15 Una garita

Diez mil euros después, Tomás y Gabriel, que así se llaman los guardias, resultan ser encantadores. Tomás, el cincuentón de barba de tres días, les conduce al interior de la garita, mientras que Gabriel se queda fuera, encargándose de la barrera. La garita es mucho más grande de lo habitual, y resulta ser sólo la antesala del lugar al que Jon y Antonia necesitaban acceder.

—Vengan por aquí, por favor —dice, abriendo una puerta situada al fondo. Unas escaleras llevan a un subnivel soterrado bajo la entrada. Ahí encuentran taquillas, una zona de descanso, duchas, un pequeño gimnasio.

—¿Quieren un café?

Jon sí se tomaría uno, gracias. Antonia un té, si hubiera. Hay. Tomás prepara las infusiones en una máquina similar a la que encontrarías en la zona de desayunos de un hotel de cinco estrellas.

—La verdad, no nos podemos quejar. Aquí nos han puesto todas las comodidades. Antes trabajaba en un hipermercado. Día sí, día también gresca con los gitanos metiéndose cosas debajo de la camiseta. Que no pasa nada con los gitanos, algunos de mis mejores amigos son gitanos, pero…

Jon le interrumpe antes de que acabe de ahorcarse.

—Tiene usted aquí un buen puesto de trabajo.

—El mejor que podría encontrar. Y más con mi edad.

—Entiendo que no quiere arriesgarse a perderlo.

Tomás les da las tazas humeantes. Se sirve él otro café.

—Soy muy viejo para encontrar otro trabajo. Y tengo dos hijos en la universidad.

—¿Sabe lo que pasó el otro día en el chalet de Los Lagos?

Tomás aparta la mirada.

—El trato era que les enseñaría las imágenes. Nada más.

—Necesitamos su ayuda, Tomás —dice Antonia.

En veinte años de policía, Jon ha interrogado a muchas personas. Los ha visto de todos los colores, formas y tamaños. Los que no quieren hablar por miedo, los que se cierran en banda y hacen del silencio un orgullo, los que mienten para librarse de algo… y los que se mueren de ganas de hablar. Estos últimos te dicen cosas como:

—No sé si puedo confiar en ustedes.

Y tú tienes que darles confianza, entregarles algo a cambio.

Así que Jon mira a Antonia. Le pide permiso. Antonia asiente con la cabeza.

—Tomás… nosotros no somos policías ordinarios.

—No lo entiendo —dice el hombre, desconcertado—. He visto su placa, y es de verdad.

—Es de verdad. Pero nosotros no somos como los demás.

—De eso me he dado cuenta. Los demás no van regalando fajos de billetes de cien.

—Lo que nos cuente no se va a usar en un juicio. Ni quedará registro alguno. Hay una persona que necesita ayuda. Y hay alguien a quien hay que hacerle justicia. Usted sabe lo que pasó aquí, Tomás.

El vigilante agacha la cabeza. Resulta que, en cuanto abandona las Posturas Clásicas número 1 y número 2, Tomás es un hombre decente. Uno que se avergüenza de lo que sus jefes le han mandado hacer. Que es callarse, mirar para otro lado, si te he visto no me acuerdo y aquí no ha pasado nada. Muy sencillo de decir, algo menos de hacer. Imposible que salga gratis.

—Sí. Lo sé.

—¿Cuánta gente más lo sabe?

—Gabriel y yo. El supervisor. Y la gobernanta de los Trueba. Ella fue la que entró en el salón y vio al niño.

—Y luego le llamó a usted. Y usted llamó al supervisor.

Tomás asiente.

—Yo estaba acabando mi turno.

—¿Es eso normal? —pregunta Jon—. ¿Es normal que una empleada le llame a usted, en lugar de a la policía?

El hombre calla, avergonzado. Su rostro está congestionado, sus manos agarran la taza como si fuera el último salvavidas del naufragio.

—Tomás —dice Jon, suavemente, animándole a continuar.

—En esta urbanización las cosas se hacen de otra forma. No es un lugar peligroso, los promotores se han cuidado mucho de no venderle a cualquiera. Tiene que estar muy claro de dónde procede el dinero. Ha habido rusos y colombianos que han querido venir. Les dijeron que no. Pero aun así, los que están aquí son gente especial. Con necesidades especiales.

—¿Ha habido incidentes antes?

—Nunca tan graves como éste. Ni por asomo. Pero la consigna siempre ha sido calla y no preguntes.

—Y esta vez hizo lo mismo.

—No me pagan para encargarme de estas cosas.

No, piensa Jon. A quien le pagan para ello es a mí. Tú y todos los españoles.

No dice nada. Tampoco iba a servir. Ni es él quién para abanicarse con la Constitución, artículo 24.

Me estoy volviendo un cínico, piensa. Y le da igual, claro. En eso consiste.

Lo único importante es encontrar a Ezequiel.

—¿Había alguien esa noche en el chalet de Los Lagos?

—No. Terminaron la casa hace seis o siete meses, pero aún no se han instalado. Apenas han venido por aquí. He oído que viven en un chalet en Puerta de Hierro.

—¿Sabe si tenían previsto mudarse?

Tomás sacude la cabeza.

—Normalmente los residentes dan una gran fiesta de inauguración cuando abren la casa. Nosotros siempre nos enteramos, claro. Si invitan a cien personas, tenemos que tener antes los cien nombres y las matrículas que hagan falta. Si no, no pasan.

—¿Y no ha visto a la familia por aquí?

—En mi turno nunca les he visto. Pero yo empiezo a las ocho de la tarde y termino a las ocho de la mañana. Una vez vino una asistente con el decorador, tenían que cambiar el suelo de la cocina porque no les gustaba el color, creo. Vinieron muy temprano, por eso lo recuerdo.

Tener una casa de veinte millones de euros y no pisarla. Eso es poderío.

—¿Y el servicio de limpieza? ¿Viene a menudo?

—Todos los días —afirma Tomás—. La casa tiene que estar impoluta, aunque no viva nadie en ella. Entran a las siete de la mañana, la hora a la que se van no la sé. Supongo que a las tres, es la jornada habitual aquí.

—De acuerdo. Vamos a esa noche. ¿Hubo algo que le llamase la atención? ¿Cualquier cosa que no fuera normal?

—No, me temo que no.

—Está bien —dice Jon—. Supongo que tendrá la lista de entradas y salida de su turno. Necesitaré ver eso, y también las grabaciones.


El sistema de vigilancia resulta ser una maravilla. Una auténtica obra de arte de alta tecnología. Alrededor de todo el perímetro de La Finca hay sensores de movimiento.

—Por supuesto, los tenemos apagados —dice Tomás—. Si no, estarían saltando todo el rato. Por los conejos.

Además del área de descanso y del resto de áreas del personal, el subnivel contiene una habitación dedicada a la monitorización de la urbanización. Diez monitores que van rotando las imágenes de cuarenta cámaras de seguridad. Hay otros dos sobre la mesa, uno suministra la información de los sensores de movimiento (apagado, también).

—¿Hay muchos conejos?

—Muchísimos. Antes todo esto era campo.

—No se crea que nos ayuda esto.

—Es un sistema redundante. No necesitamos los sensores de movimiento. Tenemos los de infrarrojos. Y con ésos salta una alerta visual, no una que nos destroza los tímpanos. Además, está regulada de forma que nada que pese menos de veinte kilos los haga saltar.

—Pero no hubo ninguna alarma de los infrarrojos aquella noche.

—Me temo que no. Por lo que al sistema respecta, no hubo ninguna intrusión.

—Las cámaras están todas apuntando hacia fuera, ¿verdad? —dice Antonia, que apenas ha intervenido desde que llegaron.

—Claro. Todas las calles del interior de la urbanización son privadas. No se puede grabar dentro.

—Entonces la única grabación que necesitamos es la de la puerta de acceso.

—Ponga ésa, si es tan amable, Tomás —dice Jon, y mientras el vigilante busca en el disco duro el archivo correspondiente, Jon se vuelve a Antonia—. ¿Por qué no las demás?

—Si Ezequiel entró saltando las vallas con el cadáver de Álvaro, tuvo que hacer saltar la alarma de infrarrojos.

—¿Y si el sistema falló?

Antonia se encoge de hombros.

—Cuarenta cámaras perimetrales, con un margen de tiempo de cinco a seis horas cada una. Tardaríamos diez días seguidos sin dormir, ni comer, ni hacer nada que no fuera mirar la pantalla.

—No tenemos tanto tiempo —dice Jon.

Carla no tiene tanto tiempo.

—Por eso vamos a apostar. Según Aguado, la víctima murió entre las ocho de la tarde y las diez de la noche.

—Sabemos que tuvo que trasladar el cadáver. Así que las ocho de la tarde es un buen comienzo.

Antonia le pide a Tomás que ponga la grabación en los diez monitores, sólo que a horas distintas. El de más arriba comienza a las ocho de la tarde, el siguiente a las nueve, y así sucesivamente. El último comienza a las cinco de la mañana.

Tal que así:

20 | 21 | 22 | 23 | 00

01 | 02 | 03 | 04 | 05

—Cada vez que aparezca un coche en alguno de los monitores, paramos la grabación y comprobamos con el registro de entrada —le explica a los otros.

—Es muy buena idea —dice Tomás—. En lugar de tardar diez horas en ver la grabación, tardaremos una.

Tardan mucho más, porque cada una de las entradas obliga a una parada y una comprobación en el registro de entrada, lo que lleva su tiempo. Y hay decenas, sobre todo entre las ocho y las once de la noche.

Están buscando una anomalía. Algo inusual. No encuentran nada. Con la excepción de un par de taxis y varios Uber, todos los que entran son coches de residentes, o amigos de los residentes que éstos habían autorizado para entrar. Habría que comprobar personalmente cada uno de los nombres de los autorizados, pero eso requeriría de días y mucho personal.

Por eso los asesinatos son tan difíciles de investigar.

Tres horas después, la línea de tiempo se está acabando. Y ellos están agotados. En los monitores de arriba sigue entrando gente, llegando a sus casas después de su jornada, o de cenar con su familia. En los de abajo, apenas hay movimiento.

De pronto Antonia se endereza. Señala al monitor central de la final inferior.

—Ahí. Ese taxi.

Es un Skoda Octavia, el taxi más común de la ciudad de Madrid. Llega con el número cero puesto en la luz del techo. Lo habitual cuando van a recoger a alguien a mucha distancia.

Según se aproxima el taxi, la imagen muestra cómo Gabriel lo deja pasar, sin preguntar.

El código de tiempo marca las 03.52.

—¿Qué tiene de especial?

—Ya hemos visto antes ese taxi —dice Antonia—. 9344 FSY. Llegó a las diez y media de la noche. Y venía a dejar a alguien.

Así es. Una rápida comprobación rescata las imágenes de la llegada del taxi, con la tarifa 2. Ahí se ve cómo Tomás se agacha para preguntar al taxista algo, y enseguida le deja pasar. Las imágenes son cenitales, el ángulo desde arriba no permite ver la licencia en el costado.

—¿Recuerda ese taxi, Tomás?

El vigilante les mira, confuso.

—No… No recuerdo nada. Probablemente me agaché para hablar con él y preguntarle dónde iba, me daría una dirección y un nombre y eso fue todo. Es lo que hacemos siempre con los taxis. Y más en hora punta.

Es cierto. Las imágenes muestran como el taxi es sólo uno de una docena de coches que aguardan para entrar en La Finca, mientras unos agobiados Gabriel y Tomás van haciendo lo que pueden. Los ricos nunca han destacado por su paciencia.

Lo que no muestran las imágenes que tienen es ni al conductor ni al pasajero.

—Hay otra cuestión importante. ¿Quién conducía el taxi? —le dice Jon a Antonia—. ¿Tiene un cómplice, o sólo alguien que pasaba por ahí?

Ni Tomás ni Gabriel recuerdan nada del conductor. Sólo otro taxi anónimo, inadvertido. Pasando impunemente por la barrera, como tantos cada día. Puede que hayan encontrado el modo en el que Ezequiel ha entrado. O puede que sea sólo una coincidencia.

En otras palabras, que no tienen nada.

Y el tiempo sigue corriendo para Carla Ortiz.

Reina Roja
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