16 Una mala noche

Jon deja a Antonia en el hospital.

El resto de la noche transcurre muy despacio.

Es tarde para llamar a la abuela Scott, y está demasiado excitada para dormir. No es capaz de desconectar del caso de Ezequiel, ni quiere hacerlo. Repasa una y otra vez todos los ángulos, todas las informaciones. No hay nada que pueda hacer. Han pasado a Mentor lo de la matrícula del taxi para que le haga llegar la información a Parra —usará, como siempre, el truco de que parezca que la envía un tercero, como la UCO o el CNI—, pero Antonia sabe que será un callejón sin salida. Así que aproxima el sillón a la cama y se agarra a la mano derecha de Marcos, como en las peores noches, y se limita a contemplar la pared y concentrarse en el sonido del electrocardiograma.

A las tres de la mañana entra un email de la doctora Aguado.

Para: AntoniaScott84@gmail.com

De: r.aguado@europa.eu

 

Scott:

Por la distancia entre el codo y la muñeca, y la proporción respecto a la altura del habitáculo del Porsche Cayenne, calculo que Ezequiel es un hombre de entre 1,75 y 1,85. Ojos marrones, edad indeterminada. Llámeme cuando pueda, me gustaría hablar de esto.

También he conseguido realzar lo suficiente la fotografía que tomó el inspector Gutiérrez, y he logrado aislar el tatuaje. Lo tiene en el archivo adjunto. Es parte de una especie de escudo o icono que no consigo identificar.

Saludos,

Dra. Aguado.

Antonia llama inmediatamente a la doctora.

—No la esperaba a esta hora.

—No tenía nada mejor que hacer.

Aguado le explica que ha enviado la fotografía del tatuaje a un centenar de establecimientos de España que se dedican a este negocio.

—Es una posibilidad muy remota. Les he pedido que me ayuden a identificarlo, con la excusa de que se trata de un caso de violación. Eso echará atrás a muchos, pero hay un buen número de artistas que son mujeres. Quizás alguna pueda ayudarnos.

La maniobra es tan desesperada que no llega ni a clavo ardiendo. Pero tampoco tienen para escoger.

—Hay otra cosa que le quería comentar —dice Aguado—. No me he atrevido a ponerla por escrito, no me parecía profesional. Basándonos en la evidencia, no he conseguido gran cosa de la fotografía, por eso he escrito edad indeterminada. Pero cuanto más miro la imagen, más convencida estoy de que ese hombre ronda los cincuenta años.

—¿En qué se basa?

—En nada científico. La postura, la complexión física… Por eso quería explicárselo. La intuición nunca ha servido como prueba. Pero hay cosas que una simplemente sabe. Y si no me equivoco y es alguien de esa edad, sería muy extraño.

Antonia medita durante un instante sobre la intuición de la doctora Aguado.

La mayoría de los asesinos en serie comienzan su macabra carrera antes de los treinta años. Es una consecuencia natural de la secreta escalada de violencia que va desarrollándose en sus vidas. Se han escrito incontables páginas sobre ellos, se han rodado decenas de películas y series de televisión, hasta convertirlos en villanos característicos, confiriéndoles una mística particular que el público ha llegado a considerar manejable: la infancia rota, la tortura de animales, la fascinación por los incendios, la necesidad de satisfacción sexual. Todos esos detalles se dan a veces en los asesinos en serie, y muchas otras no. La simplificación es fruto de la sociedad reaccionando a algo que no comprende, dibujando una caricatura encima de una realidad cotidiana. Sólo en España hay más de un millón de psicópatas. Muy pocos de ellos llegarán a matar, muchos llevarán unas vidas aparentemente normales. Felices en su puesto de director de recursos humanos, de ministro, de propietario de un bar. Si llegan a causar mal será a pequeña escala, no será nunca llevado a una película.

De muchos otros nunca sabremos nada. O sabremos cuando sea muy tarde. Luis Alfredo Garavito tenía cuarenta y dos años cuando le detuvieron. Un mendigo le apartó a pedradas de un menor al que estaba agarrando. Ya había matado a otros ciento setenta niños en sólo seis años.

La triste realidad es que la ciencia está aún empezando a poner el pie en el umbral de la mente humana. Una cueva de kilómetros de profundidad.

La triste realidad es que no les entendemos.

—¿Sigue ahí, Scott?

—Sigo aquí. Estaba pensando que es una edad muy tardía para iniciar este comportamiento.

—Lo sé. Eso lo hace todo más extraño. A no ser que haya sufrido una ascensión muy lenta, u oculta a la vista de la gente, llegado a esta edad tendría que haber dado manifestaciones anteriores de violencia extrema.

—No es la primera vez que una persona aparentemente modélica comete un crimen inimaginable. Piense en los padres de aquella niña de Santiago de Compostela.

—Es cierto. Pero sospecho que Ezequiel no entra dentro de ninguna tipología descrita.

—¿Cree que hay rasgos psicopáticos en su manera de actuar?

—Sin duda hay indicativos de sociopatía. Narcisismo. Sadismo. Pero aún sigo intentando entender por qué todos los medios no están hablando de Ezequiel.

Ésa es la parte que más desconcierta a Antonia. Que Ezequiel no haya hecho públicos sus actos. Eso sería lo que querría un secuestrador. Un asesino en serie, narcisista por definición, disfrutaría escuchando su nombre en todas las radios y las televisiones. Teniendo el acceso a la atención del país y del mundo entero a un clic de distancia, a un tuit de distancia, ¿por qué no reclamaba su premio?

—Hay algo en todo esto que se nos escapa. Una pieza clave.

—Quizás el tatuaje pueda ayudarnos —dice Aguado—. Lamento no haber encontrado nada más aún. Le prometo que sigo trabajando sin descanso.

—Gracias, doctora.

Suena el teléfono casi en cuanto cuelgan. Es Mentor.

He comprobado la matrícula 9344 FSY. No existe ningún taxi con esa placa. Pertenece a un Renault Megane de hace un par de años. Según el registro de tráfico la dueña tiene veintitrés años.

—Matrículas dobladas.

Un coche que no se usa mucho. Un destornillador de cabeza plana. Un remache blanco (3 euros la caja de cincuenta). Un martillo. Cinco minutos para cambiar las matrículas. Y la víctima puede tardar días en darse cuenta, porque ¿quién mira la matrícula de su coche antes de subirse?

—Eso parece. Buscaremos el coche, a ver si encontramos así el taxi.

—Lo cual quiere decir que el que conducía el taxi sabía lo que estaba ocurriendo. Lo cual quiere decir que Ezequiel no trabaja solo.

En un asesino psicópata, es una característica aún más extraña.

Antonia cuelga. Vuelve a mirar la pared fijamente. Repasa en su memoria inabarcable decenas de casos que conoce de asesinos en serie, sus motivaciones, su modus operandi, buscando un paralelismo que no encuentra.

Dentro de ella hay de todo menos silencio.

Reina Roja
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