Arlington, Virginia

Seis

-HOLA, HARRY, he vuelto —dijo Mercer cuando entró por la puerta, sintiéndose como si fuera un marido de un barrio residencial en una serie de los cincuenta.

Harry debió de pensar lo mismo, porque le gruñó desde el bar del piso de arriba:

—No pienso llevarte la pipa y las zapatillas.

—¿Y a mí? —dijo Cali sonriendo.

—Las pipas no son femeninas y como los pies son mi fetiche, prefiero verte sin zapatillas.

El tono de voz de Harry se hizo sombrío.

—¿Podéis subir? Hay algo que tenéis que oír.

Mercer llevaba muletas debido a su rodilla maltrecha y le llevó un tiempo subir la escalera curva. Harry se levantó de su banqueta en el bar cuando entraron. Vio las muletas y se burló:

—Yo perdí una pierna hace casi 50 años y sólo he empezado a usar bastón hace poco, tú te haces un poco de pupa en la rodilla y ya vas en muletas.

—Y analgésicos —dijo Mercer con tono soñador—. Muchos, muchos analgésicos, que pretendo mezclar con alcohol pronto y quedarme inconsciente.

Harry le dio un beso en la mejilla a Cali.

—Con esa cara tan hecha migas nadie te culparía si lo dejaras plantado y te vinieras conmigo.

—No creo que pudiera seguirte el ritmo —bromeó ella.

—Te trataría con mucho cariño —dijo libidinosamente—. En serio, cuando Mercer llamó desde Egipto, me alegré al saber que estabas bien. Y Book también, me gusta.

—¿Y yo? —preguntó Mercer con sarcasmo.

—He visto tu testamento. Me quedo con la casa si palmas, así que estaba apostando por los terroristas.

—Eres todo corazón.

Mercer se acomodó en uno de los sofás y dejó las muletas en el suelo. Drag estaba delante del sofá, tumbado de espaldas y las patas estiradas. Si no fuera por sus ronquidos Mercer habría dicho que estaba muerto.

—Había algo que teníamos que oír.

Harry entró en el bar. Sirvió copas para todos y luego puso el contestador automático en la caoba pulida. Cali le pasó a Mercer su vodka con lima y se sentó junto a él.

—Un par de cosas, en realidad. Primero, Ira llamó con un informe sobre Rusia. Parece que han recuperado 70 barriles de plutonio del tren, los están llevando a un lugar de almacenamiento permanente.

—Nosotros contamos 78 —dijo Cali.

Harry levantó un dedo, pidiéndole que fuera paciente.

—Les hicieron unas pruebas rápidas y descubrieron que dos habían estado en contacto con agua salada recientemente.

—Así que teníamos razón sobre Popov —dijo Mercer—. Estaba en Novorossiysk para encontrar esos dos barriles y salvar el culo.

—Ira dijo que su detención, juicio y ejecución tuvieron lugar ayer.

—Qué maravillosa es la justicia rusa —dijo Mercer—. ¿Qué es lo segundo?

—Ayer llamó un tío mientras estaba haciendo mi crucigrama. Dejé que saltara el contestador, pero cuando me di cuenta de lo que estaba oyendo descolgué. Escucha tú mismo.

Le dio al botón de reproducción:

«Doctor Mercer, disculpe por no llamar antes, estaba en una excavación arqueológica cerca de Éfeso.»Mercer no reconoció la voz, pero el acento sonaba a turco y, por la voz, era alguien mayor.

«Soy el profesor Ibrahim Ahmad de la Universidad de Estambul. Tengo entendido que quería hablar de la leyenda de la Alquitara de Skenderbeg. En realidad no hay mucho de verdad en ello pero estaré encantado de hablar con usted si…».

—Ahí es cuando descolgué —dijo Harry.

El agradable calorcillo de los analgésicos en la sangre de Mercer se convirtió en un frío helado. Cuando consiguió hablar, su voz le sonó estúpida.

—Y tú hablaste con él.

—Durante unos veinte minutos. Y puedo decirte ya mismo que no es el tío que raptó a Cali ni el que nos salvó el culo en Atlantic City ni el que murió en la tumba de Alejandro Magno hace cuatro días como me dijiste.

Mercer y Cali se miraron fijamente.

—Es el profesor al que llamaste en un principio acerca de Skenderbeg —prosiguió Harry—. Es un experto en la materia, lo sabía todo, hasta su número de pie, pero dijo que la leyenda de que usara un arma que perteneciera a Alejandro Magno es eso, un mito. Nunca sucedió.

—Pues está equivocado. Yo vi esa maldita cosa.

—Sólo repito lo que me dijo. También dijo que nunca ha oído de la orden de los janisarios.

Mercer tardó algo en entender lo que Harry le estaba diciendo.

—Entonces, ¿el tipo de Egipto y Rusia?

—No era Ibrahim Ahmad, experto en Skenderbeg y profesor de la Universidad de Estambul.

—¿Quién era? —preguntó Cali.

Harry se encogió de hombros.

—No sé. No le pedimos identificación.

—Pásame el teléfono, Harry —Mercer rebuscó en su cartera y sacó un pedazo de papel—. Éste es el número de teléfono de la estación de enfermeras del hospital de Aswan.

Mercer marcó y esperó un minuto antes de que alguien contestara. Tardaron algo en encontrar a alguien que hablara su idioma. Harry se fumó un cigarrillo y Cali fue a la cocina a por hielo para la rodilla de Mercer.

—Me gustaría hablar con Devrin Egemen —dijo Mercer cuando un médico que hablaba inglés se puso al teléfono—. Es un joven turco que llegó con un disparo en la pierna hace un par de días.

Mercer negaba con la cabeza mientras escuchaba. Le dio las gracias al médico y colgó.

—Devrin dejó ayer el hospital sin permiso médico. No saben a dónde ha ido.

Hubo una pausa y después Cali preguntó:

—¿Qué significa eso?

—Aparte del hecho de que se sacrificó para detener a Poli y a Al-Salibi —respondió Mercer—, nunca sabremos quién era.

—Pensad esto —dijo Harry—, guardaron su secreto con tanto celo que el experto mundial no los conocía. Ahora han vuelto a desaparecer.

—Nuestro gobierno está negociando con los egipcios lo de la tumba de Alejandro de modo que obtengamos nosotros la Alquitara, así que esperemos que no tengan que surgir de nuevo.

—Yo tengo más noticias —dijo Harry, más animado—. Después de transcribir las notas de Chester Bowie sobre el adamante, terminé el resto de la carta. Como todos sabemos, tenía razón en parte sobre el mineral mitológico y dio en el calvo sobre lo de que los griegos crearon los monstruos mitológicos a partir de huesos fósiles. Tiene otra teoría que puede merecer la pena comprobar.

—¿Cuál es? —preguntó Mercer con recelo.

—Creía que la historia de Jasón y los Argonautas fue real, más o menos. Creía que el Vellocino de Oro que buscaba era, en realidad, una barcaza llena de tesoros que se usaba para pagar por la protección de los hijos de una tal reina de Tesalia, tras enviarlos a vivir al reino de Colchis. Cree que la barcaza se hundió en una tormenta en el mar Negro cerca de la costa de la actual Turquía.

Mercer y Cali soltaron una carcajada.

—¿Qué? —dijo Harry, mirándolos sucesivamente.

—No más aventuras, amigo mío. Chester Bowie ya tiene su lugar en los libros de historia, si alguien más quiere demostrar que el resto de sus ideas eran ciertas, me parece estupendo. Yo paso.

—Lo mismo digo, pero doble —estuvo de acuerdo Cali—. No quiero saber nada más de Bowie, leyendas antiguas o mitos.

—Vamos —los intentó camelar Harry—. Podría haber una fortuna esperándonos. Pensadlo bien, una barcaza llena de tesoros, seríamos ricos.

—Tengo todo lo que quiero aquí —Mercer rodeó a Cali con el brazo y ella se acurrucó.

—Estupendo —lanzó las manos al aire Harry—. Tú terminas con la chica y yo me quedo sin nada.

—Tienes la satisfacción de saber que has ayudado a la humanidad —dijo Cali con dulzura.

—Eso no vale para pagar en los bares —refunfuñó.

—Y yo te devolveré los 20.000 que te pedí en Nueva Jersey —añadió Mercer.

De repente, parecía que Harry hubiera preferido estar en cualquier lugar menos allí.

—Bueno, no, no tienes que molestarte…

La agitación se le notaba a Mercer en la voz.

—¿Por qué? ¿Qué has hecho?

—Sabes que tuve buena suerte, en la mesa de dados, y si estás en racha hay que seguir, ¿no? Pues Tiny conocía a un tío que organizaba una partida, era cosa segura, no podía perder. Así que cogí algo tuyo prestado como garantía.

—No te habrás atrevido.

—Sí.

—¿A qué se ha atrevido? —preguntó Cali.

Harry la miró con una expresión aún más lastimera de lo que era capaz Drag.

—Utilicé el Jaguar de Mercer para cubrir mi apuesta.

Se dirigió a Mercer.

—Si te hace sentir mejor, perdí también mis 3.000. Además, Ira prometió cubrir todos tus gastos. Podemos recuperar tu coche y, mejor aún, comprarte uno nuevo. Y juro por mi alma que Tiny y yo nunca lo cogeremos.

Mercer tenía la cabeza entre las manos.

—Harry, cuando se pase el efecto de los analgésicos y del vodka tú y yo vamos a tener una larga conversación sobre límites, como por ejemplo que tengo que ponerte alguno. Beberte 20.000 pavos de mi alcohol a lo largo de los años no es lo mismo que apostar mi coche —miró a su viejo amigo con una sonrisa torcida—. Y tú no tienes alma.

Sabiendo que lo perdonaría, la anciana cara de Harry se arrugó al sonreír. Alzó la copa en un saludo.

—Eres un príncipe y no me importa lo que los demás digan de ti.

—Brindo por eso —dijo Cali.

Ambos acabaron sus cócteles y, mientras Cali iba al bar a rellenar las copas, dijo:

—Hay algo que no entiendo.

—¿El qué? —preguntó Mercer.

—Estamos seguros de que los janisarios hundieron el Wetherby en el río Niágara, pero los hemos descartado de la destrucción del Hindenburg. ¿Fueron los rusos los que los volaron o los mismos nazis lo sabotearon?

—Me temo que ése es otro misterio que se va a unir a los otros. Incluso puede que fuera un accidente de verdad.

—Eso no te lo crees ni tú.

—La verdad es que no. No me gustan las coincidencias. Alguien quería impedir que Chester Bowie le dijera al mundo lo del plutonio, pero nunca sabremos quién.