Arlington, Virginia
Uno
AMERCER le pareció que el bloque de casas de ladrillo era el último resquicio de lo que había sido un barrio residencial encantador. Arlington había crecido en la última década, desde que él comprara la casa de tres pisos. Ahora, la mayoría eran edificios de apartamentos anónimos, altas fincas y edificios de oficinas, con centros comerciales y unos cuantos hipermercados completaban la extensión.
En la calle de Mercer, los edificios alineados eran idénticos: estructuras de piedra roja con revestidas entradas, ventanas estrechas y la sombra de los árboles a lo largo de la acera. Había poco tráfico excepto en horas punta y no era inusual ver que las madres permitían a los hijos jugar en la calle. Era como si el tiempo no hubiera pasado en 60 años por esa calle.
Normalmente, Mercer sentía una oleada de calor al entrar en su casa. Era dueño de todo el edificio, y había remodelado el lugar para que un atrio despejase la tercera planta y una escalera de caracol bajase hasta el suelo. En la segunda planta, había una biblioteca, dos habitaciones vacías y un cuarto con un mueble bar de caoba con cinco taburetes, que hacía juego con las paredes de madera y los esnobs muebles de piel. Era un espacio que pretendía evocar un club de caballeros del siglo XXI y excepto por el televisor de plasma y el frigorífico de los años cincuenta que había tras el bar, el efecto estaba logrado. El dormitorio principal ocupaba toda la tercera planta. Bañado por un par de tragaluces, su dormitorio era más grande que la mayoría de los apartamentos de Arlington y el baño de mármol era el único que conocía que tuviese un bidé detrás del váter.
Cruzó la puerta y se dirigió directo a su oficina en la planta baja. No tenía ninguna sensación de haber regresado a un hogar, sólo sentía la rabia que le había acompañado desde que viera a Cali subir en el coche del Gobierno. No se había permitido especular hasta no estar seguro. Ahora que hacía poco que lo sabía, toda clase de situaciones posibles se reproducían en su mente. Ninguna de ellas era demasiado buena.
Cogió el teléfono de su mesa y marcó el número de información. Escuchó la voz de una mujer y estuvo a punto de preguntar por el número del CCE en Atlanta cuando se dio cuenta de que algo no encajaba. Escuchó la voz atentamente.
—Dios Harry, eres tan grande. No sé si Chantelle y yo podremos contigo, pero queremos intentarlo. Sólo tienes que prometer que serás tierno. «¿Qué demonios…?», pensó Mercer.
—Ya sabes que todavía somos vírgenes las dos, Harry. Ésta será nuestra primera vez.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Mercer. Antes de que la mujer pudiera responder, Mercer oyó el sonido de un ronquido a través de la línea—. Hijo de puta —murmuró, al tiempo que colgaba el teléfono.
Dejó su bolsa de viaje en la mesa y subió por la escalera de caracol hasta el segundo piso. Justo lo que pensaba. Harry White estaba repanchingado en uno de los sofás, el teléfono inalámbrico descansando en su pecho, subiendo y bajando al ritmo de los ronquidos. La mesita de café que había al lado estaba cubierta con tantas marcas de vasos altos que parecía como si hubiese sido envuelta por un calamar. El cenicero de cristal estaba rebosante. Harry llevaba unos pantalones desgastados, una camisa blanca demasiado planchada hecha de algún material sintético indestructible, calcetines oscuros y zapatillas. Su ubicua cazadora azul estaba colgada de uno de los taburetes del bar, la correa de un perro salía de uno de los bolsillos.
En el sofá opuesto, exactamente en la misma posición, estaba el perro de Harry. El obeso perro basset estaba tumbado sobre su espalda, de modo que su barriga caía cual avalancha de grasa. Mientras que una de sus orejas casi tocaba el suelo, la otra estaba esparcida por la piel del sofá como una servilleta raída. El perro abrió un ojo inyectado de sangre, vio a Mercer e intentó sacudir la cola. El esfuerzo debió de ser demasiado grande, ya que volvió a dormirse, roncando sólo un poco más flojo que su dueño.
—¿Et tu, Drag? —le dijo Mercer al chucho.
Cogió el teléfono inalámbrico del pecho de Harry y dio un golpecito en el hombro al viejo profesor. Éste dio un sobresaltado gruñido y abrió los ojos de golpe.
—¿Sexo por teléfono Harry? A tu edad sólo se te pone dura los años bisiestos y tú la desperdicias en sexo telefónico.
El anciano se pasó la lengua por la boca y se asqueó de lo que encontró.
—Hola, Mercer —dijo Harry—, no la estaba desperdiciando. Sólo quería ver de qué iba.
—Dado que estabas dormido veo que ha funcionado a las mil maravillas. ¿Cuánto tiempo has estado al teléfono?
Harry miró su reloj, su arrugada cara se tensó mientras se concentraba.
—Mierda, son las cuatro y media. Eh, tengo que irme. Le dije a Tiny que estaría sobre esta hora.
—¿Cuánto rato, Harry?
—No estoy seguro. Creo que me he dormido a eso de las tres y media.
—¿Dos pavos el minuto?
Harry apartó la mirada, no porque estuviera avergonzado por lo que había estado haciendo, sino porque lo habían pillado.
—Creo que dijeron algo sobre cuatro dólares, pero no puedo asegurártelo.
Algunas amistades se crean a lo largo de los años, algunas son meras conveniencias por el trabajo o por el vecindario. Algunas no tienen explicación. Harry White estaba a punto de cumplir los 81 años, más del doble de la edad de Mercer, y aun así habían sido amigos desde el momento en el que se conocieron en un antro llamado Tiny's al fondo de la calle. Algunos de los que los conocían pensaban que Mercer veía en el octogenario una figura paterna, ya que él perdió a sus padres siendo aún joven. Otros pensaban que Mercer ayudaba al viejo Harry como un acto de caridad. Ninguna de las dos explicaciones se acercaba a la realidad. Mercer había analizado su relación un par de veces y lo mejor que había podido sacar de todo aquello era que ambos eran la misma persona, sólo que separados por unas décadas.
Harry White había luchado por su nación durante la Segunda Guerra Mundial y nunca se había molestado en obtener los beneficios de ser veterano, ya que él había servido por obligación moral y no quería nada a cambio de su prestación. Él lo daba todo y a cambio sólo pedía lealtad. Sabía a ciencia cierta que no importa cuán borrosa sea la línea entre el bien y el mal, siempre hay un umbral que no puede cruzarse. Creía que las acciones y las palabras eran igual de importantes y que un favor que se pedía era un favor concedido. Personificaba lo que era ser parte de la gran generación.
Sin ser consciente de ello, Mercer se había impuesto los valores que se seguían en aquellos días y se guiaba por un código similar. Así que, de hecho, Mercer y Harry pertenecían a la misma generación, a una generación de hombres que habían conocido la depravación en su juventud, que habían sobrevivido al combate, que aún añoraban a los amigos y que creían en la rectitud de sus actos.
De pronto, Harry se indignó.
—A todo esto, se suponía que no volverías a casa hasta finales de mes.
Mercer se deslizó alrededor del bar y se puso un gin-tonic utilizando zumo de lima Jamaica Gold y Ketel One. A Harry le puso un Jack Daniels con ginger ale, añadiéndole el jengibre necesario para que el whisky hormigueara.
—Es bueno saber que te preocupas, bastardo. La República Centroafricana está sumergida en una guerra civil, o ¿es que no lees los periódicos?
—Te he robado el periódico cada día desde que te marchaste.
Harry encontró su lugar habitual en el bar y dio un buen trago antes de encender un Chesterfield, sus ojos azules desaparecían entre las arrugas mientras parpadeaba para apartar el humo.
—Pero si no es un titular o algo de la página de los crucigramas no le presto atención. ¿Todo bien? Quiero decir, ¿no te ha pasado nada malo verdad?
Antes de que Mercer contara su historia, cogió el teléfono inalámbrico del sillón. Drag se quejaba en sueños. En los meses posteriores a que Harry encontrara al basset ladrando a los contenedores que había tras Tiny's para tratar de obtener comida, él y Mercer habían llegado a la conclusión de que el perro no soñaba con conejos. Quizás los caracoles o los perezosos con artritis eran más de su velocidad. Mercer marcó el número de información y obtuvo el número del CCE en Atlanta.
Después de lidiar con un contestador automático bizantino, Mercer consiguió que le atendiera un operador y que le remitieran a la oficina de personal.
—Recursos Humanos, John al habla. ¿En qué puedo ayudarle?
—Hola, John, me llamo Harry White —mintió—. Acabo de volver de África y creo que la línea aérea me ha dado una maleta que pertenece a uno de los suyos.
—El nombre —a Mercer le parecía que John hablaba como un sistema automático.
—Stowe, Cali Stowe —Mercer lo deletreó.
—No tenemos a nadie, oh, espere —eso era, la pausa que Mercer había temido escuchar—, eh, sí. Déjeme que le pase al señor Lawler.
—Eso no será necesa… —pero John ya había pasado la llamada.
Instantes después, lo atendió una voz cautelosa.
—Soy Bill Lawler. Me parece que pregunta usted por Cali Stowe.
—No, señor Lawler. Sólo quiero asegurarme de que si le mando una maleta que la línea aérea ha dejado equivocadamente en mi casa, ella la recibirá. Mencionó que trabajaba para el CCE cuando la conocí hoy en el vuelo.
—Ah, sí, ella trabaja aquí. ¿Dice que estaba viajando en avión hoy? ¿Puedo preguntarle de dónde venía?
—Así que trabaja allí. Genial. Le enviaré la maleta mañana a primera hora. Muchas gracias —Mercer cortó la conversación antes de que Lawler pudiera preguntarle nada más.
—¿De qué demonios iba todo eso? —Harry ladeó una de sus pobladas cejas—, y más importante, si encuentro la maleta ¿puedo cotillear su ropa interior?
—No existe tal maleta —replicó Mercer frustrado y exhausto—, conocí a Cali Stowe en África. Me dijo que trabajaba para el CCE pero cuando ella y yo nos separamos en el aeropuerto JFK la vi subiendo a un coche del Gobierno.
—¿Y?
—Y la persona del CCE con la que acabo de hablar parecía muy interesado en saber por qué preguntaba por ella. Creo que los utiliza para tapar algo más. El nombre de Cali aparece en el ordenador, pero el sistema se cae cuando se intenta obtener información sobre ella.
Harry dejó el cigarro en el cenicero y apuró lo que le quedaba de bebida. Habló mientras Mercer hurgaba en un cajón que había tras el bar.
—¿Alguna sospecha sobre quién le paga el sueldo?
—Docenas de sospechas, pero ninguna pista. Mercer encontró una chincheta azul y colocó justo en el punto en el que se encontraba la República Centroafricana en un mapa que había tras el bar, y añadió otra más al denso bosque de chinchetas que llenaba el gráfico enmarcado. Habría otras 80 chinchetas de colores de los lugares a los que Mercer había viajado, ya fuera por trabajo o por placer. Había una docena de ellas de color claro, que mostraban lugares en los que Mercer se había visto envuelto en acciones secretas. Sus ojos permanecieron fijos en una chincheta transparente clavada en la isla de La Palma, una de las Islas Canarias. Era todo lo que le quedaba de Tisa.
Harry notó cómo la tensión crecía en el cuello de Mercer y vio la sombra que tapaba sus ojos gris oscuro cuando apartó la vista del mapa.
—Te has sentido atraído por ella.
—Era atractiva —admitió Mercer.
—No esquives la pregunta. Eso no es lo que yo te he preguntado.
No importaba cuánto Mercer tratara de evitar el tema, sabía que su amigo no iba a dejarle.
—Sí, me he sentido atraído hacia ella.
—Es la primera desde Tisa y te sientes culpable por ello.
—Sí.
—Seis meses pueden ser una eternidad o un suspiro. Sé cómo te sientes, pero te diré que sentirse atraído por otra mujer no es malo. No sé si te das cuenta, pero desde que Tisa murió has llegado a un nivel al que la mayoría de los hombres casados ni siquiera llegan. Los hombres encuentran mujeres atractivas todos los malditos días y puedes estar seguro de que ni uno solo de ellos se siente culpable en absoluto. Pero tú, tú lo ves como si fuera el mayor acto de traición. Eso no es estar de luto, Mercer, eso es castigarse a uno mismo.
—¿Y si no puedo evitarlo?
—En el pasado siempre encontrabas la manera.
—¿Qué quieres decir?
Harry encendió otro cigarro, mientras ponía en orden sus pensamientos. Te castigas cada vez que algo va mal en tu vida. Te culpas a ti mismo sea de verdad tu culpa o no. La mayoría de la gente no se responsabiliza de las cosas cuando la caga y tú lo haces incluso cuando la culpa no es tuya. Esto no es un defecto, o quizás lo es, pero no uno que sea malo tener, excepto cada vez que hace que pierdas el norte y que te cueste más reconciliarte con lo que haya pasado. Han pasado seis meses desde que perdiste a Lisa y no estás en absoluto cerca de superarlo.
Mercer estalló de rabia.
—Yo nunca la olvidaré.
—No a ella, imbécil, a su muerte. No has superado su muerte. Ahí está la diferencia y es quizás ahí donde estás atascado.
—¿A qué te refieres?
—Me apuesto lo que quieras a que revives su muerte todos los días, pero no haces lo mismo con su vida —Mercer no lo negó, así que Harry continuó—. La has convertido en un símbolo del fracaso, una memoria en la que descargar toda la culpabilidad que sientes. No celebras el tiempo que pasaste con ella y eso no es muy justo. Para ella, quiero decir.
Mercer se conmovió por lo que Harry acababa de decir. De golpe se dio cuenta de que era verdad. La memoria de Tisa se había convertido en una herida que se reabría para que él pudiera deleitarse con la culpabilidad que estaba seguro de merecer. Eso no era llorar la muerte de alguien. Eso era flagelarse y, de hecho, estaría un poco enfermo si así fuera. Había hecho de su muerte algo suyo y con eso había reducido la vida de ella a algo con lo que culparse a sí mismo.
—¿Y cómo le doy sentido a mi vida de nuevo?
Harry se apoyó en el taburete y echó el humo por la nariz.
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa yo? Es tu vida. Pídele una cita a la tal Cali. O pásate un fin de semana en un complejo turístico a ver cómo se pasean los bomboncitos.
Hacía años que Mercer no iba a la playa y no podía imaginarse a sí mismo sentado mirando lascivamente cuerpos bien torneados cubiertos por bikinis diminutos, y la perspectiva de tener una cita con Cali no le hacía tanta ilusión ahora que sabía quién era y para quién trabajaba realmente. Eso le recordó que tenía que contactar con el almirante Lasko. Marcó el número del móvil de Ira, ignorando que la luz roja indicaba que la batería del inalámbrico estaba a punto de agotarse.
—Que estés de vuelta tan pronto no pueden ser buenas noticias —le saludó Lasko, que tenía identificador de llamadas.
Ira Lasko había sido submarinista y luego lo habían trasladado a la Inteligencia Naval. John Kleinschmidt, el asesor de Seguridad Nacional del Presidente, lo había reclutado poco después de su retirada de la Marina para que trabajase para la Casa Blanca. Lasko poseía una mente que podía pensar en tácticas y estrategias e intuitivamente comprender la unión entre ambas. Su estatura estaba un poco por debajo de la media y era más bien delgado, pero lo compensaba sobradamente con una voz autoritaria, energía ilimitada y una actitud beligerante que hacía juego con su cabeza rapada.
—No y no —respondió Mercer—, no encontré coltán. Llamaré a Burke de la ONU mañana y luego le enviaré por fax un informe a finales de semana. El segundo no es porque encontré otra cosa que no creo que traiga buenas noticias.
—¿Quieres que nos veamos?
—Creo que deberíamos. Hay un par de cosas que deben ser analizadas.
—Tengo que estar en la oficina hasta las ocho. Nos veremos en el restaurante tailandés que tanto me gusta cerca del centro comercial del Pentágono.
—A las ocho y media en Loong Chat. De acuerdo.
Después de algunas de las bazofias que Mercer había estado comiendo en las últimas semanas, la idea de tomar comida tailandesa le revolvía el estómago. Se comería un sándwich antes de la reunión.
—Me voy —anunció Harry—, Drag, levántate.
El perro ni siquiera levantó una pestaña.
—Drag, levántate. Es la hora de pasear.
El perro se volvió, apartándose de Harry y desde lo más profundo de su pecho gruñó molesto.
Harry se dirigió hacia él, acompañando con las manos su pierna derecha protésica, que siempre le molestaba cuando dormía con ella puesta. Sacudió al perro, haciendo que se crearan ondas de grasa bajo su suelta piel. Finalmente Drag se levantó, sus patas apenas parecían capaces de hacer que su barriga no tocara la piel del sofá. Consiguió menear una vez la cola antes de que se hundiera como un globo desinflado.
Harry le ató la correa al collar y, como su nombre quería decir en inglés, lo arrastró [2] desde el sofá hacia la librería y después por las escaleras. Mercer sonrió mientras escuchaba a Harry tirar del recalcitrante perro por las baldosas del recibidor de la entrada.
—Si terminas con Ira antes de medianoche estaré en Tiny's —gritó escaleras arriba Harry.
—No creo.
—De acuerdo, entonces te veré mañana.
Ira ya estaba en la mesa cuando Mercer entró en el moderno restaurante tailandés. Un trío de mujeres que bebían Cosmopolitans en el bar observaron entrar a Mercer, que llevaba una bolsa de gimnasio que nunca había usado. No las vio, pero localizó a Ira al fondo del restaurante. Ira ya tenía unas bebidas esperando en la mesa, se había quitado la chaqueta del traje y se había aflojado el nudo de la corbata, pero no podía ocultar 30 años de servicio en el ejército. Estaba muy tieso y con los dedos entrelazados, sus ojos nunca descansaban.
—Pareces agotado —dijo el subasesor de seguridad nacional a modo de saludo. No se molestaron en darse las manos.
—Tienes ojo para ver las cosas obvias. Las últimas semanas y especialmente los últimos cinco días son algo que preferiría olvidar.
—Se suponía que esto era un jaque mate: ibas allí, encontrabas algunos minerales para hacer rica a la República Centroafricana, la ONU quedaba bien y un poquito de eso se nos pegaba a nosotros.
—El problema es que los minerales no estaban ahí, lo que yo siempre había sospechado, y sea lo que sea que vaya a hacer rica a la República Centroafricana siempre terminará en los bolsillos de los líderes militares.
—Leí algo sobre alguien que venía de Sudán.
—Caribe Dayce. Un tipo encantador. Todo músculo. Está muerto —Ira no pareció sorprendido con la explicación de Mercer—. ¿Tú?
—Ojalá.
Un camarero se acercó a tomarles nota. Mercer no pidió nada. El sándwich que había tomado antes todavía pesaba como una piedra en su estómago. Ira pidió comida suficiente para dos personas. Mercer continuó mientras el joven asiático se alejaba.
—La verdad es que Dayce iba a hacer que nos fusilaran a mí y a una mujer llamada Cali Stowe cuando este grupo de… —Mercer no estaba seguro de cómo llamar a sus rescatadores—, salieron de la nada y dispararon a todos los hombres de Dayce.
—¿Locales? ¿Tropas de pacificación?
—Ninguna de esas cosas. No sé quiénes eran. Simplemente salieron de la nada, hicieron lo que habían venido a hacer y me dijeron que no volviera nunca más.
—¿Quién es Cali Stowe? —Ira rara vez hacía comentarios antes de escuchar todos los hechos.
—Esa es una de las cosas que quiero que averigües. Decía que trabajaba para el CCE, pero cuando llamé tuve la impresión de que los usaba de tapadera. Y cuando nos separamos en el aeropuerto Kennedy la vi subir a un coche del Gobierno. Si la manda el tío Sam quiero saber cómo es que estaba en el mismo lugar que yo.
—Puedo hacer unas cuantas llamadas. ¿Algo más?
Mercer sacó la cantimplora de Chester Bowie de la bolsa del gimnasio y la dejó encima de la mesa. Y, entonces, sacó también la bala deforme de su bolsillo. El cobre brillaba en la suave luz del restaurante.
—Me gustaría que un experto mirara estas cosas. Especialmente la bala.
A Mercer le costó casi media hora contarle la historia que les había relatado la anciana y todo lo que había sucedido desde el momento en el que Cali se acercó a él en Kivu. Ira tomó unas cuantas notas en una servilleta.
—Mercenario blanco. Parche en el ojo. Pauly o Poli. Acento de Europa del Este. Lo tengo —el almirante dejó el bolígrafo a un lado y apartó los platos vacíos—. ¿Tú qué piensas?
—Primero pensaba que la aldea era el lugar del cual los americanos habían sacado el uranio para el Proyecto Manhattan, pero no puedo creer que mataran a los testigos.
—En eso estoy de acuerdo. Pero, ¿a dónde nos lleva eso?
—Tuvieron que ser los alemanes —respondió Mercer rápidamente—. Tenían un programa nuclear muy sofisticado durante la guerra. De alguna manera descubrieron algo sobre concentraciones de uranio y enviaron una expedición a buscarlo.
—¿Y Chester Bowie?
—Sólo es una idea, pero quizás él fue el explorador que los alemanes usaron para encontrar el uranio. Por lo que la mujer me dijo, sólo pasaron unas cuantas semanas o meses desde que él se fue hasta que llegaron los otros hombres blancos. Si hablaba con los altos cargos nazis, eso es lo que tardarían en preparar un equipo y mandarlos para allí.
—¿Así que es un traidor que ayudó a los nazis en la Segunda Guerra Mundial?
—Posiblemente. O quizás lo coaccionaron o no sabía quién respaldaba su expedición. Eso es lo que quiero descubrir.
—¿Cómo?
Escribí su nombre en un buscador y me salieron unos 100.000 resultados. Universidad del Estado de Bowie; Bowie; Maryland; Jim Bowie; Bowie Knives. Pero sé una manera mejor de encontrarlo.
—De acuerdo, ocúpate tú de eso. ¿Qué hay de la aldea en estos momentos? ¿La vieja mina aún es peligrosa? Quiero decir ¿podría ir alguien ahora a escarbar uranio concentrado?
—Lo dudo. Parecía que no quedaba nada. Quienquiera que excavara en la mina se lo llevó todo. Y desde hace tres días la aldea ya no existe. En mi informe para Adam Burke voy a recomendar que un equipo de la Agencia Internacional de Energía Atómica vaya allí cuando las cosas se calmen sólo para asegurarme.
—¿Con la muerte de Day ce no debería estar tranquilo ahora?
—Tardará unas pocas semanas o tal vez meses en apaciguarse la situación. Ahora que Dayce está fuera de juego habrá más de una docena de mezquinos líderes militares luchando para hacerse con el poder.
Ira permaneció callado durante un rato, mientras las arrugas de su frente se extendían hasta la coronilla de su afeitada cabeza.
—Pero, ¿cómo encontró Bowie el lugar?
Mercer se echó hacia atrás con una sonrisa en los labios. Sabía que Ira llegaría al misterio real de todo el asunto.
—Ésa es la pregunta que me incomoda desde que Cali y yo salimos de la República Centroafricana. El pueblo ni siquiera está en los mapas. La geología de la zona no parece conductiva para el uranio y aun así, hace 70 años este tipo entra en la selva y empieza a cavar como si hubiese una cruz en el suelo que dijese «excava aquí».
—¿Tienes alguna idea de cómo lo hizo?
—O bien era un gran geólogo o el mayor cabrón de la historia.
Ira le indicó al camarero que quería la cuenta y se puso de pie.
—Te llamaré en cuanto sepa algo.
—¿Qué partes de la historia debo ocultar en mi informe para la ONU?
Ira no tuvo que pensarlo.
—Tanto como puedas. Les hablé de ti como un favor hacia el Presidente. Eso no quiere decir que quiera que compartas secretos con ellos. De hecho, elimina la recomendación de enviar un grupo de la IAEA.
Habiendo visto un gran número de fracasos de la ONU en África y en otros lugares, a Mercer le pareció apropiada la decisión.
—Contactaré con Connie Van Burén del DOE —Constance Van Burén era la Secretaria de Energía, amiga de toda la vida de Mercer—. Veré si ella puede mandar sus propios inspectores.
—Yo esperaría también para hacer eso —respondió Ira—, investiguemos un poco por nuestra cuenta antes de contactar con ella. De todas formas has dicho que el sitio es demasiado peligroso ahora.
Ira Lasko también se había dado cuenta de que había elementos de lo que había pasado que no cuadraban. El almirante se detuvo un momento, observando a Mercer que estaba sacando una tarjeta de crédito del bolsillo.
—¿Qué piensas tú del grupo de hombres que acabaron con Dayce y los suyos?
—No pregunté cómo ni por qué, pero creo que sabían lo de la mina y estaban allí para evitar que Dayce la descubriera.
—¿Si ya no queda nada, como tú has dicho, qué sentido tiene eso?
Mercer no tenía respuesta para esa pregunta. Pero la encontraría.