Novorossiysk, Rusia
FUNDADA como colonia por la ciudad estado italiana de Génova en el siglo XXI, fue más tarde una ciudad fortificada otomana hasta la conquista rusa en 1808. Desde la desintegración de la Unión Soviética, cuando muchos puertos del mar Negro fueron entregados a Ucrania y Georgia, Novorossiysk se ha convertido en uno de los mayores centros de aguas cálidas de exportación de Rusia, recibiendo visitas de más de mil petroleros, transbordadores y buques de mercancías cada año. La mitad de la exportación total de cereales de Rusia y un tercio de su petróleo salen de Novorossiysk. Rodeada por tres de sus lados por los montes Cáucasos, la ciudad de un cuarto de millón de habitantes se enclava en la orilla septentrional de la bahía de aguas profundas que lleva su nombre.
Los barcos de más de 2.000 toneladas deben presentarse a la autoridad portuaria varios días antes de entrar en el puerto y es obligatorio que cuenten con un piloto. Debido a que hay petroleros de hasta 300.000 toneladas de capacidad circulando por el lado oriental de la ciudad, el tráfico marítimo está estrechamente vigilado. Por esta razón, el pesquero comercial de 24 metros de eslora que entraba en el puerto interior justo después del alba llegó sin ser molestado por las autoridades marítimas. Sólo unas pocas gaviotas le prestaron alguna atención, girando alrededor de su popa, atraídas por el olor a aceite de pescado, pero incapaces de encontrar comida.
Los tres hombres a bordo del pesquero robado habían aprendido a manejar el barco sólo el tiempo que les llevó navegar desde Albania a través del Bósforo y del mar Negro, donde los secuestradores de barcos profesionales habían cogido su dinero y regresado a su país natal. El mayor de los tres era un saudí de 23 años y, aunque dirigía la operación, un adolescente sirio iraquí llamado Hasan era más capaz con los mandos.
Habrían sido incapaces de volver con el barco por el Bósforo y rodeando Turquía hasta el puerto de Syhan, como Al-Salibi le había dicho a Gregori Popov, para convencerlo de que lo ayudara a poner a salvo el plutonio. Apenas habían tenido tiempo de cubrir los 50 kilómetros a través de la resguardada bahía de Novorossiysk.
Las manos delgadas y casi femeninas de Hasan parecían demasiado delicadas sobre el tosco timón. Miró hacia adelante a través de unas pestañas largas y rizadas. Sus dos camaradas estaban de pie tras él en la estrecha timonera. Uno asía un pequeño ejemplar del Corán, mientras que los dedos del otro recorrían las cuentas de la pulsera que le había dado el líder de la escuela religiosa de Madrás, en Pakistán, donde había sido elegido para su misión.
Les habían dicho que su martirio de ese día les garantizaba un lugar en el cielo, en donde un harén de vírgenes los esperaba. Le habían tomado el pelo a Hasan por esto debido a su apariencia algo femenina. También les habían dicho que asestarían tal golpe a los cruzados que sus nombres serían recordados por siempre y que todo el mundo musulmán se uniría en una guerra santa contra América.
Hasan nunca había visto a un americano, pero le habían dicho que los odiara con una pasión ardiente que apenas podía entender. Sus profesores y amigos y los imanes de las mezquitas decían todos que América quería destruir el Islam, que había provocado el maremoto de Indonesia que mató a cientos de miles de sus hermanos y hermanas, que habían intentado infectar con enfermedades a los países musulmanes en África, que ellos mismos habían destruido el World Trade Center como excusa para atacar el mundo árabe.
Era un chico inteligente, había sacado buenas notas en el colegio y, sin embargo, nunca había cuestionado nada de lo que le habían dicho sobre Estados Unidos porque ninguno de sus amigos lo hacía y no quería que lo ridiculizaran. De hecho, solían competir entre ellos para ver quién podía crear mentiras mayores sobre América, intentando sobresalir por lo mucho que la odiaban. La mayoría de lo que decían era pueril y procaz: los americanos tenían relaciones sexuales con animales o se comían sus propios excrementos, pero sirvió para alimentar su ardor hasta que Hasan se ofreció voluntario para poner fin a las ofensas de América contra Dios. En cierto sentido, era la presión de grupo lo que lo había llevado a volarse en pedazos.
Al entrar en el puerto, vieron los petroleros gigantescos en sus amarraderos. Algunos tenían varios cientos de metros de eslora, más similares a islas de acero que a naves creadas para cruzar el océano. Junto a ellos estaba el puerto mercantil, con una grúa para descargar los barcos. Detrás de ella, los contenedores de colores parecían los bloques del juego de construcción de un niño, apilados en ordenadas hileras. Incluso a esa temprana hora había gente descargando los contenedores de las grúas de plataforma que formaban una fila a lo largo del muelle.
Sus órdenes eran muy concretas: tenían que traer el pesquero lo más cerca posible de la terminal de petroleros antes de detonar las quinientas toneladas de fuel y fertilizante que había en la abarrotada bodega. Los barriles especiales que el hombre de un solo ojo les había traído la noche anterior estaban en cubierta.
Hasan intentó ordenar su mente mientras se acercaban a la boya exterior de las instalaciones petroleras. Al no conseguirlo, intentó imaginar el Paraíso, pero todo lo que veía eran las lágrimas de su hermana pequeña cuando había partido de Damasco para unirse a los de Madrás de Pakistán, tras ser reclutado por el gran califa saudí, Mohammed bin Al-Salibi. Recordaba a su padre mirándolo con frialdad, sin comprender por qué su hijo prefería morir antes que dedicarse al negocio familiar de hardware. Su madre había llorado, inconsolable, esa mañana y se había encerrado en su dormitorio.
El líder de la célula, Abdullah, un saudí plagado de acné, fue el primero en notar que algo no iba bien y le dio un golpe en el hombro a Hasan. Una patrulla del puerto había dado la vuelta a la redondeada proa de un petrolero que aguardaba su turno para ser llenado de crudo de Kazajstán.
Sumido en su recuerdo y angustiado por el peso en su estómago, Hasan se sobresaltó al ver el barco patrulla. No tenía las luces encendidas y aún tenían que cruzar la frontera reservada a los superpetroleros, pero aun así le invadió el pánico. Aceleró, ahogando el motor al instante, y viró a estribor con toda su fuerza. Un humo negro salió del tubo de escape cuando el motor respondió a las inexpertas manos de Hasan.
El barco se escoraba cuanto más aceleraba y Hasan mantuvo el ángulo, forzando el timón. En cuestión de segundos, el pasamanos de babor estaba inundado. El oleaje atrapó la red que colgaba de la grúa de popa y la arrancó del barco.
—¡Hasan, los barriles!
Los dos barriles que había en la cubierta habían caído y rodaban hacia la barandilla.
Detrás de ellos, la patrulla del puerto había notado el extraño comportamiento del barco pesquero. Las fuerzas de seguridad en las nuevas instalaciones estaban bien entrenadas y respondieron inmediatamente. Las luces rojas y azules instaladas sobre la barra horizontal que había sobre la cabina se encendieron inmediatamente y la sirena comenzó a aullar cuando la veloz embarcación empezó a perseguir al pesquero.
Hasan vio que estaban a punto de perder los preciados barriles, aunque no sabía qué era lo que los hacía tan importantes. Viró el timón hacia el lado contrario, sin dejar de ahogar el motor. El gran barco pesquero se escoró hacia estribor, lo que detuvo la caída de los barriles, pero entonces empezaron a precipitarse hacia el otro lado. Por un momento, Hasan se acordó de un juego que tenía de pequeño que consistía en una plataforma de plástico sobre la que había que introducir unas bolitas metálicas en unos agujeros con cuidado de que las otras no cayeran de los suyos.
En esta ocasión este juego lo había perdido. No pudo reaccionar con la suficiente rapidez a la inexorable caída de los barriles. El primer tonel de más de 200 kilos se estrelló contra la barandilla. El metal se dobló, pero aguantó. Entonces el segundo barril embistió contra el primero: la barandilla se dobló y ambos toneles de acero cayeron por la borda y desaparecieron en las negras aguas de la bahía.
Hasan miró a Abdullah con el bello rostro teñido de confusión y vergüenza.
—¿Qué hacemos? —gritó.
El barco patrulla estaba a menos de un kilómetro de distancia y se acercaba cada vez más. Había tres hombres uniformados a bordo, uno armado con una pistola. Mientras otro conducía el barco, el tercero gritaba por un walkie-talkie.
Abdullah soltó una maldición. Así no era como se había imaginado que se encontraría con Alá, huyendo de un barco ruso.
—Da la vuelta —gruñó.
Hasan viró el timón una vez más, cruzando su propia estela y conduciendo la embarcación hacia la terminal de los petroleros.
Cuando el barco patrulla estaba a unos 50 metros del pesquero, uno de los ocupantes llamó con un megáfono. Cuando sus gritos fueron ignorados, el hombre con la escopeta disparó contra la popa del otro barco.
—Nos están disparando —gritó Hasan—. Debemos parar, no estamos lo suficientemente cerca. Podemos rendirnos.
—No — Abdullah tenía el detonador que haría explosionar una pequeña carga de explosivos plásticos que había entre los barriles de nitrato de amonio y fuel.
El barco pesquero estaba aún a un kilómetro y medio del petrolero más cercano cuando estalló. La explosión abrió un agujero en el mar de casi un kilómetro de anchura y ocho metros de profundidad. El pesquero y el barco patrulla fueron volatilizados al instante, mientras que la onda expansiva que se extendió desde el epicentro a velocidades vertiginosas destrozó todos los cristales del puerto. Las estructuras más débiles que había a lo largo del muelle se desplomaron. La grúa aguantó la embestida, pero los contenedores junto a ella quedaron en un desorganizado montón, muchos de ellos abiertos y su contenido esparcido por todas partes.
La explosión desencadenó una ola gigantesca que se expandió en todas direcciones. Una parte se extendió hacia mar abierto sin consecuencias, mientras que otra parte azotó las instalaciones del puerto. Como el petrolero estaba esperando ser llenado, no llevaba lastre y flotaba cerca de la superficie. La ola se estrelló contra su flanco de cientos de metros de eslora, y la pesada embarcación se escoró. Las tremendas fuerzas en conflicto partieron el casco por la quilla y el petrolero comenzó a hundirse. Las tuberías submarinas que alimentaban la terminal flotante fueron arrancadas y el crudo empezó a emerger hacia la superficie de la bahía en grandes y fétidos coágulos.
La bola de fuego que se formaba en el centro del puerto parecía rivalizar con el sol que asomaba por el Cáucaso. Alcanzó los 1.200 metros de altura, una columna de fuego y humo que semejaba a una detonación nuclear. A medida que la fuerza de la detonación se disipaba, el mar volvió a llenar el vacío que había abierto en el agua. El torrente creado por el reflujo arrancó los muelles flotantes de sus amarras, lo que a su vez inundó yates y barcas de pesca. Un granelero que abandonaba el puerto fue arrastrado 100 metros hacia atrás por la corriente y se estrelló contra un carguero que entraba en el puerto, lo que abrió brechas en ambas embarcaciones y empezaron a llenarse de agua.
El rugir de la explosión se disipó, dejando a su paso el furioso grito de miles de alarmas de coches.
Y, bajo la superficie de las aguas revueltas de la bahía, dos contenedores que habían caído de la cubierta de un barco pesquero yacían en silencio, con las resistentes cubiertas de metal abolladas tras haber sido arrojados como hojas a un remolino, pero sin fisuras. Habían caído cerca el uno del otro, lo suficiente como para que el plutonio de un contenedor empezara a llamar al del otro, como amantes forzados a la separación. Llevaría tiempo, pero el creciente intercambio de partículas cargadas alcanzaría el punto crítico y su lazo se consumaría en una explosión más devastadora que la que acababa de destruir el puerto.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Mercer mientras Devrin y Ahmad seguían hablando rápidamente en turco.
—Una explosión en Novorossiysk.
—Es el puerto petrolero que decías —dijo Cali.
—¿Ha sido muy grave?
—Están llegando más noticias ahora. Dicen que el puerto ha sido arrasado, los barcos están ardiendo y muchos edificios también. Los medios de información calculan el número de muertos en miles. Algunos testigos dicen que fue una pequeña explosión nuclear.
—Poli no puede haber refinado el plutonio para hacer una bomba tan rápidamente. Como mucho es una bomba radiológica.
—Que es igual de malo —señaló Cali—. Y esparcir polvo de plutonio por el mar hará que la limpieza sea prácticamente imposible. Pasarán décadas antes de que la zona pueda considerarse segura, si es que eso es posible.
—Tenemos que informar a las autoridades sobre lo del plutonio —dijo Mercer, repasando los pasos lógicos que darían los rusos.
El puerto estaría colapsado con personal de rescate, bomberos y equipos médicos. Se toparían con una nube invisible de átomos cargados de plutonio. Inhalar una mínima cantidad de polvo radiactivo les provocaría un cáncer de intensidad incalculable.
—Tienen que evacuar la ciudad lo antes posible —dijo.
Ahmad le dijo algo a Devrin y el universitario le pasó a Mercer su teléfono GPS.
—No sé con quién hablar para que los rusos evacúen una ciudad.
Mercer comprobó el teléfono, esperando un segundo a que estableciera un enlace con un satélite en órbita. Marcó el número directo de la oficina de Ira Lasko. Contestó la secretaria de Ira.
—Carol, soy Philip Mercer. Necesito hablar con Ira inmediatamente.
—Lo siento, está en una reunión con el Presidente y el equipo de Seguridad Nacional. Supongo que has oído lo que ha pasado en Rusia. ¿Quieres dejarle un mensaje?
—Tengo información vital sobre la explosión. Tienes que ponerme con Ira.
—Habrán terminado en una hora, más o menos. Puedo decirle que te llame.
—Estoy en un teléfono GPS y puedo perder la conexión en cualquier momento —dijo, aplacando su exasperación—. Ya sé que estáis acostumbrados a tratar crisis, pero como no me pongas con él, miles de personas van a morir de una muerte horrible.
Pasaron unos segundos. El teléfono zumbaba en el oído de Mercer.
—Espera un momento, voy a transferir tu llamada a la sala de situación.
Le pasó con un coronel de los Marines apostado en el exterior de la sala de situación, en las profundidades de la Casa Blanca. Mercer sólo tuvo que mencionar las palabras «bomba radiológica» para que el coronel entrara en el sanctasanctórum y le pasara el teléfono a Ira Lasko.
—¿Qué pasa ahora, Mercer? —preguntó con brusquedad.
—Es demasiado tarde. He impedido que Feines consiguiera el plutonio, pero consiguió escaparse con dos barriles, calculo que una media tonelada en total. Creo que estaban en Novorossiysk.
—¿Tienes pruebas?
—Ni una, pero Feines roba dos barriles de plutonio y veinticuatro horas más tarde una ciudad cercana es arrasada. No creo en las coincidencias.
—Ya hemos hablado con los rusos. Mi amigo Greg Popov está a punto de sufrir un ataque pensando que los extremistas hayan conseguido hacer algo así, pero dice que ya han pasado el contador Geiger y detectores de rayos gamma por todo el puerto. El sitio está limpio.
Eso no era lo que Mercer esperaba.
—Tiene que estar ahí. Quizás los toneles no se abrieron o su equipamiento era malo, pero sé que estaba ahí —se quedó pensativo un momento—. ¿Cómo lo han hecho? Me refiero a la explosión.
—Según Greg fue un barco pesquero cargado con explosivos, probablemente AMFO, nitrato de amonio con fuel. Se acercaban al sector petrolero del puerto cuando los vio la patrulla portuaria. La última transmisión de la patrulla decía que el barco estaba virando y soltando el contrabando, un minuto más tarde todo saltó por los aires y cinco kilómetros cuadrados quedaron arrasados.
—Ira, el contrabando eran los barriles. Seguro que rodaron y cayeron por la borda cuando viraron el barco. Habla con los superiores de Popov si hace falta.
—Casi tuve que hacerlo cuando le mencioné el plutonio la primera vez. Es un operador demasiado cauteloso.
Algo en la manera en que lo dijo le dio una idea a Mercer. ¿Qué era lo que le había sugerido Ahmad antes?: «Sé más cínico de lo que lo seas normalmente». Ese cinismo había nacido del dolor, pero Mercer podía utilizarlo. Habló mientras la idea tomaba forma en su mente.
—La explosión ha sido esta mañana, ¿verdad? Hacen falta varias horas para comenzar cualquier tipo de operación de rescate y tu hombre, Popov, dice que ya han rastreado buscando material nuclear. ¿Es ése el procedimiento estándar?
—No lo sé con exactitud —respondió Ira con recelo—. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Me has dicho que los rusos ni siquiera sabían que tenían ese plutonio hasta que tú lo mencionaste. Luego, dos días después, Feines aparece justo antes de que lleguemos. Tiene granadas propulsadas capaces de derribar a un helicóptero y suficientes armas como para combatir un ejército. ¿Y si Popov le dio el chivatazo?
—¿Y dejar que Feines bombardee uno de los puertos más importantes de Rusia con una bomba nuclear? No está loco.
—Ira, sé de buena tinta que una facción de Arabia Saudí está detrás de todo esto, con la intención de impedir que el petróleo del mar Caspio les hiciera competencia. ¿Y si Popov hubiera sabido que iban a atacar la otra gran terminal en Turquía? No le hubiera importado un comino, de hecho, ayudaría a Rusia a eliminar la competencia.
—¿Y luego lo traicionaron a él a su vez?
—Acabo de recordarlo, iba a venir a verme hoy. ¿Qué estaba haciendo en Novorossiysk?
—Sí que dijo que había estado allí desde ayer.
—Espera un segundo —Mercer llegó a grandes zancadas hasta donde Sasha Federov estaba charlando con el piloto—. Sasha, ¿se te ocurre alguna razón por la que Gregori Popov pudo ir a Novorossiysk anoche?
El soldado parecía confundido por la pregunta.
—¿A Novo? No sé por qué iba a estar allí. Tenía que estar en Samarra anoche para poder seguir el tren. Que, por cierto, lleva retraso.
Mercer le dio las gracias y volvió a hablar con Ira.
—Popov debería haber estado en Samarra, no el en mar Negro. Piénsalo bien, ¿crees que habría sido capaz de ayudar a Feines si hubiera sabido que el plutonio se utilizaría tuera de Rusia?
No hubo respuesta de Ira durante un largo rato, lo que le dijo a Mercer todo lo que necesitaba saber.
—Pasa por encima de él, Ira. Se está retrasando para poder recuperar los barriles, traerlos de vuelta y barrer este sitio del mapa.
—Detesto decirlo, pero es posible.
—¿Te acuerdas de Ibriham Ahmad, el profesor turco que he estado intentando localizar? Está conmigo ahora. Resulta que también es el líder de los janisarios, pero lo importante es que impidamos que los fundamentalistas se declaren responsables de la explosión y que animen a otras personas de la región a unirse a la lucha. Esta mierda se alimenta sola, si la paramos ahora, nos ahorraremos muchos problemas en el futuro.
—¿Qué crees que deberíamos hacer?
—Tienes que convencer a los rusos de que no clasifiquen esto como un acto terrorista. Que lo anuncien como un accidente industrial, una acumulación de gas en el casco de un petrolero o algo así.
Ahmad le estaba diciendo algo a Mercer. Tapó el teléfono con la mano y le pidió que lo repitiera.
—Habrá algún grupo extremista que reivindique el ataque en Internet. Las autoridades deben estar preparadas para desacreditar cualquier declaración así.
—Buena idea.
Ahmad asintió con la cabeza.
—Esto es a lo que me dedico.
—Ira, también hay que controlar los sitios web y cerrar cualquier cosa que tenga que ver con terroristas adjudicándose la explosión.
—¿Qué más? —preguntó Lasko, con un tono como si estuviera tomando notas.
—No sé, tú eres el relaciones públicas, no yo. Oye, ¿sabes algo de Booker?
—Aún no. Dame un número de teléfono y te llamaré en cuanto tenga algo sobre Book o los rusos. Y, Mercer, no te sientas mal por esto. Has hecho un trabajo excelente.
Ira colgó. Mercer sabía que las últimas palabras de su amigo pretendían animarlo, pero le hicieron sentir aún peor.
Le devolvió el teléfono a Federov.
—Habla con tus superiores. El tren no llega, tienen que enviar otro helicóptero porque creo que Gregori nos ha traicionado.
—¿Qué?
—Creo que le dio el chivatazo a Poli sobre la reserva de plutonio que había aquí. Al principio pensé que había una brecha de seguridad en mi lado, pero tiene más sentido que Popov traicionara a mi jefe y a su país. ¿Qué sabe de él?
—No mucho —admitió Sasha—. Es viceministro, ex almirante. He oído que tiene debilidad por los coches deportivos y es, como se dice, un inconformista, un cowboy. No me extrañaría que tuviera tratos con elementos criminales, porque en estos días en Rusia es la única manera de alcanzar el poder.
—¿Crees que vendería material nuclear en el mercado negro?
Los ojos de Sasha se entristecieron al considerar semejante traición.
—No lo sé. En este mundo, todo es posible.
Ludmilla y su colega ascendieron trabajosamente el camino desde las vías del tren. Aunque ella seguía tan fresca e imperturbable como siempre, el científico parecía al borde de un infarto monumental. Ludmilla habló con Sasha unos cinco minutos, contestando algunas preguntas antes de ir a comer.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Mercer.
Cali se le unió, mientras que Ibrahim Ahmad y Devrin Egemen hablaban en privado.
—Parece que ninguno de los contenedores se ha abierto.
—Gracias a Dios.
—Los cargaron en dos de los coches, el resto estaban vacíos. Dice que había 78 barriles, haciendo un total de 70 contando los dos que robó Feines. Hasta ahora hay poca acumulación de calor, pero dice que debemos alejar los barriles entre sí para impedir que el plutonio alcance la masa crítica y haga explosión.
—Tiene razón —dijo Mercer—, pero no hay mucho que nosotros podamos hacer.
Tras una pausa, dijo:
—Quizás sí que haya algo. ¿Hay algún tipo de registro de lo que había en el depósito?
—No que yo sepa.
Mercer miró a Cali. Ella habló primero.
—Supongo que vamos a tener que jugar a las tiendas y hacer un inventario.
El traje de goma anticontaminación olía a sudor viejo y halitosis y a lo que Mercer estaba seguro de que era orina, una combinación nauseabunda que agitaba la sopa borscht de lata que había en su estómago.
—¿Qué tal te va? —le preguntó a Cali mientras ella se sellaba la capucha.
—¡Puaj! Huele como el vestuario del equipo de chicas de voleibol.
—Yo tengo mal aliento y pis en el mío. ¿Cambiamos?
—Paso.
Estaban en el exterior de la entrada a la vieja mina con Ahmad, Devrin y Ludmilla. La científica rusa comprobó sus trajes, utilizando un rollo de cinta aislante para sellar sus guantes y botas. Pasó las manos por los trajes para comprobar que no hubiera cortes o rasguños nuevos de cuando había examinado los restos del tren. Mercer no estaba seguro de en qué trasero se había recreado más, si en el suyo o en el de Cali, pero el examen de esa zona había sido más que exhaustivo.
—Quizás deberían dejar esto a los rusos —sugirió por segunda o tercera vez el profesor Ahmad—. Devrin y yo vamos a irnos antes de que llegue el helicóptero que el capitán Federov ha pedido. Podemos llevarlos a Cali y a usted al aeropuerto de Samarra.
—Ya se lo he dicho, Ibrahim —Mercer tenía que elevar la voz para que se le oyera al otro lado del traje amarillo—, el hombre que es parcialmente responsable del robo querrá esconder su culpa. Está en Novorossiysk ahora mismo buscando esos dos barriles perdidos. Cuando los encuentre, va a devolverlos a los restos del tren y hacer como si nada hubiera pasado.
—Será su palabra contra la suya.
—Esto no va a ir a un tribunal.
Mercer comprobó su linterna y otra más que llevaba en la mochila al hombro. No tenía intención de estar en la mina lo suficiente como para gastar ni siquiera una de ellas, pero se había pasado la mitad de la vida bajo tierra y sabía que nunca era demasiada preparación.
—Señorita Stowe —dijo, con un gesto galante del brazo hacia la carretilla elevadora que Poli había traído y abandonado—, nuestro carruaje aguarda.
Subieron a la máquina, compartiendo el único asiento, tenían las caderas apretadas una junto a otra, aunque no percibían ninguna sensación a través del grueso traje. Encendió el motor. Un pedal controlaba la velocidad y un pequeño volante dirigía las ágiles ruedas traseras. Vio que había vida de sobra en la batería cuando dio las luces.
Mercer dijo adiós con la mano a los turcos y a Ludmilla por encima del hombro y entró con la carretilla en la mina. En cuanto hubieron avanzado sólo unos 12 metros, Mercer sintió que la temperatura bajaba, como si la piedra estuviera absorbiendo el calor de su cuerpo. El túnel tenía al menos doce metros de ancho y cuatro de alto, mucho más de lo que Mercer había esperado, así que las enclenques luces arrojaban un débil anillo luminoso sobre el techo, paredes y suelo que se extendía por delante de ellos a medida que descendían. Las tres vías que se habían utilizado para extraer el mineral y las rocas habían perdido todo brillo debido al frío y la humedad constantes de la mina.
Siguieron el túnel principal en línea recta durante al menos kilómetro y medio antes de llegar a la primera intersección. Mercer apagó el motor de la carretilla para conservar la batería y saltó al suelo. Cali lo siguió y entraron en el túnel secundario. Cali llevaba un detector de rayos gamma y observó la lectura atentamente.
Cincuenta metros más adelante llegaron a una cámara en la que los mineros habían excavado una amplia caverna con gruesas columnas de roca para que aguantaran el peso de la montaña.
Mercer pasó la linterna por algunas de las columnas y dio un silbido cuando algo reflejó la luz. Se sintió como si hubiera entrado en un museo militar. Reconoció el hocico de tiburón de un ME-262, el extraordinario caza que los alemanes introdujeron en los últimos años de la guerra. Le habían quitado las alas y estaban apoyadas contra un pilar junto al letal avión. Un poco más adelante, encontró otro y otro más. Luego vio aviones que no reconocía, avanzados incluso para hoy en día, pequeños y sofisticados cazas para un solo piloto que parecían ser capaces de alcanzar velocidades increíbles.
—Deben de ser prototipos de aviones que los nazis no llegaron a desarrollar.
—Menos mal. Los nuestros no hubieran aguantado ni un segundo contra ellos.
—¿Hay algo en el detector de gamma?
—Es algo alto, pero nada como lo que encontramos en el Wetherby.
Pasaron otros quince minutos explorando la cavidad para asegurarse. Había al menos 15 aviones, todos en excelentes condiciones. También encontraron cohetes primitivos, algunos montados sobre plataformas para su lanzamiento como los primeros misiles tierra-aire, otros pequeños para ser usados en el combate aéreo, todos estaban mucho más desarrollados que cualquier cosa que los aliados hubieran tenido en la época.
—Ingeniosos, ¿verdad? —dijo Mercer, examinando un cartucho de cohetes múltiple que dispararía un enjambre de misiles.
—Imagina cómo sería el mundo si hubieran dedicado el ingenio a ayudar a la humanidad en lugar de destruirla.
Satisfechos de que el plutonio se hubiera almacenado en las partes inferiores de la mina, volvieron a la carretilla y continuaron el descenso por la suave rampa. La siguiente intersección reveló otra cámara de armas alemanas. Había gran cantidad de armas portátiles sobre unos bancos, como ametralladoras de un tipo que Mercer no conocía o un arma parecida a un bazooka que disparaba unos delgados cables guía, y una mesa sobre la que se apilaban rifles con el cañón curvo, probablemente para que el disparo doblara las esquinas. Presidiendo la entrada a la cámara estaba el mayor tanque de combate que Mercer había visto nunca. Debía de ser el triple de grande que un M-l Abrams moderno. Los orugas medían casi un metro de ancho y, en lugar de un solo cañón montado en la torreta, este coloso tenía dos a cada lado.
—Es un Maus —dijo, sobrecogido—. Mi abuelo construía maquetas militares. Hizo una él solo utilizando un par de fotografías viejas. Hitler ya había encargado los prototipos cuando alguien sugirió que sus tanques serían demasiado vulnerables a un ataque de cañones de artillería. Nunca se le ocurrió que los Aliados tuvieran cañones de artillería, claro. No sabía que alguno hubiera sobrevivido a la guerra.
Cali lo miró de reojo.
—¿Alguna vez has pensado ir a un concurso de la tele?
—Oye, no es culpa mía. Tener memoria fotográfica es una bendición y una maldición. ¿Quieres que te diga todas las características del tanque? Las tengo todas aquí —se tocó el casco.
—En otra ocasión, quizás. Tengo algo.
—¿Dónde?
—Por ahí —señaló hacia el fondo de la cámara.
A pesar del frío de la mina, Mercer estaba sudando dentro de su traje, añadiendo el olor de no haberse lavado al hedor que impregnaba la goma. Siguiendo la lectura del detector de rayos gamma, se acercaron con cuidado hacia la cámara menor de la sala principal.
—Mira —Mercer apuntó con rapidez hacia el suelo de piedra. Podían ver huellas en la tierra, entrecruzadas con las de los neumáticos de su carretilla.
—Buen trabajo, apache —bromeó Cali—. Podíamos haber seguido las huellas.
Mercer se encogió de hombros. Al dar un paso adelante sintió que algo le atrapaba el tobillo y, por un instante, deseó poder deshacer ese paso. Debería haber sabido que Poli habría dejado una sorpresa. Se tiró sobre Cali, lo que hizo que ambos cayeran al suelo, con su cuerpo protegiéndola lo mejor que podía.
La trampa de lazo era un simple cable atado a un par de granadas con las anillas medio sueltas. El cable rodeaba la habitación y las granadas estaban escondidas detrás de una gigantesca viga que sostenía la entrada al túnel principal.
El traje impidió que Mercer oyera cómo saltaban las anillas y se activaban, pero sabía lo que estaba sucediendo.
—Abre la boca —le gritó segundos antes de la explosión.
Las tres granadas explosionaron casi simultáneamente. Confinada por la roca de la montaña, la onda expansiva salió disparada a presión y embistió contra Mercer y Cali, haciendo que sus trajes se apretaran contra sus cuerpos. Si Cali no hubiera seguido el oportuno consejo de Mercer, se le habrían roto los tímpanos.
Mercer rodó para dejar libre a Cali en cuanto la onda expansiva los dejó atrás. Había tanto polvo en la caverna que sus luces no alumbraban más allá de medio metro. Se puso de rodillas, luego, temblando, de pie. La explosión lo había aturdido, le retumbaba la cabeza y su sentido del equilibrio estaba alterado debido a que tenía dañado su oído interno. Miró a Cali e ignoró todas las prioridades de rescate subterráneo que hubiera aprendido o enseñado jamás.
Cojeando porque se había golpeado la rodilla herida otra vez, se dirigió hacia la salida del túnel principal. Pasó la linterna por el portal. Las granadas habían volado el soporte de madera del lugar en el que había estado durante medio siglo, así como el dintel de madera tan grueso como las traviesas de las vías del tren. La roca que había sobre la abertura también se había fracturado y, sin nada que la sostuviera, las grietas se abrían y aparecían nuevas ante sus ojos. Un pedazo del tamaño de un yunque cayó al suelo. Mercer dirigió una última mirada a donde sabía que Cali yacía inconsciente, quizás herida o algo peor, y salió corriendo por el túnel principal, abandonándola detrás de una avalancha de escombros que la enterraron viva.