Atlantic City, Nueva Jersey

II

DOS minutos en Internet les habría ahorrado a Mercer y a Cali unas seis horas de viaje, pero se habrían perdido un fantástico paisaje y un paseo por el campus de Princeton. El Instituto de Estudios Avanzados no estaba afiliado a la Universidad de la Liga Ivy. Se había iniciado en 1930 con dinero del centro comercial Newark del magnate Louis Bamberger como espacio de investigación para teóricos matemáticos y físicos. El pequeño instituto no archivaba ninguno de los escritos de los pensadores más famosos. De hecho, la casa de Einstein era simplemente una de las tantas propiedades que se usaban como viviendas para el personal de la Universidad.

Un molesto empleado, que había respondido a la misma pregunta en incontables ocasiones, finalmente les dijo que todos los papeles de Einstein habían sido legados a la Universidad Hebrea de Jerusalén. Junto con Cal Tech, estaban haciendo que gran parte del material estuviera disponible en línea.

De nuevo en la habitación de Mercer en el Deco Palace, Mercer le ofreció una cerveza del mini bar y abrió una para él mismo. El sol se estaba poniendo y el hotel hacía sombra sobre el paseo marítimo. Cali comprobó que podía conectarse a la red Wifi del hotel y rápidamente localizó el archivo. Encontraron que había un documento en la colección de un tal Ch. Bowie; sin embargo, esa escritura en concreto no podía consultarse en Internet.

—¿Qué hora es en Israel? —dijo Cali mientras cogía el teléfono—. Qué más da, no importa.

Marcó el largo número de memoria y cuando le respondieron preguntó por Ari Gradstein.

—¿Quién es Ari Gradstein —preguntó Mercer.

—El subdirector del Centro de Investigación Nuclear Simona de Israel. Hemos trabajado juntos unas cuantas veces en respuesta al terrorismo nuclear —replicó Cali y luego empezó a hablar con el israelí cuando se puso al teléfono—. Ari, soy Cali Stowe, del NEST.

Hizo una pausa para escuchar lo que le contestaban.

—Bien, ¿Cómo estás? Excelente. ¿Y Shoshana? Genial. Escucha, y no. Ari, necesito un favor especial. Necesito que hagas algo con la burocracia de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Todavía no puedo decirte de qué se trata excepto que dudo de que Israel corra algún riesgo. Estoy investigando sobre un americano que escribió a Einstein. Todos sus papeles están archivados en la Universidad. Sí, lo sé. A mí me ha sorprendido también. Perdí un par de horas en Princeton pensando que estaban allí. ¿Podrías llamar por mí y allanarme el camino? Tengo la impresión de que tan pronto me identifique todo tipo de banderas rojas aparecerán y pasarán semanas hasta que obtenga una respuesta —Cali le dio su dirección de correo electrónico y luego el número de referencia de la Universidad para el documento escrito por Ch. Bowie—. Gracias, Ari. Te debo una. Adiós.

Mercer estaba impresionado.

—Incluso aunque yo tuviera un contacto en Israel, nunca se me habría ocurrido. Eres brillante.

Cali sonrió ante el cumplido.

—Saber cómo desenvolverse ante la burocracia siempre ayuda.

Harry volvió a la habitación mientras esperaban el e-mail de Israel. Era la primera vez que Mercer lo veía en casi veinticuatro horas.

—Bien, bien, bien. Mirad lo que ha llegado con la tormenta. ¿Has estado apostando todo este tiempo?

Harry se dirigió a la cama con un gruñido exagerado.

—No por Dios, he parado para desayunar esta mañana.

—¿Y cómo te ha ido? —preguntó Mercer, sabiendo la respuesta por la mirada de Harry.

Harry se dejó caer sobre la almohada con los ojos cerrados.

—Nunca le preguntes a un jugador hasta que no haya terminado.

—¿Tan mal?

De repente, el hombre se inclinó y sacó un puñado de billetes de los bolsillos de su gabardina. Habló suavemente, como si no tuviera importancia.

—La verdad, creo que no lo he hecho demasiado mal.

—¡Joder! —exclamaron Cali y Mercer a la vez.

—¿Cuánto? —preguntó Mercer.

Harry rugió triunfal.

—Treinta de los grandes, querido niño. Los he aplastado. Estaba imparable. Incluso les dije que me quedaba en Trumps para que cogieran una suite para mantenerme aquí una noche más.

—Qué cabrón —murmuró Mercer sorprendido.

—Enhorabuena —añadió Cali— ¿Qué vas a hacer con todo ese dinero?

Harry la miró como si fuera idiota.

—Apostarlo esta noche, por supuesto.

Parecía que Cali pretendía disuadir a Harry de gastarse sus ganancias. Mercer lo conocía mejor. Su portátil sonó y todos los pensamientos de Harry se esfumaron. Era un e-mail de la Universidad Hebrea. El archivador que lo enviaba no parecía demasiado contento de responder una petición pasada la medianoche, pero decía que había encontrado lo que Cali pedía.

—Es esto —dijo Cali mientras abría el archivo adjunto.

Era un telegrama enviado a Einstein en abril de 1937 desde Atenas, Grecia. Mercer leyó por encima de su hombro:

 

«Mayor Einstein, ¿qué tal su salud? Han pasado desde que marché siete semanas. He estado pasando mis vacaciones muy cerca de Salt Lake City. Mi hotel me recuerda a esa pequeña monstruosidad de Hearst. No me quejo, porque al menos hay mucho sol y aire fresco. He visto iglesias que le habrían gustado, con majestuosas naves y grandes torres. No he encontrado el grabado del galeón Golden Hind de Drake que quería, pero sí he hallado el disco de Stephan Enburg que me pidió. En mi opinión, eso sólo es un éxito menor, no puedo imaginar por qué le gustaba tanto. Demasiado oboe y poca flauta.

Ch. Bowie

P. D. Nada, nado, nido, mido, mudo, muro, duro, doro, toro, topo, todo.»

 

Cali dijo las primeras palabras:

—¿Qué demonios es esto? No tiene sentido. ¿Mayor Einstein? ¿Salt Lake City? Estaba en África y, ¿ese comentario de las siete semanas? Bowie llevaba meses por ahí. ¿Cómo terminó en Atenas? ¿Y qué es lo de la postdata?

—Tiene que ser un código —dijo Mercer—, puede que él y Einstein tuvieran un código preparado para la expedición. El nombre Stephan Enburg podría significar algo específico, como que Bowie había encontrado la mina. Si no la hubiera encontrado, podría haber escrito un nombre diferente.

—Puede ser, puede ser. Mierda —dijo ella frustrada. —Déjame verlo —dijo Harry.

Mercer giró el portátil para que Harry pudiera leer el telegrama.

—¿El grabado del Golden Hind de Drake? —preguntó Cali en voz alta—. ¿Qué es eso?

—Drake es Sir Francis Drake —respondió Mercer—, un almirante y corsario inglés de la época de la reina Isabel I. El Golden Hind era su buque. Mis conocimientos de arte no van más allá de los perros jugando al póquer, pero supongo que Gibson fue un artista que realizó algún retrato famoso. Cuando termine Harry podemos buscar en Internet eso y algo de un compositor llamado Stephan Enburg. Puedo que nos dé alguna pista sobre lo que quería decir Bowie.

—No te molestes —dijo Harry, levantando la vista del ordenador con un malicioso brillo en sus ojos azules—. La verdadera pregunta a la que necesitas respuesta es si Chester Bowie subió al Hindenburg, como había planeado.

—¿De qué estás hablando?

—Dame un bolígrafo y un trozo de papel y te lo enseñaré.

Cali le pasó el papel del hotel y su Mont Blanc.

—La pista está en la postdata. Esa línea que escribió Bowie es una escalera de palabras, un juego que inventó Lewis Carrol, el escritor de Alicia en el país de las maravillas. El objetivo del juego es transformar una palabra en otra, normalmente con significados opuestos, cambiando una letra cada vez y utilizando el menor número de palabras posible. Bowie convirtió «nada» en «todo» utilizando 11 palabras, ambas incluidas.

—Ya veo —exclamó Cali—. Se cambia la segunda a por una o y se convierte en «nado», luego se cambia la otra a por una i y tienes «nido».

—Y así sucesivamente. Pero Bowie lo hizo mal y fue deliberado.

—¿Cómo? —preguntó Mercer.

—Es evidente que conocía las reglas de las escaleras de palabras, puesto que escribió una, pero utilizó 11 palabras cuando se puede pasar de «nada» a «todo» utilizando sólo cuatro: nada, nado, nodo, todo.

Mercer asintió.

—Eso está muy bien y estoy seguro de que proporciona horas de entretenimiento a los amantes de los pasatiempos, pero ¿qué tiene que ver eso con que Bowie viajara en el Hindenburg?

—Utiliza 11 palabras cuando sólo se necesitan cuatro. He supuesto que la clave del telegrama es el número 11. Si contamos cada undécima palabra obtenemos esto.

Harry escribió el mensaje secreto: «Mayor siete Lake Hearst aire naves Hind Enburg éxito oboe».

—Bowie le decía a Einstein que regresaba a Estados Unidos a bordo de la aeronave Hindenburg y que lo recibiera el 7 de mayo en la localidad de Lakehurst. La palabra «éxito» es evidente, pero no sé qué significa lo del oboe.

—Yo sí —dijeron Mercer y Cali a la vez e intercambiaron una sonrisa.

Mercer le hizo un gesto para que continuara.

—Obo es una ciudad en la República Centroafricana. Está muy cerca de donde encontramos la cantera de Bowie.

—Le decía a Einstein la situación aproximada del depósito de uranio —resumió Mercer.

—¿No murió todo el mundo cuando estalló el Hindenburg? —preguntó Cali a los dos hombres, pero estaba mirando a Harry.

Harry señaló con la barbilla a Mercer.

—Pregúntale a él, es el experto.

—No soy experto —protestó Mercer—. Me encantaban los aparatos voladores cuando era un crío y he leído algunos libros sobre el desastre. Hace un par de años conseguí comprar una viga de sus restos, aunque odio decir que ha estado en un armario desde entonces. Y, para contestar a tu pregunta, 72 de las 97 personas a bordo salieron del zepelín con vida. Si Bowie estaba a bordo ese día fatídico hay una posibilidad de cada tres de que sobreviviera. El hombre con quien tenemos que hablar es Carl Dion. Él es el verdadero experto y el que me vendió la viga.

La memoria casi fotográfica de Mercer le falló, sabía que Dion vivía en Breckenbridge en Colorado, pero no recordaba su número. Lo pidió a información y llamó al ingeniero retirado.

—¿Diga? —contestó tímidamente una mujer después del séptimo tono.

—¿Señora Dion?

—Sí.

—Señora Dion, me llamo Philip Mercer. Soy un conocido de su marido. ¿Está en casa?

—Un momento, por favor.

Pasaron tres minutos completos hasta que Cari Dion se puso al teléfono.

—¿Quién es?

—Cari, soy Philip Mercer.

—Hola, Mercer. Mi mujer no oye bien y me había dicho que era mi amigo Phyllis Matador, al cual, no hace falta que lo diga, no conozco. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Necesito información sobre un pasajero que iba en el último viaje del Hindenburg. Se llamaba Chester Bowie.

La respuesta del experto en aviación fue tan inmediata como desalentadora.

—No había un pasajero con ese nombre, me temo.

Los hombros de Mercer se tensaron aun cuando el resto de su cuerpo se desanimaba. Cayó sobre una silla.

—¿Está seguro? Tengo un telegrama suyo que decía que estaría en ese vuelo.

—Lo siento, pero no había ningún Bowie en la lista de pasajeros. No habría tenido problema en encontrar un billete, el viaje desde Alemania ni siquiera estaba lleno hasta la mitad. Pero el viaje de vuelta estaba lleno de gente que iba a asistir a una coronación.

—Piense, Cari, es importante. ¿Hay alguna forma de que pudiera haber subido? De polizonte, quizás, o con otro nombre.

—Ahora que lo menciona, había una anomalía —Mercer apretó la mano alrededor del teléfono, como si la fuerza física fuera capaz de hacerle oír lo que quería escuchar—. Una pareja alemana, el profesor Heinz Aldermann y su mujer, tenían que haber estado a bordo, pero no aparecieron en Frankfurt; sin embargo, su equipaje sí que llegó. Si no recuerdo mal, llevaban mucho equipaje.

—¿Lo suficiente para cubrir el peso de un polizonte?

—Sí, alrededor de 200 kilos.

—Entonces, ¿podía haber alguien en su camarote?

Dion se empezó a entusiasmar.

—Téngalo en cuenta, esto son sólo rumores, pero hay testigos que dicen que se encontró un pie entre los restos tras el accidente que no correspondía con ninguno de los cadáveres. Esto se ha descartado ya como una, como se dice ahora, leyenda urbana, algo que hiciera el accidente aún más horrendo.

Mercer no estaba seguro de si lo que acababa de oír eran buenas o malas noticias. Traía a Bowie mucho más cerca, pero si había muerto como resultado del accidente entonces el rastro se perdía de nuevo.

—Pero si el rumor era cierto, entonces podría pertenecer a Chester Bowie.

—Ya le he dicho que es un rumor.

—¿Qué le pasó al equipaje?

—Bueno, lo poco que no ardió completamente se devolvió a los legítimos herederos. No sobrevivieron muchas cosas al incendio, no sé nada concreto sobre el equipaje de los Aldermann.

—¿Y no se reclamó?

—Se devolvió a Alemania. Hubo algunas cosas que se las llevaron los curiosos, como el pedazo de duraluminio que me compraste, por ejemplo, pero el esqueleto del Hindenburg y todo lo demás se devolvió y fue reciclado para hacer cazas para la Luftwaffe. Goring nunca fue un entusiasta de las aeronaves y odiaba al doctor Eckner, el presidente de la compañía Zeppelín.

—Punto muerto —suspiró Mercer.

Harry había encendido la televisión y Mercer le hizo un gesto para que bajara el volumen.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Dion.

—Nada. Es posible que este tal Bowie llevara unas muestras geológicas importantes. Intento seguirles el rastro.

—Ya veo. Tengo otro rumor para usted, créaselo si quiere, aunque yo creo que es falso. Hace unos quince años, justo después de la publicación de mi libro sobre el accidente, recibí una carta mediante mi editorial de un caballero en Nueva Jersey que decía tener una caja fuerte que se arrojó desde el Hindenburg la tarde que se estrelló.

—¿Una caja fuerte?

—Sí. Incluso adjuntaba una foto. Un poco pequeña, absolutamente ordinaria. Decía que su padre la había encontrado unos días después del accidente cuando estaba arando un campo. Como no había marcas de neumáticos alrededor, dijo que la caja tenía que haber caído del zepelín y quería saber si quería comprarla.

—¿Por cuánto?

—Esto era cuando los objetos relacionados con zepelines estaban en auge. Quería 15.000 dólares y no ofrecía garantía alguna, aparte de lo que su padre le había dicho. Hablé con él una vez, era un tipo muy desagradable. Ni siquiera le hice una oferta. Creí, y aún lo creo, que el hombre era un sinvergüenza y la caja es algo que él o su padre compraron en una casa de empeños.

—¿Tienes a mano su nombre? —la posibilidad de que fuera real o de que le perteneciera a Bowie era tan lejana como esas zonas donde los cartógrafos solían escribir «A partir de aquí hay dragones», incluso era peor. Mercer estaba desesperado.

—Sabía que lo preguntaría. Estoy buscándolo ahora. Me acuerdo de cómo es usted cuando quiere algo, me persiguió durante años para comprar esa pieza del Hindenburg. Espero que la tenga expuesta como merece.

—Eh… Sí —mintió Mercer—. Está en una cómoda junto a mi escritorio.

—Aquí está. Aún vive en la granja familiar en Waretown. Por increíble que parezca se llama Erasmus Fess.

—¡Mercer! —gritó Harry desde donde estaba reclinado contra la cabecera de la cama.

Mercer no se dio la vuelta, sino que levantó un dedo para silenciar a Harry.

—¿Erasmus Fess?

—Así es.

Mercer escribió la dirección y Dion siguió charlando.

—¡Maldita sea, Mercer!

—Espera un momento, Cari —tapó el auricular—. ¿Qué?

Harry estaba señalando a la televisión. Mercer miró. En la pantalla un equipo médico y otro de policía habían rodeado una pequeña casa de un barrio residencial. Mercer subió el volumen.

—… encontrado esta mañana por un vecino que describió la escena en su interior como una carnicería. Aunque aún no se ha encontrado el cuerpo, ha sido imposible localizar a la señorita Ballard y la cantidad de sangre que se ha hallado en su casa hace esperar lo peor.

Mercer se quedó inmóvil y su rostro perdió todo color. Colgó el teléfono sin decirle adiós a Carl Dion.

—¿Serena?

—Sí.

Pasaron algunos segundos y los tres miraron la televisión. El informativo pasó a otra noticia. Cali fue la primera en recomponerse.

—Tenemos que salir de aquí. Si la han torturado saben que estamos en el hotel, probablemente el número de habitación también. Mercer, ¿tienes coche?

—Sí —dijo con la cabeza dándole más y más vueltas—. Está en el garaje.

—El mío también. Tenemos que ir hacia allí.

Cali ya había apagado su portátil.

—No es buena idea, si están aquí ya los estarán vigilando. Harry, ¿aún tienes la suite?

—Esa habitación está reservada esta noche, me darán otra, pero no estará lista hasta las siete.

Mercer asintió.

—Vale, entonces saldremos sin ser vistos del hotel, iremos al siguiente casino y cogeremos un taxi. Si podemos hacer eso sin que nos vean, estamos salvados. Cali, ¿no tendrás un arma por casualidad?

Negó con la cabeza.

—Tengo una Glock en el cajón de mi escritorio en la oficina, pero eso no nos sirve de nada aquí.

—Mi Beretta de emergencia está en mi mesita de noche —admitió Mercer, pasándole a Cali la funda del portátil y mirando por la habitación en busca de alguna otra cosa importante—. ¿Preparados?

Harry y Cali asintieron.

Mercer abrió la puerta y echó un vistazo por el pasillo. Estaba desierto, pero eso no quería decir que no hubiera nadie acechando en el vestíbulo del ascensor. Con Harry en el grupo las escaleras no eran una opción viable. Les hizo un gesto para que se quedaran quietos y avanzó por el pasillo, tratando de que sus zapatos no hicieran más que el mínimo ruido sobre la moqueta, un susurro fácilmente amortiguado por el sistema de ventilación del hotel. No había nadie en la zona de los ascensores, así que le dio al botón de llamada e invitó a Harry y a Cali a que se le unieran. En el improbable caso de que los asesinos de Serena Ballard llegaran en el siguiente ascensor, los tres juntos tenían más posibilidades de utilizar el factor sorpresa para dominarlos que si Mercer hubiera esperado solo.

Con el estómago ya recuperado del vuelco que le había dado al oír la noticia, empezó a preguntarse en qué se habían metido. No era una coincidencia que Caribe Dayce estuviera operando cerca de Kivu al mismo tiempo que Cali estaba buscando un potencial depósito de uranio. La clave tenía que ser el mercenario tuerto, Poli. La suposición de Mercer sobre lo de África había sido errónea: Dayce no había contratado a Poli para que colaborara con sus tropas, sino que era Poli el que le pagaba al rebelde africano para asegurarse el mineral radiactivo.

Con esa pregunta resuelta, Mercer aún tenía otra más. ¿Cómo sabían lo del uranio? Miró a Cali. ¿Era posible que no fuera lo que decía ser? Mercer descartó la idea aun antes de terminar de pensar en ella. Había demasiadas balas volando en su dirección para que estuviera colaborando con Poli y Dayce. La respuesta estaba en alguna otra parte.

La luz sobre una de las puertas del ascensor se encendió al mismo tiempo que sonaba una discreta campana.

Justo antes de que se abrieran las puertas, Mercer oyó el característico chasquido de la corredera de una pistola automática dentro del ascensor. Tenían menos de un segundo para correr unos metros y, si tenían las armas preparadas, Mercer podía olvidarse de intentar dominar a los asesinos. Su única oportunidad era no esconderse. Los pistoleros buscaban a dos hombres y una mujer, no a una pareja y a otro hombre.

Harry estaba más cerca de Cali que él, así que empujó a su amigo a sus brazos.

—Bésala —le siseó.

Mercer estaba seguro de que Cali entendía lo que estaba pensando, pero estaba seguro de que Harry simplemente dio rienda suelta a su habitual lujuria. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, los dos se abrazaron.

—Oh, gracias, John —chilló Cali con voz de niña pequeña y besó a Harry en los labios.

Mercer se había dado la vuelta y era evidente que no estaba con la pareja del anciano y la jovencita.

Los tres hombres que salieron del ascensor tenían las pistolas bajo el abrigo. Cada uno miró a Harry y Cali y, cuando se giraron hacia Mercer, éste se agachó para atarse el cordón del zapato. Mercer no reconoció a dos de los hombres, pero el tercero lo tenía grabado en la mente. Poli llevaba un jersey de cuello alto y un traje y, en lugar de darle un cómico aire de pirata, el parche lo hacía parecer aún más peligroso.

Cali se aseguró de que Harry quedara entre ella y el pistolero mientras entraban en el ascensor.

—Habitación 1.092 —dijo uno de los asesinos y, tras estudiar una placa en la pared, hizo un gesto hacia la izquierda—. Por aquí.

Mercer sintió el ojo de Poli clavándosele en la espalda, pero permaneció tranquilo, se levantó y entró como si tal cosa al ascensor detrás de Harry y Cali. Harry le dio al botón del vestíbulo.

—¿Cuánta suerte estás teniendo, hijo? —le preguntó a Mercer, siguiendo con el plan de fingir ser desconocidos.

Las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse.

—No va mal —contestó Mercer y dirigió la mirada hacia delante.

Poli se detuvo en el descansillo e ignoraba a sus hombres, que avanzaban por el pasillo hacia la habitación de Mercer. Abrió aún más el único ojo que conservaba al reconocer a Mercer, y la boca se le torció en una mueca de ira. Se abalanzó a las puertas del ascensor, intentando impedir que se cerraran, pero llegó demasiado tarde.

—Mierda —suspiró Cali mientras el ascensor bajaba al vestíbulo— ¿Cómo ha sobrevivido al contraataque en África?

Mercer no tenía la respuesta y sabía que ahora no era el momento de preocuparse de eso.

—Tendremos sólo unos segundos cuando lleguemos al vestíbulo del hotel —dijo y luego añadió sombríamente—, o nada de tiempo si Poli tiene más hombres y una radio.

—¿Qué plan tienes?

—¿Puedes moverte bien sin el bastón?

Harry sonrió al comprender lo que Mercer estaba pensando.

—Creo que podré.

Le pasó el bastón que le había regalado Mercer en su 80 cumpleaños.

Mercer le había encargado el bastón a uno de los mejores fabricantes de cuchillos de América del Norte. Cogió el bastón que le pasaba Harry y apretó un botón oculto para poder sacar un estoque de 70 centímetros. La hoja estaba tan afilada como un escalpelo y, aunque Mercer no tenía formación en esgrima, el más mínimo toque desgarraría cualquier ropa o piel. Le dio la vaina de madera de castaño a Cali.

—¿Palos y espadas contra pistolas?

—A grandes males… —replicó con un guiño.

Mercer tenía las manos sudorosas y se las secó en el pantalón para que no resbalaran sobre el puño de plata, lo que le dejó una mancha húmeda. Escondió la hoja detrás de la pierna y Cali se puso el bastón bajo la chaqueta del traje, cruzado sobre el pecho. Se quedaron en silencio mientras observaban las luces indicadoras de los pisos, que bajaban inexorablemente hacia el vestíbulo.

Antes de que se abrieran las puertas, se podía oír el ruido de las máquinas tragaperras y el murmullo aumentó cuando se abrieron. Mercer asomó la cabeza por la puerta y no vio nada extraordinario. Nadie corría hacia los ascensores y no parecía que nadie estuviera hablando por radio o teléfono móvil.

—Vamos.

Los ascensores eran de uso exclusivo para los huéspedes del hotel. Había un guardia de seguridad que comprobaba que las personas que se acercaban a las puertas tenían la llave de la habitación. Mercer se dio cuenta de que el guardia barrigón tenía una pistola automática colgada en una cartuchera alrededor de la amplia cintura. Al otro lado del cordón de terciopelo estaba el casino, una exuberante exhibición de luces y sonidos única en el mundo. Cientos de personas se agolpaban alrededor de las mesas de juego de paño verde o se sentaban entre las hileras de las gigantescas máquinas tragaperras con la expresión inmutable, ganaran o perdieran. Las camareras vestidas con un escaso uniforme negro danzaban entre la clientela con bandejas llenas de bebidas que corrían a cuenta de la casa, y los repartidores de cartas y los jefes de mesa observaban la acción con ojos inescrutables.

El ambiente estaba diseñado para exprimir hasta la última moneda a los jugadores y hacer que jugaran hasta mucho más tarde de lo que hubieran debido. Para Mercer era sólo una distracción. Observó a la gente, buscando a alguien que no estuviera absorto.

—¿Veis algo? —preguntó.

Cali negó con la cabeza.

—No, a no ser que Poli se haya transformado en un montón de viudas empeñadas en apostar el dinero del seguro de vida de su difunto marido.

Mercer miró a los ascensores al llegar a la mesa del guardia. Uno de ellos se estaba abriendo.

—¡Joder!

Poli salió corriendo del ascensor, seguido de sus dos secuaces. Los tres llevaban la pistola a la vista. Empujaron a un lado a una pareja que esperaba el ascensor y el hombre gritó enfadado, lo que llamó la atención. Una mujer vio las pistolas y chilló. El guardia de seguridad intentó girar su asiento para ver qué ocurría, pero los años de inactividad le habían agarrotado los músculos.

Mercer le cogió la pistola al guardia, abriendo el cierre de la funda y sacando el arma. El guardia ni siquiera se dio cuenta de que lo habían desarmado. Mercer retrajo la corredera y vio cómo Cali empujaba a Harry detrás de una columna ornamental.

Poli fue el primero en disparar y Mercer le contestó. Ninguno había apuntado. La bala de Poli dio en la luz estroboscópica de una máquina tragaperras y la de Mercer se encajó en la puerta de un ascensor.

Antes de que ninguno de los dos pudiera disparar otra vez, alguien empezó a disparar hacia Poli y sus hombres desde el otro extremo del casino. Se agacharon y Mercer aprovechó la distracción para coger a Harry y a Cali y empezar a correr hacia la salida. Supuso que las balas habían procedido de los guardias del casino, pero mientras corrían hacia la gran locomotora de vapor que había junto al Bar Américaine vio a un par de hombres armados vestidos con traje oscuro, no con uniformes. Tenían la atención fijada en Poli únicamente y apenas le dirigieron a Mercer la mirada.

La gente se había convertido rápidamente en una turba presa del pánico. Los gritos y los chillidos habían reemplazado al caer de las monedas en cubiletes y el de los pitidos de las tragaperras. Mercer apenas podía mantenerse cerca de Harry y Cali. Apartó a empujones a la muchedumbre hasta que pudieron resguardarse detrás de una de las enormes ruedas de la locomotora. El falso vapor que salía de los pistones era hielo seco.

—¿Cómo estáis? —preguntó Mercer, con la garganta repentinamente seca—. ¿Harry?

—Estoy bien —jadeó el octogenario—. Sácanos de aquí.

—Estoy en ello —repicó Mercer.

Con la espalda pegada al tren y los ojos buscando más asesinos, avanzaron por uno de los lados de la locomotora. Acababan de alcanzar el primer vagón, un vagón comedor restaurado de la antigua gloria. Normalmente, había una mujer recibiendo al pie de las escalerillas para realizar las reservas de lo que el Deco Palace Hotel calificaba como una de sus más extraordinarias experiencias. Mercer había leído en el folleto del hotel que el tren estaba equipado con pantallas planas junto a las ventanas y un sistema hidráulico para que pareciera que el tren estaba en movimiento. Cada noche un ordenador controlaba el paisaje: una noche viajaban por las Montañas Rocosas, otra cruzaban el desierto de California y una tercera cruzaban Cayo Hueso en Florida.

—Subid al tren —dijo Mercer, empujando a Harry y luego a Cali por la escalerilla. Estaba a punto de seguirles cuando uno de los asesinos salió de la muchedumbre. Llevaba una pistola con silenciador y, en cuanto vio a Mercer, disparó una letal ráfaga. Mercer subió corriendo mientras sentía el calor de una bala que le rozaba el dobladillo de los pantalones.

—¡Vamos!

Harry abrió una puerta corredera de cristal biselado y Cali empezó a avanzar por el vagón comedor. Mercer disparó dos veces para evitar que el pistolero irrumpiera en el tren y siguió a sus amigos. Las mesas del restaurante estaban preparadas con cristalería fina, la porcelana especial de Líneas Ferroviarias Deco Palace y cubertería de plata, los asientos eran de cuero.

Fuera, el hombre vio figuras por las ventanillas y regó el vagón con el resto de su cargador.

Cali había visto al asesino un segundo antes de que disparara y gritó para avisar a sus compañeros, que se agacharon sin detenerse mientras a su alrededor estallaban los cristales y el aire se llenó de balas rebotando y de casquillos. Los paneles de madera tallada quedaron destrozados y de las pantallas de cristal líquido saltaron chispas. El vagón se llenó del olor del plástico quemado, ozono y humo.

En cuanto pararon los tiros, Mercer apartó a un lado una de las mesas, tirando la vajilla al suelo en una cara cascada. El tirador tenía un cargador nuevo en su arma y estaba retrayendo la corredera cuando Mercer le pegó dos tiros en el pecho. En el casino, había una batalla campal entre al menos doce hombres disparándose entre sí. Mientras un grupo parecía empeñado en minimizar las muertes de civiles, los hombres de Poli disparaban indiscriminadamente. En un vistazo rápido Mercer vio a media docena de personas heridas o muertas.

Harry y Cali lo esperaron al final del vagón y juntos corrieron hacia el siguiente. Era la reluciente cocina del restaurante, en un vagón de la era Pullman. Algunos camareros y cocineros se escondían detrás de los electrodomésticos de acero inoxidable. La puerta al final del vagón se abría hacia el vestíbulo, pero había una segunda puerta a un lado del vagón para la entrega de existencias.

Mercer condujo a Cali y a Harry por esta segunda puerta, que daba a un almacén de carga comercial. Por desgracia, no había camiones descargando mercancías para el hotel. Una de las puertas estaba abierta y el olor del Atlántico se mezclaba con los vapores de la gasolina y el hedor de la basura.

—¿Por qué no nos escondemos por aquí? —sugirió Cali, limpiándose sangre de la mejilla debida al corte que se había hecho con un cristal.

. —Porque tardarán unos treinta segundos en darse cuenta de que nos hemos ido.

—Odio admitirlo —jadeó Harry—, pero yo no puedo más. Una de las correas de mi pata de palo se ha movido y el muñón me está matando.

Aunque Mercer sabía que Harry había perdido la pierna hacía décadas, como éste no cojeaba y utilizaba el bastón como adorno principalmente, se había olvidado del dolor que su amigo tenía que estar sintiendo. Mercer se volvió lentamente, recorriendo mentalmente el mapa que había trazado del casino en las veinticuatro horas que había pasado allí. Era una habilidad inconsciente que había desarrollado durante los años de trabajo en el laberíntico mundo de las minas. Podía conocer la planta de cualquier edificio después de una breve visita y sabía instintivamente dónde estaba en todo momento.

—No te preocupes —dijo en cuanto tuvo un plan—. La entrada principal está fuera del almacén y doblando la esquina. No son más de 22 metros. A esta hora de la tarde tiene que haber mucha gente que llegue al hotel.

Cali entendió su idea.

—Lo que significa que habrá muchos coches esperando que los aparquen los botones.

—Exactamente —Mercer le pasó a Cali su pistola y miró a Harry—. ¿Te llevo al hombro o a caballito?

—Joder, Mercer, puedo hacerlo.

Mercer no le volvió a preguntar. Se agachó y levantó a Harry sobre su hombro. Estaba ya corriendo incluso antes de ajustarse el peso, con Cali junto a él.

—Como te tires un pedo, Harry, te tiro al suelo.

—Yo me preocuparía más por la incontinencia —rio Harry.

A la salida del almacén había un aparcamiento sin iluminar, pero en cuanto doblaron la esquina vieron el brillo del neón de la entrada de coches del Deco Palace. Los botones con librea se movían entre las filas de coches. La mayoría de los automóviles eran coches ordinarios, pero había varias limusinas y coches Ferrari aparcados de tal forma que la gente que llegara al casino los vería con seguridad. No parecía que el pandemónium del casino hubiera llegado aquí fuera, pero era sólo cuestión de tiempo.

Corrieron por la carretera. Debido a que la entrada estaba tan congestionada, tenían que llegar al principio de la fila de coches si querían escapar. Pocas personas les prestaron atención mientras avanzaban entre la muchedumbre.

—¡Mercer! —gritó Harry—. Vienen por detrás.

Cali reaccionó más rápidamente que Mercer, girándose pero con el arma aún oculta. Mercer también los vio: Poli y dos de sus hombres acababan de salir por el almacén de descarga. Se detuvieron y estudiaron el aparcamiento intentando ver algún movimiento. Mercer se agachó todo lo que sus rodillas le dejaron. Corrió entre los coches y la gente, ignorando las protestas de los clientes a los que empujaba a un lado.

—Nos han visto —anunció Cali cuando llegaron al principio de la fila.

El primer coche no era lo que Mercer había esperado o deseado, pero era su única opción. Era una obra de arte, un Rolls Royce Silver Wraith de 1954 con carrocería Hooper. Estaba pintado de gris perla con guardabarros azul oscuro que se elevaban elegantemente sobre las ruedas. Con una batalla de más de tres metros de largo, el coche era la definición de la elegancia. Aunque lo propulsaba un motor de cuatro litros de seis cilindros, el vehículo sería demasiado lento debido a su peso. Sólo quedaba esperar que lograran desaparecer antes de que Poli y sus hombres llegaran a sus coches, porque no habría manera de que el automóvil británico fuera a ganar carreras.

—Cali, conduces tú —dijo Mercer cuando llegaron.

Un hombre distinguido con el aspecto de un presentador de telediarios acababa de salir del asiento del pasajero. Mercer lo empujó para poder meter a Harry dentro.

—Y dame la pistola.

Cali le lanzó la pistola sobre el techo y se agachó para meterse en el asiento del conductor. La protesta del pasajero sobre lo que estaba sucediendo murió en sus labios cuando Mercer cogió la pistola automática con una mano y le lanzó una mirada asesina al hombre. Justo entonces, un grupo de gente salió corriendo del hotel por las múltiples puertas. Muchos de ellos gritaban y todos tenían el rostro demudado por el terror. Como un maremoto, chocaron contra las filas de coches, desviándose para rodearlos y empujando a todo aquél que se interpusiera.

Mercer se metió en el asiento trasero del Rolls, que estaba cubierto de suave cuero Connolly y las piezas de madera relucían a la luz de la marquesina del Deco Palace. En una bandeja plegable había dos vasos altos de cristal tallado y junto a ellos un decantador con un licor de color ámbar. Se arrodilló en el asiento y miró por la ventanilla de atrás. Uno de los hombres de Poli estaba cojeando, pero avanzaban rápido.

—¿Mercer?

—Ahora no, Harry —dijo bruscamente sin volverse—. Cali, ¡arranca!

—No puedo —dijo—. El coche tiene el volante en el otro asiento.

Mercer se dio la vuelta y vio a Harry detrás del volante. El coche era un modelo clásico construido para las carreteras de Inglaterra, no un modelo de exportación adaptado al mercado norteamericano. Poli y sus hombres estaban a sólo unos segundos. Tenían las pistolas escondidas, pero en cuanto estuvieran lo suficientemente cerca Mercer no tenía duda de que abrirían fuego.

 

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