9 Un hijo

—Les presento a la doctora Aguado, nuestra forense. Lleva desde ayer por la tarde trabajando en la escena del crimen —dice Mentor.

La mujer que esperaba fuera se ha unido a ellos, aunque ahora se ha quitado el gorro de plástico del mono y deja ver su pelo, largo y rubio, recogido en una coleta. Rondará los cuarenta. Pestañas largas, maquillaje desvaído, piercing en la nariz, sonrisa cansada en los labios, una pícara languidez en la mirada. No le ofrece la mano, y Jon lo agradece en silencio. Las manos de los forenses le dan repelús.

—¿Desangrado? ¿Cómo, de un navajazo, de un tiro?

—El asesino le introdujo una cánula en la carótida, y le vació —contesta la doctora.

—Lo hizo muy despacio —añade Antonia, más para sí misma que para ellos—. Se tomó su tiempo.

La extrema delgadez del cadáver cobra sentido. El cuerpo humano contiene entre cuatro y cinco litros de sangre. Sin todo aquel líquido, el resultado era el cascarón vacío que tenían frente a ellos. Una oleada de compasión inunda a Jon Gutiérrez al imaginar los últimos instantes del muchacho.

—Ha dicho que no hay heridas defensivas. ¿Cómo logró reducir a la víctima? —pregunta.

—He tomado muestras de mucosas y hay restos de benzodiazepinas. Es todo lo que puedo decirles sin poder realizar la autopsia.

—Ya hemos hablado de eso, Aguado. No tenemos permiso de la familia, así que no insista —le avisa Mentor.

Jon no comprende nada. Cuando hablaron por teléfono en las escaleras de la casa de Antonia, Mentor le había dicho que había habido un asesinato imposible, que el asesino había entrado en un lugar que disponía de una seguridad extrema y que se había marchado sin dejar rastro. Lo que no esperaba encontrar Jon era aquel sinsentido.

La decisión sobre la autopsia cuando hay un crimen violento no corresponde a los familiares, sino al juez de instrucción. El cual, por cierto, brilla por su ausencia. Todo en aquella escena del crimen, en aquella investigación, está mal, no sigue ningún protocolo ni se atiene a Ley de Enjuiciamiento Criminal ni a las normas establecidas. ¿Una sola investigadora forense? ¿Sin unidades de apoyo, sin inspectores —excluyéndole a él, claro—? ¿Qué puede causar que…?

Jon se interrumpe. No está haciéndose, claro, una pregunta importante.

—¿Quién es la víctima?

La doctora Aguado sale unos instantes y regresa con una carpeta. En ella hay una foto de un muchacho alto y delgado, de pelo rizado y ojos tristes. Está en la playa, posando desganado, como corresponde a su edad y condición. Inmortal, invulnerable, sin una sola preocupación en el mundo. La foto debe de ser de ese mismo verano, deduce Jon. Dios, como odia las fotos del antes. Odia reconciliar el ser humano intacto que muestran, ignorante ante el destino que se dirige hacia él con las fauces abiertas, con el despojo que queda atrás.

El muchacho le da la mano a una niña de unos ocho o nueve años, que sostiene una pelota de plástico y dedica a la cámara una sonrisa desdentada.

Ahí hay una niña que ya no volverá a jugar con su hermano, piensa Jon. Me pregunto cómo se lo dirán. Ésa siempre es la parte más difícil. Mirar a alguien a la cara y decirle que su mundo se ha roto en pedazos. Que no hay manera de recomponerlo, porque alguien se ha llevado unos cuantos.

Al pie de la foto, Aguado ha escrito el nombre de la víctima. Jon lo lee en voz alta, deteniéndose en el apellido. Sonoro. Inconfundible.

—Espere un momento. Álvaro Trueba. El chico es…

—Sí. Es el hijo. Uno de ellos —le interrumpe Mentor—. ¿Tiene cuenta en el banco de su madre, inspector?

Jon respira hondo. La cabeza le da vueltas al intuir dónde se está metiendo.

—En Bilbao somos más del BBVA o de la BBK, por eso de barrer para casa.

—Me deja usted de piedra —responde Mentor, la voz alicatada en sarcasmo.

De pronto, Jon cae en la cuenta de por qué el aire acondicionado de la casa está puesto al máximo. Ahí dentro debe hacer 13 o 14 grados como mucho.

—Nada de esto está pasando, ¿verdad? Por eso esto es una puta nevera. Para que el cuerpo de ese crío aguante intacto lo máximo posible. Cuando ustedes hayan acabado con él, alguien se lo dará a la familia de tapadillo. Dirán que el chaval se ahogó en la piscina, o algo así, y tendrán un funeral sin escándalo ni prensa.

—Y con féretro abierto. Le sorprendería lo que es capaz de lograr un embalsamador motivado.

Jon hace un gesto en derredor, al salón inmenso y los cuadros millonarios.

—Todo este dinero, este poder, compra mucha motivación, ¿verdad? ¿Es eso a lo que se dedica usted, con sus coches caros, sus secretitos y sus frases cínicas? ¿A tapar la mierda de los ricos?

Mentor se vuelve hacia él, con los labios apretados y un nubarrón flotando en la mirada turbia.

—¿Eso es lo que cree que está pasando?

—No tengo ni idea de lo que ocurre, ya se ha encargado usted de ello. Lo que veo, lo que creo, es que a usted le importa una mierda el niño muerto del sofá. Están demasiado ocupados sirviendo a… —Jon vacila un instante, pero no puede evitar el tópico— otros intereses.

—¿Y va a decirme usted lo que está bien? ¿El poli gordo de segunda fila?

—Al menos no soy el lacayo de nadie.

Mentor observa a Jon con aire divertido, como el que mira a un animal del zoo que acaba de hacer algo inesperado.

—Le pido que me perdone, inspector. Mi trabajo no es sencillo y no siempre acierto en lo que pretendo.

Jon no se acaba de creer la disculpa. De hecho, no se la cree nada. Pero como la otra opción es cruzarle la cara, opta por fingir.

—Todos estamos cansados —dice Jon—. Y la situación no ayuda.

—Y es peor para usted, que está trabajando a oscuras. —Mentor señala en dirección a Antonia, que apenas se ha movido desde que entró, y cambia una mirada extraña con la doctora Aguado—. Dejémosle espacio, inspector. Si me acompaña fuera, le contaré la verdad.

Reina Roja
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