Catarina Kubatkina y su nieto estaban en la misma playa donde había concluido su historia de zombies en 1942. Había llevado al pequeño hasta la isla Krestovsky para que entendiera los terribles actos, los crímenes, que ella había cometido. Se trataba del único lugar de su viaje que estaba igual que entonces. Parecía que no habían pasado los años: la cala, el amarradero, la arena, las olas golpeándoles los tobillos… todo estaba exactamente igual que la vez anterior.

Por un momento, estuvo tentada de creer que la barcaza alemana aparecería en el horizonte, o que el sargento Kubatkin emergería de las aguas, con veinte años todavía, eternamente joven.

Creyó ver una luz, un destello inmenso que la cegaba y musitó una vez más «lo siento». Pero la luz se extinguió y ningún milagro había sucedido. Tal vez había sido el reflejo del sol. Una anciana moribunda debía concluir su historia de zombies y masticadores. Y eso hizo. Esta vez, su público de una sola persona, no parecía emocionado por el relato. El niño estaba pálido y no había dicho nada en varios minutos, desde que terminó de hablar Catarina.

—Tú eras la traidora. No, no… No lo entiendo —balbuceó por fin, sin atreverse a mirar a su abuela a los ojos.

—No era ninguna traidora, Anatoli. Soy alemana y no rusa.

Catarina había guardado esa parte de su pasado para el final. Para que su nieto comprendiera el porqué de sus actos. Ella tenía siete años cuando los menonitas fueron devueltos a Ucrania y se les quiso borrar la identidad. Stalin no quería en su país a unas personas que hablaban un alemán arcaico y pretendían vivir en sus propias granjas, con su propia religión. En la nueva Rusia las granjas eran de la comunidad, todo el mundo debía hablar ruso y compartir una única identidad devota al partido comunista. Poco le importó que la Emperatriz rusa Catalina la Grande hubiese llamado a los menonitas desde Alemania, o que ella les hubiera regalado grandes extensiones de tierra un siglo y medio atrás. Para Stalin eran unos parásitos indecentes a los que había que exterminar. Muchos emigraron a América, pero los más pobres, como los Werner, se quedaron.

Las granjas menonitas fueron conducidas a una colectivización forzosa. Los padres de Catarina ya no tenían casa propia. Todo era de todos. Y de entre todos, los que menos se llevaban eran esos extraños rusos de acento alemán que no le importaban a nadie. Desde muy pequeña, Catarina Werner sufrió las burlas de sus compañeras de clase rusas. Ella no tenía acento, ya que había nacido en Rusia y estudiado en las dos lenguas, pero eso no les importaba. Sus burlas se acrecentaron cuando las autoridades prohibieron la enseñanza en alemán incluso para los menonitas; y aún un poco más cuando la obligaron a cambiarse el nombre a Ivana Ivanovich.

Los menonitas eran «normalizados». Perdían su nombre y apellido por unos mucho mejores, unos de ascendencia eslava. Tan estrictos eran en esa norma que ella, que tenía un nombre de pila que se podía convertir fácilmente en ruso, también lo perdió. Porque Catarina y Catalina (como la Emperatriz) eran casi idénticos. Nadie lo hubiera notado. Incluso ella, con el tiempo, habría asociado su identidad al sonido «Catalina».

Tal vez su odio por los soviéticos y por el camarada Stalin no hubiera sido tan absoluto si le hubieran dejado seguir siendo Catalina, aunque fuese Catalina Ivanovich. Pero no, ahora la obligaban a ser Ivana Ivanovich. Y la estrechez de miras y la falta de imaginación de las autoridades soviéticas eran tan incondicionales que había diez Ivana Ivanovich en cada granja. Porque desde el gobierno se había dado una lista de ejemplo con nombres y apellidos que sirviesen de base para elegir correctamente; pero los burócratas, escrupulosos e ineptos, se limitaban a poner los nombres de esa corta lista a todos los menonitas.

Durante los siguientes años, mientras trabajaba como una esclava en la granja, un odio infinito se fue aposentando en el alma de Ivana Ivanovich, antes Catarina Werner. Cuando estalló la segunda guerra mundial y las tropas alemanas entraron en la granja, mientras todo el mundo se escondía, Catarina renació y salió al encuentro de un oficial de las SS que acababa de llegar en su coche, un reluciente Mercedes descapotable.

—Quiero ayudaros a dar por el culo al hijo de la gran puta de Stalin —dijo, marcando su acento bajo alemán o Niederdeutsch—. Si necesitáis un guía de la zona, alguien que os eche una mano en las cocinas o que se infiltre tras las líneas, debéis saber que hablo ruso perfectamente y que estos idiotas me han rebautizado como Ivana Ivanovich, por lo que pasaré desapercibida allí donde vaya.

Así comenzó su carrera de espía. En un golpe de ira que le hizo hablar de más. Eso, y la suerte (o la desgracia) de que aquel oficial de las SS fuera uno de los ayudantes personales de Himmler y viera un odio tan profundo en sus ojos que la creyó de inmediato. Y es que si alguien sabía reconocer el odio era un SS.

—Al principio me enviaron a misiones sencillas —concluyó su relato Catarina—, pero poco a poco fui consiguiendo éxitos. Al final, acabaron mandándome a Leningrado. Fue mi primera misión importante. Luego vendrían muchas más.

Anatoli estaba boquiabierto. Sentado en un montículo de arena, intentaba comprender las razones de su abuela. Pero no podía, porque la guerra mundial quedaba demasiado lejos.

—Así que el sargento Kubatkin no es mi abuelo —fue lo único que pudo decir.

—No lo es. Terminada la guerra, decidí que no me pasaría la vida huyendo como otros nazis. Así que volví a Rusia, di mi verdadero nombre, Catarina Werner y pensé que me detendrían. Pero el oficial, que vio que estaba embarazada, me preguntó quién era el padre. ¿Por qué dije que era Anatoli? Nunca lo sabré. Porque me sentía culpable, tal vez. Porque hubiera querido que él fuese de verdad el padre. Porque esperaba que, al dar aquel nombre, comenzasen a indagar sobre mi pasado y me fueran a buscar para detenerme. Pero ¿sabes lo increíble? No pasó nada. La postguerra fue un momento extraño, todo era desorden, todo estaba por construir. Me colocaron en una granja cerca de Nizhni Nóvgorod y en esa zona he vivido el resto de mis días. Jamás la policía ha llamado a mi puerta. Probablemente, Tania y Nina nunca llegarían a informar de mi crimen y por eso nadie me busca. Y el informe en que se me señalaba como una espía debió perderse, o está debajo de un millón de papeles en el antiguo ministerio ruso de defensa. El caso es que se olvidaron de mí. No creas que fue algo raro o extraordinario. Algunos oficiales nazis de alto rango, hasta médicos de campos de exterminio, se fueron a su casa y murieron de viejos.

Anatoli se levantó en ese instante. Su mirada era de turbación, acaso teñida con una brizna de desprecio. Ni siquiera le interesaba saber ya quién era su abuelo. Y Catarina comprendió de inmediato que no debía decirle que era un alemán, precisamente Otto Weilern, el joven teniente que vino a rescatarla en la barcaza Esperanza, en aquella misma playa, hacía una eternidad.

—¿No sabes qué fue de Tania y de Nina? ¿Nunca te ha interesado? —preguntó el niño, con las lágrimas a punto de brotar en sus ojos.

—Tania Savicheva murió una vez liberada la ciudad de los nazis. Sobrevivió al hambre pero no a la debilidad que le provocaron tres años largos de privaciones. Se ha hecho famosa y su diario está expuesto en el Museo de Historia de la ciudad. Luego iremos a verlo si quieres. Está muy cerca de aquí. Si atendieses a las clases en la escuela lo sabrías. —Catarina sonrió a su nieto, pero este le devolvió una mueca de labios apretados—. No sé qué fue de Nina.

Se hizo el silencio, solo roto por el vaivén de las olas. Catarina se levantó también y se acercó a su nieto. La brisa le revolvió el cabello y, por un momento, mientras sus ojos miraban a través de sus rizos, le pareció que estaba delante de otro Anatoli, uno diez años más viejo y setenta y cinco años atrás en el tiempo.

—No me siento culpable de lo que hice, querido —reconoció—. Todavía hoy odio a Stalin y a los comunistas. Volvería a repetirlo todo, desde el principio, si tuviera oportunidad.

Pero Catarina mentía. Se arrepentía de haber matado a Anatoli Kubatkin. Una parte de ella lo amaba y lo amaría para siempre. Pero a la vez, le despreciaba, como a todos los comunistas. Porque era un idiota. Ni siquiera pensó por un momento que el espía pudiera ser una mujer a pesar de que tenía todas las letras del nombre I-v-a-n-a Ivanovich. No se le ocurrió nada mejor que separar la «a» y decidir que un espía de primera clase tenía que ser hombre y llamarse Ivan A. Ivanovich. Además, cuando Catarina se dio cuenta que la identidad de Ivana comenzaba a ser conocida por los servicios secretos rusos y destruyó sus papeles a la entrada de Leningrado, no le quedaron más que sus papeles originales, sus antiguos documentos, que rezaban que su nombre era Catarina Werner, era menonita y había nacido en 1922. Si el sargento hubiera mirado con atención esos papeles, habría visto al menos dos incongruencias: 1- Que tenía 20 años. 2- Que su apellido era alemán. 3- Que el infiltrado que buscaban las autoridades podía ser tanto hombre como mujer, porque topo, significando agente encubierto, es una expresión masculina y femenina a la vez, y no solo en ruso sino en muchas otras lenguas como el inglés o el castellano, por ejemplo.

Anatoli siempre tuvo todas las pistas para descubrirla, pero solo quería salvarla y…

Y por eso nunca sospechó de ti. Porque le gustaste desde el primer momento, dijo una voz dentro de su cabeza.

Catarina sintió que las lágrimas también acudían desde el fondo de sus pupilas, para traicionar sus verdaderos sentimientos, pero se pasó el dorso de la mano por los ojos. Repitió, testaruda:

—No me siento culpable de lo que hice. De nada.

—Ni nosotros de lo que vamos a hacerte.

Una voz profunda, cavernosa, había hablado, una voz grave y rota que provenía de las aguas. Catarina alzó la vista y distinguió un cadáver vestido con las ropas de la NKVD que estaba emergiendo de entre las olas. Dio un paso adelante, intentando proteger a su nieto, pero notó que una substancia viscosa le resbalaba por el brazo.

—¡Qué demonios! —exclamó la anciana, mirando un líquido putrefacto que le manchaba los dedos.

El pequeño se dio la vuelta. Solo que no era su pequeño sino Tania, convertida en cadáver, con las cuencas vacías y las manos extendidas hacia ella. La reconoció por la muñeca, por Planta, que llevaba cogida de una de las manos que extendía hacia ella, casi como si quisiese mostrarle cómo estaba la muñeca de trapo después de tres cuartos de siglo bajo tierra. También podrida, ajada, sucia de la tierra del cementerio.

—No, no… Esto no puede estar pasando.

Dimitri y Nina fueron los últimos en llegar. Cogidos de la mano, bajaban por la parte opuesta de la playa. Ambos estaban también muertos, mostrando algunas extremidades sin carne, el hueso mondo blanqueándose al sol.

La anciana no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Sintió una punzada de terror pero, de pronto, el miedo se desvaneció. Lo comprendió todo. Se volvió hacia el sargento Kubatkin, que terminaba de caminar los pocos metros que le faltaban hasta dar alcance a la traidora.

—Ya era hora que me cazases —dijo Catarina. Sin asomo de ironía. Era la verdad, sencillamente.

Cuando el grupo de zombies la terminaron de rodear, mostraron sus bocas hambrientas. Eran muertos vivientes, no caníbales como los de su historia. Se enfrentaba a cadáveres andantes, iguales a esos de los libros y las películas que tanto le gustaban a su nieto. Le extrañó que aquellos seres desvalidos, que se caían a pedazos, pudieran dar miedo a nadie.

—Volvemos a ser una familia —les dijo, en un tono plácido, satisfecho, como el de una madre que ve regresar a los hijos pródigos tras una larga ausencia.

En el momento en que sus cuatro enemigos se abalanzaron sobre ella, Catarina abrió los brazos para recibirlos. No opuso resistencia. Porque había comprendido que llevaba un tiempo muerta.

Así que se quedó parada, sonriendo a los zombies mientras estos saltaban sobre ella para devorarla.

—Vaya —dijo, en voz alta, al caer sobre la arena, antes del primer mordisco—, así que esto es el infierno.

Y sonrió. Por lo menos no estaba en una granja colectiva, sin identidad, convertida en una Ivana Ivanovich cualquiera, trabajando como una esclava para esos malditos comunistas.