Mayo, 1937
SOLO en su camarote durante los últimos tres días, el loco se mecía suavemente en su estrecha litera con la mirada fija en el apagado brillo de su caja fuerte mientras, a causa de la fiebre, sensaciones alternas de frío y calor recorrían su cuerpo. No se percataba de la gran travesía del dirigible sobre el Atlántico, ni del ritmo de los cuatro motores que hacían girar las grandes hélices, ni del fantástico servicio que ofrecía la tripulación, ni siquiera de los ciclos del día y de la noche.
Utilizaba toda su capacidad mental para centrarse en la pequeña caja fuerte.
Desde que había dejado Europa, tan sólo se había aventurado a salir de su camarote ya entrada la noche para utilizar alguno de los baños comunitarios. Incluso en estas furtivas incursiones se apresuraba a volver a su habitación si oía el ruido de otros pasajeros o a la tripulación ocupándose de sus tareas. La primera noche del viaje y durante el día siguiente, un camarero llamaba a su puerta para saber si necesitaba algo, preguntándole si quería té, un cóctel o quizás algunas galletas saladas para que se recuperara si el movimiento del dirigible le había hecho marearse. El pasajero lo había rechazado todo, luchando para mantener algo de amabilidad. Pero cuando el camarero volvió la segunda noche para preguntarle al pasajero qué quería que le trajera para cenar, el hombre del camarote 8A se sulfuró, maldiciendo al desventurado camarero en una mezcla de inglés, griego y un dialecto Africano que había aprendido durante los meses anteriores.
Mientras el tercer día se perdía en una tarde nublada, el control que había tenido sobre su mente disminuía cada vez más. No le importaba. Casi estaba en casa. Sólo quedaban horas, ni días ni semanas. Los había superado todos. Él solo.
Su camarote era interior y no tenía ventana. Había una lámpara en el diminuto escritorio y candelabros de pared sobre las literas. Todo estaba hecho de aluminio pulido, con agujeros perforados en el metal para darle al lugar una apariencia futuristica, como si estuvieran en una nave espacial salida de una novela de Verne o Wells. La caja fuerte había sido transportada al único rincón vacío del camarote por un mozo que había esperado demasiado una propina que el pasajero no se podía permitir. Aunque la capacidad del dirigible sólo estaba a la mitad en este viaje inaugural de la temporada, los billetes eran los más caros que había para viajes trasatlánticos.
Si no hubiese sentido la presión del tiempo o si aquellos que lo perseguían no se hubieran estado acercando, habría encontrado una manera más barata de volver a Estados Unidos. Pero, quizás, coger el zepelín había sido el golpe más brillante de todos. Sus perseguidores nunca sospecharían que utilizaría su transporte más preciado en el último tramo de su vuelta a casa.
Se estiró para tocar la caja fuerte, para sentir su fresco contorno con los dedos temblorosos, satisfecho de saber que la ambición de toda una vida estaba encerrada en ella. Su cuerpo se estremeció, no sabía si por la fiebre o por la emoción, pero no le importaba. Al otro lado de la cabina había un pequeño espejo sujeto con tornillos a la pared. Se observó a sí mismo, evitando sus ojos pues no estaba listo para afrontar lo que se escondía tras ellos. Tenía el pelo largo y descuidado, lleno de canas que no habían estado ahí un par de meses antes. En las últimas semanas había perdido mechones de pelo, y al posar la mano por su cabellera pudo sentir unos finos pelos cayéndose y enganchándose en los bordes de sus agrietadas uñas. La piel de su cara tenía bolsas y arrugas y daba la sensación de que no encajaba en su cráneo. Su barba, que había sido para él motivo de orgullo, marca característica de un caballero con clase, ahora parecía el plumón de un polluelo que está cambiando las plumas.
Le enseñó los dientes al espejo, en un gesto que era más una mueca que una sonrisa. Sus encías estaban en carne viva. Supuso que sangraban porque no había tomado una comida como Dios manda desde que dejara su hogar en Nueva Jersey.
Su cuerpo también había pagado un duro precio. Aunque nunca había sido un hombre robusto, había perdido tanto peso que podía sentir las afiladas puntas de sus huesos clavándose en su piel cada vez que se movía. Sus manos temblaban constantemente y su cabeza se balanceaba como si se hubiera convertido en una carga para los atrofiados músculos de su cuello.
La alborotada voz de una niña atravesó la fina puerta de la cabina.
—Date prisa, Walter. Nos estamos acercando a Nueva York. Quiero tener buen sitio en la cubierta de observación.
Ya era hora, pensó el hombre. Comprobó su reloj. Eran las tres de la tarde. Tendrían que haber llegado nueve horas antes.
En contra de su buen criterio, decidió aventurarse a salir del camarote. Necesitaba comprobar con sus propios ojos que ya casi estaba en casa. Entonces volvería a la diminuta cabina y esperaría a que la nave aterrizara.
Fue tambaleándose hasta la puerta. En el estrecho pasillo, una niña de unos 12 años esperaba a que su hermano terminara de atarse los zapatos. La niña ahogó un grito cuando lo vio, con un gesto involuntario que llenó sus pulmones y drenó la sangre de su cabeza. Sin despegar sus sobresaltados ojos de él, cogió a su hermano por el hombro y tiró de él. El niño dejó de protestar cuando vio al desarreglado pasajero.
Corrieron para girar la esquina en dirección a la cubierta He paseo, la falda de la niña volando sobre sus graciosas rodillas.
El inocente encuentro hizo que el estómago del pasajero diera tal vuelco de protesta que el ácido escaldó su garganta. Dejó las náuseas a un lado y cerró la puerta de su cabina para dirigirse a la escalera de estribor. Unos cuantos miembros de la tripulación ociosos estaban apretados contra la ventana de observación de la cubierta B. Detrás de ellos estaba el lavabo de la tripulación y, justo en el momento en que se acercó a la ventana, salió del lavabo un oficial de la nave seguido de un perturbador hedor. Pero no olía peor que el propio pasajero. Quizás incluso algo mejor. No había lavado su ropa ni su cuerpo desde que huyera de El Cairo.
Al colocar sus manos en el alféizar pudo sentir el suave temblor de los motores a través del metal. Apoyó su cara contra el cristal y observó cómo el impresionante cielo en el horizonte de Manhattan emergía tras las oscuras nubes de una tormenta.
La compañía se enorgullecía de su gran seguridad y al observar la ciudad permitió que el esbozo de una sonrisa surgiera de las esquinas de su boca. Como prometían, el viaje desde Alemania había transcurrido en calma y, pronto, el buque insignia de Deutsche Zeppelín-Reedere flotaría gentilmente hacia su amarradero en Lakehurst, Nueva Jersey.
Un claro en el cielo nublado permitió que la brillante luz del sol formara una corona alrededor de la gigantesca aeronave Hindenburg. Su sombra se extendía como una mancha sobre los cañones artificiales del centro de la ciudad, oscureciéndolos a todos menos al imponente Empire State Building. El colosal zepelín era más grande que la mayor parte de los trasatlánticos y cuatro veces más rápido, había cruzado el océano en poco más de tres días, con sus cuatro motores diésel Mercedes empujando el gigante de 245 metros a través del cielo a una sorprendente velocidad de 80 nudos.
El pasajero captó el entusiasmo de la gente que estaba encima del Empire State Building saludando a la gran aeronave y por un momento sintió la necesidad de devolverles el saludo, un impulso que le hizo creer que quizás podría volver a conectarse con la humanidad después de la terrible experiencia vivida.
En cambio, giró sobre sí mismo y se apresuró a su cabina, respirando con dificultad hasta que se aseguró de que la caja fuerte seguía cerrada. Su cuerpo estaba cubierto por el brillo aceitoso del agrio sudor. Se sentó en la litera y empezó a mecerse de nuevo.
Planeó permanecer así mientras la aeronave se propulsaba por Long Island y su capitán, Max Pruss, buscaba una ventana entre el tormentoso cielo para llevar su carga a la Estación Naval de Lakehurst. Pero justo antes de las cinco, alguien llamó a su puerta. No reconoció la llamada. Los camareros habían sido asustadizos temiendo interrumpirle, respetuosos, aunque un tanto confusos por su actitud y apariencia. Pero esta llamada tenía un toque de autoridad, un único y fuerte golpe seco que hizo surgir de sus poros una fresca oleada de sudor.
—¿Qué quiere? —tenía la voz ronca por la falta de uso.
—Herr Bowie, mi nombre es Gunther Bauer. Soy oficial de la nave. ¿Podemos hablar?
Los ojos de Chester Bowie observaron rápidamente la diminuta cabina. Sabía que estaba acorralado pero no podía evitar buscar una salida. Casi lo había logrado. Unas horas más y estaría a salvo en tierra y lejos de aquellos nazis, pero de alguna manera habían descubierto su identidad. No era que lo quisieran a él. Él ya no era importante. Era lo que había dentro de la caja fuerte lo que deseaban.
Pero había llegado demasiado lejos como para terminar ahora. Sólo había un camino posible y no sintió nada excepto una suave irritación al pensar en lo que debía hacer.
—Por supuesto —dijo Chester—, un momento.
—Los oficiales y la tripulación están preocupados de que se haya llevado usted una mala impresión de nuestra compañía —dijo Bauer desde el otro lado de la puerta, en un inglés pasable y tono afable. Pero ese tono no engañó a Chester—. Le he traído algunos regalos —continuó el alemán—, bolígrafos y artículos de escritorio como souvenir del vuelo.
—Simplemente déjelos en la puerta —dijo Bowie mientras se preparaba, ya que sabía que las siguientes palabras y segundos eran críticos.
—Preferiría dárselos personal…
Eso era todo lo que necesitaba oír. Querían entrar para robarle la caja fuerte. Incluso con la última palabra inacabada en el aire, Chester Bowie usó las pocas fuerzas que la fiebre le había dejado para tirar de la puerta corredera y coger al alemán por las solapas de la negra chaqueta de su uniforme. Ignoró el fajo de papeles que cayeron de las manos de Bauer y el manojo de bolígrafos que se esparcieron por la cubierta y metió al hombre dentro de la cabina.
El único intento de defensa de Bauer fue un sobresaltado gruñido. Bowie lo aplastó contra la pequeña escalera que subía a la litera de arriba. Y cuando el oficial comenzó a caer, Bowie se lo subió a la espalda. Encajó su rodilla en el hueco de la base de la cabeza de Bauer. Cuando cayeron al suelo, el peso de ambos hizo que la cuarta y la quinta vértebras del alemán chocaran tan fuerte como para romperle la médula espinal. Bauer quedó sin fuerzas, su cuerpo quieto, expirando.
Bowie cerró la puerta. Nunca lo dejarían salir del zepelín. Incluso a pesar de haberlos despistado cuando voló a El Cairo, debió de haber sabido que de alguna manera volverían a seguir su pista. Había sido muy listo viajando en el corazón de la bestia y volviendo a casa en su propia nave. Nadie habría podido prever que haría eso. Pero de alguna manera lo habían descubierto. Eran impíos. Como las gorgonas que todo lo veían y que conocían las rutas del hombre.
El cuerpo inerte ocupaba casi todo el suelo. Chester tuvo que pasar por encima de él para coger una libreta que había dejado en el escritorio. Utilizó uno de los bolígrafos que Bauer había traído como cebo para entrar en su cabina. No tenía ni idea de cuánto tiempo pasaría hasta que el capitán enviara a alguien más a por la caja fuerte. No, pensó Chester, la próxima vez habría muchos de ellos, demasiados.
Escribió rápidamente, el bolígrafo surcó las páginas como si supiera lo que debía escribir y simplemente necesitara que Bowie sujetara la punta junto al papel. Observó su mano fluyendo hacia delante y hacia atrás, sin ser plenamente consciente de las palabras que escribía. En quince minutos había rellenado ocho páginas con una apretada escritura que prácticamente no se podía leer. Nadie apareció, así que llenó 10 páginas más, narrando su historia como mejor podía recordarla. Estaba seguro de que ésta sería su última voluntad y testamento, todo lo que quedaría de la obsesión de toda una vida; estas palabras y la muestra de la caja fuerte. Pero era suficiente. Había seguido los pasos de los emperadores. ¿Cuántos hombres podían decir que habían logrado eso?
Cuando sintió que su mano había escrito suficiente, marcó el número de la combinación de la caja fuerte e introdujo las páginas dentro, mirando, por lo que supo que era la última vez, la muestra que había traído de África. Parecía una bala de cañón, una esfera perfectamente redonda que él había hecho a mano con ayuda de un herrero en Khartoum. Cerró la caja fuerte y escribió un nombre junto con un mensaje críptico en la rígida cubierta de su libreta. Arrancó las páginas que quedaban en blanco de la espiral de metal y usando el cordón de su bota izquierda ensartó la libreta y la nota al asa de la caja fuerte. No podía hacer otra cosa que esperar que la persona que encontrara la caja la llevara a la dirección que había escrito.
No había necesidad de escribir dónde vivía el hombre. Todo el mundo sabía dónde encontrarlo.
Chester Bowie empujó el cadáver de Gunther Bauer debajo de la litera inferior, tratando de no darse cuenta de cómo la cabeza se flexionaba de una manera poco natural en su cuello roto. Entonces empezó a empujar la caja para sacarla del rincón, haciendo un gran esfuerzo al principio, pero cuando la desesperación se apoderó de él, la deslizó rápidamente por la alfombra. Abrió la puerta de la cabina, escudriñó a un lado y a otro del pasillo, y entonces empujó la pesada caja hacia la escalera de la cubierta B.
Hasta ahora nadie lo había visto, pero sabía que abajo los pasajeros y la tripulación estarían observando cómo la costa de Nueva Jersey se desplazaba bajo las ventanas de observación.
—¿Puedo ayudarle con eso, señor?
Bowie se quedó helado. La voz provenía de detrás de él y la reconocía. ¿De dónde? Su mente pensó deprisa. ¿De El Cairo? ¿De Khartoum? ¿De algún lugar en la selva? Se giró, dispuesto a luchar. Enfrente de él estaba el joven camarero al que le había chillado la segunda noche de viaje.
Werner Franz hizo todo lo posible para no asustarse cuando vio la confusa mirada de Bowie, el salvaje rostro de una rata arrinconada. Aunque sólo tenía 14 años, Werner se consideraba un experimentado hombre de la aeronave y ningún pasajero lunático resquebrajaría su apariencia profesional.
—¿Puedo ayudarle con eso, señor?
—Sí, eh, claro, gracias —tartamudeó Chester—. Seguro que este niño no era la segunda bandada que enviaban los nazis para robar la caja fuerte. El Capitán mandaría a los mecánicos y a otros oficiales, hombres grandes que pudieran vencerle y ocultar la caja fuerte hasta que regresaran a Frankfurt por la noche.
—Escuché decir al Capitán —dijo Werner afanosamente mientras empezaba a tirar de la caja—, que el tiempo ha mejorado lo suficiente como para que nos dirijamos rápidamente hacia Lakehurst. Con suerte aterrizaremos poco después de las siete. Imagino que usted querrá desembarcar el primero, Herr Bowie.
—Eh, sí, es cierto. Tengo gente esperándome.
—¿Puedo preguntarle qué lleva en la caja fuerte? Otros mozos piensan que usted lleva piedras preciosas para un joyero de Nueva York.
—Ah, no. Son, esto…, son papeles, sí, para un importante científico. —¡Jesús! ¿Por qué había dicho eso? Con que el chico observara la nota atada al asa podría ver para quién era la caja. Tendría que haber seguido con la historia que el mozo contaba.
—Ya veo.
Estaba claro que Werner Franz no le había creído y Chester se lo agradeció. Había atravesado más de 8.000 kilómetros y casi había revelado su secreto en los últimos minutos.
Juntos, empujaron la caja fuerte por las escaleras, su peso hacía que los escalones de aluminio vibraran a cada paso que descendían.
—La apartaremos un poco —dijo Werner, y apartó la caja hacia la sala de observación—, los miembros de la tripulación necesitan bajar las escalerillas desplegables cuando aterricemos y no pueden estar tropezando con su caja fuerte.
—Está bien —respondió Chester, jadeando a causa del esfuerzo. Su cara había palidecido bajo su bronceado tropical y sus piernas temblaban.
—Le ayudaré con la caja cuando aterricemos —se ofreció Werner.
Bowie no dijo nada y dijo adiós al joven con la mano para poder volver a apoyarse en la barandilla que protegía las angulosas ventanas de observación. Por un momento su corazón disminuyó la velocidad.
La aeronave estaba volando hacia el sur y parecía que todos los pasajeros y los miembros de la tripulación que no estaban de servicio se arremolinaban en las ventanas de babor. Gracias a Dios, la sala de observación de estribor estaba vacía. Sin perder ni un minuto más, Chester preparó sus todavía temblorosas piernas y levantó la caja del suelo. Los músculos de su espalda le hicieron daño por el peso de la carga y se le escapó alguna lágrima debido al esfuerzo. Pero aun así, no dejó caer la carga. La levantó más alto si cabe, presionándola contra la pared para que hiciera palanca hasta que la tuvo balanceándose encima de la barandilla.
Debajo del zepelín, la tierra era un interminable mar de pinos y arena, roto sólo, ocasionalmente, por solitarias carreteras llenas de baches. Estaban cruzando una extensión de tierra cultivada que tenía una granja en el perímetro. El granero estaba ruinoso y los tractores y demás máquinas parecían juguetes.
Las ventanas de la opulenta cubierta A podían abrirse pero las de la cubierta B estaban fijas. Chester se apoyó sobre la barandilla, sus manos sujetaban fuertemente la tambaleante caja, y esperó el momento apropiado. El Hindenburg surcaba a 1.000 pies como si arara el encapotado cielo. Más allá del inmenso casco protector de la aeronave, la lluvia caía como una cortina. Ahora que Bowie estaba listo, la aeronave continuaba surcando desoladas extensiones de pinos. Desde arriba, el manto de los árboles era una masa impenetrable. Su cuerpo se sacudió con frustración. En cualquier momento podría aparecer un pasajero o un miembro de la tripulación y el plan se iría al traste. Desde arriba, en la cubierta de paseo A, escuchó a alguien tocar unas cuantas notas en el ligero gran piano Blunther.
¡Ahí!
Apareció otra granja en la esquina del bosque. Incluso desde esta altura, Bowie pudo ver que el sitio estaba en ruinas. El techo de tablilla se doblaba en la zona del medio como el oscilante lomo de un viejo caballo mientras que el porche parecía estar al borde del desplome. Aun así, había luz en las ventanas y una estela de humo alcanzó la brisa al salir por la chimenea y se esparció por el paisaje. El granero cercano parecía mucho más nuevo.
El camino que llevaba el Hindenburg pasaría por la esquina de un campo claro a menos de una milla al sur de la granja. Con suerte el granjero encontraría la caja fuerte antes de que la cosecha que cultivase allí creciera arrasando la hierba.
Chester no podía hacer otra cosa que soltar la caja. Cayó desde la ventana con un estrépito que desapareció rápidamente en el rugido del viento que azotaba la aeronave. Bowie no estaba preparado para el chorro de aire y lluvia. Observo de nuevo anonadado desde la barandilla y luego se giró y corrió de vuelta a su camarote justo cuando la puerta de la tripulación se abría. Escuchó las voces de los alemanes enfadados, pero ninguno había visto lo que había hecho.
Desafortunadamente, Chester Bowie tampoco pudo ver cómo la caja fuerte caía en picado al suelo. Cien pies antes de que cayera al margoso suelo la nota que tan laboriosamente había intentado atar al asa se soltó. Permaneció elevada en el aire de la tormenta durante casi una hora y para entonces se hizo trizas y se esparció a través de dos comarcas.
* * *
La lluvia marcaba senderos en el chubasquero, mientras las gotas rodaban por el tejido. Durante casi dieciocho horas, la solitaria figura había permanecido escondida bajo sus pliegues, inmóvil y casi sin pestañear. Desde su posición elevada tenía una vista despejada de la arenosa pista de aterrizaje que estaba a media milla de distancia y del armazón de metal del mástil del amarradero. Desde ahí parecía una miniatura de la Torre Eiffel.
Su objetivo llevaba doce horas de retraso, algo un tanto irónico, teniendo en cuenta que las urgentes órdenes le habían hecho apresurarse a su posición.
Moviéndose suavemente para no cambiar el contorno de su chubasquero, levantó el rifle hasta tenerlo a la altura de los ojos. El objetivo era un trofeo que le había robado a un francotirador en la Primera Guerra Mundial. Lo había adaptado a todos los rifles que había utilizado. Observó a través de la lente, centrándose en la tripulación ocupada de la llegada. Acababan de volver al campo después de un breve chaparrón. Calculaba que habría más de 200 de ellos, pero ese número era necesario para mover manualmente la gigante aeronave incluso aunque sólo hubiera una suave brisa. Dejó que el retículo se detuviera por un instante antes de seguir. Localizó al comandante del campo de aviación, Charles Rosendahl. El hombre que estaba a su lado tenía que ser Willy von Meister, el representante americano de la compañía Zeppelín. A pesar de las ocasionales ráfagas de viento, el francotirador podía hacer caer de un disparo a cualquiera de los dos hombres mirando con el ojo que escogiese. A poca distancia, se encontraba un periodista de la radio y un cámara, ambos estaban comprobando sus equipos mientras todos esperaban la tardía llegada del Hindenburg.
Estaba a punto de bajar el pesado rifle cuando todo el mundo se volvió de golpe, con los brazos apuntando hacia el cielo en lo que recordaba al saludo nazi. El francotirador se movió un instante. A través del oscuro cielo llegaba el Hindenburg.
La distancia no disminuía el tamaño de la aeronave. Era absolutamente enorme, un símbolo desafiante de la resurgente Alemania. Era de líneas puras, como un torpedo, con estabilizadores y timones más grandes que las alas de un bombardero. En su parte más ancha el zepelín medía 41 metros de diámetro y en el interior de la rígida estructura había células de gas que contenían más de dos millones de metros cúbicos de hidrógeno explosivo. Dos grandes esvásticas adornaban los timones y un pálido humo salía de los cuatro motores diésel.
Mientras la aeronave se acercaba, su tamaño crecía, cubriendo una cada vez mayor parte del cielo. Su piel estaba barnizada con un brillante color plata que conseguía brillar incluso con el clima más tormentoso. El Hindenburg pasó directamente sobre la Estación Aeronaval a unos 650 pies. El francotirador observó a los pasajeros que estaban dentro, asomándose a las ventanas y tratando de gritar a la familia que los esperaba en tierra. Le costó quince minutos a la enorme nave dar la vuelta en su último acercamiento desde el oeste. A un cuarto de milla del mástil del amarradero los motores chirriaron al reducir la velocidad de la aeronave y momentos más tarde tres avalanchas de agua de lastre se volcaron desde debajo de la estructura para corregir un ligero desequilibrio en el peso.
Alguien había manipulado un altavoz de manera que el francotirador podía oír lo que el anunciante de la radio estaba diciendo mientras la aeronave realizaba su acercamiento final. La voz tenía un tono alto y emocionado.
—Aquí llega, señoras y señores, qué gran vista tenemos, es genuina, realmente es una vista maravillosa. Está descendiendo del cielo y se dirige hacia nosotros y hacia el mástil de amarre.
El hombre de la pistola agarró su rifle, una a.375 Nitro Express que le hubiera sentado mejor a un cazador Africano que a un francotirador, se lo colocó en el hombro y esperó. La primera de las pesadas cuerdas de las amarras se soltó de la proa. Observó las ventanas una vez más. Y entonces llegó la segunda cuerda de amarre mientras los trabajadores empezaban a tirar de la nave hacia el mástil. Parecían hormigas tratando de arrastrar a un reticente elefante.
—Ya casi está quieto —dijo el anunciante, que según iba describiendo la escena se animaba—, han soltado amarras desde la proa y un gran número de hombres las sujetan en tierra…
Al mover dos centímetros el cañón del rifle, el francotirador encontró su objetivo.
—Está empezando a llover de nuevo, la lluvia está disminuyendo un poco el ritmo…
Él mismo había fabricado las balas del rifle. Sólo había tenido un día y una noche para construirlas y solamente había disparado dos veces a modo de prueba en una gravera abandonada. Ambas habían funcionado como las había diseñado, pero todavía tenía cierta aprensión de que fallaran en el trabajo que se les había asignado.
La voz de Herb Morrison por el altavoz se animaba más y más conforme iba describiendo el aterrizaje.
—… y los motores traseros de la nave están aguantando lo justo para evitar que…
El francotirador disparó. El retroceso le provocó un golpe brutal en el hombro. A una velocidad de 600 metros por segundo la bala tardó uno en alcanzar su objetivo. En ese espacio de tiempo, una capa alrededor de la posta de la bala se quemó, dejando al descubierto blancas y calientes cenizas de ardiente magnesio. Al contrario que una bala trazadora, que arde durante toda la trayectoria, el núcleo incendiario de este círculo sólo se mostró en el último instante antes de golpear.
El hidrógeno necesita aire para arder. Una chispa no podría encender fuego dentro de las enormes bolsas de gas de la aeronave. Solamente cuando se liberaba el hidrógeno para que se mezclara con la atmósfera algo como una bala trazadora podía causar una explosión. Pero esta bala no pretendía encender fuego con gas. Al menos, no directamente.
El francotirador había disparado a lo largo de la espina del Hindenburg. El intenso calor de la bala atravesó la barnizada piel del zepelín mientras recorría la aeronave. Para cuando alcanzó la aleta de la cola había perdido suficiente velocidad como para tocar al dirigible y meterse en la estructura de duraluminio. En el preciso momento en que el magnesio se había apagado, la pintura resistente al agua, una combinación de polvos de nitrocelulosa y aluminio, empezó a arder. El elemento que barnizaba la tela de lona de algodón era, de hecho, una mezcla altamente combustible que se usaba como carburante en cohetes. El lento fuego se convirtió en una llama que quemaba la tela y enviaba retales incendiados a la bolsa de gas. Rápidamente, el fuego agujereó la bolsa y permitió que un chorro de hidrógeno escapara al creciente infierno.
La voz de Herb Morrison se transformó en un horrorizado chillido.
—¡Está ardiendo! ¡Está ardiendo y está cayendo, es fuego, cuidado, cuidado, apártense!
El cielo pareció volverse negro, como si toda la luz del campo de aviación hubiera sido absorbida por la explosión de la aeronave. El majestuoso acercamiento del Hindenburg se había convertido en frenéticos segundos mientras el tiempo disminuía.
—Está ardiendo y está subiendo —gritó Morrison—, está ascendiendo de manera terrible. ¡Oh Dios mío!, ¿qué es lo que veo? Está ardiendo, está en llamas y está cayendo hacía el mástil de amarre y todos estamos de acuerdo en que esto es terrible. Es una de las peores catástrofes del mundo. Las llamas están creciendo, oh, unos 120 metros en el cielo.
Por un momento, la nave se mantuvo en el aire mientras el intenso calor doblaba y derretía su esqueleto. La capa exterior de la tela se onduló y, después, ardió. El rugido del gas ardiendo y el intenso calor daban la sensación de estar delante de la puerta de un alto horno. La popa cayó primero, el pánico cundió entre los trabajadores que corrían huyendo de la mole que caía. Uno de ellos no fue lo suficientemente rápido y fue engullido por los restos mientras el zepelín se estrellaba contra el suelo.
Dentro del camarote, en la cubierta A, Chester Bowie sintió el bandazo de la nave al perder la popa su flotabilidad. Oyó gritos que provenían de la sala de observación y el sonido de los muebles tambaleándose mientras la aeronave descendía por el cielo. De repente, el techo se cubrió de un destello rojizo anaranjado al explotar el hidrógeno por encima de él. La nave seguía cayendo más y más, el estruendo del gas ardiendo hacía inaudibles los terribles gritos del retorcido metal mientras su estructura se desplomaba. Él permaneció en su cama.
Al principio pensó que simplemente sonreiría por la ironía de la situación, pero se vio a sí mismo riendo a carcajadas. Sabía que no había sido un accidente. Los alemanes habían decidido sacrificar su propio dirigible para denegar a Estados Unidos la posesión de lo que había encontrado. Lo habían perseguido por medio mundo, habían saboteado el Hindenburg para detenerlo y aun así, iba un paso por delante de ellos. Chester abrió aún más su boca, riendo más fuerte todavía, ahora de manera histérica. Era demasiado gracioso.
Entonces el calor lo golpeó, una pared sólida que precedía a otro chorro de llamas. Murió al instante, escuchando su propia risa por encima del fuego que lo consumió.
El francotirador observó durante un segundo más cómo la gran aeronave caía en picado, la parte de atrás estaba rota mientras la popa se estrellaba contra el suelo. El humo y las llamas empezaron a lamer el cielo mientras el armazón se derretía, su esqueleto se inclinaba ante el asfixiante fuego y después se desplomó, convirtiéndose en un montón de vigas fundidas y carne ardiendo.
—Es un accidente terrible, señoras y señores. El humo y las llamas de la estructura se están estrellando contra el mástil de amarre —la voz de Morrison se transformó en un estridente y evocador sollozo que todavía hoy resuena—, oh, la humanidad…