* Carla
Lo primero que ve cuando se despierta Carla es a una mujer inclinada sobre ella. Su rostro no tiene nada de especial, hasta que sonríe. Y es una sonrisa llena de luz.
El policía está allí también. Parece estar bien, después de todo, aunque tiene la cara roja y el cuello amoratado. Carla recuerda haberle salvado la vida. Se alegra de ello.
Hay llamadas de teléfono, varias. Carla no es demasiado consciente de lo que sucede. El policía habla, y la mujer también.
Estoy en shock, piensa. Se abandona a ello.
Después ambos la conducen por unos túneles antiguos y malolientes. Hay un niño, que viaja con ellos. Todo tiene la tonalidad evanescente de un sueño. A pesar de que se arrastran por lugares terribles, Carla se siente a salvo. Ya vendrán las pesadillas, ya habrá tiempo. Ahora sólo se siente flotar, como si el camino hacia la luz del día lo estuviera haciendo a bordo de una alfombra mágica.
A mitad de camino se encuentran con dos policías y un paramédico, que se vuelcan en atenciones con ella, le echan antiséptico en las heridas, le cubren los hombros con una manta, le dan líquidos. Le arrancan del lado del otro policía, el grande y ancho —no es que esté gordo—, de la mujer y del niño. La llevan hasta una escalerilla. Al otro lado se escucha la calle, la vida normal, la libertad. El final.
Carla se niega a subir, se retuerce, se agarra a la escalerilla.
—Quiero ir con ellos —dice, señalando hacia atrás—. Son los que me han salvado.
La mujer pequeña se agacha para abrazar a su hijo y le hace un gesto al policía grande, señalando hacia Carla. El policía grande niega con la cabeza. Ambos parecen discutir durante unos instantes. Al final el policía grande se encoge de hombros y se acerca hacia Carla.
—¿Cómo se llama? —pregunta ella.
—Jon Gutiérrez, señora Ortiz.
—Gracias por salvarme la vida.
—Lo mismo digo, señora. Estamos en paz.
—A usted le han pegado dos tiros por mi culpa. Creo que sigo ganando.
Jon se da la vuelta y señala los dos agujeros en su camisa.
—Esto en Bilbao son dos perdigonadas. Con el chaleco no creo que dejen ni cardenal.
Carla quiere reír, aunque apenas alcanza a esbozar una sonrisa.
Señala arriba, al círculo de luz, en el que se recortan un par de cabezas expectantes.
—¿Está esperándome?
—¿Su padre? Le hemos avisado, sí. Seguramente esté ya ahí arriba. Estamos cerca de su casa.
Carla piensa en qué le dirá cuando le vea. En si se atreverá a echarle en cara su traición, su cobarde traición como padre.
No estarán solos. Puede escuchar, a lo lejos, los flashes de los fotógrafos, las crónicas improvisadas de las reporteras, hablando a las cámaras en directo. Al fin y al cabo, sólo están a tres metros del suelo. Y una vida de distancia.
Avergonzarle en público. Ésa sería la mejor venganza, sin duda.
Pero también significaría destruir mucho y a muchos.
—¿Está listo para ser famoso? —le pregunta a Jon.
—Ya he sido famoso, señora. Pero para mal. No le niego que me vendría bien un poco de buena prensa.
—Pues suba usted primero, inspector. Y cuando esté arriba, ayúdeme a salir, páseme un brazo por el hombro y acompáñeme hasta mi padre.
Jon asiente, educado, y comienza la ascensión. Carla le sigue.
Aún no sabe qué le dirá a Ramón Ortiz.
Pero le quedan unos metros para decidirlo.