La Casa Blanca, Washington DC

-TIENES que creerme, Vladimir, nos interesa a los dos países que no parezca un atentado terrorista —dijo el presidente de Estados Unidos con voz suave ocultando su enfado. Escuchó la réplica del presidente ruso—. ¿Preferirías calificarlo como un contratiempo y parecer incompetente o admitir, sin embargo, que fue un atentado y envalentonar a más fanáticos?

Ira Lasko y John Kleinschmidt, su jefe directo, escuchaban desde el sofá más grande del centro del despacho oval el momento en el que el Presidente hablaba. Como asesor de la Seguridad Nacional, Kleinschmidt tenía acceso inmediato al Presidente en cualquier momento del día o de la noche y presentó las averiguaciones de Mercer al Presidente una hora antes. La administración ya se había salvado más de una vez gracias a Philip Mercer así que cuando el Presidente le pedía que interviniera por el antiguo senador de Ohio, generalmente lo hacía.

—No tiene que nada que ver una cosa con la otra —el Presidente respondió a su homólogo ruso—. Un solo avión que vuela hacia un rascacielos puede ser un accidente; tres en el mismo día mientras que otro se estrella en Pensilvania y retransmitido en directo por las televisiones… no puedes hacer como si no hubiera sucedido. Tienes una nueva oportunidad con lo que ha pasado en Novorossiysk. Ya hemos hablado de esto anteriormente. Es una guerra, Vlad, y cada vez que se apuntan una victoria, se unen un par más de combatientes a sus filas. Un golpe como éste va a incitar a cientos, incluso miles, a que continúen la lucha contra nosotros. ¿Qué? No, eso no importa. Si creen que el petróleo del Caspio es una amenaza, lo extraerán. Y de qué mejor manera que explotando a un grupillo de niños a los que les han lavado el cerebro y que piensan que de esta forma están comprando el camino hacia el cielo mientras se cruzan de brazos y expresan lo horrible que es que una pequeña fracción de su población tenga tanto odio al mundo occidental. Sí, tú perteneces al mundo occidental ahora, te guste o no.

El Presidente hizo un gesto grosero con su mano mientras que el líder ruso hablaba durante varios minutos.

—Eso es, Grigori Popov —el Presidente dejó entrever una leve sonrisa por primera vez después de haber terminado la conversación—. Tengo un centenar de diputados por aquí y otros tantos asistentes por allá. No conozco a la mitad y supongo que tú tampoco conocerás a todos los tuyos. Pero sé de buena fuente que fue él quien depositó el plutonio en las manos de los que colocaron las bombas. No sé por qué no se liberó, pero ambos sabemos que Popov está allí ahora cuando se supone que tenía que estar reunido con uno de mis empleados a más de 800 kilómetros hacia el norte. Te estoy pidiendo que envíes a alguien de confianza a Novorossiysk para que averigüe lo que está haciendo Popov. Si es pura coincidencia, de acuerdo, te debo una disculpa personal, pero si llevo razón y está registrando el puerto para encontrar los barriles perdidos mientras que todo el mundo está intentando coordinar los esfuerzos de ayuda humanitaria… entonces, seguro que me darás la razón. Vladimir, estás enfrentándote a una tragedia nacional que puede derivar en una guerra global si no se lleva bien a cabo. Tienes a tu alcance todos los recursos y el apoyo de Estados Unidos, pero debes hacer la llamada correcta. No des a esos bastardos la oportunidad de que salgan victoriosos de aquí. Hazlo desaparecer y evita a nuestras naciones una guerra mucho más dura en un futuro. Esto va de corazones y almas de patriotismo, mucho más allá del petróleo y del poder —volvió a dejar de hablar, su hermosa cara era inexpresiva en aquel momento—. Gracias, señor Presidente.

Tan pronto como colgó el teléfono, John Kleinschmidt le preguntó:

—¿Ha ido bien?

—Dice que pensará en ello.

—No puede permitirse el lujo de hacerlo —dijo Ira—. Dentro de una o dos horas saldrá publicado en Internet que unos terroristas han destruido la terminal de buques petroleros y que han ocasionado el paro del flujo de petróleo proveniente de Kazajstán.

El Presidente cruzó la mirada fija de Lasko.

—Lo hemos puesto en un aprieto. Le hemos pedido que mintiera a su pueblo acerca del mayor atentado terrorista después del 11 de septiembre y al mismo tiempo le hemos dicho que uno de sus propios consejeros puede estar involucrado.

—¿Usted qué haría, señor Presidente?

—Me gustaría pensar que lo confesaría y lo dejaría todo claro a la hora de la verdad, pero nuestro querido colega ruso es muchísimo más pragmático que yo. El instinto me dice que seguirá nuestros consejos, pero pedirá quid pro quo cuando llegue la hora.

Mercer quería arrancarse el traje en un ataque de arrebato y atacar el montón de escombros con sus propias manos, ya que sabía que por otra parte Cali supondría que la había dado por muerta. Tranquilizó su respiración porque los filtros de los cascos no podían seguir funcionando plenamente con sus pulmones bombeando y sentía que iba a empezar a hiperventilarse. El plástico protector para los ojos empezó a empañarse. No obstante, con el polvo obstruyendo el pozo principal de la mina era imposible ver más allá de uno o dos metros.

Andaba a tientas a lo largo del pozo y la linterna que llevaba consigo se apagó; de todas maneras no servía para nada.

Una de las primeras reglas que aprendió sobre rescates en la mina, retomando las historias que su padre le contaba, es que durante un hundimiento nunca debes perder de vista a tus compañeros. No sabes si morirás o saldrás con vida, eso es cosa del destino, pero se supone que pase lo que pase, debe suceder a todos lo mismo. De este modo, puedes confiar en cada uno de ellos mientras esperas el rescate. Ésta era la razón por la cual Mercer hacía caso omiso a su formación e instinto para saltar a través de la entrada de la mina que estaba derrumbándose. No habría ningún rescate.

La explosión no había sido tan grande como para notarse en la superficie e incluso si Sasha, Ludmilla y los otros se preocuparon una hora o dos más tarde, Mercer y Cali tenían en sus manos las tres únicas linternas. Si los soldados del helicóptero de rescate intentaban cavar a través de la avalancha, probablemente empeorarían las cosas y se enterrarían a ellos mismos. Y en el caso de que fueran prudentes y llamaran a los especialistas en rescates de minas, tardarían días en reunirlos a todos aquí; días de los que Mercer no disponía.

Sus dedos protegidos por unos espesos guantes rozaron al pasar algo suave. Había encontrado la carretilla elevadora. Se ayudó de una cuerda para subirse hasta el asiento y golpeó con los dedos el motor. Sintió una vibración alentadora a través del traje. En un instante llegó al centro del pozo principal donde se encontraban los escombros esparcidos y que habían provocado el bloqueo. En vez de atacar el montón que estaba más cercano a la entrada, Mercer empezó a mover las piedras de mayor dimensión para hacerse un espacio en el que poder trabajar mejor. Las levantaba con la ayuda del hierro de la carretilla elevadora para luego moverlas a pulso más abajo del camino.

Cuando acabó de limpiar una franja de escombros lo suficientemente ancha, el polvo ya se había reposado lo suficiente para dejarle examinar el corrimiento de las rocas. Dio unos golpes suaves a las rocas con la parte trasera de la linterna y, mientras que sus orejas seguían zumbando, podía sentir con sus manos la estabilidad o la facilidad para caer de las rocas. Leía las piedras como un ciego hace lo propio con el braille. En su cabeza iba haciendo un mapa de cada una de las rocas grandes que quería quitar y calculaba el efecto que produciría cada una de éstas al resto del montón. Lo hacía de la misma manera que un jugador profesional de ajedrez planea antes de hacer el primer movimiento de toda la partida porque ya sabe cómo va a reaccionar su adversario. Mercer conocía demasiado bien a su oponente, se había enfrentado a él una docena de veces en la realidad y unos cientos de veces en sus pesadillas. No había dejado pasar la distracción de saber que Cali estaba al otro lado de la barrera, asustada por si moría sola en el frío centro de la tierra.

Mercer estuvo examinando el montón de escombros durante veinte minutos y al extender la mano, arrancó un trocito de piedra no más grande que su puño y la observó detenidamente, ya que había creado una cascada de diminutas piedras. Se puso de rodillas y se agachó para examinar cómo se habían asentado las pequeñas piedras en el suelo. Una vez que lo vio, se quedó satisfecho de su labor, ya que todo había sucedido dentro de los parámetros establecidos por el resultado, apartó una piedra más grande y observó otra vez el resultado.

En cierto modo, era como si se tratara de un joyero experto afrontando el corte de diamante más importante de toda su carrera. No sólo era un movimiento veloz el que determinaría el éxito o el fracaso, sino docenas tal y como iba reduciendo y desmontando tranquilamente el montón con muchísimo cuidado para que las piedras no se desequilibraran, moviendo grandes cantidades de peso de piedra a piedra cuando hacía agujeros en los escombros.

Una vez que ya había quitado suficientes escombros del agujero, utilizó la carretilla elevadora para quitar el detritus. Le costó una hora lograr hacerse camino a través del montón de escombros y llegar hasta la mitad donde encontró una losa de piedra que no podía mover. El puzzle de rocas estaba muy apretado, casi hermético.

Intentó gritar para ver si Cali lo escuchaba, pero con el traje que llevaba resultaba inútil, ya que amortiguaba la voz. Por un momento, Mercer pensó en que podría haberla dejado para volver con el equipo de rescate. Sin embargo, ya había derrochado mucho tiempo con la piedra para saber hasta dónde podía empujarla. Volvió a la carretilla elevadora y desprendió una leve sonrisa cuando vio que los hierros se sujetaban a los tiradores soldados al chasis elevador con clavijas gruesas de acero al carbono. Dio un tirón a una de las clavijas y arrancó con mucho esfuerzo el hierro de casi 50 kilos de peso de la máquina. Luego, la dobló en forma de copa y la deslizó hasta otro hierro, duplicando así la longitud.

Con cuidado para no obstruir los bordes del agujero, movió muy despacio el único hierro que estaba alargado hacia la especie de madriguera que había creado, bajando el elevador varias veces para asegurarse de que estaba colocándolo correctamente. La punta rozó con los bordes de las rocas, así que tuvo que bajar la barra metálica ligeramente para introducir a presión el borde que sobresalía bajo la piedra. Muy lentamente, se deslizó otra vez en el hueco para comprobar la posición.

Calculó las posibilidades, maldijo a todo el mundo y en un ataque de furia se quitó el casco de goma. —Cali, ¿Puedes oírme? Si me oyes, no te quites el casco y golpea algún objeto metálico contra las rocas —luego pensó en la situación precaria y añadió—, pero no muy fuerte, eh.

Pasó un segundo, luego cinco. Cuando ya pasaron diez, Mercer empezó a preocuparse. Había resultado herida en la explosión, probablemente por un trozo de metralla y podría estar desangrándose justo a unos pasos más allá.

Toc, toc, toc.

Mercer sintió un gran alivio.

—Aguanta, voy a sacarte de ahí.

Volvió a recorrer el trayecto deslizándose hasta llegar a la carretilla y llevó muy despacio la barra de hierro alargada justo debajo de la roca. Podía notar cómo cambiaban las vibraciones del motor provocadas por la gran carga que la máquina llevaba encima. Mercer calculaba el peso y equilibrio de los escombros gracias a su instinto y experiencia.

De repente, algo se movió en el amasijo de escombros. Mercer levantó el pie del acelerador y reservó el accionamiento por cadena que subía y bajaba la pala. Echó un vistazo al agujero, y la luz que surgía de la linterna arrojaba trazos extraños sobre la piedra resquebrajada. El agujero que se podía observar debajo de la gran losa era de más de 30 centímetros. Por ahí podía intentar llegar hasta Cali pero sus esperanzas se desvanecieron, ya que el sitio más cercano para llegar hasta ella estaba todavía más hundido. Movió con las manos otras cuantas rocas, que es lo que había pensado en un principio. Lo iba a intentar todo antes que abandonarla. Ahora ya no había partida de ajedrez, sino una partida frenética de damas.

Volvió al asiento e intentó meter con fuerza la pala bajo la piedra; no podía ceder. Las ruedas empezaron a resbalar y a dar vueltas inútilmente en el suelo. Sabía que rescatar a Cali no iba a ser fácil.

Furioso, estaba a punto de abandonar cuando la pequeña y valiente carretilla dio un pequeño paso más a duras penas. Mercer levantó el hierro tan alto como le fue posible y bajó la máquina, metiendo la cabeza primero en el agujero. De repente, vio una luz brillante cegadora; detrás de ella se podía observar el color amarillo chillón del traje de protección de Cali. Deslizó su flexible cuerpo por el pequeño hueco y al notar los dedos de Cali, quiso dar un fuerte grito por haberlo conseguido. Mercer empezó a recular por el camino que había abierto para sacar a Cali del agujero.

Nada más salir, Cali se quitó el casco. Mercer intentó advertirle de que la mina podía estar contaminada, pero cuando abrió la boca, los labios de Cali la sellaron en un fundido beso que lo ruborizó.

—Lo siento mucho —Mercer respiró dentro de su boca—. Tenía que hacerlo.

—Calla —le susurró ella y, a continuación, lo besó con mucha pasión.

Se abrazaron fuertemente bajo la luz tenue de la carretilla como si fuese a durar toda la vida o un abrir y cerrar de ojos. Cuando se separaron, se podía reflejar en los ojos de Cali una leve sonrisa.

—El profesor Ahmad tiene razón, ¿sabes? Eres muy predecible. Sabía que no me ibas a dejar aquí.

—Si no hubiera saltado afuera, ahora podríamos estar los dos atrapados.

—Eso es lo que pensé cuando me di cuenta de que habías saltado.

—Tiene que haber sido horrible.

—No creas, sabía que vendrías a rescatarme. Mientras te esperaba, he revisado el resto de la cámara.

Mercer no podía creerlo. La mayoría de las personas, al haberse dado cuenta de que estaban atrapadas, hubieran empezado a derribar el montón de escombros o se hubieran sentado en la oscuridad a gritar como locos. Pero Cali no era así; se puso a explorar.

—He encontrado las habitaciones donde guardan el plutonio. Justo como calculamos, todavía quedan 70 barriles. Las habitaciones eran bastante grandes. Pensé en guardar los barriles separados para que el plutonio no pudiera alcanzar grandes concentraciones críticas. Las paredes han absorbido algo de radiación, pero nada más. Bastará con evitar durante uno o dos años las radiografías dentales y no me sucederá nada.

—Eres increíble —dijo Mercer con un nudo en la garganta.

Ella le sonrió con satisfacción y podía imaginar cómo las pecas de las mejillas se enrojecían en un instante.

—Algunas veces lo soy —Cali volvió a besarle, una leve caricia promisoria de sus labios—, no hay ningún sentido en que corramos más riesgos, vamos a apagar e irnos.

—Querrás decir apaga y vámonos.

Ella rio.

—O podría querer decir agárrate y no te menees.

—De eso nada, monada.

Ella gruñó.

—Es suficiente.

—Tienes razón.

Tuvieron que andar el último kilómetro hasta la mina, Cali ayudaba a Mercer, ya que su rodilla aún le molestaba. Ludmilla era la única persona que estaba esperándolos cuando salieron de allí. Dio un pequeño resoplido de alivio cuando los vio, pero su bovina expresión no cambió.

—Qué gusto verte querida Luddy —dijo Mercer para obtener alguna reacción, aunque no la obtuvo.

Los acompañó donde estaban los restos del helicóptero. Sasha estaba allí sentado y el piloto y otro científico dormitaban junto al aparato.

—Parece que ha ido bien —les dio la bienvenida Sasha. —Hubo algún pequeño inconveniente —dijo Cali—, pero nada grave.

—¿Dónde están el catedrático Ahmad y Devrin Egemen? —Cuando el helicóptero informó de que se iban de Samarra se subieron a su vehículo y se fueron —Sasha le dio a Mercer un trozo de papel—, me pidió que te diera esto.

Mercer desdobló la nota.

 

«Querido doctor:

Quiero disculparme por haberles metido a usted y a la señorita Stowe en este asunto para ayudarnos. Los janisarios hemos defendido la Alquitara durante generaciones y si no hubiera sido por las conversaciones entre dos amantes hace ya unas décadas nunca nos hubiéramos enfrentado a una crisis como ésta. Se ha contenido en parte gracias a ustedes. El resto es responsabilidad nuestra. Les ruego que sigan mi consejo de retomar sus vidas, satisfechos por haber contribuido a tan noble causa.»

 

Estaba sin firmar.

—¿Qué piensas —le preguntó Cali después de haberla leído.

Estrujó el trozo de papel.

—Sin el obelisco no hay mucho que podamos hacer excepto excavar medio Egipto. Los rusos se ocuparán del plutonio y Popov también, si estoy en lo cierto sobre él —sintió el calor de su beso una vez más y la miró a los ojos—. Imagino que volveremos a nuestras vidas como dice.

—¿Exactamente igual que antes? —bromeó ella.

La tomó de la mano.

—Bueno, veo un cambio o dos.