* Carla
La séptima baldosa es imposible.
Ha ido encajando las anteriores con sumo cuidado, ganando unos milímetros cada vez. El proceso es el mismo que empotrar un último libro en una estantería repleta. La mejor manera de lograrlo es extraer dos libros lo suficiente para colocar el tercero entre ambos.
La presión de las baldosas entre la puerta y el marco ha ido alzando poco a poco la puerta, separándola apenas unos centímetros en su parte inferior. No los suficientes.
Carla ha probado a introducir la mano, pero no logra pasar de la muñeca. Necesita una baldosa más.
La séptima, no obstante, se le resiste. El peso que están soportando las anteriores es ya tan grande que no puede separarlas lo suficiente como para introducir la última. Por no hablar de que debe sujetarlas al mismo tiempo con la palma de la mano, haciendo presión hacia arriba para que no se caigan. Y todo el proceso ha de realizarlo con una sola mano, la izquierda, ya que necesita la derecha para empujar la puerta hacia fuera.
Lleva horas con el brazo en alto, y tiene los músculos completamente agarrotados. Ha ido haciendo pequeñas paradas para recuperar la circulación, pero su cuerpo está débil y deshidratado y no responde. Está al límite de sus fuerzas. Puede desmayarse en cualquier momento.
Hasta aquí he llegado, piensa.
—Está bien —responde, con su voz, la Otra Carla. Que ahora es, cada vez más, la Carla Auténtica. La que está al mando. La que las ha llevado hasta allí a las dos—. Está bien, ríndete. Haz caso al dolor, haz caso al agotamiento. Ríndete a cuatro milímetros de la meta.
Déjame.
—Espero que te encuentren aquí, para que tu padre vea cómo tenía razón. Cómo no merecía la pena destruirlo todo para salvarte.
No. No.
—Porque nunca has estado a la altura.
Carla, humillada, enfurecida, empuja por última vez, tensa todo su cuerpo, logra mover la puerta y sostenerla lo suficiente. La séptima baldosa entra. Apenas un tercio de su longitud.
Agotada, respirando con dificultad, Carla se desinfla. El dolor le inunda las extremidades, rígidas.
—No te pares —susurra la Otra Carla—. Ahora es cuando empieza lo más importante.
Carla obedece, se gira para introducir la mano por la abertura en la oscuridad. Antes de hacerlo, un fugaz pensamiento cruza por su mente. El de que al otro lado, en la oscuridad, las formas escurridizas de su infancia han vuelto a adoptar la silueta del hombre del cuchillo, acechando en las tinieblas, con el filo dispuesto, esperando a que ella extienda el brazo para clavárselo en la palma de la mano.
Que se atreva, piensa.
Saca la mano.
El brazo se le queda atascado a mitad del antebrazo, pero llega a rozar la cuerda con la punta de los dedos.
Sólo tiene que tirar de ella. Pero está demasiado lejos.
—Para acercarla, tendrás que cortarla.
Carla vuelve a introducir el brazo. Cuando asoma de nuevo la mano, esta vez lleva la media baldosa sujeta firmemente entre los dedos.