Aswan, Egipto
MERCER no pudo evitar recordar la última vez que había estado en Egipto. Había sido hacía un par de años y había pasado dos semanas en un crucero por el Nilo con una diplomática de Eritrea, llamada Salomé. No la había visto ni había sabido nada de ella desde entonces, lo que convertía su recuerdo en una enigmática sonrisa.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Cali.
«Estaban sentados junto a la piscina de un hotel de lujo en Isla Elefantina, en medio del perezoso Nilo. Entre ellos y la ciudad de Aswan surcaban las aguas los barcos de turistas y las falucas de vela latina.»—Estuve aquí una vez con alguien —contestó Mercer, negándose a enmascarar la verdad con una mentira piadosa pasara lo que pasara.
—Una chica afortunada —dijo Cali—. Ella viene en una escapada romántica y a mí me tocan las tumbas viejas y las bombas radiológicas.
Debería de haber sabido que Cali no era en lo más mínimo celosa.
Booker se acercó a su mesa. Con una camiseta de tirantes negra y pantalones tipo cargo caquis cortados por la rodilla, era una figura imponente. Se acomodó en una silla, cuidando su espalda, aún dolida.
—He conseguido un barco.
—Estupendo.
Cuando Mercer le había dicho a Ira Lasko lo de la situación de la tumba, el almirante había informado del descubrimiento al Presidente. Dos horas más tarde, Ira lo había llamado, diciéndole que no querían involucrar al gobierno egipcio aún. La verdad era que no querían involucrarlos en absoluto si podían evitarlo. Según la ley internacional, la tumba y todo lo que había dentro de ella le pertenecía a Egipto y nadie en el Gobierno quería ver a otra nación de Oriente Medio con potencia nuclear. Las relaciones con El Cairo eran buenas, pero no quería decir que no pudieran deteriorarse en el futuro. Como muchas otras naciones árabes, tenían una minoría de fundamentalistas deseosa de convertir su país en una teocracia.
Se decidió que Mercer, Cali y Booker viajarían a Egipto como turistas y reconocerían primero el valle inundado. Si era posible, quería que cogieran la Alquitara. Un crucero de misiles guiados estaba siendo desviado de su ruta hacia Chipre y patrullaría el Canal de Suez. Si podían coger la Alquitara, podrían encontrarse con la embarcación en las desiertas costas del mar Rojo. En ese momento podría revelarse la situación de la tumba de Alejandro Magno de tal forma que beneficiara políticamente a Estados Unidos. Si no podían cogerla, sería el momento en que los diplomáticos encontraran una forma de hallar la mejor solución.
Aunque el nacimiento del valle Shu'ta estaba a sólo a 800 metros de la costa del lago Nasser, Mercer decidió utilizar un barco en lugar de una avioneta para alcanzar la tumba sumergida. Necesitaban llevar una gran cantidad de equipo y no confiaba en que ninguna de las compañías de alquiler de aviones mantuviera sus acciones en secreto.
Booker había salido a primera hora de la mañana para encontrarles una embarcación apropiada.
—¿Qué es? —preguntó Mercer.
Booker sonrió abiertamente.
—Espero que dispongas de fondos, porque lo único que nos servirá es una Riva.
Mercer conocía la marca italiana de barcos de lujo y podía imaginarse el precio del alquiler.
—¿Cuánto?
—Es una Mercurius de 18 metros de eslora. Camas para cuatro personas y tiene un compresor para rellenar las botellas de los trajes de buzo, que por supuesto es un coste adicional. Según la agencia de alquileres alcanza una velocidad de 40 nudos y la única razón por la que está disponible es porque la pareja de alemanes que la había alquilado esta semana tiene algunas dificultades a raíz de que el marido encontró a su mujer en la cama con el socio de él. Y, como no queremos la tripulación del dueño, el precio asciende a unos míseros 2.000 al día.
Cali hizo una mueca de dolor.
—El almirante Lasko necesitará una explicación de lo más creativa para exponer esto en su próxima reunión presupuestaria.
Mercer se puso las gafas de sol.
—¿Cuándo podemos zarpar?
—Están llenando los depósitos ahora mismo.
Dejaron el hotel, cargando las tres habitaciones en la American Express de Mercer, y cogieron el ferry que los llevó al paseo del malecón de Aswan, en donde los vendedores ambulantes los abordaron inmediatamente para venderles estatuillas, postales, camisetas y demás chucherías para turistas. Había una parada de taxis cerca de la oficina de correos. Diez minutos más tarde estaban cruzando la Presa del Alto Aswan, un gigante de tres kilómetros de largo que retenía las aguas del Nilo.
Con un coste de construcción de mil millones de dólares en los años sesenta, fue financiada por la Unión Soviética, en una maniobra política para ganar simpatías en la zona, y también por los beneficios generados por la captura del Canal de Suez. Para hacer sitio al lago de casi 40.000 kilómetros cuadrados que crearía, casi 100.000 nubios del norte de Sudán y del sur de Egipto fueron desplazados, a menudo a tierras insostenibles. Veinte templos y santuarios antiguos fueron desmantelados y reconstruidos sobre la línea de inundación, siendo los más famosos Abu Simbel en el sur y el Templo de Philae cerca de Aswan. Otros innumerables yacimientos antiguos fueron inundados y un número desconocido quedó por descubrir debido al gran proyecto.
Aunque la presa cumplía su función de impedir que el Nilo inundara las orillas y asolara los pueblos en toda su ribera, también había impedido que los sedimentos ricos en nutrientes llegaran a los cultivos, lo que exigía la importación de millones de toneladas de fertilizantes al año. El frágil delta del Nilo estaba siendo erosionado lentamente debido a la falta de los sedimentos procedentes del interior de África, y la contaminación salada del Mediterráneo llegaba hasta El Cairo.
A quince kilómetros al sur de la presa, llegaron a un puerto deportivo. Mercer pagó al taxista mientras Booker sacaba el equipaje del maletero. Las aguas del lago Nasser eran de un profundo azul, tranquilas, rodeadas de las dunas del desierto con sus ocasionales palmeras. A Mercer le recordaba al lago Powell en Utah, donde el río Columbia había sido retenido por la Presa del Cañón Glen. No eran ni las diez de la mañana, pero el sol era una tortura abrasadora que achicharraba la tierra seca.
La agencia de alquiler egipcia saludó a Booker como si fuera un hermano perdido y ordenó a dos empleados del puerto deportivo que llevaran su equipaje al embarcadero. Entre los barcos vivienda, las lanchas de esquí acuático y los cruceros de turistas de 30 metros de eslora, el Riva parecía un pura sangre en medio de una manada de poneys Shetland.
Era reluciente y su línea aerodinámica le daba el aspecto de una jabalina. Tenía una pequeña plataforma de buceo en el espejo de popa, una lancha hinchable blanca y una cabina abierta sobre el salón principal. El casco era de un negro profundo, mientras que la parte superior y el arco del radar sobre la cabina eran de un blanco níveo. Con su par de motores MAN de 1.300 caballos de vapor bajo cubierta, Mercer no dudaba de su velocidad. Parecía como si estuviera ya navegando, aún amarrada al muelle. Tenía el nombre, Isis, pintado en letras doradas en la proa.
Cali le dio un rápido beso en la mejilla a Booker y le lanzó una mirada a Mecer.
—Tú sí que sabes cómo tratar a una chica. Mercer hubiera cogido ese barco de remos.
—Sí, y hubiera tenido que remar yo — rio Booker.
—No toleraré un motín, por lo menos no hasta que estemos a bordo.
El agente de la agencia de alquiler los llevó a bordo y les explicó, con mucha labia, las características más interesantes. Les demostró cómo sacar la lancha hinchable de su compartimento, así como el compresor y el equipo de buceo. El interior del yate era tan elegante como el exterior, con un sofisticado mobiliario de cuero, mármol en ambos baños y sábanas de seda en las camas. La cocina era pequeña pero funcional y la nevera estaba llena. Les enseñaron dónde estaban las provisiones extra, escondidas en compartimentos secretos, por todo el salón. Mercer dijo que estaba satisfecho cuando encontró una gran variedad de licores en uno de los armarios.
El agente tenía una terminal de pago con tarjeta inalámbrica y pasó gustoso la tarjeta de Mercer por ella. Si sentía alguna curiosidad sobre que dos hombres y una mujer fueran a pasar una semana solos en un burdel flotante, se guardó las preguntas para sí.
—Piensa en la cantidad de kilómetros aéreos que estás ganando —dijo Booker.
—Cuando todo esto termine de una vez, tendré suficientes para volar en nave espacial.
El camarote principal de proa tenía una cama doble y un baño privado y Cali lo reclamó para ella. Cali ya había tirado su bolsa sobre el otro camarote grande, dejando a Mercer con una cama individual metida en un rincón de una pequeña habitación. Booker se rio de él, haciendo un gesto con la cabeza apuntando a la puerta cerrada del dormitorio principal.
—Tío, simplemente entra ya y quítatelo de encima.
Mercer sonrió con tristeza.
—Tengo la sensación de que si tú no estuvieras aquí, estaría invitado.
Booker negó con la cabeza y fue hacia las escaleras que llevaban a la cubierta principal, murmurando.
—La gente blanca está loca.
Mercer tiró su bolsa sobre la cama y se puso los pantalones cortos y una camiseta de la Universidad Estatal de Pennsylvania. Cali salió de su camarote, para unirse a Booker. Llevaba sandalias, unos mínimos pantalones cortos y la parte de arriba de un bikini. El pelo rojo le caía sobre los hombros en una cascada refulgente. Era lo más revelador que Mercer le había visto y su imaginación no le había hecho justicia a su cuerpo. Aunque sus pechos eran pequeños, tenían la forma perfecta y eran proporcionales a su delgado torso, y sus piernas parecían infinitas. Tenía la piel impecablemente lisa y llena de pecas.
—Siento lo de los dormitorios —dijo, con timidez—. Es que con Booker aquí… No me sentiría cómoda.
—No pasa nada —dijo Mercer, acercándose lo suficiente como para poder oler la loción solar que se había aplicado—. Si no te hiciera gritar con un orgasmo de máxima intensidad en los primeros cinco segundos me echaría una bronca enorme.
Le dio un golpe cariñoso.
—Guarro.
El empleado de la agencia aún seguía en el muelle y, sin apartar la vista de Cali, consiguió desatar las amarras cuando Mercer encendió el motor del Riva.
Mercer aceleró en cuanto el motor alcanzó la temperatura y sacó el yate del muelle. Había mucho tráfico náutico alrededor el puerto deportivo, sobre todo barcos pesqueros y un pequeño crucero que regresaba de su habitual excursión de seis días a Abu Simbel. Mercer mantuvo la velocidad a 10 nudos, probando el timón para familiarizarse con la respuesta del barco. No le sorprendió que fuera tan ágil como una moto de agua.
Algunos turistas saludaron al pasar, mientras que los pescadores los ignoraron por completo o los miraron con un desprecio mal disimulado. Cuando se despejó el tráfico al llegar al amplio lago, Mercer comenzó a acelerar. El yate reaccionó instantáneamente y barco y capitán se midieron las fuerzas. Cuanto más le exigía Mercer, más quería dar el Riva y pronto estaban planeando por el agua a 38 nudos.
Podía oír la risa de Cali tintineando sobre el rugir de los motores y el viento soplando a su paso.
—Me encantan los barcos —gritó.
Tenía el escote y el cuello sonrojados, los labios se le habían llenado y enrojecido y tenía las pupilas dilatadas. Era evidente que la adrenalina de la velocidad la había excitado. Él lo sintió también y mentalmente maldijo la presencia de Booker de nuevo. Miró por encima del hombro y vio que Mercer también se había dado cuenta. Le guiñó un ojo con descaro.
Se mantuvieron lejos de las rutas habituales que usaban los barcos de turistas, así que parecía que tenían el agua para ellos solos. Mercer comió junto al timón, disfrutando de los pedazos de pan de pita con hummus que le daba Cali. Y, aunque la cerveza se perfeccionó en Egipto hacía miles de años, no había cervecerías modernas en el país musulmán, así que se conformó con una Peroni italiana del frigorífico.
Booker y Cali se turnaron para relevar a Mercer al timón a medida que pasaba el día. Cali se había cambiado y llevaba unos pantalones sueltos de algodón y una camiseta para protegerse del sol y una gorra de béisbol para controlar el pelo que le agitaba el viento.
A las seis y media viraron hacia el oeste, como si persiguieran al sol que se escondía tras el yermo horizonte, pintando el desierto que rodeaba la gran bahía a la que entraban con un centenar de tonalidades de rojo y violeta. Mercer pensó que Cali estaba especialmente hermosa bajo el resplandor escarlata.
Según el GPS del barco, el valle Shu'ta estaba al final de la larga bahía que penetraba en el desierto de Nubia como una daga. La línea de la costa consistía principalmente en acantilados de arenisca que caían en picado al lago. No había habitantes en esta región, ningún signo de que nadie hubiera vivido allí y la escasa vegetación que se aferraba a los acantilados, salvia y espina de camello, sólo podía sobrevivir absorbiendo el vapor de agua que subía del lago. Estaban entrando en una zona tan desolada como la luna y menos explorada que ésta.
A cinco millas de su destino, Mercer apagó el motor inexplicablemente.
—¿Por qué aminoras? —preguntó Cali.
Apuntó hacia adelante. Procedente del sol, otro barco surcaba el agua hacia ellos. A esa distancia era imposible decir qué tipo de barco era, pero Mercer dudaba de que fueran pescadores o turistas.
—¿Sabes esa escena en las películas de miedo en donde alguien dice que algo no va bien?
—Sí.
—Creo que algo no va bien.
Booker salió de la cocina, donde había estado haciendo la cena.
—¿Hemos llegado?
—Tenemos compañía.
—¿Poli?
—Es posible. Tuvo tiempo de fotografiar el obelo cuando los hombres de Dayce estaban destrozando el poblado. Y éste es el último lugar del mundo en donde puede conseguir el plutonio.
—¿Cómo quieres que lo hagamos? —preguntó Book.
Mercer se agachó para que los hombres que se acercaban no lo vieran.
—Poli no te conoce, así que quizás ver una cara negra lo desconcierte. Sois dos turistas navegando por el lago en vuestra luna de miel. Yo voy a esconderme.
Se arrastró hacia las escaleras de popa y desapareció.
Booker le pasó el brazo por los hombros a Cali cuando el otro barco estaba a unos 100 metros. Era una lancha motora de siete metros de eslora pintada de color gris militar. Había dos hombres con uniforme a bordo y, desde su punto de pista aventajado Book veía que tenían cartucheras alrededor de la cintura.
Uno dijo algo, pero el viento se llevó el sonido, e hizo un gesto para que Booker parara el motor. Puso los potentes motores al ralentí.
—¿Qué pasa, tío? —dijo, sonando como si fuera un rapero.
El timonel habló de nuevo en árabe.
—No pillo tu historia, tío. Habla en mi idioma.
—Hay una zona de entrenamiento militar. Deben irse.
Booker miró a su alrededor a la costa desierta.
—No veo entrenamiento, tío.
—¿Cuántos hay en su barco?
—Sólo yo y mi piba.
Los dos barcos se habían acercado lo suficiente para que uno de los egipcios de uniforme saltara a la plataforma.
—¿Qué coño estás haciendo? —gritó Booker.
El hombre que quedaba en la lancha sacó la automática de su funda y apuntó con ella a la cabeza de Booker. Booker levantó las manos, ahora sonriendo.
—No pasa nada, tronco, no pasa nada. No hace falta mosquearse. Si queréis echarle un vistazo al barco, es todo vuestro.
El soldado que había saltado a bordo buscó por el barco, mirando en los armarios y debajo de las camas. Miró en las dos duchas y en todo compartimento que tuviera tamaño suficiente para esconder a un hombre dentro. Aunque el Riva era un barco grande, debido a su distribución diáfana su búsqueda le llevó sólo un minuto. Salió de nuevo, trepó por la escalerilla hasta la cabina, lanzó una mirada hostil a Booker y a Cali y tras bajar, saltó finalmente al barco patrulla. Habló brevemente con el timonel, negando con la cabeza. El timonel se llevó la radio a la boca y habló unos momentos.
Cuando terminó le gritó a Booker.
—Ahora deben marcharse.
Booker les lanzó otra amplia sonrisa.
—Como digas, jefe.
Subió la palanca del acelerador casi hasta el tope y giró el timón. La poderosa estela hizo zozobrar al barco egipcio, obligando a los dos hombres a agarrarse a la barandilla para no ser arrojados por la borda. Bajó un poco la potencia y mantuvo la vista al frente mientras Cali estudiaba subrepticiamente al barco patrulla. Se quedó unos segundos donde estaba, probablemente para asegurarse de que nadie hubiera saltado del Riva para evitar ser visto. Luego arrancó, dirigiéndose en dirección opuesta hacia donde tuvieran el piquete.
Mercer reapareció mucho después de que hubieran salido del alcance del barco patrulla.
—Seguimos vivos, así que ha ido bien, ¿verdad?
—¿Dónde te has escondido? —preguntó Cali—. Oí cómo el soldado registraba por todas partes.
—El compartimento de la lancha hinchable en popa. Pasó justo por encima de mí, ni siquiera sabía que había un compartimento. ¿Qué os han parecido?
—Dijeron que estaban realizando maniobras militares en la zona, pero no eran de un ejército normal.
Cali lo miró incrédula.
—¿De verdad? A mí me habrían engañado.
—El uniforme del ejército egipcio se basa en el británico. Éstos llevaban uniforme de batalla de patrón estadounidense, ninguno de los dos tenía una insignia de rango y sus cinturones no casaban. Además, el barco era un barco civil pintado de gris. He visto el blanco del casco a lo largo de la línea de flotación.
Mercer se quedó callado un momento. Su plan de entrar y salir a escondidas se había ido a hacer gárgaras. Una vez más, Poli había llegado antes. Incluso podía ser que el mercenario tuerto hubiera tenido un equipo en el desierto al día siguiente de ver el obelo. Podrían estar a punto de encontrar la tumba de Alejandro y la letal Alquitara.
—Tenemos que ver qué es lo que pasa ahí.
Lago Nasser, Egipto
-Repite eso —dijo Poli por la radio de mano.
—Había dos personas en el barco —dijo el líder de la patrulla entre las interferencias de la línea—. Un hombre y una mujer.
—¿Cuál era su nacionalidad?
—Americana.
—Mercer —siseó Poli en voz baja—. ¿El hombre medía un metro ochenta, era musculoso sin ser grande, con pelo oscuro y ojos grises?
—No. Era mucho más alto. Casi dos metros, muy musculoso. Y tenía la piel oscura.
Feines no sabía muy bien qué pensar. En cierto modo, estaba decepcionado de que no fuera Mercer. Seguro que se había dado cuenta de la importancia del obelisco y había vuelto a fotografiarlo y hacer que tradujeran la escritura. Eso lo conduciría directamente a allí. ¿Habría abandonado el americano?
—¿Seguro que no había nadie más a bordo? —le preguntó al guardia del lago.
—Sí, Tawfiq buscó con mucho cuidado.
—Vale, déjalos ir y diles que no vuelvan.
—Sí, señor.
Poli se volvió a meter la radio en el cinturón. A su alrededor se extendía una pequeña ciudad de tiendas, el alojamiento para los trabajadores y guardias que Mohammad bin Al-Salibi había contratado. La mayoría eran saudíes o iraquíes que habían sido entrenados en campamentos de Al-Qaeda en Pakistán y Siria. Poli se había ganado su temor, o su respeto, en su primer día allí, cuando uno de los guardias escupió a sus pies tras dársele una orden. Feines hizo que dispararan al hombre en ese mismo momento, diciéndoles a los demás, por medio de su intérprete, que el guardia no había sido un mártir sino un insensato insolente que debería haber visto a Poli como a un aliado y no como a un enemigo.
Cuando quedó claro que el ataque de Novorossiysk no había producido los resultados esperados, Salibi prácticamente le había rogado a Poli que encontrara la Alquitara de Skenderbeg para él. Las súplicas del saudí no lo conmovieron, pero, con la promesa de otros 20 millones de dólares, Poli había accedido, diciéndole a Salibi que no había ninguna garantía.
Se dirigió a Odessa, donde cogió un avión a El Cairo. Salibi le había dado el nombre del operativo de Al-Qaeda que conseguiría todo lo que quisiera, incluso un traductor para descifrar las fotografías que había hecho del obelisco. Evidentemente, el experto tuvo que ser ejecutado para asegurar su silencio. El mayor retraso se había producido al intentar encontrar a hombres que supieran bucear cuando averiguaron que la tumba estaba bajo el lago Nasser.
Ahora que estaban allí, se dieron cuenta de que bucear no sería necesario. En algún momento en los cinco siglos siguientes a que los hombres de Skenderbeg hubieran devuelto la Alquitara a la tumba de Alejandro había habido un terremoto que había quebrado las colinas de arenisca que habían presidido el inundado valle Shu'ta. Muchas de estas fracturas eran meras grietas en la tierra, pero había una larga grieta que surgía del lago. Era demasiado recto para ser un fenómeno natural. Poli supo ver inmediatamente que había un túnel que subía desde el fondo del valle y que el terremoto había derrumbado parte de su techo. Puso a los hombres a cavar en la parte que creía que el techo había quedado intacto. Ya habían cavado dos metros.
En el lago flotaba, en silencio, el barco que había pretendido usar como plataforma de buceo, una casa barco de 40 metros de eslora que había traído de Aswan. También habían comprado dos fuerabordas para hacer de piquetes e impedir que entraran pescadores y otra gente.
Poli vio a Mohammad Al-Salibi salir de una de sus tiendas. Con sus atractivos rasgos morenos y vestimenta tradicional blanca, era una figura elegante. Los hombres se detenían a su paso, saludándolo con deferencia o tocando el dobladillo de su túnica. Podían ser fanáticos, pero sabían quién tenía el dinero.
—¿Quién era el de la radio? —preguntó Salibi.
—El barco piquete ha parado a un yate a unos ocho kilómetros de aquí. Sólo turistas.
—Ah.
Salibi miró el campamento a su alrededor. Habían conseguido realizar una increíble cantidad de trabajo en muy poco tiempo. Todas las tiendas estaban montadas y los hombres en sus rutinas.
—¿Y cuánto crees que tardará esto?
—No lo sé. El túnel puede estar bajo unos centímetros ó 10 metros de arena. Es posible que me equivoque por completo, lo que significa que tendré que bucear hasta la entrada de la cueva. Hay que estar preparados para la posibilidad de que haya sido enterrada por el terremoto y no sea encontrada nunca.
—Alá nos bendecirá, lo sé.
Salibi contempló la bahía y siguió hablando, con voz soñadora:
—Fracasamos en Novorossiysk porque el plan no le gustaba. No era un golpe digno de nuestra capacidad. Cuando encuentres la Alquitara atacaremos el verdadero corazón de nuestro problema.
—¿Y cuál es? —preguntó Poli, con curiosidad por conocer la profundidad de la depravación de Salibi. Entendía completamente que el saudí hacía lo que hacía para su beneficio político y económico, pero ver cómo pervertía sus motivaciones para convencerse a sí mismo de que cumplía la voluntad de Dios era algo fascinante.
—Turquía es la clave. Sus líderes son seglares sin dios que no se preocupan por la Sharia, las benditas leyes del Islam. Si podemos hacer que la gente vea que su gobierno no los protegerá, se alzarán, se librarán del yugo de la influencia occidental y abrazarán su fe.
Poli añadió para sí: «Y pudiendo, tú de esa forma, cortar el flujo del millón de barriles al día que circulan por el país en los oleoductos y obteniendo el control del Bósforo para impedir a los petroleros la entrada al mar Negro».
—Se trata de salvar las almas de los turcos, porque creen que las mujeres deben tener derechos y que la Iglesia y el Estado deberían estar separados. Se trata de liberar a la gente y hacerles conocer el amor de Dios. Ojalá pudiera unirme a los mártires que morirán en Estambul, pues su muerte gloriosa llevará a la revolución que verá el Islam elevado a su justo lugar.
—¿Pretendes usar el plutonio contra Estambul?
—Sí. Será como en Rusia, sólo que esta vez no fallaremos.
Peines pensó un segundo en los 14 millones de personas que vivían en la ciudad a un lado y otro del Bósforo y se encogió de hombros.
—Si eso te hace feliz…
En una bahía escondida, a 30 kilómetros de donde les habían cortado el paso, Mercer apagó el motor del Riva y echó el ancla. El silencio pareció engullirlos después de tantas horas en el ruidoso barco. Ya habían decidido su plan y utilizaron el teléfono GPS para poner a Ira Lasko al día de la situación. Estuvo de acuerdo en reconocer la zona de la bahía antes de decirle nada al Presidente.
La cena fue silenciosa, en una acogedora sala. Después de comer, cambiaron su ropa por otra oscura. Mercer se preguntó si, inconscientemente, todos sabían que esto iba a pasar, ya que los tres habían traído ropas adecuadas para una operación nocturna. Esperaron otra hora hasta que los últimos rayos de sol se apagaran y sacaron la lancha hinchable de su compartimento.
Con los tres en el bote más un traje de buceo la atestada lancha casi se hundió bajo el peso. Sus únicas armas eran un cuchillo de buceo de 10 centímetros y un martillo de un kilo que Booker había encontrado en la caja de herramientas del Riva.
Utilizando un GPS portátil navegaron, usando el motor, hasta estar a unos tres kilómetros del lugar donde los habían detenido los guardias. Book controlaba el motor, que dejó en ralentí y avanzaron otro kilómetro y medio.
—Aquí está bien —susurró Mercer.
Book condujo la lancha hinchable a la playa y él y Mercer la sacaron del agua.
—¿Cogemos las bombonas o las dejamos?
Eran casi 30 kilos de equipo que arrastrar durante otros tres kilómetros por el desierto, pero los tres podían distribuirse la carga.
—Vamos a dejarlas por ahora, siempre podemos volver.
Caminaron en fila india y separados. Con sus años de experiencia militar, Booker iba en cabeza y Mercer a la cola. Book los llevó hacia el interior durante casi un kilómetro, por si Poli tenía a gente vigilando la orilla. Con el GPS no había posibilidades de perderse. El terreno era sobre todo arena y rocas pequeñas, no muy difícil de caminar de día, pero un paso mal dado podía acabar en una torcedura de tobillo y hasta que el paisaje no fue bañado por la luz de la luna creciente, no empezaron a notar un progreso.
No se oía nada excepto el suave viento y sus propias pisadas cautelosas.
Llevaban una hora de marcha cuando Book alzó la mano y se aplastó contra la tierra. Su habilidad era tal que parecía haber desaparecido. Mercer había visto el lugar en el que estaba de pie y, un segundo más tarde, no había señal de su amigo. El y Cali avanzaron agachados hasta que llegaron a un wadi poco profundo que no había visto agua en milenios. Mirando por encima de la orilla opuesta del viejo riachuelo, Mercer vio el reflejo de la luna en el lago, una línea blanca danzarina que se estiraba hacia el horizonte. Más cerca, vio unas luces y enseguida distinguió el campamento. Contó una docena de tiendas. Había una fueraborda idéntica a la que Book había dicho que habían usado los guardias, anclada cerca de la orilla, y un barco mayor un poco más lejos de la orilla. Parecía que hubiera un guardia a bordo con una ametralladora pesada.
Por encima del retumbar de un generador, llegó el sonido de dos hombres hablando.
Book le pasó los prismáticos que había traído.
Al mirar de cerca, vio hombres armados patrullando a pie el perímetro del complejo y otro guardia cerca de la fueraborda. Algunos hombres estaban sentados en un círculo abierto escuchando hablar a otro. Por la expresión de sus rostros, Mercer vio que estaban hechizados.
—Nada que no sea un ataque aéreo va a sacarlos a todos de aquí —le susurró Book a Mercer en la oreja, tan cerca que podía sentir su respiración.
Mercer asintió. Estaba mirando al lugar en donde los hombres de Poli estaban cavando en un lado de la colina que nacía al principio de la bahía. La excavación estaba iluminada con focos y los hombres trabajaban en cuadrillas, sacando cubos de arena y tierra suelta del agujero. Mercer vio que su trabajo estaba en la cúspide de una trinchera recta que corría hacia abajo hasta el nivel del agua. Prolongando la línea mentalmente, Mercer se dio cuenta de que iba directamente al fondo del valle, exactamente donde el obelisco decía que encontrarían la entrada a la tumba de Alejandro Magno. Recordó su visita a Egipto hacía un par de años. Había hecho una excursión por el Valle de los Reyes con Salomé y recordó que los antiguos egipcios habían excavado largos túneles en las montañas para enterrar a sus faraones. Imaginó cómo habría sido el valle Shu'ta antes de que la presa lo llenara de agua. Se hubiera parecido algo al lugar de entierro de los reyes egipcios, así que era posible que los hombres de Alejandro hubieran ordenado que se excavara un túnel, sólo que, en lugar de bajar desde la cima de la montaña, subía desde el fondo del valle.
—Tendrán la Alquitara mañana o pasado —dijo en voz baja y les contó sus sospechas—. Para que el derrumbamiento de un túnel se vea en la superficie de esa manera, no puede estar a más de tres o cuatro metros de profundidad.
—¿Qué vamos a hacer?
—Eso depende de Ira. No hay nada que nosotros tres podamos hacer contra ese ejército de ahí abajo.
—¿Y si fuéramos más de tres?
La voz había surgido de detrás. Mercer se giró rápidamente, sacando el cuchillo en un movimiento ágil. Ibrihim Ahmad se les había acercado tan silenciosamente que ni siquiera Booker lo había oído. Llevaba su característico traje negro incluso en el desierto, aunque, prudentemente, llevaba camisa y corbata negras. A sus espaldas había cinco hombres más. Llevaban ropa de camuflaje oscura y chalecos de combate llenos de paquetes de munición. Todos llevaban varias armas automáticas de alta tecnología. Mercer reconoció al protegido de Ahmad, Devrin Egemen. El joven saludó tímidamente con la cabeza cuando cruzó la mirada con Mercer. Aun cubierto con todo un arsenal armamentístico, el joven erudito no convencía como soldado.
—Debería haber imaginado que encontraría la forma —le dijo Ahmad a Mercer, la admiración de su voz era evidente aunque hablara en susurros.
—Y yo debería haber imaginado que me mentiría sobre lo de no saber dónde estaba la tumba de Alejandro —de alguna forma, a Mercer no le sorprendía que Ahmad estuviera allí—. ¿Cuánto tiempo llevan aquí?
—He tenido a dos hombres acampados sobre la entrada de la tumba desde que Feines se puso en contacto conmigo hace meses. Yo he llegado esta tarde.
—Sabe que va a encontrar la tumba pronto.
Ahmad pareció avergonzarse.
—Nunca imaginé la importancia de esa grieta hasta que Poli empezó a cavar. Había esperado tener más hombres, pero vamos a atacar esta noche.
—¿Están locos? —siseó Cali—. Hay unos 50 ó 60 hombres y ustedes sólo son seis.
—Caribe Dayce tenía más de 100 —contestó Ahmad.
Mercer recordó el salvajismo de esa batalla cuando Cali y él esperaban ser ejecutados. Y había calculado que Dayce tenía al menos 150 hombres. El equipo de Ahmad los había reducido a un solo hombre en cuestión de minutos.
—¿Eso lo hicieron ustedes seis? —no podía creerlo.
—De hecho, Devrin estaba en Estambul. Sólo éramos cinco. Doctor Mercer, los janisarios pertenecen a una orden militar, nos hemos entrenado para la guerra toda nuestra vida.
—Mercer me contó lo que hicieron en África —dijo Booker—. Encargarse de un montón de adolescentes borrachos y drogados no es lo mismo que atacar a 50 terroristas curtidos en la batalla.
—No tenemos elección —dijo sencillamente Ahmad—. Esto termina ahora.
—Es un suicidio —dijo Cali—. Usted sabe de qué son capaces estos fanáticos. Se volarán ellos mismos en pedazos si creen que pueden acabar con sólo uno de ustedes.
—Tiene razón, Cali —dijo Mercer—. No hay otra opción.
No podía creer que estuviera a punto de decir lo que le iba a decir a Ahmad.
—Cuente conmigo. ¿Cuál es el plan?
Antes de que Ahmad pudiera esbozar su estrategia, se oyó un grito agudo en el campamento de Poli. Todos los que estaban en el wadi miraron hacia los que estaban cavando en la colina. Varios de los trabajadores estaban bailando en círculos, vitoreando y alzando las palas, triunfantes. Cuando los guardias cercanos se dieron cuenta de que habían conseguido excavar hasta el túnel, dispararon al aire. Uno corrió hacia las tiendas y Mercer lo siguió con la mirada. Antes de que llegara a un grupo de ellas, algo separado del resto, apareció Poli. Llevaba simplemente pantalones y botas. Su pecho era pálido bajo la tenue luz, pero la anchura del mismo desafiaba a la imaginación. Tenía los brazos gruesos como troncos de árbol y le colgaban de los hombros amplios como el travesado de una horca. Empezó a correr hacia la colina de la excavación.
El hombre que había estado hablando al círculo de terroristas se levantó haciendo un remolino con su túnica y cruzó el desierto siguiendo a Poli.
—Mierda. Han llegado.
Ahmad no estaba mirando cómo los hombres celebraban su éxito. Estudió al hombre de la túnica, con la boca apretada en una fina línea, la furia ardiente brillando en sus ojos.
—Al-Salibi.
—¿Ese es el tío que financia la operación? —preguntó Cali—. El tío que trabaja para la OPEP?
—Está utilizando el Islam como un medio para aumentar su riqueza y poder —dijo Devrin con tanto odio como su maestro.
Poli se abrió paso entre la vitoreante multitud, apartando a empujones a los soldados de Al-Qaeda hasta que estuvo sobre el agujero. Al-Salibi se le unió un momento después, dándole al mercenario una palmada en el hombro con una gran sonrisa en el rostro. Incluso Peines estaba orgulloso de sí mismo por ocurrírsele este plan para acceder fácilmente a la tumba.
—Lo has conseguido, amigo —lo felicitó Salibi.
Salibi nunca sería amigo suyo, pero Poli dejó pasar el comentario.
El agujero tenía algo más de un metro de anchura y la arena caía por el borde hacia la oscuridad. Los lados del túnel estaban recubiertos de bloques de piedra regulares y, al pasar el haz de la linterna sobre ellos, vio que estaban cubiertas de jeroglíficos. No podía ver el suelo del túnel porque estaba inundado, el agua había debido de filtrarse por la roca a lo largo de eones* $$y había quedado atrapada. Pidió una cuerda. Una vez había atado un extremo a una roca cercana, Poli lanzó el otro extremo por la fisura. Bajó por la cuerda utilizando sólo la fuerza de sus hombros. Cuando llegó a la tranquila superficie, probó a bajar a las frías aguas, extendiendo la pierna para ver si hacía pie. Cuando llegó al fondo, el agua le llegaba al pecho. El túnel había tenido cuatro metros de altura y los mismos de ancho como mínimo. Al apuntar con la linterna vio los escombros en el lugar en el que se había derrumbado el techo. Había huecos en los lugares en los que las baldosas del techo habían caído. Dirigió la linterna hacia el lado contrario, el que ascendía suavemente, pero el haz de luz se vio envuelto en tinieblas. Era posible que el túnel continuara durante otros 600 metros antes de llegara la cima de la colina.
Ordenó que los focos que había alrededor del pozo fueran bajados al túnel y que prepararan más cables por si acaso. También ordenó que alguien fuera a su tienda a traerle una camisa, su contador Geiger y un par de bombonas de oxígeno por si las necesitaba. En diez minutos, todo estaba en su lugar. Al-Salibi se había cambiado y llevaba ropas más prácticas y se le unió en el antiguo túnel, junto con sus dos luchadores de confianza.
Cada centímetro cuadrado de las paredes y del techo que no se había derrumbado estaba cubierto de grifos de dos mil años de antigüedad que describían las historias del génesis egipcias y conmemoraban el viaje de Alejandro hacia la muerte. Los pigmentos naturales estaban tan frescos como el día que habían sido aplicados. Uno de los luchadores le dio un codazo a su compañero para enseñarle cómo borrar la cara de los dioses rascando con el cuchillo. Se rieron juntos de la profanación sin sentido.
Poli ató las bombonas de oxígeno a la cuerda y comenzó a avanzar por el túnel llevando una de las luces halógenas* eones: miles de millones de años en la mano, sosteniéndola por encima de su cabeza. Tras él, los saudíes, de menor altura, se veían obligados a caminar y nadar para poder seguirle el paso.
—Tenemos un barco.
—¿Sí? Excelente. ¿Cuánto tardará?
Mercer calculó mentalmente los tiempos, añadiendo treinta minutos por si acaso, y miró su reloj.
—Para las dos de la madrugada.
—El barco puede ser necesario —contempló Ibrahim.
Mercer se dirigió a Cali.
—¿Puedes hacerlo?
Ella se puso a la defensiva.
—¿Intentando protegerme otra vez?
Era cierto. No quería que estuviera cerca de la lucha. Habían tenido suerte hasta entonces, pero esto iba más allá de cualquier cosa a la que se habían enfrentado desde que se conocieran en África. Tener a Cali con ellos cuando atacaran a los hombres de Poli no influiría para nada en el resultado, así que no había motivo para ponerla en peligro. Entonces se preguntó a sí mismo si lo hacía por él o por ella. Recordó a Tisa, cubierta de sangre entre sus brazos, mientras el helicóptero de rescate los elevaba desde el barco a punto de naufragar. Nunca le oyó decir que la quería.
—¿Realmente quieres estar aquí si nuestro ataque falla?
—¿Y tú?
—No, pero siento cierta responsabilidad.
—¿Y crees que yo no? —replicó Cali.
—Cali, no es por protegerte. Ya he perdido a alguien que me importaba mucho, no puedo pasar por eso otra vez.
Ella le rozó la mejilla con suavidad.
—Voy a hacerlo. Pero, Mercer, yo no soy ella y no siempre puedes ser el caballero andante que salva a todo el mundo, ¿vale?
—Gracias —fue lo único que pudo decir.
—Vendré a la carga a las dos en punto.
—Si ves uno de sus barcos que intenta escapar, detentas —dijo Ibrahim.
A una orden susurrada de su líder, uno de sus hombres le dio a Cali una pistola automática, mientras que los otros les pasaron algunas de sus armas y munición a Mercer y Book Sykes.
Cali miró a Mercer por última vez, pero no lo besó.
—Buena suerte.
—Igualmente.
—Tío, menuda suerte tienes —le dijo Booker en voz baja cuando hubo desaparecido en la oscuridad con el GPS de Book—, es una pelirroja ardiente.
Mercer no dijo nada, intentando olvidar la incómoda conversación y centrándose en lo que tenían que hacer. No le importaba que estuvieran a sólo unos metros de, quizás, el más grande tesoro de la historia de la humanidad, cuyo valor en dinero era incalculable. Era más importante que lo que ofrecería la tumba. Sería una visión de quien era, probablemente, la mayor mente militar que había existido jamás. Alejandro Magno había trazado él solo el mapa del mundo antiguo, estableciendo fronteras que aún existían hoy en día. Lo único en lo que pensaba ahora mismo era en impedir que Feines y quien le pagaba consiguieran la Alquitara de Skenderbeg. Que los arqueólogos lo celebraran cuando hubiera pasado todo, esa noche había que impedir un genocidio.
—¿Cuál es el plan? —le preguntó de nuevo a Ibrahim.
—Diez minutos antes de que la señorita Stowe vaya a volver, atacamos el complejo.
—¿Cómo, con un ataque frontal?
Ibrahim asintió. Mercer y Book intercambiaron una mirada y negaron con la cabeza.
Booker dijo:
—Podemos hacerlo mejor.
A la una y media la celebración en el campamento no había disminuido nada. Los hombres aún hablaban animadamente y miraban por el pozo, sin duda animados ante la perspectiva de tantas muertes. Sólo unos pocos habían regresado a las tiendas, donde los disparos de celebración los mantenían despiertos. Mercer y Devrin estaban en posición a 50 metros de la cocina del campamento, mientras Booker rodeaba el campamento en dirección a la orilla del lago. Su misión era capturar la casa barco. Si fallaba, el guarda podría convertir el campamento en una carnicería con la metralleta que estaba montada en la barandilla del barco.
Por primera vez en su vida, Mercer se dio cuenta de que estaba ansioso por luchar. Quería vengarse de Poli, de Al-Salibi y de los hombres que pensaban que la destrucción a gran escala era el mayor deseo de su Dios. La adrenalina que recorría su cuerpo era tan familiar y excitante como la droga de un toxicómano. Incluso en la oscuridad podía ver perfectamente. Podía sentir el más mínimo soplo de la brisa y oír el lejano batir de las olas en la orilla. Podía oler las especias de la cocina como si estuviera junto al fuego.
El arma que Ibrahim le había dado era una Heckler y Koc HK416, una carabina de asalto compacta de 5,56 milímetros con un lanzador de granadas de 40 milímetros extraíble. En los bolsillos de los pantalones llevaba cuatro cartuchos de 20 balas y dos granadas más. Aunque no estaba familiarizado con este tipo de arma, tenía confianza en que podría manejarla.
Miró su reloj por quinta vez en cinco minutos, cada vez más ansioso y nervioso. Booker estaría entrando en el agua ahora. Miró hacia el lago, pero no podía ver a su amigo, cuya piel se mezclaba con la noche.
Agachado en el agua, para que sólo sus ojos aparecieran sobre la superficie, Booker Sykes se movía con facilidad. La casa barco sólo estaba a 50 metros de la orilla y el vigía estaba mirando, repitiendo las celebraciones del campamento, sin duda lamentando no poder unirse a ellas.
Book rodeó el barco con un amplio círculo para llegar desde el lado que daba al lago. Una luz salía de una ventana en este lado de la embarcación, podía oír música árabe sonar en un aparato de música. Se acercó más a la popa, lejos del vigía. El casco del barco era de madera y estaba resbaladizo. Alcanzó una barandilla en la cubierta inferior, despacio para que el agua no chorreara de la ropa. En lugar de darse impulso para subir, pasó una pierna por entre las barras de la barandilla y rodó lentamente para subir a cubierta. No hizo ningún ruido y sus movimientos habían sido tan suaves que su peso no se notó en el fondo plano de la casa barco.
La gran estructura rectangular ocupaba casi toda la cubierta, dejando una estrecha pasarela que rodeaba el barco por tres de sus lados. La cubierta trasera, donde estaba la metralleta, era la única parte abierta. Booker avanzó silenciosamente, agachándose cuando llegó a la ventana. Moviéndose milímetro a milímetro, se situó de modo que pudiera ver por el cristal mugriento, había dos árabes en la mesa leyendo el Corán y un tercero dormido en un sofá desvencijado.
Booker se obligó a tranquilizarse. Había esperado que hubiera más de un hombre, pero no cuatro, y aún no sabía si había alguien más en los camarotes. Durante una misión de combate, Booker era capaz de medir el tiempo mentalmente con una precisión casi absoluta. Le quedaban dos minutos antes de que los hombres de Ahmad dejaran su escondite y comenzaran el asalto.
No sabía cuántos hombres había matado a lo largo de su carrera militar. En sólo una noche en Mogadiscio, calculaba que un centenar de rebeldes había caído debido a sus armas, pero los que sí recordaba, 11, eran los que había matado con arma blanca. Sus pesadillas le recordaban cada detalle de sus muertes, desde el olor de su última comida al calor de su sangre. Aún podía sentir la fina barba del centinela que había matado en la hacienda de un narcotraficante, o el silbido del aire cuando le cortó la garganta a un marinero de Corea del Norte que guardaba un submarino lleno de explosivos. Y sus ojos. Los ojos siempre lo seguían, dormido o despierto.
Despacio, para no hacer más ruido que el suspiro de un niño, sacó el cuchillo que le había dado uno de los janisarios.
Mercer entró deslizándose a la tienda de la cocina. Sólo oyó a un hombre roncando en su interior. La luna se había puesto y la tienda estaba en tinieblas. Esperó un momento a que se le adaptara la vista. Había un débil resplandor procedente del piloto de la cocina que le permitía distinguir la distribución de la tienda. Había dos fogones, varios barriles de plástico llenos de agua y mesas. También, un camastro en un lado, con una sola figura tumbada bajo las sábanas. Las ropas del cocinero estaban en un montón cerca de una alfombrilla de rezos y una AK-47 colgaba del mástil de la tienda.
En silencio, Mercer se aproximó a la cama. Encontró la kefía del hombre. No tenía ni idea de cómo llevarla, así que se la enrolló alrededor de la cabeza y metió los extremos de modo que le taparan la cara. Miró el reloj. Un minuto.
Aunque el hombre era parte de una célula terrorista, sólo era cocinero. Mercer imaginó que le habrían dado esta tarea porque no era un luchador capaz. Y, por mucho que intentara racionalizarlo en su mente, no podía matarlo a sangre fría. Así que cuando Mercer lo golpeó con la culata de su HK, lo hizo de modo que sólo quedara inconsciente. Le ató las muñecas a la espalda con la correa del kalashnikov y estaba a punto de meterle un trapo grasiento en la boca cuando sintió que algo se movía. Se giró, apuntando con el rifle, pero sólo era Devrin.
—Está tardando demasiado —vio lo que Mercer había hecho y cruzó rápidamente la tienda hasta llegar junto a la cama. Miró al cocinero inconsciente y luego a Mercer.
—Por esto no los derrotarán nunca —le clavó sin ceremonias un cuchillo en el pecho—. Ellos no han pedido cuartel, así que usted no debería dárselo.
Limpió el cuchillo en la sábana y lo enfundó, y juntos salieron por la parte trasera de la tienda.
Booker llegó al borde de la estructura de la casa. Había unos 20 metros de cubierta abierta entre él y el vigía con la ametralladora. Tenía veinte segundos. Avanzó agachado, levantando los pies no más que una fracción de centímetro de la cubierta. Book llegó a un medio metro del guardia y aún no había notado su presencia, seguía apoyado contra la barandilla y mirando la celebración de la orilla. Sykes daba las gracias por no haber visto los ojos del árabe.
No se movió ni más deprisa ni más despacio en los últimos segundos, simplemente dio otro paso cauteloso y se preparó para cogerle la cabeza al guardia con una mano, mientras que en la otra tenía preparado el cuchillo.
Una voz llamó desde la puerta abierta de la casa y el guardia se giró para contestar. Vio a Booker a no más de medio metro. Con reflejos entrenados durante décadas, Booker saltó antes incluso de que el guardia supiera lo que estaba viendo. Sykes le metió la hoja en el cuello y la rasgó hacia fuera, cortando músculos y vasos sanguíneos, de modo que la mitad de la garganta quedó abierta. La sangre manó de la herida, salpicando la cubierta y cayendo al agua.
El hombre de dentro llamó de nuevo. Booker dejó caer el cuerpo e intentó hacer girar la metralleta rusa de calibre 50 para apuntarla hacia la puerta, pero sólo se movió 30 grados.
Otro guardia apareció en la puerta. Booker lanzó el cuchillo en un tiro desesperado, porque el arma no estaba hecha para ser arrojada. El mango golpeó contra el puente de la nariz del árabe, rompiendo los delicados huesos. Mientras el hombre retrocedía gritando de dolor, Booker le dio una patada a la ametralladora y gruñó cuando empezó a girar libremente. Para conseguir el ángulo apropiado tuvo que saltar por la barandilla y balancearse por uno de los lados del barco. Su dedo encontró el gatillo justo cuando un tercer guardia salía por la puerta. Booker iba adelantado al plan once segundos, pero ya no se podía evitar. Apretó el gatillo y la gran arma cobró vida en sus manos mientras los casquillos vacíos caían formando un arco en la noche. Las pesadas balas lanzaron al guardia hacia atrás por el vano de la puerta, sacaron la puerta de sus goznes y destrozaron la estructura de madera barata.
Incapaz de ver si el otro hombre armado estaba dentro de la embarcación, Booker saltó la barandilla y colgó su peso de la ametralladora. Aun teniendo mayor potencia de fuego, sabía que estaba demasiado expuesto a un ataque desde dentro del barco o para un francotirador astuto desde la orilla. Sacó la Beretta 50 y apuntó a la metralleta. Antes de que apretara el gatillo, un par de armas de fuego dispararon desde el camarote. Había dos hombres más de los que había visto Booker. Entre el silbar de las balas, disparó cinco rápidos tiros. La metralleta quedó en silencio al alojarse la bala en el mecanismo. El plan había sido utilizar el arma para cubrir a los hombres de Ahmad, pero tuvo que contentarse con impedir que los hombres de Poli la usaran. Tomó aire, se dejó caer del barco y empezó a nadar a metro y medio bajo la superficie para no dejar una estela.
En cuanto oyó la metralleta empezar a disparar, Mercer empezó a correr al descubierto a través del campamento. No estaba vestido exactamente como un árabe, pero esperaba que la kefía le diera algo de anonimato. Los hombres finalizaron sus celebraciones al instante, con la mirada puesta en la casa barco.
Mercer había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de la hondonada donde habían excavado el pozo cuando los janisarios de Ibrahim Ahmad entraron en acción. Aparecieron dos en la colina que dominaba el campamento, como si desafiaran a los terroristas. Derribaron a varios de los confundidos hombres antes de que llegaran a ver que estaban allí.
En cuestión de segundos, el rugir de las AK-47 llenó el aire y la cima de la colina desapareció en una lluvia de balas y polvo. A Mercer sólo le quedaba confiar en los hombres de Ahmad, que habían atrapado a los árabes en un devastador fuego cruzado. La tierra explotaba a sus pies, recibiendo balas de todas las direcciones. Le quedaban otros 30 metros que recorrer cuando los oficiales empezaron a organizar a sus hombres a cubierto. Sus disparos se convirtieron ahora en algo organizado y Mercer sólo podía ver a tres de los hombres de Ahmad aún luchando. Hasta ahora, nadie le había prestado mucha atención, pero había dos hombres que guardaban la excavación y que no habían dejado su puesto. Se pusieron rígidos al aproximarse Mercer.
Intentó taparse la cara, pero los precavidos hombres empezaron a subir sus armas. Mercer siguió corriendo, haciendo extraños gestos y chillando tonterías. Su artimaña funcionó hasta cierto punto: ninguno de ellos disparó, pero ninguno bajó los rifles de asalto. Mercer estaba a metro y medio de ellos cuando se tambaleó. Mientras fingía tropezarse, disparó su HK justo a tiempo para meterle una bala a uno de los guardias en el pecho. El otro hombre reaccionó un segundo demasiado tarde, y Mercer lo embistió con toda su fuerza.
Los dos hombres cayeron al suelo justo en el borde del pozo, con las armas atrapadas entre ellos. Sus ojos estaban a milímetros de distancia y Mercer pudo ver el loco fanatismo de su mirada, como la mirada vidriosa de un enfermo febril. Gritó algo sobre Alá y disparó su AK-47.
El calor del arma al disparar le abrasó el estómago a Mercer y la sangre entre ambos era viscosa como el aceite. La boca del guardia se abrió en una sucia sonrisa, pero entonces su expresión cambió. Mercer empujó rápidamente al terrorista lejos de sí. Tenía la ropa empapada de sangre, pero, aparte de la quemadura en su piel, estaba bien. El guardia miró hacia abajo y vio el cañón de su rifle de asalto que le apuntaba al pecho. La luz asesina de sus ojos se esfumó en segundos. Al intentar matarlos a los dos, sólo había conseguido suicidarse.
—No puedes ser mártir si no matas a tu enemigo —dijo Mercer, y se tiró al pozo sobre el túnel.
Había esperado caer en el agua, porque había visto a Poli coger equipo de buceo, pero casi se estrelló con el equipa miento que colgaba de la cuerda. El sonido de la batalla quedó ahogado por la piedra. Incluso el estallido de una granada fue poco más que el sonido de un trueno lejano.
Sin luz con la que guiarse, Mercer empezó a recorrer el largo túnel, con la HK por encima de la cabeza. Seis metros más allá ya no podía oír la batalla en absoluto, lo cual quería decir que Poli y Salibi no sabían nada del ataque, lo que le daba algo de ventaja.
Había avanzado 50 metros cuando tropezó con unos escalones escondidos bajo el agua. Mientras los subía, fue consciente de la luz que había más adelante, un resplandor fantasmagórico tan débil como una vela a punto de extinguirse. Inconscientemente, apretó el arma entre sus manos.
Salió completamente del agua al llegar al final de las escaleras y vio que el túnel giraba 90 grados. Mercer avanzo con cautela, mirando al otro lado de la esquina con la mejilla casi pegada al suelo.
Poli no debía de haber cogido cables más largos que hasta allí, porque el potente foco estaba en el centro de la vasta cámara. El techo se elevaba hasta nueve metros de altura soportado por apretadas hileras de columnas de arenisca talla das con forma de palmeras, típicas de la arquitectura egipcia antigua. Sabían que no necesitaban tanto apoyo para el techo, pero la idea era crear la sensación de un bosque frondoso. Las paredes de la cámara estaban ocultas en las sombras, pero la parte que Mercer podía ver estaba cubierta en jeroglíficos.
Tras forzar el oído, Mercer casi soltó una carcajada cuando se le ocurrió que la inmensa cámara estaba silenciosa como una tumba.
Entró sigilosamente, apretándose a las paredes. Había dejado atrás 20 columnas cuando vio algo que relucía en la oscuridad. Mercer se olvidó de su propósito un momento y estudió el objeto. Era una estatua de mármol de un hombre que sostenía una espada corta en la mano derecha. En la otra tenía una bola de cuerda dividida en dos. Mercer se dio cuenta de que éste era Alejandro Magno tras haber cortado el nudo gordiano, con lo que cumplió la profecía de que un día conquistaría Asia.
Prosiguió. En la pared opuesta a la del lugar por donde había entrado había otro portal abierto. Una luz parpadeante salía de la siguiente cámara del complejo funerario.
La habitación era menor que la primera, el techo algo más bajo y no había tantas columnas. Las llamas danzaban en los braseros de bronce: el aceite que Poli había derramado en ellos de las ánforas de barro aún ardía, veinte siglos después. Mucho le había impresionado a Mercer la estatua, pero esta cámara revelaba algo aún más extraordinario. Pensó inmediatamente en Chester Bowie y sus absurdas ideas.
Había ocho dioramas en la cámara que representaban cada uno a un monstruo mitológico. Un imponente gigante con forma similar a la de un hombre tenía una caja torácica hecha de algún animal grande, como un caballo o una vaca, pero la cabeza era el hueso pélvico de una criatura con la que no estaba familiarizado, un oso prehistórico o un perezoso gigante. Reconoció el esqueleto de un grifo, la criatura fabulosa con cuerpo de león y cabeza de águila. El cuerpo de ésta pertenecía a un gran felino extinto, pero la cabeza era la de un triceratops. Además, los artesanos de Alejandro habían creado una serpiente de tres cabezas de algún tipo de dinosaurio, un raptor o algún otro carnívoro. Tenían dientes de 10 centímetros de largo.
Todo estaba sujeto entre sí con alambre y pasadores de bronce, tan cuidadosamente montado como cualquier objeto de un museo de historia natural moderno.
Bowie había tenido razón al pensar que las criaturas mitológicas eran la manera en que los antiguos daban sentido a los huesos que encontraban de los animales que se habían extinguido. No sabían qué partes encajaban con cuáles, así que lo inventaban sobre la marcha, lo que producía creaciones fantásticas y las historias que las acompañaban.
Mercer no sabía qué lo impresionaba más: la imaginación para combinar las partes o el hecho de que un mediocre profesor de Nueva Jersey hubiera averiguado la verdad.
Hubo una repentina sacudida y cayó arena del techo. Mercer agitó la cabeza para volver a la realidad. Algo inmenso había explosionado en la superficie y, por un momento, estuvo seguro de que Cali había llegado y que habían volado el Riva con una granada propulsada por un cohete. Pero la explosión había sido mucho más cercana y, para que agitara la tierra, no podía haber sido en el agua. Oyó voces en la siguiente cámara. Se escondió detrás de uno de los dioramas, el esqueleto gigante que tenía colmillos de elefante por costillas.
Unos segundos más tarde un terrorista de barba espesa que llevaba una linterna pasó corriendo en dirección al túnel de salida. Mercer esperó en las sombras a que regresara. Volvió un minuto más tarde, corriendo por la galería hasta la siguiente cámara y gritando en árabe.
—¡En inglés! —se oyó rugir a Poli.
Mercer apenas pudo oír las palabras.
—Alguien ha derrumbado el túnel. Estamos atrapados.
Booker había escondido la pistola metralleta que le había dado un janisario en la orilla a unos 200 metros del campamento de Al-Qaeda. Salió del lago y encontró el arma escondida bajo un montón de hierbas secas justo cuando el reflector del barco se encendió. El haz de luz convirtió la oscuridad en luz del día en la orilla junto a él. Un segundo tirador apuntaba con su arma al cerco iluminado por la luz.
No había nada que Book pudiera hacer sobre el rastro de agua que había dejado en la playa, así que esperó más expuesto de lo que le hubiera gustado. El haz de luz pasó por la arena mojada, se detuvo y volvió. Los dos hombres del barco exclamaron con excitación y apuntaron. Un tercer hombre salió de la puerta que conducía a la cabina. Los tres tenían las armas levantadas.
Book disparó primero. El alcance era largo para la pequeña arma, así que las balas dieron en el barco al azar. Su respuesta fue mucho más precisa. Book se tiró al suelo, a la derecha del lugar desde el que había disparado y atraído su atención. Las balas levantaban el polvo a su alrededor mientras él rodaba, como hacía en combate, sin perder nunca el sentido de la orientación. Sus movimientos no paraban de revelar su situación en la playa y el fuego se intensificó.
Sykes sabía que no tenía ninguna posibilidad.
Un rayo de luz surgió de la colina que dominaba el campamento, seguido de un agudo silbido. La granada propulsada cayó a poca distancia de la casa barco, levantando una masa de agua con su explosión que empapó a los tres tiradores. Book utilizó la distracción para ponerse de pie y empezar a correr.
El terrorista que había estado manejando el reflector lo vio correr hacia la oscuridad y abrió fuego de nuevo. Book sintió que una bala le pasaba entre las piernas y supo que la siguiente pasaría por su columna vertebral. Se tiró al suelo rocoso, rodó una vez y se puso de nuevo en pie en un instante, pero los músculos rasgados de su espalda enviaron oleadas de dolor cegador por todo su cuerpo, y su intento de huida del lago fue poco más que un renqueo tambaleante y estuvo otra vez bajo el fuego casi inmediatamente.
Una segunda granada propulsada cruzó la noche, con una trayectoria rectilínea que la envió justo a la popa. Explotó y la casa barco se desintegró. La estructura saltó por los aires, las irregulares tablas se incendiaron y pedazos de madera y metal caían por todo el lago. Dos de los tiradores murieron al instante, con las espaldas acribilladas de metralla. El tercero salió despedido del barco y podría haber sobrevivido si no hubiera tenido 13 kilos de metal oxidado incrustado en el abdomen. Cayó al agua y se hundió como una roca.
Booker se giró y empezó a cojear hacia el campamento. Era la batalla más intensa que había visto. Ambos bandos intercambiaban fuego a un ritmo espeluznante. Sabía que era una situación insostenible. Los janisarios sólo habían traído lo que podían cargar, como mucho un par de cientos de balas cada uno. Los hombres de Poli habían llegado con una reserva casi ilimitada. Los números decían que los janisarios se quedarían sin munición mucho antes que las fuerzas de Al-Qaeda.
Se detuvo a cubierto para estudiar el campo de batalla. Aún había 20 hombres disparando hacia las colinas y veía a un oficial que organizaba una patrulla de otros 10 hombres para atacar a los janisarios por detrás. Del grupo de seis hombres de Ahmad, sólo sabía a ciencia cierta que había tres en la lucha. Entonces vio a un cuarto. Era Ibrahim, había encontrado de algún modo un hueco en el perímetro de los terroristas y estaba avanzando agachado hacia el túnel. Desde su perspectiva, no podía ver que había dos nuevos hombres aguardándolo, se toparía con ellos de frente.
Detrás de Booker había un acantilado de seis metros. Se colgó la metralleta del hombro, buscó algo a lo que asirse y subió, dejando la playa. La tortura de su espalda era como un carbón ardiente en la columna. Apretó los dientes para soportar la agonía, alzándose otro medio metro a base sólo de cabezonería. Tenía el cuerpo empapado en sudor y sentía las lágrimas correr por sus mejillas.
Encontró otro apoyo para el pie, se preparó para el dolor y se dio impulso para seguir subiendo el acantilado. Sintió náuseas y dejó escapar un gemido. Sabiendo que estaba infligiendo un daño permanente a su cuerpo, Booker ignoró su preocupación y siguió adelante. Tardó cinco minutos en escalar el acantilado y, cuando llegó arriba, quiso quedarse allí tumbado y dejar que lo inundara el dolor.
Sin embargo, se puso de pie y consideró la batalla mientras se acercaba. Lo único que separaba a Ahmad de los hombres que guardaban el pozo era un montón de tierra y aún no los había visto. Estaban casi a 140 metros de distancia. El enorme pecho de Booker subía y bajaba violentamente con el corazón acelerado. Levantó la pistola, pero le temblaban tanto las manos que no podía apuntar.
Uno de los guardias vio a Ibrahim. Lo señaló y empezó a preparar el arma.
—Dios mío, no me falles ahora —tensó cada músculo de su cuerpo, apuntó de nuevo y abrió fuego, dejando que el instinto controlara su disparo.
Las dos primeras balas se desviaron. La tercera le atravesó un muslo al guardia, haciéndolo girar en el sitio y caer. La cuarta y la quinta alcanzaron al segundo guardia en el centro del cuerpo. Las balas iban lo suficientemente lentas como para rebotar en su interior y destrozarle los órganos vitales. Book disparó la sexta a la cabeza del guardia herido justo cuando Ahmad aparecía por el montón de tierra excavada.
No reparó en su ángel de la guarda. Rebuscó en una mochila que había llevado al pozo, desapareció por él y dejó la mochila tras de sí.
Booker sabía que Cali estaría a punto de llegar. Al pensar en ello levantó la vista hacia la oscura bahía y vio el blanco de la parte superior del Riva. Había dejado el motor al ralentí para poder pasar rápidamente a una gran velocidad si venía una de las fuerabordas, pero no estaba tan cerca como para llamar la atención. Por mucho que deseara estar en la batalla, Book sabía que sabía acatar órdenes y hacer su parte del trabajo.
Volvió a estudiar la batalla para ver dónde hacía falta ayudar al ataque. En ese momento, la mochila que Ahmad había dejado cerca de la entrada del túnel explotó. La bolsa debía de contener unos 14 kilos de explosivos plásticos, porque la explosión fue brutal. La bola de fuego alumbró la bahía como si fuera un segundo sol. Los combatientes en un radio de 15 metros murieron cuando la onda expansiva les destrozó los órganos internos. Los que estaban más lejos fueron enterrados bajo una lluvia de escombros y sus cuerpos quedaron tirados como muñecos de trapo.
En la menguante luz de la bola de fuego, Booker pudo ver que la entrada del túnel había sido pulverizada. Ahmad había sellado la tumba para impedir que Poli escapara.
Poli y Salibi salieron de las profundidades del complejo funerario para verlo por sí mismos. Los dos guardias los siguieron. En cuanto se retiraron a la primera cámara, Mercer corrió hacia el lugar en el que habían estado.
Las lámparas de aceite que ardían por toda la habitación mostraban que era aún más pequeña. Y, a diferencia de las otras, apenas tenía unas cuantas columnas. La cámara estaba llena de las posesiones que Alejandro necesitaría en la vida eterna. Había barcos hechos de madera y juncos, tiendas de lona y muebles, varios carros e innumerables cofres que contenían utensilios domésticos tales como cuencos y objetos similares. A diferencia de la tumba de Tutankamón, había muy poco oro, ya que Alejandro no había sido un hombre al que le importara la riqueza material. Su tumba estaba llena de armas de todo tipo, cientos de espadas, jabalinas, lanzas, escudos y cascos, así como arcos y hondas. Los generales de Alejandro le habían dado todo lo que necesitaría para equipar al ejército con el que conquistaría el cielo.
Mercer no dejó que se le desviara la atención hacia el sarcófago dorado que había sobre un estrado en la cabecera de la cámara, con sus paneles de cristal de roca tan finamente tallados que parecían transparentes como el cristal y el cuerpo momificado en su interior. En lugar de eso, miró al gran tambor de bronce que había sido extraído de un nicho en la pared. Su superficie estaba abollada y picada de haber sido arrastrado por todo el mundo antiguo y, más tarde, por las batallas de Europa.
La Alquitara de Skenderbeg tenía casi dos metros de altura y algo más de uno de ancho, y tenía la superficie cubierta de escritura en griego antiguo. Las dos cámaras estaban separadas por un complicado mecanismo que impedía que el plutonio activo se fisionara. Había algo ominoso en el artilugio que iba más allá de la comprensión de Mercer de su funcionamiento. Sentía la Alquitara como una presencia en la cámara, no exactamente viva, pero sí consciente. Podía ver que quería ser encontrada, quería ser sacada de este lugar para poder desatar su letal radiación en un nuevo mundo. Se le puso el vello de punta cuando se dio cuenta de que estaba en presencia del mal puro.
Se oía el eco de los disparos por toda la tumba. Mercer giró rápidamente sobre sí mismo cuando uno de los guardias entró en la cámara funeraria. Mercer se retrasó una fracción de segundo en alcanzar su carabina de asalto. El guardia disparó una ráfaga de su AK-47. Las balas atravesaron el sarcófago de Alejandro, destrozando los delicados paneles de cristal y pulverizando los restos momificados.
Mercer se agachó para esquivar las balas que silbaban por el aire hacia él, escondiéndose entre las ruedas del carro. Se arrastró por debajo del ornamentado vehículo mientras el terrorista intentaba apuntar mejor. La madera afiligranada se hizo trizas bajo el ataque. Mercer se puso de rodillas y disparó a través de los radios de una rueda, dándole al tirador en las piernas. El guardia mantuvo el dedo en el gatillo mientras caía. Las descargas destrozaron otra parte del carro y levantaron chispas en el suelo justo donde Mercer estaba agachado. El arma casi le explotó en las manos cuando una bala le dio a la recámara. La AK-47 enmudeció al acabársele las balas, el terrorista había disparado todo el cargador.
Mercer se levantó de un salto antes de que el guardia pudiera cambiar el cargador. Cogió una espada corta de un montón cercano y saltó por encima del carro. Durante un momento no comprendió lo que estaba haciendo el guardia herido. El objeto de sus manos no era la forma característica de un cargador de kalashnikov. Era redondo. Entonces vio la beatífica sonrisa de su rostro. Arrancó la anilla de la granada y se la llevó al pecho.
Mercer tenía cinco segundos y sabía que no serían suficientes para alejarse de la onda expansiva. Se abalanzó contra él y, sin detenerse, le clavó la espada a la figura tumbada. La antigua arma seguía estando afilada y la cabeza del terrorista saltó en una erupción de sangre y aire.
Mercer cogió la granada de las manos sin vida y la lanzó al sarcófago. La explosión destruyó el valioso ataúd y lanzó los restos de Alejandro por los aires, pero la onda expansiva pasó sin daños sobre Mercer, tumbado con la cabeza entre los brazos.
Se levantó y parpadeó. Los disparos de la cámara contigua sonaban distantes en sus torturados oídos. Miró preocupado hacia la Alquitara y suspiró de alivio cuando vio que había quedado intacta tras la explosión de la granada. Cogió el kalashnikov caído y registró el cadáver del guardia en busca de más cargadores, soltando una maldición cuando vio que no llevaba ninguno.
La cámara funeraria de Alejandro era un almacén de armas excelentes en su día, pero eran inútiles contra los rifles automáticos. A Mercer sólo le quedaba esperar que los janisarios que lo habían seguido en el túnel pudieran encargarse de los tres asesinos restantes. Entonces vio los arcos.
Hubo uno en concreto que le llamó la atención, estaba hecho de madera pulida brillante incrustada con marfil. Era un arma magnífica, seguramente el arco de Alejandro mismo. Colgaba del extremo la resistente cuerda del arco. Mercer cogió la antigua arma, le dio la vuelta y trató de doblar el arco para atar la cuerda en el otro extremo. Apenas podía doblarlo. Cambió de posición y lo volvió a intentar con toda su fuerza, dejando caer su propio peso sobre el arco y afianzando los pies en el suelo. La fuerte madera se le clavó en el pecho y se dobló ligeramente. Mercer ignoró el dolor y redobló sus esfuerzos.
Poco a poco, el arma se dobló, de modo que el extremo de la cuerda estaba muy cerca del gancho, pero Mercer no podía salvar esa última distancia. Sintió que su cuerpo se debilitaba y la distancia aumentó de un centímetro a dos. No estaba a la altura. Sólo Alejandro había conseguido tensar el poderoso arco. ¿Qué le hacía pensar que podía manejar el arma de un dios? Pero aun así Mercer no quería abandonar. Lo intentó con más fuerza, acortando la distancia una vez más. Inspiró profundamente y presionó con todas sus fuerzas, y el extremo de la cuerda llegó al arco y quedó enganchada allí. Mercer se relajó y la cuerda se tensó.
Admiró el equilibrio del arma y cómo encajaba la empuñadura en su mano. La aljaba para las flechas era un tubo de bronce cuya correa se había podrido hacía siglos, así que improvisó una con la correa de la AK-47.
Puso una flecha en el arco e intentó dispararla, tensando la cuerda hacia atrás, mientras los músculos de sus hombros y de su pecho soportaban la tensión. Daba igual lo mucho que estirara, sólo podía llevarla hasta la mitad de su recorrido.
Sin querer quedar atrapado en el punto sin salida de una cámara funeraria, Mercer fue hacia la salida. En la cámara de los dioramas vio una lengua de fuego desde la oscuridad hacia Poli y los hombres de éste que disparaban a los janisarios escondidos.
Avanzó en silencio por el perímetro de la cámara, entre las sombras y lejos de los braseros encendidos, buscando un objetivo. Una larga descarga de un arma automática a la izquierda llamó su atención. Podía distinguir a un hombre al otro lado de los retablos de los esqueletos que disparaba a alguien más allá de la columnata. Mercer sacó el arco y se detuvo, sin saber a quién estaba apuntando. Podía ser Booker o uno de los hombres de Ahmad.
El tirador se movió lo justo para que la luz le iluminara el rostro durante un segundo. Mercer reconoció a Muhammad bin Al-Salibi y su odio se inflamó.
Entre Mercer y Al-Salibi dos monstruos mitológicos erguidos dificultaban el tiro. Mercer tendría que hacer pasar la flecha por los huecos de los esqueletos si quería darle al líder terrorista y no había disparado un arco desde que tenía 13 años, cuando estaba en el campamento de verano.
Estiró la cuerda del arco, algo más de lo que había conseguido antes, hasta que las plumas al final de la flecha le rozaron la mejilla. Salibi había cambiado de posición y se había escondido detrás de un impresionante fémur de lo que los antiguos creían que era un cíclope. Mercer podía distinguir su rostro entre el entramado de los huesos.
Cambió un poco la posición y soltó la cuerda. La fuerza de 40 kilos que le había imprimido al arco envió la flecha silbando por el aire. Pasó por el hueco entre las caderas y la cola de una hidra, atravesó toda su caja torácica y salió por un hueco en su hombro antes de dirigirse hacia el siguiente esqueleto. La puntería de Mercer volvió a brillar: la flecha rozó apenas el diente de una criatura parecida a una serpiente al volar por su mandíbula abierta y después pasó entre los huesos de otro monstruo.
Salibi debió de haber oído el sonido del arco, porque giró en el último segundo. La flecha le cortó la mejilla y se rompió cuando dio con el hueso, pero aún llevaba suficiente velocidad para que la punta le atravesara la cabeza. Estaba muerto antes de caer al suelo.
Mercer preparó otra flecha y prosiguió la caza. El fuego se detuvo repentinamente y se agachó detrás de una columna, esperando a ver qué sucedería después. Detectó un movimiento entre las sombras cerca de la tumba de Alejandro, pero no fue lo bastante rápido con el arco. Siguió avanzando por el perímetro de la cámara, forzando la vista en la desigual luz de los braseros, asegurándose de que quienquiera que hubiera entrado en la tercera cámara no saliera.
Una mano lo agarró por el tobillo. Se liberó de un tirón y empezó a preparar el arco, pero se relajó cuando vio a Ibrahim Ahmad tumbado en el suelo. Su característico traje negro brillaba en el hombro y en su costado. Era sangre fresca.
Mercer se arrodilló a su lado.
—¿Estás malherido?
—Estoy muerto, Mercer —su voz era ronca—. Pero voy a la tumba sabiendo que la Alquitara no saldrá de este lugar.
—Has dinamitado la entrada para encerrarnos.
Asintió pesadamente.
—Cuando volé el túnel, sólo Devrin y otro más quedaban fuera. No podía arriesgarme a perder la batalla.
Si el turco no hubiera estado muriéndose, Mercer lo hubiera matado con sus propias manos.
—Podías haberme avisado que ibas a hacerme esta putada, por Dios.
—Es por Dios por quien lo he hecho. No había otra manera. Nuestro sacrificio salvará millones de vidas.
Ésa era la diferencia entre ellos. Mercer estaba dispuesto a arriesgar su vida con tal de que hubiera una mínima posibilidad, pero arriesgarse voluntariamente sabiendo que no había ninguna era algo que no podía comprender.
—Sólo he conseguido derribar a uno —consiguió decir Ibrahim.
Se estaba debilitando rápidamente.
—¿A Poli?
—No, era un árabe.
—Yo me he cargado a Salibi.
—Que las bendiciones de Alá sean contigo y que él se pudra en el más pútrido infierno por toda la eternidad.
Quizás estaba atrapado en aquella pesadilla subterránea, pero mientras Mercer estuviera vivo, había esperanza. Se encargaría de Poli primero y luego buscaría una forma de salir con Ahmad de allí. Debió de ser el asesino tuerto el que había visto meterse en la cámara funeraria.
—¿Dónde está tu arma? —preguntó Mercer al janisario.
—Me he quedado sin munición. Creo que estamos todos igual, por eso Poli dejó de disparar.
—¿Es que no ha oído hablar de ahorrar balas? —le espetó Mercer—. Bien, si he podido cargarme a Salibi con un arco, puedo hacerlo con Poli. ¿Puedo dejarlo solo un par de minutos?
—No, doctor. Estaré muerto —lo dijo con calma, resignado.
Mercer no supo qué decir. Le puso la mano en el hombro bueno con suavidad.
—Vaya con Dios.
—No podía darme mejor bendición —dijo Ibrahim con una débil sonrisa.
Después de eso, simplemente dejó de respirar.
Mercer le cerró los ojos con cuidado.
—Disfrute de las vírgenes, amigo mío, se las ha ganado.
Se puso de pie y cruzó rápidamente la columnata, con una flecha preparada. A la entrada de la cámara funeraria se detuvo para recorrer la habitación con la mirada, pero no vio a nadie escondido entre las antigüedades. Dio un cauteloso paso y entró en la habitación.
La espada de bronce que cayó trazando una curva se clavó en el arco, lo que le salvó la vida a Mercer. Poli había estado esperando dentro de la cámara, dispuesto a sorprenderlo.
El golpe lanzó a Mercer hacia atrás con la espada aún clavada en el arco, de modo que ésta se le escapó a Poli de las manos. Aturdido por el ataque, Mercer intentó sacar la hoja, pero estaba incrustada. Poli salió de su escondite con el único ojo reluciendo a la luz del fuego. Mercer retrocedió para ganar espacio. Cuando estiró la cuerda del arco, la madera quebrada cedió y el arma quedó inerte en sus manos.
Poli estaba a sólo medio metro de distancia con las enormes manos estiradas hacia Mercer mientras se acercaba. Mercer le lanzó el arco. Poli lo atrapó, lo tiró a un lado con desprecio y se lanzó contra él como una máquina imparable.
—Eres hombre muerto.
—Es curioso —dijo Mercer—, yo iba a decirte lo mismo.
Poli se abalanzó sobre él. Mercer se lanzó hacia su derecha para evitar el ataque y casi se libró, pero las grandes manos de Poli se cerraron sobre su muñeca. Mercer giró sobre sí mismo y le dio un puñetazo al búlgaro bajo el brazo, pero era como golpear un neumático.
Poli le dobló la muñeca hacia atrás, obligando a Mercer a arrodillarse. El mercenario lanzó un puño contra su rostro utilizando todo su peso. Mercer sintió que se le partía la nariz y que le manaba la sangre de las fosas nasales antes de perder el conocimiento durante un segundo. Poli le tiró del brazo para levantarlo y le volvió a pegar, esta vez más fuerte.
Mercer sintió que le estaba dando una paliza con una almádena. Poli le hizo ponerse de pie y lo empujó contra una pared. Intentó darle una patada en la entrepierna, pero Mercer cambió de posición lo justo para recibir el golpe en el muslo. Se le durmió la pierna, hasta los dedos del pie.
—Nunca me ha gustado especialmente matar a la gente —dijo Poli, que ni siquiera parecía estar cansado—. Simplemente, es algo que descubrí que se me daba bien.
—Pues quizás ahora es buen momento para dejarlo —dijo Mercer escupiendo un pegote de sangre al suelo.
—Pero voy a disfrutar matándote a ti. Pasarán horas antes de que nos saquen de aquí, así que voy a tomarme mi tiempo.
Tranquilamente, le golpeó la cabeza contra la pared.
Cuando lo soltó, Mercer no pudo tenerse en pie y se desplomó. Poli lo agarró por el pelo y empezó a arrastrarlo hacia la cámara funeraria. Mercer se cogió a la muñeca de Poli para disminuir el dolor, ya que casi le estaba arrancando el cuero cabelludo.
Poli lo volvió a poner de pie y, sosteniéndolo con una sola mano, le dio una rápida serie de puñetazos en la cara ya sangrienta. No había nada que Mercer pudiera hacer más que aguantar. Había peleado con hombres más fuertes que él, a veces incluso había ganado, pero nunca con nadie del tamaño de Poli o con su desmesurada fuerza. Se sentía tan indefenso como un niño.
Cuando Poli paró, Mercer se volvió a derrumbar. El gran asesino se dirigió a un montón de espadas que había sobre unas cajas de sándalo. Volvió con una, probó el filo y le enseñó a Mercer la línea de sangre en su pulgar.
—¿Qué aspecto crees que tendrás sin la piel?
Mercer sólo podía yacer y mirarlo. Poli bajó el arma y lo, obligó a ponerse en pie otra vez.
—Pensaba que eras duro. Lo mínimo que podrías hacer es poner esto un poco interesante.
Agarrándolo por un brazo, Poli empezó a girar sobre sí mismo como un lanzador de disco y lo arrojó al otro extremo de la habitación. Mercer cayó estrepitosamente dentro de uno de los carros, que casi se volcó. Intentó ponerse de pie, pero Poli llegó antes y lo volvió a lanzar. Esta vez aterrizó dentro del esquife de madera que Alejandro iba a utilizar para cruzar los ríos del submundo.
Poli volvió a cogerlo y, justo cuando sus manos se cerraron sobre la nuca de Mercer, éste se giró y le estampó el mango del pequeño remo en el ojo del gigante.
Poli Feines rugió de dolor mientras la sangre y los fluidos oculares saltaron de la herida. Mercer, dolorido, dio un paso atrás y le incrustó el remo aún más profundamente en la cuenca del ojo. Los gritos de Poli se transformaron en estridentes chillidos.
Mercer sacó el remo del ojo de Poli y el despiadado asesino cayó al suelo, agarrándose el rostro desfigurado.
—¡Me has dejado ciego!
Mercer cogió una lanza que tenía cerca para ayudarse a ponerse de pie.
—No es exactamente ojo por ojo, pero creo que bastará, sádico hijo de puta.
El alba empezaba a teñir el horizonte cuando Cali Stowe acercó el gran Riva a la orilla donde Booker Sykes y Devrin Egemen le estaba haciendo señales. Detrás de ellos, el campamento estaba en silencio y los cadáveres de los 50 terroristas estaban tirados por el suelo. Los janisarios habían ganado, pero a un gran precio. Cali buscó a Mercer con la mirada, pero no había señales de él.
—No está muerto —susurró al sentir las lágrimas—. Sólo está herido. Está bien.
En cuanto estuvo lo suficientemente cerca gritó:
—¿Dónde está Mercer? No está muerto, no es posible.
Booker y Devrin la miraron inexpresivos. Cali soltó el ancla y corrió hacia la plataforma de buceo de popa. Ni siquiera se quitó los zapatos antes de saltar al agua y nadar hasta la orilla.
Se puso de pie en cuanto estuvo cerca de la orilla y salió corriendo del agua, casi chocándose con Booker.
—¿Dónde está Mercer? —gritó.
Había sangre en el uniforme de Booker y tenía los ojos vidriosos por el agotamiento. Apenas podía tenerse en pie. Devrin estaba aún peor, tenía los pantalones empapados en el lugar donde había recibido un balazo.
—Estaba en el pozo cuando el profesor Ahmad voló la entrada a la tumba —dijo el joven turco.
Cali cayó al suelo y empezó a sollozar.
—¿Había alguien más dentro?
Cuando nadie respondió, Cali adivinó lo peor.
—¿Cuántos?
—Cuatro, incluido Poli Peines —dijo Booker.
—Puede que ya esté muerto —sus sollozos se convirtieron en un tembloroso llanto al darse cuenta de la realidad. Mercer estaba muerto.
—Dios mío, Dios mío…
Booker se agachó junto a ella.
—No lo sabemos seguro. Es un tío duro. Lo sacaremos, sólo necesitamos que venga gente con equipo apropiado.
—Eso tardará días. ¿Y si está herido? Podría estar desangrándose ahora mismo.
—Cielo, no podemos hacer nada más —la tranquilizó Booker—. Cuanto antes nos vayamos, antes regresaremos. Llamaremos al almirante Lasko y lo organizará todo, pero Devrin necesita que le vea esa pierna un matasanos.
—Pero… —perdió la voz.
—Cali, sé que crees que deberías quedarte, pero mirar un montón de tierra no va a ser de ayuda. Podemos estar de vuelta a primera hora de la mañana con un helicóptero y suficientes personas para sacarlo.
—No puedo. Es que…
—Yo tampoco puedo creerlo, pero es lo único que podemos hacer. Vamos.
Cali dejó que Booker la ayudara a ponerse en pie. Utilizaron la fueraborda de los terroristas para llegar al Riva. Booker y Cali tuvieron que cargar con el janisario herido al yate de lujo, ya que se había desmayado debido a la pérdida de sangre y al cansancio. Lo instalaron en el camarote de Cali y envolvieron el tembloroso cuerpo con mantas después de que Booker le hubiera limpiado la herida. Booker le pidió a Cali que se quedara con él hasta que se durmiera y subió al puente de mando. Acarició la frente ardiendo de Devrin, apartándole suavemente el pelo del rostro, con un torbellino de emociones tal que no podía concentrarse en nada que no fuera ese simple gesto.
Los motores cobraron vida y el Riva empezó a alejarse de la orilla. Cali dejó a Devrin y fue a la ventana de popa. El campamento empezó a alejarse rápidamente cuando Booker aceleró y se formó una gran estela blanca en forma de uve que ocupaba toda la anchura de esta estrecha parte de la bahía.
Estaba a punto de darse la vuelta, cuando vio algo más en la superficie del agua. Estuvo a punto de descartarlo como una ola, pero algo despertó su curiosidad, una extraña sensación que, sabía, era consecuencia de su dolor. Aun así, corrió hacia la plataforma de buceo y, sin distinguir aún qué era lo que le había llamado la atención, subió a la cubierta principal para poder ver mejor.
—¡Book! —gritó.
Como no la oyó por encima del ruido de los motores, corrió hacia él y le dio un golpe en el hombro.
—Vuelve. Vuelve. Hay alguien en el agua.
—¿Qué?
—Que hay alguien en el agua. Da la vuelta.
Booker la miró incrédulo, pero giró el timón de todas formas. Retrocedieron 50 metros, con el motor a pocas revoluciones, los dos escrutando el agua, pero incapaces de ver nada excepto su propia estela.
—¿Seguro que has visto algo?
La duda se apoderó de Cali.
—Creía que sí.
—Vamos, tenemos que llevar a Devrin al hospital.
Volvió a girar el timón y a acelerar cuando Cali gritó y señaló algo. En la cresta de su estela había un hombre boca abajo en el agua. Booker cambió de dirección, aceleró y en segundos estaban flotando junto a la lastimosa figura.
—No me lo puedo creer.
Cali cogió un salvavidas y saltó por la borda. El salvavidas se le escapó de las manos cuando cayó al agua, pero lo encontró cuando salió a la superficie. Empezó a nadar rápidamente, empujando el salvavidas por delante. Le dio al hombre la vuelta. Del agua salió un brazo y se aferró a él. Mercer levantó la cabeza con una descarada sonrisa en su rostro machacado, pero aún atractivo.
—Nunca pensé que Booker intentaría robarme a mi chica.
Cali lo besó con ganas, pero Mercer tuvo que apartarla. Tenía la boca destrozada y llena de sangre.
—¿Cómo? —le preguntó ella, mientras flotaban en el agua.
—El túnel sólo se había derrumbado en parte —jadeó Mercer—. Utilicé el equipo de buceo de Poli para sumergirme y encontré un lugar donde el terremoto había roto el techo lo suficiente para dejarme salir. Dejé que el principio de Arquímedes hiciera el resto.