Atlantic City, Nueva Jersey

III

-NO hay tiempo para cambiar de asiento —gritó Mercer—. Arranca, Harry.

Harry pisó con fuerza el embrague y forzó la primera marcha, dándole al claxon, que emitió un sonido majestuoso, aunque algo compungido. El Rolls no salió a toda marcha precisamente, pero en pocos segundos habían dejado atrás a Poli y sus hombres. Mercer vio cómo llegaban al principio de la fila de coches. Poli sacó a una mujer del asiento de su Geo Metro, el siguiente coche en la fila para salir del hotel. El hombre de la pistola que cojeaba se metió en el asiento del copiloto, blandiendo la pistola contra una segunda mujer joven con tatuajes, que había estado acomodándose en el asiento. Poli le dio una orden silenciosa a su tercer hombre y aceleró el pequeño coche, el motor de tres cilindros aulló y las ruedas delanteras chirriaron cuando salió en persecución del Silver Wraith.

—Nos está siguiendo —dijo Mercer, y rompió el parabrisas trasero con la culata de la automática. Comprobó el cargador, sorprendido de encontrar sólo dos balas.

Harry miró por el retrovisor. Se le abrieron ligeramente los ojos cuando se dio cuenta de que aquel diminuto coche azul era lo que Poli había robado.

—¿Conduce eso? Es más valiente de lo que pensaba.

—Te informo de que sólo me quedan dos balas, así que si no tengo suerte vas a tener que dejarlo atrás.

—De acuerdo —Harry entró con seguridad en Atlantic Avenue—. Te olvidas de que Tiny y yo venimos aquí siempre que estás fuera.

—Y me cogéis el coche —añadió Mercer.

A sólo una manzana de los llamativos hoteles y casinos multimillonarios se encontraban los barrios más pobres del país. Las casas abandonadas estaban cubiertas de graffitis, los jardines llenos de maleza y algunos adolescentes merodeaban por los aparcamientos vacíos como animales salvajes. Las cunetas estaban llenas de botellas rotas y sólo algunas de las farolas seguían funcionando. La sensación de apatía y desesperanza era abrumadora.

—Cali, cariño —dijo Harry mientras pasaron a toda velocidad por un cruce—. Necesito que mires la carretera atentamente a unos 100 metros por delante de nosotros. Mi visión nocturna ya no es lo que era.

Cali asintió gravemente y se ajustó el cinturón de seguridad.

Llevaban la suficiente ventaja para mantenerse por delante, pero la aceleración del Rolls era tan baja que no podía perder al Metro. Entró en una larga avenida y pisó a fondo el acelerador, forzando los seis cilindros hasta que chirriaron y consiguió ganar unos preciosos metros.

Mercer vio la rueda del Metro doblar la esquina, rozando un sedán abandonado. Estaba demasiado lejos para malgastar una de sus preciadas balas, pero el hombre de Poli tenía el cargador lleno. Aseguró la pistola en la ventanilla del copiloto y descargó una ronda del cargador. La mayoría de las balas se desviaron gracias a los baches de la calzada, pero dos le dieron al Rolls. Una destrozó el retrovisor del lado de Cali y la otra pegó en el maletero, alojándose en un par de maletas a juego Louis Vuitton que el botones aún no había tenido tiempo de sacar.

Había una gasolinera en la siguiente esquina. La mayoría de las luces de la cubierta metálica, sobre los surtidores de gasolina, estaban apagadas, pero la tienda aún seguía abierta. Había letreros de neón en las ventanas y un Honda del Sol tuneado estaba aparcado junto a la acera.

Aunque Mercer nunca había sido fumador, tenía la costumbre de llevar siempre un par de mecheros desechables en el bolsillo. Era la vieja enseñanza de los boy scouts y llevarlos le había salvado la vida más de una vez.

—Harry, prepárate para cortar por la gasolinera.

Mercer quitó el tapón de la botella y metió en ella una de las servilletas sobre las que estaban las copas.

—Oye, huelo a alcohol —dijo Harry—. Guárdame algo.

—Lo siento, colega —Mercer tumbó la botella, para que se empapara la servilleta de lo que, por el olor, parecía un excelente whisky escocés de malta—. Cuando pasemos por la gasolinera, quiero que te cargues uno de los surtidores.

—¿Estás loco? —gritó Cali.

—Como un zorro —dijo Harry, encantado. Tenía confianza absoluta en Mercer y, en realidad, se lo estaba pasando en grande.

Harry aminoró para engañar al Metro y luego dio un giro brusco hacia la derecha. El gran automóvil brincó al subir a la acera, haciendo saltar una lluvia de chispas. Cali gritó cuando casi atropellaron a un vagabundo que estaba sentado en la acera, bebiendo de una gran botella de licor de malta. Como un titán, el Rolls rodó veloz por la acera, con Harry dirigiéndose ineludiblemente hacia el segundo surtidor. Mercer encendió el improvisado cóctel molotov y la servilleta empapada de alcohol ardió inmediatamente.

En una maniobra que exigía toda su fuerza y su destreza, Harry dio un rápido volantazo para evitar una de las columnas de acero que sostenía la cubierta, condujo el coche hasta la isleta central y embistió con el parachoques delantero uno de los viejos surtidores.

La desaceleración fue brutal. Cali salió despedida hacia adelante, quedando con la cabeza a milímetros del salpicadero. El surtidor estaba arrancado por la base, bamboleándose con el fluir de la gasolina que aún quedaba en las mangueras y estaba formando un charco oscuro. Mercer se levantó del suelo, donde había caído, con el cóctel molotov aún agarrado y en alto, como si hubiera sido una pelota que se hubiera lanzado a coger.

El Metro estaba 20 metros por detrás y acercándose deprisa. Podía ver el único ojo de Poli brillar de odio. Su compañero había recargado la pistola y estaba preparándose para disparar otra vez. Harry retomó el control del coche y lo llevó hacia la acera, dirigiéndose hacia la siguiente intersección. Mercer sacó el cuerpo por la ventanilla trasera, apuntó y lanzó la botella en llamas hacia atrás, hacia el surtidor. Alcanzó justo delante del agujero en la isleta de cemento, donde la gasolina llegaba al surtidor desde el inmenso tanque subterráneo. El cristal se hizo añicos y, durante un angustioso momento, Mercer pensó que el whisky no se había encendido. Pero sí lo había hecho, y ardía con una llama clara que pronto llegó al punto álgido alcanzando los ondulantes vapores que emitía la gasolina que escupía el tanque.

La gasolina se encendió como el motor de un cohete, lanzando un retorcido chorro de fuego de cinco metros de altura, lamiendo y ennegreciendo la parte inferior de la cubierta. Poli había acortado la distancia a seis metros del parachoques trasero del Rolls cuando la gasolina estalló casi directamente junto al Geo. Tuvo que dar un volantazo, estrellando el coche contra la parte de atrás del Honda verde lima y enviando al deportivo a la calzada, arrancándole el carenado posterior. La alarma del Honda sonó por encima del rugir de las llamas.

Harry aceleró para alejarse del incendio, recorriendo las marchas con facilidad. El grueso metal del Rolls, construido en una época muy anterior a los airbags y cinturones de seguridad automáticos, había protegido las partes vitales del motor y, aparte de un guardabarros abollado, el coche de lujo estaba intacto.

—Eso debería darnos algo de tiempo —dijo, satisfecho, Mercer.

—Veo un letrero de la autopista de Atlantic City —dijo Cali.

—¿Dónde? —preguntó Harry, escrutando a través del parabrisas.

—Justo ahí delante.

—¿Ese borrón verde sobre la carretera?

Cali sonrió.

—Sí. Exactamente, el borrón verde de la derecha.

En poco tiempo, el gran coche realizó su gran entrada en la autopista, la principal arteria que salía de Atlantic City y regresaba al interior. La autopista Garden State Parkway sólo estaba a unos kilómetros de distancia. Había mucho tráfico en los carriles contrarios, pero, afortunadamente, no mucha gente salía de la ciudad. Harry logró que el Rolls pasara de los 100 kilómetros por hora.

Mercer seguía mirando hacia atrás, por si Poli había conseguido de alguna forma conseguir que el Geo volviera a arrancar, y estaba a punto de ignorar al vehículo que se acercaba rápidamente hasta que reconoció la característica pintura de la carrocería. El Honda del Sol debía de ir a 180, un bólido en la autopista, esquivando el tráfico con la elegancia natural de un competidor de eslalon.

—¿Se cansará alguna vez este tío?

—¿Qué pasa? —preguntó Cali. Miró sobre su hombro y vio el deportivo que se aproximaba rápidamente—. Dios.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Harry.

No podían superarlos con armas y no podían competir con la velocidad y la agilidad del Honda.

Antes de que Mercer pudiera elaborar otro plan, el compañero de Poli empezó a disparar de nuevo. Esta vez, el asfalto le daba una plataforma de tiro estable y las balas encontraron su blanco.

—Cali, ¿hablas francés? —gruñó Harry.

—¿Qué? —no estaba segura de si no había oído bien o si el amigo de Mercer había perdido el juicio.

Harry vigilaba por el retrovisor mientras conducía. Tenía la mandíbula firmemente apretada y no había en sus labios el más leve rastro de una sonrisa. Siguió vigilando al Honda, hasta que se acercó a unos tres metros del parachoques trasero.

—Quiero saber si hablas francés porque voy a pedirte perdón por utilizarlo —calló un segundo, juzgó el ángulo y la velocidad y entonces gritó—: ¡Que te jodan, tío!

Pisar firmemente el freno no tuvo el efecto dramático que Harry había esperado. Como si ignorara los deseos del conductor, el coche se limitó a balancearse hacia delante en su suspensión en lo que podía describirse como una orgullosa desaceleración. La maniobra obligó a Poli a utilizar el freno del Honda, con sus discos trucados que podían hacer que el ágil deportivo se detuviera con precisión. Aprovechando un hueco en el tráfico, se igualó con el Rolls para que su compañero tuviera la vista despejada para disparar en el interior del Silver Wraith.

Esto es lo que Harry había estado esperando. Giró el volante, intentando aplastar al ligero Honda entre el Rolls y la barrera de seguridad. Vio a Poli sonreír ante el vano intento mientras volvía a frenar para volver a ponerse detrás del Rolls otra vez. Pero Harry tenía otro as en la manga. Cogió el freno de mano y forzó el motor a alcanzar las suficientes revoluciones por minuto como para bajar la transmisión a la tercera marcha. El gran coche tembló ante este insulto a su mecánica, pero obedeció. Esta vez la desaceleración, al perder los seis cilindros su potencia, fue casi instantánea. Poli fue rápido, pero no lo suficiente. El Rolls atrapó al Honda contra la barrera y lo mantuvo así sin esfuerzo. El Honda escupió una lluvia de chispas, metal rasgado y fibra de vidrio mientras era despiadadamente arrastrado contra la barrera metálica. El neumático delantero derecho reventó y el tapacubos rasgó el guardabarros como una granada, y Harry seguía presionando, riendo como un demonio.

—¡Harry! —chilló Cali—, ¡La pistola!

El compañero de Poli se había recuperado lo suficiente como para intentar disparar dentro del Rolls, mientras Poli luchaba por evitar que el maltrecho coche se subiera a la barrera.

Harry devolvió el freno de mano a su posición original y dio un volantazo alejándose del Honda. Volvió a meter la cuarta marcha y observó en su retrovisor cómo el Honda se detuvo deslizándose en una nube de humo. Había unas pequeñas llamas en el neumático reventado y vapor saliendo del radiador. Cruzó la mirada con Mercer en el retrovisor y repitió lo que Mercer había dicho antes:

—Eso debería darnos algo de tiempo.

Mercer le dio un apretón en el hombro huesudo a Harry.

—Como conduzcas mi Jaguar así, te mataré.

Harry se rio.

—Tengo algo que confesar.

Su voz puso nervioso a Mercer. Incluso Cali notó algo.

—¿Sí? ¿El qué? —preguntó Mercer con temor.

—Tiny y yo te hemos estado tomando el pelo con lo de que yo conducía tu coche cuando venimos aquí. No he conducido en años —estiró el cuello hacia atrás para mirar a Mercer—. Pero, oye, es como ir en bici. Nunca se olvida.

—Mira hacia la carretera, por favor.

—No creo que debamos usar la Garden Estate —dijo Cali—. Aunque la policía esté ocupada en el Deco Palace, seguro que hay una descripción de un Rolls Royce robado.

—Bien pensado —dijo Mercer.

Se había hecho de noche lo suficiente como para que, si un agente de policía se acercaba, lo único que vería serían los faros del Rolls y, con todos los agentes disponibles indudablemente en el Hotel Casino, no había muchas posibilidades de que se les acercara uno por detrás.

—Entonces, ¿adónde vamos?

—Métete en la 9, dirección norte. Vamos a tener una charla con un tipo llamado Erasmus Fess sobre una caja fuerte que, según su padre, cayó del Hindenburg poco antes de que explotara.

Tardaron cuarenta y cinco minutos en llegar a Waretown y en localizar la casa de Erasmus Fess. A la luz que daba el único faro que funcionaba ahora del Rolls, vieron que la propiedad antes había sido una granja. Era una casa de una planta con techo inclinado que caía sobre un porche torcido. En algún momento, las columnas originales de apoyo habían sido eliminadas y ahora todo el conjunto se apoyaba en unas tablas sin pintar. El sofá del porche era un viejo asiento trasero de un coche montado en un marco metálico. La pintura de toda la casa se levantaba en virutas. Una luz azul parpadeante salía de la ventana delantera. Los Fess estaban en casa viendo la televisión.

Por detrás de la casa, en la parte derecha, había un granero de techo metálico que parecía casi más descuidado que la casa. Había media docena de coches aparcados sin orden alrededor de la casa. La mayoría eran cacharros oxidados con neumáticos deshinchados y guardabarros abollados. Velaba por los vehículos una grúa de plataforma en cuya puerta estaba escrito «Grúas y Rescates Fess», sobre un número de teléfono. Detrás del granero había una valla metálica ondulada que se perdía en la oscuridad. Las puertas estaban abiertas y dentro había un mar de coches abandonados alineados en filas serpenteantes y una grúa horquilla con los dientes de acero incrustados en el lateral de un Volkswagen, como la lanza de un caballero atravesando la armadura de un enemigo.

—Dios santo —suspiró Harry mientras apagaba el motor—. Si vemos a un chaval tocando el banjo o alguien comenta lo bonita que es mi boca, nos largamos.

—Amén, hermano, amén —Mercer salió del coche y escondió la automática detrás de la espalda. Un gato salió corriendo del porche y desapareció debajo de uno de los coches desvencijados.

Con Harry y Cali detrás, Mercer subió al torcido porche. Una puerta de mosquitera rasgada colgaba de los goznes rotos, con signos de haber sido arañada por los gatos, entreabierta. Mercer la terminó de abrir con un movimiento de su hombro y llamó a la puerta principal. Cuando no se produjo respuesta llamó otra vez, un poco más fuerte.

—¡Abre la puñetera puerta! —gritó una voz masculina desde dentro, casi tan fuerte como para hacer temblar las ventanas.

—¡Estoy ocupada! —gritó a su vez una mujer.

A juzgar por la procedencia del sonido, ambos estaban en la habitación de la parte delantera a menos ele un metro de distancia. Harry tarareó una canción country.

—¡Por Dios, mujer! Estoy viendo La Ruleta. Ve a ver quién es.

—Vale.

Poco después, la luz del porche, que era en realidad una bombilla desnuda que colgaba de un cable, se encendió. Segundos después, había atraído a todos los insectos de la zona. La mujer que abrió la puerta tenía un cigarro colgando de la boca flácida y una expresión bovina. Llevaba un albornoz que dejaba al descubierto sus gruesas pantorrillas llenas de varices. Calzaba unas pantuflas y Mercer pudo ver que tenía las uñas de los pies agrietadas y amarillas, con textura de cuerno o de caparazón de escarabajo. Los ojos, irritados por el humo del cigarrillo, eran de un color indeterminado, y pequeños. Era tan gorda como ancha y probablemente pesaría más de 100 kilos. La sombra del bigote sobre su labio superior era negra como la tinta.

Tras ella, había un pasillo corto y la cocina. El viejo fregadero de metal estaba lleno de platos sucios y las tiras de papel atrapamoscas se veían negras a causa del amontonamiento de víctimas.

—¿La señora de Erasmus Fess? —dijo Mercer, ocultando su repulsión. Juzgaba su edad entre los cincuenta y los cien años.

—Eso es lo que dice en el acta de matrimonio.

Su voz aguda y sus modales bruscos hacían que pareciera que estaba chirriando más que hablando.

—¿Qué quieren?

—Me gustaría hablar con su marido.

—¿Quién es, Lizzie? —gritó Erasmus Fess desde el salón que había junto a la entrada.

Se volvió para mirar a su marido.

—¿Cómo leches voy a saberlo? Quiere hablar contigo.

—Dile que hemos cerrado. Que venga por la mañana si quiere un coche o que lo remolquemos —luego animó a uno de los concursantes en la televisión—. Vamos. Es mucha pasta ¡Mucha pasta!

—Ya le han oído. Vuelvan mañana.

Empezó a cerrar la puerta, pero Mercer la detuvo con el pie. Ella siguió empujando la puerta durante un momento, sin entender por qué se había atascado.

—Señora Fess, no se trata de un coche o un remolque. Me llamo Philip Mercer y éstos son Cali Stowe y Harry White. Estoy aquí por la caja fuerte que su marido le ofreció una vez a Carl Dion.

Al oír eso, una mirada astuta iluminó sus ojos juntos.

—¿Está aquí por la caja del Hindleburg?

Mercer no se molestó en corregir su pronunciación.

—Eso es. Hemos venido de Washington DC. ¿Su marido aún la tiene?

—¿Que si la tiene? Si siempre lo guarda todo. Aún tiene las marcas de su primer caso de ladillas.

Se giró otra vez para gritarle a su marido.

—¡Ras, han venido por la caja de Hindleburg!

—No está en venta —gritó a su vez Erasmus Fess.

—Sí que está —dijo Lizzie, sulfurada—. Te dije que le vendieras el maldito cacharro a ese tipo de Colorado.

Se volvió para dirigirse de nuevo a Mercer y los demás.

—Desde que el padre de Ras la encontró no hemos tenido más que mala suerte. Después de traerla a casa ya no hubo niños en esta familia. Yo tengo siete hermanos y hermanas y Ras tenía ocho. No es normal que nosotros nunca tuviéramos hijos.

—Igual eran las ladillas —murmuró Harry.

Cali lo hizo callar con la mirada.

—¿Y cáncer? —le preguntó a Lizzie Fess —¿Tiene su familia antecedentes de cáncer?

—Ya lo creo. El padre de Ras y su hermano pequeño murieron de cáncer los dos. Y a mí y a una de sus hermanas nos tuvieron que cortar las tetas por su culpa.

Dada la cantidad de grasa que tenía acumulada y el albornoz amorfo que llevaba, era comprensible que nadie se hubiera dado cuenta de que había sido sometida a una mastectomía doble.

—¿Han vivido en esta casa después de encontrar la caja? —preguntó Cali.

—Pues claro. Por eso digo que trajo mala suerte. El hermano mayor de Ras no se llevaba bien con su padre y se fueron antes de que se encontrara la caja y está sano como un roble y tiene 12 hijos y un montón de nietos.

Cali le susurró a Mercer:

—Parece que vamos por buen camino. Índice elevado de cáncer, esterilidad… ¿Te recuerda a algún otro sitio?

Mercer ya había vuelto en su mente al aislado pueblo a orillas del río Scilla en África Central. Chester Bowie debió de haberse llevado una muestra del uranio al regresar a Estados Unidos, pero, justo antes de que el Hindenburg encontrara su destino fatal, lo tiró desde la nave en una caja fuerte. Lo que lo sorprendía aún más era que siguiera siendo lo suficientemente radiactivo para provocar cáncer a los habitantes de la granja y para esterilizar al menos a uno de los Fess, si no a los dos.

La sintonía del concurso que Erasmus Fess había estado viendo había dejado de sonar y entonces la televisión fue apagada. Un instante después, Fess se acercó a la puerta. A diferencia de su mujer, era flaco y huesudo. Llevaba un mono manchado de grasa con su nombre bordado en el pecho. Tenía el escaso pelo cano y caspa del tamaño de Corn Flakes. Llevaba gruesas gafas que aumentaban sus ojos inyectados en sangre y lucía una barba gris de cinco días. Eructó una nube de aliento con olor a cerveza y extendió un brazo nudoso hacia Mercer.

—Erasmus Fess.

—Philip Mercer.

Se dieron la mano.

—¿Por qué les interesa la caja? —preguntó Fess.

—¿Qué más da? —aulló Lizzie a su marido—. Quiere comprarla.

Mercer no había dicho que quisiera comprar la caja, pero asintió de todas formas.

Una mirada especuladora, casi salvaje, se apoderó de Erasmus Fess.

—Veinte mil. En efectivo.

Fess quería 5.000 más de lo que le había ofrecido a Cari Dion, pero eso no era un inconveniente para Mercer. Hubiera comprado la caja, y su contenido, por cualquier precio que pidiera Fess. El problema era que no tenía ese dinero encima. Podía extender fácilmente un cheque, pero sabía que Fess nunca lo aceptaría y de ninguna manera ese chatarrero iba a querer el rastro que dejaría una transacción con tarjeta de crédito. Odiaba tener que esperar hasta el día siguiente a que abrieran los bancos, pero no había alternativa. Entonces recordó las ganancias de Harry. Lanzó una mirada a su amigo.

—Como viene, se va, colega.

—¿Qué?

—Vacíate los bolsillos.

—¿Qué?

Al fin, Harry entendió lo que Mercer quería y su cara enrojeció.

—Olvídate. He ganado este dinero justamente.

—Relájate —lo apaciguó Mercer—. Te pagaré cuando lleguemos a casa.

Y luego le entregaría la factura al subasesor de Seguridad Nacional Lasko.

Lizzie y Erasmus Fess abrieron los ojos como platos cuando Harry sacó dos gruesos rollos de billetes de cien dólares de su chubasquero. Le dio los rollos a Mercer.

—Debería pedirte un recibo.

Mercer se los enseñó a Fess, pero no se los entregó.

—Antes quiero ver la caja. Y quiero que añada a la compra un coche que funcione. Digamos que cogimos ese Rolls prestado.

Fess se asomó al aparcamiento para ver el elegante coche. Lanzó una experta mirada al coche de lujo, prestando especial atención al guardabarros destrozado y las puertas abolladas.

—Les daré un coche que funcione, siempre y cuando se olviden de dónde aparcaron ése.

Mercer había esperado devolver el Silver Wraith a su legítimo dueño y poder llamar a la policía en cuanto estuvieran a salvo en Washington, pero sabía que el Rolls sería un montón de piezas para cuando llegaran a la frontera de Maryland. Mañana sería un mal día para alguna compañía de seguros.

—Trato hecho.

—Deberías darle los papeles también —le dijo Lizzie a su marido.

—¿Papeles? —preguntó Cali—. ¿Qué papeles?

—El padre de Ras hizo que abrieran la caja fuerte allá en los cincuenta. No sé qué más había, pero dentro había un montón de papeles. Una nota o algo. Hizo una copia y volvió a meter los originales dentro. Ras, ¿qué fue de ellos?

—Dios, hablas demasiado, mujer —refunfuñó Fess, pasándose los dedos por el pelo y liberando una ventisca de caspa—. Están en el archivador de la oficina, en el cajón de abajo. Detrás de los papeles para esos motores de avión que compré hace cinco años.

Mercer no se sorprendió de que Fess supiera dónde estaban los papeles. Sospechaba que el desaliñado propietario del desguace podría localizar cada trasto que había en la propiedad.

—Vamos —gruñó Fess.

Harry dijo que esperaría en el porche. Ya había convencido a Lizzie para que le diera una copa para cuando su marido volvió de buscar una linterna en su grúa.

—Usted no es coleccionista como ese tipo de Colorado —dijo Fess, mientras abría la cadena de la verja que daba a su desguace—. ¿Para qué quiere la caja?

—Es posible que perteneciera a mi padre —dijo Cali antes de que a Mercer se le ocurriera una mentira—. Regresaba de Europa en el Hindenburg. Siempre llevaba una caja fuerte consigo, era joyero.

Fess se paró en seco entonces y le apuntó con la linterna a los ojos.

—No hay una maldita joya en la caja, se lo aseguro.

—¿Se acuerda de lo que había dentro? —preguntó Mercer.

—Estaba combatiendo en Corea cuando mi padre la abrió. Dijo que no había nada más que las notas y un peso.

—¿Un qué? —dijeron Cali y Mercer al unísono.

—Un peso. Como el que lanzan los atletas. Dijo que no era más que una bola de metal.

Los llevó hacia las profundidades del desguace, pasando por hileras de automóviles y camiones destartalados. Mercer vio un coche de bomberos quemado, varios barcos y el brazo de una grúa. Había infinidad de charcos de alquitrán que salpicaban el suelo arenoso y una pila de neumáticos que tendría unos seis metros de altura. Los animales nocturnos huían a su paso y los observaban ojos oscuros desde multitud de sombras.

Casi en el fondo del solar había un cobertizo de metal. Fess abrió la puerta con otra de las llaves de su manojo repiqueteante. Entró y tiró de la cadena que encendía la única bombilla que colgaba del techo. El porqué de que los trastos que había en las estanterías necesitaban ser protegidos de los elementos era algo que Mercer no podía entender. Casi todo parecía ser pedazos de metal oxidado sin valor.

—Aquí guardo las buenas piezas —dijo Fess.

Mercer no iba a preguntar qué era exactamente lo que Fess consideraba «buenas piezas».

Fess apartó un cambio de marchas de un rincón y retiró un trapo arrugado asqueroso para revelar la pequeña caja fuerte. Era cuadrada, de unos 50 centímetros de lado, hecha de un acero oscuro y estaba oxidada alrededor de los goznes. En la única puerta había una rueda de combinaciones y un pequeño tirador.

—Ahora vengo —dijo Fess y salió del cobertizo.

—El peso tiene que ser una muestra del mineral —dijo Cali en cuanto Fess estuvo lo suficientemente lejos.

—Es la única explicación —estuvo de acuerdo Mercer—. Recuerda que la anciana dijo que Chester Bowie envió varias cajas de tierra por el río, pero debe de haberse quedado con algo. Debió de ponerlo en la caja para bloquear la radiación.

—Pero ha escapado la suficiente para afectar a Erasmus y a Lizzie —Cali pensó un momento, y prosiguió—. Voy a tener que informar de ese lugar a mis superiores en el Departamento de Energía. Tenemos que enviar a un equipo de NEST aquí ahora mismo. Necesitamos contenerla —miró por las estanterías—. Quién sabe lo contaminada que está toda esta chatarra.

—Puede que haya una disputa territorial con el EPA —bromeó Mercer—, teniendo en cuenta todo el petróleo que ha empapado la tierra.

Algo después, Fess regresó al cobertizo con una carretilla de jardinero. Las ruedas estaban deshinchadas, pero sería más fácil utilizar la carretilla oxidada que intentar cargar con la caja. Mercer puso la caja en la carretilla, deteniéndose un momento al oír el sonido distante de un helicóptero. Tenía los sentidos agudizados al máximo debido a la sobredosis de adrenalina y se puso en guardia.

—¿Hay rutas de vuelo por aquí? —le preguntó a Fess.

—Eso no es nada. Los oímos continuamente. Son ricachones de Nueva York que van a Atlantic City.

La explicación parecía razonable, pero Mercer siguió alerta. Cuanto antes estuvieran de vuelta hacia Washington, más tranquilo estaría. Apoyó la caja en la parte trasera de la carretilla y se volvió para coger las asas. Hacer que las ruedas deshinchadas rodaran requirió un esfuerzo considerable, pero pasado el primer empujón se hizo más fácil. Fess no parecía tener demasiada prisa, así que Mercer lo ignoró y empezó a salir solo del desguace, guiándose por el mapa que había memorizado inconscientemente.

—¿Seguro que sabes adónde vas? —preguntó Cali, poniéndose a su altura a grandes zancadas.

—Dios, hablas demasiado, mujer —dijo Mercer en una imitación clavada del acento pueblerino de Fess. Cali fumó de un cigarrillo imaginario y le tiró el humo a la cara.

Alcanzaron las puertas y Mercer bajó la carretilla. No sabía qué vehículo le daría Fess, así que esperó al irritante chatarrero.

—¿Por qué no vas a ver a Harry? —le dijo a Cali—. Yo cargaré la caja cuando nuestro amiguete Fess aparezca.

Cali subió al porche desvencijado y llamó a la puerta. Segundos más tarde entró. Fess apareció finalmente del desguace, cerró la verja y con un gesto llamó a Mercer junto a un sedán Ford de un modelo antiguo. Los neumáticos estaban lisos y el guardabarros delantero derecho estaba tocado, pero por lo demás parecía entero. Fess abrió la puerta trasera y cogió las llaves de debajo del asiento.

—Los ladrones siempre miran en la visera o bajo el asiento del conductor. Nunca en la parte de atrás. Abrió el maletero con la llave y se apartó lo suficiente como para dejar claro a Mercer que él no iba a ayudarle a cargar la caja en el coche. Mercer afianzó las piernas y levantó lo que debían ser 50 kilos de peso muerto. Apoyó la caja sobre el parachoques trasero y luego la hizo rodar dentro del maletero. Oyó claramente una pesada bola de metal rodar dentro de la caja cuando cayó dentro.

—Ya está —dijo Fess, extendiendo una mano callosa—. Tiene su caja y su coche. Quiero mi dinero.

Mercer le entregó los dos rollos de billetes de cien.

—Veinte mil.

Pero Fess no le entregó las llaves. Giró y caminó hacia su casa.

—Tengo que contarlo —murmuró.

Sin darse cuenta, Mercer formó un puño con cada mano al acelerársele el pulso. Tuvo que hacer un esfuerzo para que no se notara la ira en su voz.

—Señor Fess, tenemos algo de prisa.

El viejo hombre se dio la vuelta.

—Mira, chaval. No sé quién eres ni qué es lo que estás buscando, pero no me fío de ti ni un pelo. Así que vas a tener que echar el freno hasta que Lizzie y yo contemos el dinero.

Si Mercer no hubiera estado seguro de que al viejo le daría un ataque, hubiera sacado la pistola que tenía escondida detrás del abrigo.

—Vale —dijo furioso y, cuando iba a seguir a Fess a su casa, oyó de nuevo el helicóptero. Sonaba más cerca. Demasiado.

Alguien que volara desde Nueva York hasta Atlantic City se limitaría a seguir la costa o las islas de la bahía. No volarían ocho kilómetros hacia el interior. Entonces Mercer se obligó a relajarse: había dejado a Poli abandonado en la autopista AC y el resto de su equipo seguía en el Deco Palace. No había forma de que pudieran haberlo seguido hasta la casa de Fess ni de que supieran de la llamada de Carl Dion que lo había llevado allí.

Mercer escrutó la oscuridad, pero no podía ver más que unas cuantas estrellas. El sonido del helicóptero siguió aumentando, se aproximaba deprisa. A pesar de lo que le decía la lógica, le invadió un sentimiento de urgencia. Había empezado a correr detrás de Fess cuando el oscuro helicóptero iluminó un bosquecillo de pinos a unos 50 metros de la granja. Mercer atisbo la puerta lateral abierta un instante antes de que cayera encima de ellos una lluvia de balas. El tirador se concentró primero en el Rolls Royce. Los neumáticos del lateral derecho se hicieron pedazos y un vapor continuo salió por la rejilla hasta que el fluido del radiador manó del coche como si fuera sangre.

Mercer alcanzó a Fess justo cuando iba a subir los peldaños de su porche. Placó al anciano y juntos rodaron dentro de la casa sólo un instante antes de que el porche recibiera la segunda ráfaga de balas desde el helicóptero. El dinero había perdido el envoltorio de papel y estaba esparcido por el suelo.

—Por Dios bendito —se oyó a Fess gritar sobre la ensordecedora descarga.

Mercer lo ignoró y miró por una de las ventanas mugrientas y, aunque no recordaba haber sacado el arma, estaba en su mano. «¿Cómo?», pensó. «¿Cómo los había encontrado Poli? Era imposible: no había tenido tiempo de pincharle el teléfono de la habitación de Mercer en el Deco Palace y estaba seguro de que nadie los había seguido desde Atlantic City.»El helicóptero descendió, su hélice se encontraba a menos de dos metros de los árboles. Cuatro figuras saltaron de la puerta abierta y el piloto volvió a ascender. Una quinta persona permaneció en el helicóptero con un rifle de asalto en las manos. Se concentraban en la casa y era sólo cuestión de tiempo que consiguieran entrar.

Mercer sacó su teléfono móvil de la chaqueta y se lo lanzó a Cali.

—Llama a la policía —ordenó—. Diles que los hombres del tiroteo del Deco Palace están aquí.

Entonces agarró a Fess por el cuello de su mono. Lizzie se tapaba los oídos con las manos.

—¿Tienes algún arma? —le chilló.

Mercer tuvo que reconocerlo, Fess recuperó la compostura rápidamente y sus ojos perdieron el brillo maníaco.

—Pues claro que tengo, carajo. Soy americano, ¿no?

—Y yo que pensaba que apenas era un ser consciente —señaló Harry, bebiendo un trago del licor que había conseguido de Lizzie.

La casa entera tembló cuando el helicóptero la sobrevoló. La precaria pila de platos del fregadero de la cocina se estrelló contra el suelo y los cuadros bailaron en las paredes. Erasmus Fess fue a la parte posterior de la casa y volvió un instante después con un rifle semiautomático, dos escopetas y un revólver inmenso metido entre los botones de su mono. Le dio a Mercer una de las escopetas y Cali cogió la otra.

—Están las dos cargadas.

Puso la caja de munición que llevaba debajo del brazo en la mesita y comprobó el cargador de su Ruger mini-14, una versión para civiles del arma que el Ejército había utilizado durante los primeros años de la guerra de Vietnam.

—Lizzie —gritó—, deja de aullar y trae la munición del comedor.

Mercer estaba otra vez en la ventana. Reconoció a Poli, dirigiendo a su equipo en su lento avance hacia la casa. Se movían como profesionales curtidos, sin exponerse durante más de unos segundos mientras cruzaban la explanada principal. Cuando Poli se puso a cubierto detrás de la grúa de plataforma, hizo un gesto a sus hombres para que tomaran posiciones. Habló por el walkie-talkie y el helicóptero se alejó.

—¿Puedes oírme? —gritó el mercenario.

Mercer no dijo nada y observó a los hombres de Poli tomar posiciones a izquierda y derecha de la casa. Podía alcanzar a uno, pero el otro se había alejado demasiado hacia la otra parte del edificio y Mercer no podía verlo.

—Sé que puedes oírme, Mercer —gritó Poli—. Sólo he venido a por la caja. Dime dónde está y mis hombres se irán.

—Está en el maletero de ese Ford Taurus —le gritó Fess antes de que Mercer pudiera evitarlo—. Cójala y déjenos en paz.

—Cierre la boca —le siseó Mercer al chatarrero.

Fess lo miró desafiante.

Uno de los hombres de Poli dejó su escondite y corrió hacia el coche marrón. Miró dentro del maletero abierto sin detenerse y luego se puso a cubierto tras otro coche desguazado.

—Está aquí —gritó al líder de su equipo.

Una sombra cruzó la ventana junto a la que estaba Mercer. Uno de los hombres de Poli estaba en el porche. La puerta principal no aguantaría ni un segundo una arremetida de sus armas automáticas. Mercer estiró el cuello para ver al tirador, pero debía de haberse apretado contra la pared. Miró hacia la grúa, sabiendo que Poli daría la señal en cualquier momento.

Mercer no iba a esperar. Sólo tenía una oportunidad de coger al hombre del porche por sorpresa. Apuntó con cuidado y disparó. El arma rebotó en su mano y tenía un segundo disparo antes de saber si había dado en el blanco. El cañón impedía que el proyectil se desviara más de 30 centímetros al disparar a corto alcance, de modo que la carga completa atravesó las tablas del porche, haciendo caer una parte del tejado. La pieza de madera se desintegró y su compañera al otro lado del porche tembló y se partió con un ruido que se oyó por encima del helicóptero. Como si lo hiciera sobre una bisagra, el porche entero cayó hacia adelante. El tirador no fue lo bastante rápido. Intentó saltar hacia afuera, pero el tejado se le cayó encima, lanzándolo contra la casa hasta que la estructura de contrachapado y tejas aplastó su cuerpo contra la robusta pared.

Poli y sus hombres abrieron fuego, rociando la fachada y los laterales de la casa con una continua descarga. Las ventanas volaron en pedazos y las cortinas baratas de Lizzie fueron hechas trizas. Mercer intentó devolver el ataque, pero las ráfagas eran demasiado intensas. Las balas disparadas a gran velocidad atravesaron el revestimiento exterior de aluminio, el aislamiento podrido, la madera y la escayola sin apenas reducir su velocidad. El aire del salón se llenó de polvo de escayola y balas. Todos se tiraron al suelo, mientras que el aire parecía haber cobrado vida.

Muchas de las luces explotaron, casi sumiendo el salón en la oscuridad. El sofá recibió una buena descarga y el relleno y la tapicería salieron como bolas de algodón. Una bala encontró un enchufe y comenzó un fuego que creció con rapidez en la cocina.

El ruido era infernal, ensordecedor, un estruendo continuo que les retumbaba en los tímpanos y ponía en peligro su cordura. Y no había tregua. En cuanto un hombre vaciaba su cargador, insertaba uno nuevo sin pausa aparente. Pedazos de escayola caían de las paredes y el fuego en la cocina aumentó de tal manera que Mercer sentía el calor a través de la ropa. Unas cuantas balas dieron en el televisor y estalló con un estruendo.

El humo se espesaba. Oprimida contra el suelo por su marido, Lizzie Fess comenzó a toser.

Mercer cruzó la mirada con Cali. Tenía la cara cenicienta del terror que sentía, con los hermosos labios separados, intentando extraer el precioso oxígeno del aire hediondo. Miró por encima del hombro, hacia la cocina. La habitación entera estaba envuelta en llamas. No sabía si los Fess cocinaban con gas natural, pero si así era, sólo era cuestión de tiempo que el calor o una bala reventaran la tubería del gas y volaran la casa por los aires.

Y tan rápido como las ráfagas habían comenzado, terminaron. Los oídos le pitaban a Mercer con tanta fuerza y el fuego ardía con tanta violencia que sólo supo que Poli había dejado de disparar porque no aparecían nuevos agujeros en las paredes. Mientras recuperaba la compostura oyó el helicóptero otra vez. El pesado batir de los motores le dijo que estaba despegando.

Poli había utilizado el tiroteo para poder coger la caja y llamar al helicóptero para una evacuación rápida. Lo que Mercer no podía entender es por qué se habían ido antes de asegurarse de que todos los de la casa estuvieran muertos. Era el primer error que le había visto cometer a Poli.

Temiendo que aquello fuera una trampa y que Poli hubiera dejado un francotirador, pero impulsado por la urgencia de salir del edificio, Mercer se arrastró por los cristales rotos y los restos que cubrían el suelo y se acercó a una de las ventanas. Lanzó fuera la guía de programación chamuscada de Erasmus Fess y, cuando no se produjo ningún disparo, se atrevió a asomarse un momento. No vio nada fuera de lo normal y le echó a la explanada un último vistazo, más largo, escrutando las sombras lo que la poca luz que había le dejó.

Unas lejanas luces llamaron su atención y comprendió por qué Poli se había retirado. Alcanzó a ver las parpadeantes luces rojas y azules de una hilera de coches de policía que avanzaba entre los pinos. Se dirigían a toda velocidad hacia el desguace, el primer vehículo estaba sólo a unos segundos.

Incapaz de usar la puerta delantera debido al techo derruido del porche y con la parte trasera envuelta en llamas, Mercer sacó a todo el mundo por la ventana, asegurándose de que Erasmus y Lizzie fueran los primeros. Harry no quiso ser el siguiente, así que Cali pasó una larga pierna por el marco y esperó agachada fuera. Ayudó a salir a Harry y Mercer salió después. Los reunió en el extremo opuesto de la grúa y allí él y Cali empezaron a toser, intentando respirar.

Por alguna razón, Harry y los Fess no estaban tan afectados. Harry sacó su paquete de tabaco, encendió tres y le pasó uno a Erasmus y otro a Lizzie.

—Los años pasados desarrollando cierta resistencia al humo al final han servido para algo —dijo a través de una guirnalda de humo de tabaco.

El coche de la policía estatal de Nueva Jersey se detuvo, lanzando grava por la explanada. El agente abrió la puerta de un empujón y salió con la pistola en la mano, asegurándose de estar a cubierto detrás de su coche.

—¡Las manos arriba y donde pueda verlas, cabrones! —gritó, cargado de adrenalina ante la idea de un ascenso cercano—. Como alguien se mueva estáis muertos.

Los cinco hicieron lo que se les ordenó, mientras llegaban más coches.

Antes de que el siguiente agente llegara, la parte trasera de la casa se derrumbó dispersando una lluvia de chispas y las llamas empezaron a bailar cada vez más arriba. Lizzie se volvió hacia su marido y le dijo, sin inmutarse:

—Ras, nos mudamos a Florida