Mina de Samarasskaya, Sur de Rusia
EL sol se había llevado la niebla mañanera que había llenado el valle como si fuese un manto de nieve. Unos cuantos pájaros volaban por las copas de los pinos cercanos y el cielo sin nubes parecía formar un arco interminable.
Ludmilla y los otros científicos rusos cuyo nombre Mercer no conocía habían conseguido un par de trajes antirradiación y algo de material para detectar radiaciones de una caja que había sobrevivido al choque del helicóptero y se habían acercado a comprobar que no se había abierto ninguna brecha en los barriles a causa del descarrilamiento del tren.
Sasha Federov estaba descansando mientras que el piloto, Yuri, estaba haciendo inventario de sus escasas provisiones.
Tan pronto como el profesor Ahmad le hubo dicho a Mercer que el obelisco había sido destruido, se había puesto de pie y había empezado a caminar. Su cabeza le estallaba. Había enviado a Booker y a su equipo a uno de los lugares más peligrosos de la tierra. Broker sabía cuidar de sí mismo y Mercer no estaba demasiado preocupado por él, pero le pesaba la responsabilidad. Lo que más le molestaba, o al menos de una manera diferente, era cómo ahora estaba en un callejón sin salida.
Estaba convencido de que el obelisco le diría dónde se encontraba la tumba de Alejandro Magno, puesto que los generales del conquistador habían erigido una buena tumba a su muerte. Los arqueólogos la habían buscado durante siglos, así que no tener ninguna pista suponía un gran obstáculo.
Lo peor era que estaba seguro de que Ahmad no le mentía cuando le decía que no sabía dónde estaba. El sistema de protección de los janisarios eliminaba la tentación entre los miembros. Era realmente brillante.
Se volvió hacia donde Cali y Ahmad estaban sentados en el suelo, pero no dijo nada mientras ellos siguieron hablando.
—¿Qué fue de la mujer? —preguntó Cali—. De la que se enamoró tu mentor.
—Montesco y Capuleto, me temo —dijo Ahmad encendiendo un cigarrillo—. Su padre no le permitió casarse con un turco y la hizo volver a casa tan pronto se enteró del asunto. En cierto modo, tenía su motivo, la chica ya estaba comprometida con otro, un miembro de la familia real.
—Eso es muy triste.
—Eran otros tiempos, aunque imagino que si hubiera pasado hoy en día el final hubiera sido el mismo. Casarse con alguien de otra tribu es una idea moderna que sólo ha echado raíces en Occidente.
—¿De otra tribu?
—A falta de una expresión mejor. A lo que yo me refiero, es a que no es raro que un americano se case con alguien de Francia o Alemania o que un blanco se case con alguien negro, por ejemplo. Pero en Oriente Medio nunca veréis que un chiíta se case con una sunita o a un turco casándose con una kurda. Simplemente no se hace. Y desde 1980 todavía es más difícil que se unan las sectas y grupos étnicos que hay.
—¿Y eso por qué? —preguntó Cali—. ¿Qué pasó en1980?
—Irak invadió Irán —le dijo Ahmad—. No se habrán llenado demasiadas páginas en Occidente sobre esta guerra, pero fue mucho más para Oriente Medio. Los iraníes no estaban preparados para la invasión y casi los vencieron al principio. Para inspirar a su gente, el ayatolá Jomeini buscó en la Historia, reviviendo la historia de la batalla de Karbala, en la que en el año 860 Husayn ibn Alí, bisnieto del profeta Mahoma fue vencido por el califa Omeya Yazid. Esa fecha todavía es motivo de fiesta para los musulmanes chiítas. Jomeini convirtió cínicamente lo que era una pelea por la tierra y los recursos de petróleo en una guerra santa.
—¿Cómo? —preguntó Mercer, que a pesar de su mal humor había vuelto a centrarse en la conversación.
—Husayn y su ejército fueron vencidos. Se convirtieron en los primeros mártires del Islam. Lo que Jomeini hizo fue decirle a la gente que Sadam Hussein, un sunita, era la reencarnación moderna de Yazid, y que para vencerlo sería necesario que todos los iraníes se sacrificaran como en su día hiciera Husayn. Y entonces decretó que cualquiera que se sacrificase tendría un lugar garantizado en el paraíso. En una sola jugada anuló las palabras del Corán que dicen que el suicidio es un pecado que atenta contra Dios y creó los primeros bombarderos suicidas de Oriente Medio.
Incluso mientras luchaban contra los iraquíes, Jomeini mandó hombres entrenados al Líbano durante su guerra civil contra Israel para expandir por el mundo el mensaje de que el suicido no era un pecado, sino un glorioso sacrificio para Alá. A pesar de que esto es algo expresamente prohibido por el Corán, él se las apañó para convencer a la gente desesperada de que su palabra desdecía las palabras que Dios le había dicho a Mahoma.
Sus palabras se esparcieron por todos los lugares en los que los musulmanes luchaban. Y así, un loco convenció a los jóvenes de que quitarse la vida haciendo explotar un autobús o un restaurante era servir a Dios.
—Y de ahí al 11 de septiembre —dijo Cali.
—Y Madrid, Londres, Indonesia, Pakistán, Irak, y la lista sigue y sigue —Ahmad tiró su cigarrillo amargamente—. Aunque los chiítas y los sunitas siempre han tenido una relación difícil no siempre ha sido como es hoy en día. Ahora es aceptable que un sunita lleve una gran cantidad de explosivos para entrar en una mezquita chiíta y volarse a sí mismo. Jomeini ha desatado una salvaje guerra sangrienta que ha dividido al Islam para luchar contra su vecino.
—¿Y no hay forma de detener todo esto?
—No hasta que haya un clérigo lo suficientemente poderoso como para desacreditar las palabras de Jomeini y hacer que el suicidio sea pecado de nuevo. No puedo enfatizar la importancia que han tenido sus acciones y cómo han dañado nuestra fe. Y me temo que la invasión de vuestro país en Irak no ha mejorado las cosas. Levantó una mano cuando vio la rabia en los ojos de Cali. No digo que Hussein no fuera un tirano y que mereciera seguir en el poder. En el momento de la invasión, Francia y Rusia querían terminar el embargo y estoy seguro de que los iraquíes hubieran obtenido las armas nucleares que tan desesperadamente querían. No, la invasión era un paso necesario en el alcance de los sucesos mundiales, pero eso no significa que no haya empeorado las cosas.
De repente, Mercer recordó las primeras palabras de Ahmad.
—Dijiste que Estambul, Ankara o Baku eran objetivos de Feines y del plutonio, ¿por qué?
—Has estado atendiendo a lo que decía. Muy bien —dijo Ahmad como si estuviera elogiando a un alumno desobediente al que hubiese reñido antes—. Imagino que habéis estado trabajando con la creencia equivocada de que Al-Qaeda está financiando a Poli Feines y que quieren contaminar alguna ciudad americana utilizando el plutonio y luego esparcir más terror en el mundo. Éste no es el caso. No existe el terrorismo sólo por hacer terrorismo. Cada acto tiene un objetivo en concreto.
—Como sacar a Estados Unidos de Irak o a Israel del lado de Occidente —interrumpió Cali.
—No del todo —dijo Ahmad—. Esos son objetivos claros, sí, pero lo que finalmente quieren los que organizan estos atentados suicidas es el poder que hay tras esas retiradas. La pobre alma que se vuela a sí mismo al lado de una comisaría de policía cree que lucha por la liberación de su pueblo. Los que le dieron el arma simplemente lo están usando como herramienta para sus ambiciones políticas. Quieren gobernar a la familia de ese hombre.
Esto siempre es cierto. Los hombres que llevaron a cabo los atentados de Londres y Madrid querían obligar a que los intereses de Occidente y Estados Unidos salieran de Irak, a pesar de que los bombarderos ni si quiera eran iraquíes. Eran los hombres que estaban tras ellos los que querían esas cosas. Los hombres que se suicidan sólo quieren ir al paraíso. Desafortunadamente, vuestros medios de comunicación se centran en los soldados y prestan muy poca atención a los generales.
Mercer vio un defecto en la lógica de Ahmad.
—Si eso fuera cierto, ¿quién quiere a Osama bin Laden gobernando, si fue él quien planeó el 11 de septiembre?
—Planeó —estuvo de acuerdo Ahmad—. ¿Pero lo pagó él?
—El tipo tiene unos cuantos millones. Seguro que lo pagó.
—Ah, ¿pero de dónde obtiene el dinero?
—Creía que su padre era un contratista rico o algo así en Arabia Saudí.
El catedrático Ahmad no dijo nada, esperando a que Mercer cayera en la cuenta, sabiendo que encontraría la conexión.
—¿Estás diciendo que los saudíes pagaron por los ataques? No hay pruebas de que estuvieran involucrados aparte del hecho de que la mayoría de los suicidas eran ciudadanos saudíes.
—¿Y eso no es suficiente? —dijo Ahmad.
—Por tu manera de pensar, el Gobierno de los Estados Unidos estaría detrás de lo sucedido en Oklahoma sólo porque Timothy Me Veigh era americano. No lo entiendo.
—Quizás me he excedido —concedió Ahmad—. Sin embargo, hay bandos del gobierno saudí a los que les gustaría, más que nada, ver mal a Estados Unidos. Y ahora han seleccionado a alguien que puede ayudarles a llevar a cabo sus planes. Antes era bin Laden. Ahora le están pagando a Poli Feines para hacer el trabajo sucio. El hombre más involucrado en esto es el representante de Arabia Saudí en la OPEP y que actualmente trabaja con la ONU en Nueva York, Mohammad bin Al-Salibi.
En el silencio que siguió a esta declaración, Cali y Mercer intercambiaron una mirada. Esto no era lo que ellos habían esperado. Aparte de exportar fanáticos por todo el globo terráqueo, Arabia Saudí nunca había amenazado a sus vecinos. Ibriham Ahmad estaba diciendo que eran los responsables de los mayores ataques terroristas de la historia y que ahora querían utilizar bombas nucleares contra sus vecinos.
—Y para que comprendáis la culpabilidad que los janisarios tenemos en todo esto —añadió Ahmad—, la bisabuela de Salibi fue la mujer que le robó el corazón a mi mentor. Imagino que ella le contó a Salibi todo sobre la Alquitara y su aterrador potencial.
A Mercer eso no podía dejar de preocuparle. Todavía estaba intentando comprender por qué alguien de Arabia Saudí perpetraría un acto así.
—No lo entiendo —dijo un momento después—. ¿Por qué?
—Piense como Jomeini pensaba —dijo Ahmad, queriendo que Mercer llegara por sí solo a la conclusión correcta—. Esto es la guerra doctor Mercer, y toda guerra es a causa del poder. Sea más cínico de lo que lo es normalmente.
—Petróleo —dijo Cali—. El petróleo del Caspio.
—Lo siento Mercer, pero la señorita Mercer es ahora la primera de la clase.
Ella se giró hacia Mercer.
—Estuvimos hablando sobre eso en tu casa. Sobre cómo la única manera de acabar con el fundamentalismo era hacer que el petróleo quedase obsoleto. Bueno, mientras siga siendo nuestra principal fuente de petróleo, el gobierno saudí seguirá actuando así. Si empezamos a obtener crudo del mar Caspio entonces estarán marginados.
—Ya hay dos grandes oleoductos en funcionamiento, uno hacia el puerto marítimo ruso del mar Negro en Novorossysk y otro que transportará un millón de barriles al año a la ciudad turca de Ceyhan en el Mediterráneo —dijo Ahmad.
—¿Las órdenes de Poli son eliminar la infraestructura petrolífera del Caspio? —preguntó Mercer, y después empezó a responderse a sí mismo—. No funcionaría ni aun con mucho más plutonio en sus manos. No soy un geólogo especialista en petróleo, pero he visto fotos de Baku. Sólo la infraestructura de esa ciudad es enorme.
—No estás siendo lo suficientemente cínico. No necesitas destruir esas cosas que has mencionado. Lo único que hay que hacer es introducir bombardeos suicidas en algunas localidades clave y tener clérigos en el lugar para irritar a los creyentes. En poco tiempo habrá docenas o cientos de mártires dispuestos a matarse, creyendo que luchan en una guerra santa contra el cristianismo cuando lo que en realidad hacen es preservar los intereses petroleros de Arabia Saudí. En unos pocos meses el petróleo del Caspio se reducirá y Arabia Saudí y el resto de la OPEP estarán seguros.
—¿Tienen clérigos en lugares así?
—Los he escuchado en las mezquitas de Baku, Estambul, Ankara y Groznyy, donde los chechenios ya están utilizando bombarderos suicidas para sus propios propósitos.
—¿Qué demonios está pasando en este mundo? —dijo Mercer retóricamente, viendo la lógica tras el plan.
—Eso es lo que yo me pregunto a menudo —replicó tristemente Ahmad—, y una pregunta que todavía es más difícil de responder es ¿qué es lo que sigue bien en el mundo?
Mercer nunca caería en esa trampa. Se había pasado su vida buscando lo bueno entre el caos. La imagen que estaría con él más tiempo de su reciente visita a África no serían la miseria y el derramamiento de sangre. Lo que recordaría sería al refugiado que le había dado un tomate por salvar a su familia, un acto de amistad que siempre albergaría en la memoria.
Era demasiado fácil ceder al odio y al dolor. Se había visto adormecido por la muerte de Tisa, apresado en el dolor de su propia pérdida, pero ahora se daba cuenta de que estaba permitiendo que ese dolor le convirtiera en alguien que no era. Sí, lamentaría su muerte el resto de su vida, pero eso no era permitir que su fallecimiento lo envenenara.
Harry White se lo había intentado decir continuamente. Llorar la muerte de alguien no tiene que ver con cómo la muerte de esa persona te hace sentir. Tiene que ver con lo que su vida te hacía sentir y con cómo sigues adelante con esos recuerdos. La elección es tuya.
—Vamos a detenerlos. El tono de voz de Mercer era inflexible, y estaba respaldado por el sentido de la confianza que acababa de descubrir que no había perdido.
Cali notó la diferencia y lo miró intensamente. Se acarició los brazos pues tenía la piel de gallina.
—Mi misión como janisario es proteger la Alquitara de Skenderbeg —dijo Ahmad solemnemente—. Más allá de eso no tengo ninguna responsabilidad. Si Feines intenta localizarla directamente, actuaremos. Sin embargo, el plutonio y lo que haga con él no nos importa.
—¿Qué hay de tus responsabilidades como ser humano, por Dios?
—Por él yo no hago nada, señorita Stowe. He dedicado mi vida a proteger a la gente de este planeta de un arma de destrucción como todos los hombres que han venido antes que yo. Creo que ya es bastante pedir.
—¡Mierda! —Mercer estaba casi chillando.
De nuevo, Ahmad enarcó las cejas, con una media sonrisa bajo el bigote.
Mercer siguió, enfadado.
—Nos has estado dando las suficientes pistas como para abrirnos el apetito y hacernos seguir. Querías que estuviéramos involucrados en esto porque necesitabas nuestra ayuda. No podríais haber hecho el trabajo de rescate en Nueva York, pero prácticamente nos llevaste a eso al darnos la cantimplora en África.
La boca y los ojos de Ahmad se abrieron de par en par.
—¿Cómo lo has sabido?
—Por dos razones. En primer lugar, porque la mujer que me la dio no parecía muy segura. Incluso se le resbaló de las manos. Una cantimplora como ésa le habría sido muy familiar ya que probablemente era su trabajo buscar agua, pero actuaba como si nunca la hubiera visto. Y segundo, porque no sé cómo la tela podría haber sobrevivido 70 años en la selva. Se la diste a la mujer antes de que entrásemos en el pueblo pues sabías que íbamos a ir.
Cali estaba tan sorprendida por las deducciones de Mercer como Ahmad.
—Espera, Mercer, ¿cómo iba a saber él que estaríamos en el pueblo?
—¿Recuerdas cuando te dije que estaba allí por orden de la ONU buscando un depósito mineral que sabía que no estaría allí? Estaba todo planeado desde el principio. ¿Cómo se llama? Adam Burke, el representante de la ONU que me pidió que fuera, quería que encontrase la mina de plutonio. Miró de nuevo al catedrático Ahmad.
—Me imagino que lo conoces.
—Está destrozando su nombre —dijo Ahmad—. No es Adam Burke. Es Ah-dham Berk con erre muda. Fue estudiante mío hace 15 años.
Mercer nunca había conocido al hombre en persona, sólo había hablado un par de veces con él por teléfono y no le había notado ningún acento extranjero. Nunca habría adivinado que Berk, con erre muda, era turco. Parecía más americano que el propio Mercer.
—Sí, yo lo planeé. Ahmad parecía de repente muy cansado, pero también aliviado de que se supiera la verdad. Tiene usted un talento y contactos únicos que nadie de los janisarios tiene. Y usted, señorita Stowe, odio tener que decirle que es tan víctima de mis maquinaciones como el doctor Mercer.
—¿Qué? —gritó.
—¿Quién cree que hizo que tuviera la información de la elevada tasa de cáncer del pueblo? Puede que no haya tenido tiempo de hablar mucho con él, pero quizás reconozca la voz de mi alumno Devrin cuando vuelva con nuestro vehículo. Fue él quien llamó diciendo que era un archivista del Centro de Control de Enfermedades.
—¿Qué habría pasado si Cali y yo no nos hubiésemos conocido? —preguntó Mercer.
—Era inevitable —rechazó Ibriham.
—No lo era —respondió Cali—. Yo hubiera seguido sola si algún niño estúpido no hubiera usado mi furgón como objetivo para practicar el tiro —Ahmad la miró con paciencia y sufrimiento—. ¿Fuiste tú?
Él asintió.
—¿Y si yo me hubiera negado a ayudarla?
—Querido doctor, no fue usted elegido al azar, se lo aseguro. Ninguno de los dos lo fue. ¿Realmente se cuestionó usted si ayudarla o no? Por supuesto que no. No se habría negado a ayudarla menos de lo que empujaría a una ancianita a un paso de peatones. Su responsabilidad es una de sus grandes cualidades.
—Dios —murmuró Mercer mientras se pasaba las manos por su grueso cabello—. Le habían tomado por un tonto durante todo este tiempo, había estado siguiendo alegremente las pistas que Ahmad le iba dejando. Lo había llamado responsabilidad. Mercer lo veía como previsibilidad—. Y, ¿qué demonios pasó en la aldea? —su tono era acusador—. Dejasteis que Dayce y Feines mataran a esa pobre gente.
Una sombra de culpabilidad cruzó el rostro de Ahmad.
—Después de todo lo que habíamos planeado, ¿me creeríais si os dijera que se nos pinchó una rueda? Nos retrasamos en la carretera de Kivu cuando os seguíamos y llegamos cuando ya había terminado todo.
—¿Y qué hay de la pobre Serena Ballard? —dijo Cali—. ¿También se os pinchó una rueda en Nueva Jersey?
—La señorita Ballard se pasó un día asustada en el hotel Philadelphia siendo vigilada, así que Poli no pudo obtener información de ella. La puesta en escena de su casa se hizo utilizando sangre de mis hombres. Ahora está en casa de nuevo, algo más que confusa, pero necesitaba alertaros de que Poli Feines estaba al tanto de que habíais ido a Atlantic City. No me di cuenta de que llegaría tan rápido a vuestro hotel.
Mercer y Cali intercambiaron una mirada de alivio. Ambos la apreciaban y su muerte les había parecido especialmente dura y el hecho de pensar que sus últimos momentos de vida los había pasado siendo torturada por Feines se les hacía insoportable.
Un camión subió por la carretera de acceso a la mina, un modelo más nuevo del UAZ de cuatro ruedas que Poli Feines había traído al viejo almacén de armas. El joven Devrin estaba al volante. Antes de frenar junto donde Mercer y Cali habían estado hablando con Ibriham, abrió la puerta y empezó a hablarle rápidamente en turco a su profesor. Llevaba un teléfono móvil y por su cara pálida y el tono de rabia contenida en su voz supieron que no eran buenas noticias.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó Mercer mientras se le revolvían las tripas.
—Es demasiado tarde.