contando cómo venció al engendro sin nuestro concurso, con su exclusivo talento y la magia de su voz de bardo?
Los labios del sujeto se ensancharon en una cautivadora mueca entre alegre y burlona.
—No —contestó—, ha confesado también que tuvo la ayuda de la espada de un antiguo dios bárbaro, un artefacto sagrado de Tempus, o así nos lo ha dado a entender. Bajo los incesantes apremios de la criatura acomodada junto a ella, le hemos sonsacado que tú y esa criatura misma participasteis en la heroica lucha.
Alias miró con afecto a Dragonbait. «Siempre está donde se lo necesita, que ahora es controlando a la trovadora».
—Tengo la impresión —prosiguió el hombre— de que, amén de forzar a la poetisa a compartir los méritos, el lagarto trata de impedir a toda costa que mencione algo específico. Su cháchara es la habitual entre los de su profesión: Dragones Rojos, Elementales y nupcias reales, pero en cada episodio que relata llega un punto en que el reptil le da un codazo y, por así expresarlo, hace que derive hacia otros derroteros.
La muchacha hubo de hacer un esfuerzo para no delatar su azoramiento.
—Todos tenemos nuestros pequeños secretos, y… ejem… y todavía no me has dicho tu nombre.
—Mourngrym. Mourngrym Amcathra —respondió el joven.
—Yo soy Alias.
El llamado Mourngrym hizo una grácil reverencia a la trotamundos.
—Como portavoz de los habitantes de los valles, te doy las gracias por librarnos de una bestia cruel.
—Las acepto de buen grado —declaró la mujer cortésmente, a la vez que bajaba la cabeza con modestia.
Pese a su aparente desenvoltura, en su interior la guerrera se sentía culpable. El kalmari, en parte, estaba en el desfiladero por ella. Sin embargo, le faltó ánimo para arruinar su momento de gloria aclarando la cuestión.
Hubo algo en el tono ceremonioso del joven que intrigó a Alias y la impulsó a indagar:
—¿Eres uno de los seguidores del insigne Doust?
—Gocé de ese honor hasta el año pasado, cuando el clérigo se jubiló. No es que fuera demasiado anciano para ostentar el cargo, mas deseaba dedicarse a su familia y a una vida más placentera. En la actualidad reside en Arabel.
—¡Oh!
Alias estaba perpleja. La noticia no había llegado a sus oídos, y no conseguía explicarse por qué. «¿Cómo puede ser que suceda algo tan trascendente, en un sitio además tan populoso, un evento que debería haber tenido las lenguas en activo durante meses, y que yo no me haya enterado? Seguro que me lo comunicaron —surgió la inevitable preocupación en su mente— y que se perdió en el mar de mi amnesia».
—¿Quién es ahora el señor del Valle de las Sombras? —preguntó a Mourngrym.
—Yo —repuso éste, con el mismo talante jovial.
La luchadora se sonrojó hasta la raíz del cabello.
—Disculpa —musitó el hombre—, creía que lo sabías. Si hay algo que precises, expónmelo sin reparos y veré qué puedo hacer. Será una prueba de mi agradecimiento.
Tenía al señor del Valle de las Sombras ante ella, ofreciéndole respaldo en cualquier adversidad que la acuciase, y sólo acertaba a pensar en la daga extraviada. ¡No iba a importunarlo con algo tan insignificante!
En la sala, un flautín acometió una tarantela acompañado por la percusión del tambor.
—¿Querrás ser mi pareja en este baile? —solicitó Alias tímidamente al escuchar los compases.
Se ensanchó aún más la ya embrujadora sonrisa del noble. Tendió a la mujer su brazo, y la condujo hasta el centro de la pista.
Los músicos tocaron con brío y entusiasmo, así que la joven disfrutó de cada instante. Mourngrym era un magnífico danzarín y, en cuanto a ella, hacía siglos que no se entregaba a un entretenimiento frívolo. Concluida la tarantela, su galán la escoltó hasta una silla.
—No es tan fácil seguir esos sones como manejar una espada, ¿verdad? ¿Qué te apetece beber, querida Alias, cerveza o vino? —Mientras hablaba, el dignatario hizo una señal al tabernero.
—Vino, por favor —eligió la guerrera, jadeante—. En mis años mozos podría haber bailado una docena de piezas de ritmo igualmente vigoroso sin inmutarme. Claro que, por entonces, no era tan afortunada con mis compañeros. En este local había una escasez crónica de hombres, y Kith y yo siempre acabábamos bailando una con otra.
—¿Kith? —preguntó Mourngrym.
—Era nuestra maga —aclaró la aventurera—. Hace tiempo, yo formaba parte de la Compañía de los Cisnes de Mayo. Guardábamos de eventuales enemigos a las comitivas que atravesaban el Bosque de los Elfos, y en invierno nos recluíamos aquí.
El posadero se plantó a unos centímetros del caballero y éste le pasó la orden de consumiciones.
—Una jarra para mí, Turko, y vino para la dama. Los Cisnes de Mayo —repitió, una vez que el posadero se hubo alejado—. Figuran en los Cuentos de Elminster, los cuales, por lo que veo, no sólo narran leyendas. El grupo se componía de seis mujeres, todas ellas temperamentales.
—Siete —lo corrigió Alias—. Yo era la benjamina.
—¿No era una hechicera la menor del clan? —inquirió Mourngrym.
—Tú te refieres a Kith —especificó la mercenaria—. Era medio año mayor que yo. Estudió una temporada bajo la tutela de Sylune.
—Sí, la bruja se refirió en una ocasión a tu amiga. O mucho me falla la memoria o no cantó exactamente sus alabanzas, pero los practicantes de artes arcanas suelen dejarse arrastrar por los impulsos.
—Hablando de encantadores impulsivos, ¿has visto al cuarto miembro de mi expedición?
—¿El que es originario de Turmish? —preguntó el joven—. Sí, bajó a la sala a media tarde y pagó a un zagal un águila de oro para que pidiera audiencia al sabio Elminster. Esperó hasta hace más o menos una hora, cuando volvió el emisario con la respuesta. El mensaje era, y cito las palabras textuales del erudito: «Traslada tu trasero a mi gabinete exterior y aguarda allí mi pláceme». Así pues, lo más probable es que tu mágico esté desgastando el suelo de la torre.
Volvió el tabernero con las bebidas.
—Por la buena suerte —brindó Mourngrym, elevando su recipiente.
—Por ella —coreó Alias antes de degustar su bebida, un vino rosado muy fresco.
La guerrera había llegado a la conclusión de que, debido acaso al maleficio, su paladar era incompatible con la cerveza. Después del sueño del Desfiladero de las Sombras, decidió optar por el vino. El líquido que le sirvió el ventero no podía compararse en calidad al de sus alucinaciones, si bien tenía un gusto agradable y cabía confiar en que su grado de toxicidad sería inferior.
—Pobre Akabar —dijo la muchacha—, ese Elminster debe de ser el estudioso local con quien tanto afán tenía en entrevistarse. Mi amigo posee un arraigado sentido de la responsabilidad. Me apena que, en aras del deber, no asista a la velada y se relaje un poco. ¡Ojalá no pierda su tiempo! ¿Es un buen sabio el que ha ido a visitar?
El noble casi se atragantó.
—¿Elminster? ¿Insinúas que te instalabas aquí en la estación invernal y, aun así, desconoces a tamaña autoridad?
—Fue hace siete años —se excusó Alias—. Ese individuo debe de ser nuevo en el burgo.
—Tanto como los Picos del Ocaso, y el doble de arrugado —aseveró el señor de Valle de las Sombras, escrutando receloso a su vecina—. Siempre estuvo en la región. Es juzgado el hombre más sapiente de los Reinos, y su celebridad traspasa además todas las fronteras. Él es el motivo principal de la continua afluencia de viajeros a mis dominios, pese a que ya no alquila sus servicios.
«¡Por los Nueve Infiernos, maldita seas! —se encolerizó Alias consigo misma—. ¿Por qué he de meter la pata y estropearlo todo? ¿Cómo es posible que recuerde todo acerca de este lugar y haya olvidado a alguien tan importante?».
Cabizbaja, susurró a Mourngrym:
—Me temo que padezco de ciertas lagunas de memoria.
—Como tú misma has dicho, han pasado siete años. Entonces eras casi una adolescente, y a esa edad no se fija uno en los venerables sabios y los de su clase —replicó con amabilidad el noble.
El flautín se lanzó a interpretar otra melodía, y ahora lo acompañaba Olive con su yarting.
—Esa canción sí que la recuerdo —afirmó la luchadora.
Se trataba de una tonada elfa, aunque la letra estaba en la lengua común. Versaba sobre el Obelisco, monumento erigido para conmemorar un pacto que, sellado trece centurias atrás, estableció una duradera paz entre los nativos de los valles y los montaraces elfos.
Ansiosa de olvidar su terrible momento de vacilación, la mujer entonó las primeras estrofas con voz clara y sonora. Las miradas de los clientes del establecimiento confluyeron en la espadachina, quien, al percatarse, paseó los ojos por cada uno de los parroquianos, dejándolos persuadidos de que cantaba para ellos. Alias reparó en Dragonbait, que marcaba el ritmo mediante suaves balanceos de la cola. Los únicos ojos que no vislumbró fueron los de Ruskettle. La mujer-bardo estaba volcada sobre las cuerdas de su instrumento, demasiado concentrada en el ir y venir de sus hábiles dedos como para observar a la otra mujer.
Cuando hubo terminado la actuación, la estancia estalló en aplausos. Alias se ruborizó y regresó a su mesa. «¿Qué especie de posesión demoníaca puede haberme instigado a destacarme de ese modo?», se escandalizó de su propia osadía. Siempre procuró, sobre todo en las ciudades concurridas, pecar de discreta antes que extralimitarse en la actitud contraria. Se estaba comportando como una niña. Intentó imputar al tatuaje su imprudencia, pero no se filtraban destellos de calor ni de luz a través de la manga.
El intérprete del flautín se encaminó al lugar donde estaba la pareja.
—Excusadme, muy digno caballero Amcathra. Señora —abordó a la guerrera—, os suplico que, si tenéis tiempo y no os supone mucha molestia, me escribáis la letra de esa balada. Era preciosa. ¿La habéis creado vos misma?
—No, la aprendí aquí. ¿Nunca la habías escuchado?
—No, señora. Un elfo me enseñó la melodía, pero me aseguró que no tenía letra.
—Pues yo la aprendí aquí —insistió, incómoda, la mercenaria.
—Algunos de estos viejos aires caen en el olvido si no se toma debida nota, ¿no es así, Han? —intervino Mourngrym.
—Sí, señor —convino el flautista.
—Pensaba que pertenecía al folclore de los valles —gruñó Alias, un poco frustrada.
—A él pertenecerá muy pronto, señora, si tenéis a bien satisfacer mi ruego. Con el texto y vuestro permiso, popularizaré la canción hasta el mismo Valle Escalonado.
—De acuerdo —se avino al fin la muchacha—. Prometo escribir los versos más tarde y dejárselos a Jhaele antes de irme.
—Me hacéis en verdad dichoso, señora —dijo pomposamente el maestro—. Perdonadme por mi atrevimiento.
Con una respetuosa inclinación de cabeza, el hombre regresó a su banqueta a fin de improvisar dúos junto a Olive. Mientras lo contemplaba, la guerrera detectó a Jhaele.
—Si no te importa, hay alguien a quien querría saludar —se excusó Alias.
—¡No faltaba más! —asintió de inmediato el joven Mourngrym.
La mujer fue al encuentro de la dueña de la posada. El noble, tras ojearla, se dedicó a observar a los artistas. Caviló que la humana era aceptable, quizás algo confusa pero de fiar. Sin embargo, un instinto le dictaba la conveniencia de no perder de vista a la halfling.
Alias se detuvo delante del mostrador, donde estaba Jhaele. Le sonrió y la otra le devolvió el cumplido aunque sin dar muestras de identificarla, por lo que la aventurera procedió a sondearla.
—Jhaele, ¿te acuerdas de la Compañía de los Cisnes de Mayo?
—¡Y tanto que sí! —La mueca risueña de la vieja patrona, ahora espontánea, inundó su ajado rostro—. Eran una pandilla de alborotadoras.
—¿Cuántas en total?
—Veamos… Dos luchadoras, un par de ladronas, la sacerdotisa y Kith, aprendiza de maga. Seis mujeres.
—¿No te acuerdas de mí?
La dueña del local sometió a Alias a un penetrante escrutinio.
—No podría garantizarlo. Los Cisnes recogían a veces a niñas extraviadas, pero no se ha asentado en mi memoria la imagen de ninguna. No obstante, a partir de hoy te tendré siempre presente. Tu cántico ha sido fantástico, me enorgullezco de que escogieras mi posada para ofrecernos la primicia.
—Jhaele, esa tonada me la enseñaste tú —protestó la muchacha.
—Me confundes con otra, jovencita —replicó la otra carcajeándose—. Nunca he sido capaz de cantar ni una sola nota.
La guerrera se sumó a la risa, en la creencia de que la hospedera le tomaba el pelo, mas la franqueza que leyó en sus ojos la perturbó. Con las mejillas encendidas, huyó por la puerta de la cocina. Jhaele la persiguió, si bien no pudo impedir que la espadachina desapareciera por una calleja lateral y se fundiera en la noche.
—Algo la corroe —masculló, y volvió al mostrador para atender a los parroquianos.
El sol se había puesto tras las distantes montañas de La Boca de los Desiertos, y el cielo se tiñó de un azul añil. La brisa vespertina soplaba fría, pero Alias estaba tan furiosa que no se apercibió cuando, dejando a su espalda La Calavera Vetusta, enfiló la calzada del este hacia el pasto comunal y el río.
«¿Qué es lo que sucede? —refunfuñó para sus adentros—. Yo no era ninguna huérfana descarriada que acogieron por compasión los Cisnes de Mayo. Integré sus filas como la primera durante tres temporadas».
Una cosa era que el nuevo señor tuviera una vaga noción de quiénes habían configurado la cuadrilla, y otra muy distinta que Jhaele Silvermane, en cuya compañía Kith, Belinda y ella habían pasado más de un centenar de veladas a lo largo de los dos inviernos que pernoctaron en su albergue, la hubiera borrado de su mente. La mesonera había destilado licores en exclusiva para ellas y les había enseñado obscenas canciones sobre los hombres en general y ciertos aventureros en particular. Y, por descontado, fue Jhaele quien, a fuerza de repetirla, le metió en la cabeza la oda al Obelisco.
—¿Cómo puede haberme olvidado? —rabió la joven, fuera de sus casillas.
La ira se metamorfoseó en decaimiento. La garganta de la luchadora se constriñó, las lágrimas se agolparon en sus ojos, y hubo de aspirar con energía al entrecortársele el resuello.
«¿Qué le reprochas a Jhaele, si tú ni siquiera sabes quién es Elminster? —la acusó la conciencia—. Oyendo la descripción de Mourngrym, se diría que ese erudito es el puntal y eje del Valle de las Sombras. Dado que la población no es muy grande, debí de tropezarme con él en un sinfín de ocasiones. Y, aunque no fuera así, al parecer debería haber conocido su existencia, puesto que su fama sobrepasa los estrechos confines de este territorio».
Quizá, continuó recapacitando, el noble exageraba el renombre del estudioso. En cualquier caso, él no gobernaba el lugar siete años atrás, ni vivía tampoco allí, de manera que tenía que ignorar si Elminster ya lo habitaba. Nada tendría de raro que los Cuentos que había mencionado Mourngrym fueran eso, relatos de ficción sin más que unas gotas de realidad. «¿Cómo si no podría el autor referir la historia de los Cisnes de Mayo y dejarme fuera? ¿Cómo osa excluirme?».
Después de dejar atrás una docena de edificios en el centro del burgo, agotada por sus devaneos, Alias consideró la posibilidad de regresar a la posada y acostarse. Abrigaba la secreta esperanza de que, al despertar, descubriría que los desengaños de la tarde habían sido fruto de otro sueño. «Antes desaparecería el tatuaje», se ridiculizó a sí misma, y siguió caminando.
Pasó junto a la casa de Tulba, la tejedora. En el chaflán se iniciaba una senda trillada, que desembocaba en la falda de un montículo herbáceo llamado también La Calavera. Apenas distinguió el desvencijado poste en el linde de la vía. El rótulo señalizador consistía en una media luna invertida y una bola que flotaba entre los cuernos.
Alias avanzó un par de zancadas para investigar mejor la señal. Debajo del símbolo, en lengua común, un aviso rezaba: «Prohibida la entrada. Quienes violen la regla deben notificar al pariente más próximo. Que tengáis un día dichoso. Elminster».
La aventurera recorrió el camino con los ojos hasta el cerro, donde la trocha culminaba en una vivienda semirruinosa que, ladeada, colgaba en difícil equilibrio de la vertiente. Era una torre, pero habían construido tantos anexos, tantas dependencias adosadas o superpuestas, que era imposible imaginar la forma original. Sólo una aguja de sólida piedra se imponía en el conjunto, alzándose tres pisos por encima de los añadidos. Unos densos emparrados de kudzu florido tapizaban las múltiples fachadas.
La guerrera había reconocido cada una de las edificaciones dejadas atrás, desde el comercio de la ceramista Lulhannon hasta el de la tejedora, mas el sendero y el indicador no hallaron eco en su mente. Nunca antes lo había visto; jamás, en ninguna de las innumerables veces que había tomado aquella ruta. Era verosímil pasar por alto a un erudito, el cual podía haberse recluido en su hogar a fin de aislarse del gélido ambiente invernal. Pero era imposible hacer caso omiso de la torre.
El camino podía haber sido desbrozado y aplanado en el período de un año; la señal, al albur de la intemperie, quizás había envejecido en siete lo bastante para presentar su aspecto deteriorado, mas la mole era auténticamente vieja. Y el kudzu, silvestre, había tardado siglos en adquirir sus actuales altura y exuberancia.
«A lo mejor había en este paraje más árboles, que obstaculizaban la visión —meditó—. Mas, de ser así, habría visto la casa desde la cumbre de La Calavera, que solía escalar con Kith».
En un arranque de excitación, se le ocurrió de pronto si Cassana y compañía no tendrían buenos motivos para escamotear la figura de Elminster de sus remembranzas. Cabía en lo probable que este erudito la esclareciese mejor que su colega Dimswart acerca de los símbolos del tatuaje. Impelida por una nueva determinación, y despreciando la advertencia del cartel, se internó en la vereda con el propósito de unirse a Akabar en su espera.
Al llegar ante la puerta del caserón, llamó con varias aldabadas. Aguardó unos minutos sin que saliera nadie, pese a que se columbraban luces tras las ventanas superiores de la torre. Convencida de que la morada no estaba desierta, Alias vociferó un «hola» atronador y golpeó de nuevo la gruesa pieza metálica. Una sombra cruzó las vidrieras iluminadas. Transcurrió un lapso prudencial, pero nadie contestó ni bajó a franquearle el acceso.
Con una incipiente inquietud, accionó sin éxito el picaporte. Rodeó el perímetro del edificio a la búsqueda de otras puertas, y hasta probó suerte en una ventana, pero lo halló todo atrancado. Entre resoplidos, dio media vuelta y desanduvo lo andado.
Ya en la encrucijada, giró al este y se dirigió a la bifurcación de la izquierda que bordeaba la orilla meridional del río Ashaba.
—Daré con alguien que sepa quién soy —se empeñó—. Sylune se acordará de mí. Aunque apenas nos conocimos, la bruja era de las que no olvidaban una cara.
En su precipitación, fue sorda a las voces que retumbaban a su espalda, en el interior de la torre.