Arlington, Virginia

Cinco

PARA cuando cogieron el vuelo que les llevaba desde Frankfurt al aeropuerto de Dulles, ya habían transcurrido treinta y seis agitadas horas desde que el ejército ruso recogió a Cali y a Mercer de la mina. Al no llevar ningún tipo de equipaje, salvo la bolsa de Jack Daniels que Mercer había adquirido en el duty free para su bar, salieron rápidamente del aeropuerto. Ira había enviado un coche gubernamental para trasladarlos de vuelta a casa. Le pidieron al conductor que parara primero en el apartamento de Cali. Los dos días trascurridos habían sido agotadores y la promesa de una relación que empezaba no podía superar dos cuerpos agotados.

Mercer la acompañó hasta la puerta y juntos comprobaron los acogedores dormitorios para asegurarse de que nadie había estado allí en su ausencia. Cuando se besaron bajo la luz de la entrada, Mercer se sentía como un adolescente en su primera cita. Fue el primer beso desde lo sucedido en la mina. Ya sin el traje de protección tan voluminoso, el cuerpo esbelto de Cali cabía a la perfección en los brazos de Mercer. Sus ojos estaban casi a la misma altura y ninguno de los dos los cerraba.

—¿Te veré mañana? —preguntó Cali.

—Y pasado también —prometió Mercer.

—Tengo que presentar un informe al NEST por la mañana; luego me cogeré un par de días de vacaciones.

—Y yo no tengo contratos planeados hasta dentro de dos semanas.

—Te veré a mediodía.

 

Los veinte minutos que duró el trayecto hasta la propiedad de Brownstone de Mercer trascurrieron en una nebulosa.

Cuando abrió la puerta, vio que las luces estaban encendidas y escuchó una voz. Por un momento, se puso muy tenso hasta que reconoció la risa tan particular de Harry White. Subió las escaleras de caracol hasta el bar; su rodilla iba mejor pero todavía se resentía. Al pasar por la biblioteca de la alcoba y por las puertas acristaladas, escuchó otra voz. Mercer soltó una carcajada y dijo:

—Booker Sykes, ¡No te acostumbres a beberte mis copas también!

Book y Harry estaban sentados en el bar con un par de copas y con un plato casi lleno de galletas saladas tipo pretzel. En la tele, estaban retransmitiendo un partido de béisbol que fijaba totalmente la atención de Drag, como si estuviera viéndolo en vivo.

Mercer le dio una palmada en el hombro a Booker.

—Ya sé que tu viaje fue un desastre. Lo siento. ¿Estáis todos bien, tus hombres…? ¿Cuándo regresasteis?

—Hace un par de horas —dijo Sykes—, y no nos pasa nada que un poco de hielo y un quiropráctico no puedan arreglar. ¿Qué diablos quieres decir con «desastre»?

—He hablado con el hombre que hizo estallar el obelisco.

—¡Mierda! Tío, eres muy pesimista —movió su botella de cerveza—. Échale un vistazo.

Mercer se dio la vuelta para ver de qué hablaba. En el suelo, justo detrás de los sofás se encontraban tres mochilas grandes. Mercer abrió rápidamente la más grande. Dentro, había un montón de piedras grises. No podía comprender lo que estaba viendo debido al cansancio de los dos últimos días.

Sacó una de las piedras de la mochila y la levantó. Se trataba de un trozo de granito nada especial del tamaño de un borrador de pizarra. Por una parte estaba un poco limada. Se acercó aún más para ver las marcas de las herramientas. Se quedó muy sorprendido, ya que no sería capaz de descifrarlo sin la ayuda de un experto. De todos modos, podía reconocer un cartucho egipcio y escritura jeroglífica.

—No estalló por los aires —explicó Booker—. Parece como si lo hubieran roto con martillos o con culatas de rifles. Rivers, Ciepliki y yo cargamos con todas las piezas que eran más grandes que una canica.

Mercer sonreía abiertamente como un tonto.

—Booker, tienes mi permiso para beber todas las copas que quieras —intentó levantar la mochila—. ¡Dios mío, esto debe de pesar 50 kilos!

—La que menos pesaba era la de 85 kilos según la compañía aérea que cobró un sobrepeso de 300 dólares. También ésa es la razón por la que mi espalda parece un signo de interrogación cuando estoy de pie.

Mercer se agachó para coger otra piedra más pequeña de la mochila. La sonrisa empezó a desparecer cuando se dio cuenta de que en sus manos tenía dos pedazos de puzzle tridimensional de más de dos metros de largo y de casi 300 kilos de peso. Iba a costarle meses volver a recomponer el obelisco; bueno, si conseguía hacerlo.

—Eh, Mercer, echa un vistazo detrás de la barra del bar —dijo Harry desde el taburete.

—¿Qué? —Mercer dijo con tono sorprendido.

Mercer volvió a dejar con cuidado los trozos de piedra en la mochila y se dirigió hacia la parte trasera de la barra de caoba. Nada parecía fuera de lugar.

—¿Para qué?

—Para nada. Sólo quería que me prepararas una copa.

—Idiota —Mercer frunció el ceño en un gesto de enfado al mismo tiempo que refrescaba el Jack Daniels y Ginger Ale de Harry y se preparaba un gin-tonic para él.

—¿Cómo diablos vamos a juntar esto otra vez?

—¡Tiene más piezas que Humpty Dumpty! —comentó Harry—. ¿Chicos nunca os habéis preguntado si los caballeros del rey pudieron juntar a Humpty de nuevo?

—No —Booker y Mercer respondieron al unísono.

—En serio —continuó Harry—, debe de haber alrededor de quinientas o seiscientas piezas y la mayoría de ellas son diminutas y casi todas iguales.

Mercer dijo:

—Mañana por la mañana llamaré a Ira, él podría conocer a alguien que pudiera recomponerlas. Seguro que hay algún tío forense por ahí que tenga experiencia en reconstruir huesos. A lo mejor, nos puede echar una mano —no sonaba muy optimista.

—¿Deberíamos decírselo? —Booker preguntó a Harry.

—Me llamó bastardo. Dejémoslo sufrir un rato más.

—¿Decirme qué?

Booker siguió mirando a Harry hasta que el octogenario levantó las manos.

—Lo dejo. Ve y díselo, simplemente, no eres nada divertido.

—Hablé con el almirante Lasko nada más aterrizamos. Hemos quedado mañana a las nueve de la mañana en el Centro de Vuelos Espaciales Goddard en Greenbelt, Maryland.

—¿Qué hay allí?

—Según lo que me ha dicho Ira, magia.

Greenbelt, en Maryland, era justo el camino contrario desde Arlington hasta la capital y costaba dos horas luchar para pasar por una carretera de circunvalación casi atascada para llegar a la salida. Afortunadamente, el Centro Goddard estaba a tres kilómetros de la 1-95 y Mercer dirigió con cuidado su Jaguar descapotable a la puerta principal cinco minutos antes de lo previsto. Al lado de la puerta, se encontraba el centro para las visitas públicas donde la NASA dejaba ver en un jardín dos ejemplos de los cohetes más antiguos.

—Bonita decoración para el césped, comentó Booker.

—Supera a los flamencos rosas.

Una vez que comprobó sus identificaciones y corroboró que se encontraban en la lista de visitantes de ese día, el guardián les dio dos pases y los condujo a un nuevo edificio situado al final de la calle de los Exploradores, lejos del extenso campus de investigación gubernamental. Mercer se detuvo en una extensa parcela de terreno al lado de un estanque formado por el agua de la lluvia. Un grupo de tres patos estaba paseándose en el sol de la mañana.

El edificio era una construcción de ladrillo un tanto mediocre, con muy pocas ventanas en la parte superior de la fachada. Mercer y Booker se encontraron en el área de recepción con un hombre de unos veintipocos años, vestido con una bata de laboratorio. Debajo, llevaba unos pantalones negros y una camiseta del mismo color. Mercer supuso que el Mazda Miata negro era su coche de entre otros vehículos deportivos utilitarios y monovolúmenes que se encontraban dentro del aparcamiento. Tenía el pelo liso y oscuro y llevaba unas gafas a la moda, con mucho estilo. Esta imagen no casaba mucho con la idea que Mercer tenía de un científico que trabajaba para el Gobierno.

—¿Dr. Jacobi?

—Alan Jacobi. Usted debe ser el Dr. Mercer.

—Llámame Mercer —se dieron la mano—. Éste es Booker Sykes.

—Hola, llámame Alan —miró detrás de ellos, buscando—. ¿Tenéis las muestras?

—Están en el coche. ¿Tienes un carrito o algo parecido?

—Sí, por supuesto.

Diez minutos más tarde, las tres mochilas ya se encontraban en el laboratorio de Jacobi. La habitación tenía, al menos, 45 metros cuadrados y estaba llena de bancos de trabajo, ordenadores, y cajas relucientes zumbantes cuya función sólo podía adivinar Mercer.

—Tengo que decir que cuando recibí la llamada ayer de la Casa Blanca me quedé un poco impresionado; quiero decir, no solemos hacer nada aquí prioritariamente.

—¿Qué hacéis?

—Como sabéis, el centro Goddard es uno de los laboratorios de investigación más prestigiosos del país para las ciencias terrestres y espaciales. Llevamos a cabo expediciones por todo el mundo e incluso más allá. Mi laboratorio trabaja con tres holografías dimensionales y análisis materiales. Estamos adaptándolo a la investigación médica y, posiblemente, a la arqueología.

—¿Y piensas que puede ayudar?

—Claro, sin lugar a dudas. Vamos a ver qué tenéis.

Mercer abrió una de las mochilas y empezó a sacar fragmentos de la estela y a ponerlos en una mesa. Jacobi cogió una de las piezas grandes, un trozo de piedra sin forma de más de nueve kilos que parecía una cabeza de brócoli.

—Esto iría bien para hacerle una prueba —cogió la piedra y la colocó dentro de una de las máquinas parecida a un microondas. Cerró la puerta y se volvió hacia un ordenador que se encontraba próximo. Hablaba mientras tecleaba—. Lo que hace esta máquina es escanear un objeto tridimensional y lo pasa al ordenador creando una reproducción exacta digital hasta un micrómetro o una millonésima de metro.

—¡Caramba! —dijo Mercer.

—Eso no es nada. En Hollywood suelen utilizar este tipo de máquinas para convertir maquetas de arcilla de monstruos y naves espaciales, además de otras cosas, en efectos digitales. Simplemente, mi máquina es mucho más precisa.

Giró la pantalla para mostrarles lo que el ordenador había creado. Era exactamente igual que el trozo de piedra; el ordenador sólo lo había vuelto de color verde. Jacobi realizó algunos ajustes y la roca se convirtió en gris.

—¡Ya está!

—Y, ¿ahora qué? —preguntó Booker.

—Ahora tengo que escanear cada una de las piedras en el ordenador. Cuando acabe, introduciré la forma aproximada del objeto y, digitalmente, colocará cada pieza en su lugar, es decir, reconstruirá el conjunto —esperaba una reacción—. Y ahora es cuando debéis decir «¡caramba!». Sólo los algoritmos lógicos me costaron casi tres años para perfeccionarla. Le estoy pidiendo al ordenador que haga decenas de millones de decisiones por sí mismo y cómo volver a unir las piezas digitales. Es un trabajo de tecnología punta.

Jacobi se echó a reír.

—¿Qué creíais, que iba a pegar este desastre con pegamento o algo parecido?

—No, no, de ningún modo —dijo Mercer para ocultar que era exactamente eso lo que había pensado—. Una imagen digital, perfecto. ¿Cuánto tardará?

—Voy a llamar a un par de doctorandos para que hagan el trabajo pesado de escanear los fragmentos. Llevará tiempo, porque el proceso es lento y tenemos que numerar cada pedazo si quieres reconstruir la pieza —elevó el tono de voz hacia el final de la frase, como si preguntara si su equipo podía evitar la tediosa catalogación de cada fragmento.

—Sí, creo que deberías numerarlos. Puede que necesitemos el objeto —Mercer simplemente quería reconstruir el obelisco, creía que quedaría genial en el bar.

—Eso haremos, entonces —se encogió de hombros Jacobi, sabiendo que, de todas formas, no sería él quien haría el trabajo—. Habéis pasado una cafetería viniendo hacia este edificio, ¿por qué no nos dais un par de horas y vemos qué hemos conseguido?

Mercer y Book Sykes volvieron al laboratorio de Jacobi a las once y media.

—Justo a tiempo —los saludó el joven científico—. Estamos terminando ahora los últimos fragmentos más pequeños.

Los pedazos del obelisco estaban en unas mesas de trabajo y sobre el equipo. Todos estaban dentro de bolsas de plástico numeradas como las que la policía utilizaba para guardar pruebas.

—Bien hecho —dijo Mercer.

—Me he olvidado de preguntar qué aspecto tenía esto originariamente. Me han dicho que era un obelo, pero no tengo ni idea de lo que es eso.

—Un obelisco pequeño. Medía unos dos metros.

—El ordenador puede reunir las piezas digitalmente sin conocer los parámetros, ya que sólo hay una forma en que los fragmentos pueden coincidir exactamente, pero saber el tamaño y la forma ahorra mucho más tiempo y potencia del ordenador.

—He terminado con el último —dijo uno de los doctorandos, sacando una pieza del escáner digital y metiéndola en la bolsa número 873.

Mercer decidió que contrataría a alguien para que reconstruyera el obelisco.

—Muy bien —dijo Jacobi desde su escritorio.

Dibujó un obelisco con un lápiz inalámbrico.

—¿Algo así?

—Un poco más delgado.

—Vale —introdujo la altura en el teclado—. Dos metros. Allá vamos.

Mercer parpadeó y una representación realista del obelo apareció en la pantalla ante sus ojos. Podía ver claramente los jeroglíficos que cubrían los cuatro lados mientras la imagen rotaba en el vacío.

—Me cago en la leche. ¿Cuánto tiempo habrías tardado si no hubieras sabido cómo era?

—Por lo menos un minuto —respondió Jacobi con orgullo.

Cuando Jacobi acercó la imagen de la superficie del obelo, Mercer pudo ver el lugar donde Ahmad y sus hombres lo habían golpeado. Faltaban algunos fragmentos que, o bien no había encontrado Book, o habían sido pulverizados por los golpes. Aun así, había más que suficiente para trabajar con lo que Jacobi había sido capaz de reconstruir.

Mercer le estrechó la mano.

—Gracias. Has hecho muy buen trabajo. Imagino cómo podría ayudar esto a que los médicos puedan recomponer huesos rotos y a los arqueólogos a reconstruir cerámica antigua. Verdaderamente impresionante.

—Ojalá pudiera decirte por qué quiere el Gobierno algo así, pero es confidencial.

Booker Sykes hizo una mueca.

—Es sólo para poder reconstruir zonas donde ha habido una explosión y poder saber qué tipo de bomba se usó.

Jacobi palideció.

—¿Cómo has…? Es decir, no puedes…

Sykes le puso una mano sobre el hombro.

—Tranqui, tío. Es lo único que tiene sentido.

Mercer y Booker condujeron de vuelta hacia el Smithsonian. Había llamado mientras la gente de Jacobi escaneaba el obelo y utilizó su credencial de la Casa Blanca para conseguir que le esperara uno de sus mejores egiptólogos. También había dejado un mensaje en el contestador de Cali en el NEST, diciéndole que había comenzado de nuevo la caza.

Una mujer menuda de alrededor de 60 años que llevaba una chaqueta de punto, a pesar del calor, estaba paseando de un lado a otro de la entrada al Museo de Historia Natural, donde había dicho que los esperaría.

Los vio subir los escalones y bajó a recibirlos con movimientos rápidos de pájaro.

—¿Lo tienen? — preguntó casi sin aliento—. Están seguros de que lo erigió Alejandro Magno. ¿Saben qué hallazgo supone? Debo estudiar el obelo ahora mismo.

Había hablado apresuradamente, las palabras solapándose con su entusiasmo.

—Ustedes son el doctor Mercer y el señor Sykes, ¿verdad?

Mercer sonrió.

—Eso es. ¿Usted es Emily French?

—Sí. Ya he abordado a dos grupos de turistas que venían al museo pensando que eran ustedes. No puedo creérmelo. Hay tan pocos descubrimientos en la egiptología de la época de Ptolomeo hoy en día, al menos que no los publicaran los egipcios antes, claro.

—¿Ptolomeo?

—Sí, la época en que Egipto estaba gobernado por los griegos, entre 331 y 330 a. C. Terminó con Cleopatra, que era en realidad Cleopatra VII, pero nadie hace películas de las seis primeras. Vaya, estoy parloteando. Vayamos a mi despacho y echémosle un vistazo, ¿les parece?

 

—¿Cómo puede ser esto un caso de seguridad nacional? —preguntó mientras los conducía por la parte pública del museo hasta una maraña de despachos en el tercer piso—. Es una reliquia antigua, no los planes para una bomba nuclear o algo así.

Mercer casi exclamó algo al oírla acercarse tanto a la verdad.

—No podemos discutir eso, señora —replicó Book con su más profunda voz de barítono.

—Dios santo.

Los invitó a su atestado despacho, disculpándose por el desorden, como si no estuviera siempre plagado de libros, montones de papeles y objetos varios.

—Por cierto, señora French —añadió Mercer—, no se le permite que hable del asunto con nadie. Lo que creo que está escrito en el obelo podría cambiar el curso de la historia y llevar a uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes desde Tutankamón. Si estoy en lo cierto y estos descubrimientos se hacen públicos, usted recibirá el reconocimiento correspondiente, se lo aseguro.

Su entusiasmo menguó hasta que Mercer introdujo el disco en su ordenador portátil y el obelo apareció en la pantalla. La egiptóloga sacó un par de gafas de su escritorio y se las colocó sobre la nariz. Mercer le enseñó cómo utilizar el ratón, según le había enseñado Jacobi, para manipular la imagen y acercarse a lugares concretos.

—Es magnífico —suspiró—. Miren aquí, es el símbolo para una batalla. Aquí hay algo sobre un enterramiento, un rey, quizás.

Siguió cambiando el punto de vista, escrutando la imagen con la cara a unos milímetros de la pantalla.

—Hay algo de griego antiguo, pero aquí hay una serie de fonogramas. Vamos a ver. Se refiere al entierro de un rey, de… ¡Cielo santo! —miró a Mercer y a Book, al otro lado del escritorio, con los ojos como platos detrás de las gafas.

—Alejandro Magno —dijo Booker—. Ya lo sabemos.

—Creemos que el obelo revela la situación de su tumba. Lo colocaron junto a una antigua mina en África Central tras la muerte de Alejandro.

—¿Su tumba? —su entusiasmo volvió a aumentar—. ¿Su tumba auténtica? ¿Saben cuánta gente la ha buscado a lo largo de los años?

—Sí, señora.

—¿Puede hacer una traducción completa del obelo? —preguntó Mercer.

—Por supuesto. Me llevará algo de tiempo, los jeroglíficos son difíciles de interpretar, cuentan una historia en lugar de representar palabras de una oración.

Mercer le dio una tarjeta de visita que sacó de una caja de oro y ónice que había recibido como regalo de una heredera de un imperio petrolífero con la que había salido un tiempo. El número que había en ella era un servicio de mensajería de voz, así que escribió el número de su móvil y de su casa en el reverso.

—Llámeme de día o de noche.

Para la cena, Cali cocinó para Mercer, Book y Harry pasta a la Carbonara, su mejor receta según ella, lo que hizo que los hombres se temieran lo peor. Su desilusión al ver que no iba a estar a solas con Mercer había dado paso a la emoción cuando le contaron lo que habían hecho ese día y le enseñaron una copia del disco de Jacobi.

Después de cenar, se relajaron en el bar con un brandy, hablando y especulando sobre las posibilidades. Al margen de la Alquitara, la tumba de Alejandro era supuestamente la más rica y magnífica de la Historia. Se decía que su sarcófago de oro y cristal era la mayor obra de arte que produjo el mundo antiguo.

Mercer iba por la segunda copa de brandy cuando sonó el teléfono. La conversación terminó con palabras a medio terminar.

—¿Diga?

—Tengo buenas y malas noticias —dijo Emily French sin preámbulos.

—Bien —dijo Mercer alargando la palabra, intentando no abrigar esperanzas.

Emily French tardó cinco minutos en explicarse. Lo resumió diciéndole que le enviaría la traducción por correo electrónico. Mercer le dio su dirección, puso el inalámbrico de nuevo en la mesita y se rio a carcajadas. Los otros lo miraron atónitos, pero su risa era contagiosa y empezaron a reír hasta que finalmente Harry habló.

—¿Vas a contarnos el chiste?

Mercer tuvo que secarse las lágrimas de los ojos y respirar profundamente varias veces y aun así había risa en su voz.

—Sí que estaba.

—La situación de la tumba.

—Sí. No lo enterraron en Alejandría ni en el Oasis Sawi como algunos expertos especulaban. Llevaron su cuerpo Nilo arriba y lo enterraron en una cueva en el nacimiento del valle que llamaban Shu'ta.

—Así que vamos a buscar ese valle, cogemos la Alquitara y acabamos con esta pesadilla —dijo Cali.

—No tan rápido —Mercer rio de nuevo—. Emily French ha investigado por nosotros y ha descubierto el lugar exacto del Valle Shu'ta. De paso ha sabido que en 1970 quedó sumergido a unos 30 metros cuando construyeron la Presa del Alto Aswan. Aún quiero ir a verlo por mí mismo, pero dice que ha quedado totalmente inaccesible.

El carácter agridulce de la situación hizo que Mercer rompiera a reír otra vez.