6 Un té verde
Se mete en el primer bar que encuentra, intenta serenarse, considerar las opciones.
Se sienta en la barra. Pide un té verde, para digerir la comida basura que le atora el estómago y la información que le rebota en el cerebro.
La camarera aún está echando el agua hirviendo en la jarra metálica —diseñada cuidadosamente para verter más agua en el platillo que en el interior de la taza— cuando Mentor vuelve a llamar.
—¿No te has preguntado por qué aún no te han cogido, con el móvil encendido?
Antonia sí que se lo ha preguntado.
—¿Qué has hecho?
—Hemos —la gente como Mentor siempre se refiere en plural a las cosas que no saben hacer— redireccionado la SIM de tu móvil para que parezca que estás donde no estás. Según un friki nuevo que tenemos en el equipo, estás de visita en Afganistán. Me debes una.
—Réstala de las que me debes tú.
—No durará mucho, no obstante. Una hora más, a lo sumo, antes de que tiren abajo las barreras. La policía también tiene sus frikis. Asegúrate de haber apagado tu móvil para entonces.
La camarera pone la taza frente a ella. Antonia agarra el sobre de azúcar y lo sacude entre el índice y el pulgar.
Una hora. Como mucho.
—¿Cómo de mal está la cosa?
—Ha desaparecido el nieto del embajador británico, el secuestro de Carla Ortiz ocupa todos los telediarios, han matado a una mujer, han apuñalado a otra. Una bomba se ha llevado por delante a cinco policías y herido de gravedad a otros dos. Y tú eres el único nexo de unión.
—Entonces mal, ¿no?
Mentor suelta un bufido exasperado.
—Te prefería antes de que aprendieras a usar el sarcasmo, Scott. Tu padre está presionando mucho para que te encuentren.
Lo cual no es una opción. Lo último que puede hacer ahora es pasarse toda la noche en comisaría, atada a una silla y respondiendo preguntas.
—Tu padre insiste en que sabes algo, aunque la descripción de la mujer que se llevó a Jorge encaja con varias posibles sospechosas. Una de ellas es la madre de Peppa Pig con gabardina.
Normal, cuando tus testigos son diecinueve niños de cuatro años.
—Cuando la profesora salga de la UCI —continúa Mentor—, si es que sale, podrá aclararlo todo. Pero mientras tanto no puedes dejar que te cojan, Scott. No puedes comprometer el proyecto.
Antonia no puede creer lo que escucha. La frialdad de Mentor a veces logra sobrepasarla.
—Tienen a mi hijo. Lo sabes, ¿no?
—Razón de más. Si te cogen, no podrás ayudarle. Tienes que seguir libre. Descubre dónde está y dínoslo. Nosotros haremos el resto.
Así de crudo. Así de simple.
Así de imposible.
Antonia respira hondo. El efecto de las cápsulas está empezando a desaparecer, y, por lo tanto, el mundo empieza a ganar velocidad, las emociones llaman a la puerta. Aprieta el teléfono con fuerza, forma un puño con la mano izquierda, se golpea en el muslo. Una, dos veces.
La camarera le echa una mirada extraña.
Calma. Calma, se dice. Lo último que quieres es dar un espectáculo y que acaben llamando a la policía.
Sugerirse calma no va a cambiar nada. La química de su cerebro es la que es. Y ahora mismo su hipotálamo, modificado para funcionar de manera natural como si siempre estuviera bajo presión, está realmente bajo presión. Por lo tanto, está bombardeando histamina en su torrente sanguíneo como si no hubiera un mañana. Antonia es consciente hasta del último de los ítems de información que la rodean.
De la máquina tragaperras que no para de dar vueltas.
Del hombre de la esquina que finge estar leyendo, aunque en realidad se está tocando por debajo de la chaqueta que tiene sobre el regazo.
De la puerta del baño, que chirría.
Del sonido del televisor, de la silla que tiene una pata rota de la puertadelacafeteradelsilbiditodelwhatsappdelhombreque…
BASTA.
—¿Estás ahí, Scott?
—No puedo…
—¿Scott? ¿Tienes tus medicinas? Tienes que tomarte una, ahora.
Antonia lo sabe.
Mete la mano en el bolsillo, saca la cajita metálica. Cuando intenta coger una de las dos cápsulas que quedan, ésta cae al suelo, en el vertedero de cáscaras de cacahuete, palillos usados, huesos de aceituna y servilletas grasientas.
¡No!
Antonia se agacha, la busca entre la porquería, se la mete en la garganta y la muerde sin preocuparse por los gérmenes.
Esta vez ni siquiera cuenta hasta diez, ni espera a que la química obre su magia. No hay tiempo.
—¿Qué han averiguado sobre Fajardo?
—Por lo pronto, que no está muerto. Le están buscando por todas partes, pero va a llevar tiempo. El tipo sabía lo que hacía cuando decidió borrar sus huellas. El único vínculo que le ataba a la vida era la cuenta del banco desde la que se seguían pagando sus facturas, pero eso es habitual cuando muere alguien. Si nadie reclama ese dinero ni avisa al banco de que el titular ha muerto, se cargan los recibos mientras haya saldo.
—Dame algo que pueda usar, Mentor. Lo que sea.
—Te he mandado a tu email la ficha de Fajardo. Aparte de eso, que es poco, no hay nada, Scott. Lo único que han averiguado es que Fajardo recibió una baja médica después del suicidio de su hija.
—Ya, bueno, resulta que su hija no está muerta tampoco —dice Antonia.
—¿Cómo dices? —se asombra Mentor.
—No importa. Demasiado largo de explicar. Continúa.
A Mentor le cuesta recuperar el hilo después de la revelación de Antonia.
—A la semana de reincorporarse al trabajo, murió en el derrumbe del túnel. Eso es todo.
No es nada.
—¿Cómo está Jon?
—Completamente desquiciado. Me llama cada cinco minutos. Quiere ayudarte, Scott.
—Pues va a ser que no.
No después de cómo mintió, piensa Antonia. Ya no puedo confiar en él. Y también tiene a los de Asuntos Internos en los talones. Y a los periodistas. Si le llamo y viene, quién sabe lo que podría presentarse junto con él. Podría arruinarlo todo.
Tampoco puedo confiar en Mentor. No puedo confiar en nadie.
Demasiado riesgo para Jorge.
—Como quieras. Apaga el móvil, Scott. Y atrápale.
Cuelga. Antonia apaga el móvil. Abre el iPad, lo pone en modo avión y se conecta luego a la wifi del bar para descargar la ficha de Fajardo.
No es gran cosa. Pero hay en ella el esbozo de una historia.