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El puente de Liteyni conecta el distrito Viborg con el primer sector del Centro de Leningrado (Distrito Centro), llamado asimismo sector Liteyni. El puente, pues, toma nombre de ese primer sector y de la avenida que lo cruza, la avenida Liteyni o Liteyni Prospekt.
Demasiados Liteyni para mí. Aunque lo cierto es que es un sector clave, pues separa el Leningrado pobre del más floreciente. Antes del puente, campan a sus anchas los zombies y los Masticadores, las prostitutas y los asesinos. Pasado el puente, has llegado a uno de los lugares más seguros de la ciudad, con la sede de la milicia y la NKVD a pocos pasos.
La gigantesca estructura de metal que transitamos, una vez estuvo iluminada con luz eléctrica pero, como todo Leningrado, ahora está a oscuras. Por suerte, pronto amanecerá y podemos caminar mirándonos las caras los unos a los otros. Caras en rostros agotados, macilentos, patibularios.
Aproximadamente en el centro del puente Anatoli me interpela con su voz suave y melancólica:
—Estamos en el peor momento del asedio, Catarina. No siempre serán las cosas así —me dice, mirándome de soslayo.
—¿No siempre serán así? ¿De verdad lo crees?
—Bueno, quiero decir que, en circunstancias normales, hubiese dejado a uno o dos hombres a cargo de las furgonetas mientras nos dirigíamos a la central. Pero la ciudad está prácticamente fuera de control. Hace dos días cometí el error de poner a un hombre al cargo del escenario de un crimen. Se quedó solo menos de una hora. No he vuelto a saber de él y no sé si desertó, lo atacaron o, tal vez…
—Se lo comieron —interrumpo, completando su frase.
—Eso es —reconoce—. Pero este desorden, este caos… la ciudad al borde de la anarquía y el canibalismo. Esto no puede durar mucho tiempo. La cosa mejorará. Tiene que mejorar.
Un silencio incómodo sucede a las palabras de Anatoli. Ni siquiera él mismo está muy seguro de su vaticinio y ha acabado tartamudeando, incapaz de mentirme y de mentirse por más tiempo.
Nadie sabe lo que va a ser de Leningrado. Nadie sabe lo que va a ser de ninguno de nosotros. Esa es la única verdad.
De pronto, uno de los zombies a mi derecha gruñe e intenta precipitarse hacia las aguas, pero Dimitri se lo impide dándole un fuerte golpe en la espinilla que le obliga a arrodillarse. Otro policía secreta lo intercepta y lo inmoviliza. Entre ambos le ajustan más fuerte las esposas y el bozal.
Y sin más ceremonia, continuamos camino por el puente, arrastrando los pies, como si nada hubiera sucedido.
No somos los únicos que caminamos por la vieja plataforma. Muchas otras almas, enflaquecidas, almas en pena, caminan hacia uno u otro lado de la ciudad. Bien hacia el centro, buscando la seguridad de los barrios mejor protegidos; o hacia las afueras, buscando una ramera, o un pedazo de carne que llevarse a la boca, aunque no sea de animal.
—¿Qué hacíais tú y tu hermana en el distrito Viborg? —me pregunta entonces Anatoli, volviendo la vista hacia Tania, que camina delante de nosotros, absorta en sus pensamientos, las manos aferradas como siempre en torno a su pequeño diario y su muñeca de trapo.
—No es mi hermana. Nos encontramos por casualidad. No sé su historia pero la mía es muy común. Mis padres han muerto y no tengo a nadie. Me quedé sola en la calle y unos hombres me secuestraron. Me llevaron al norte, cerca del cementerio Piskarevsky. Tal vez querían violarme, o matarme o comerme… Ni siquiera sé en qué orden.
Veo en los ojos del sargento Kubatkin una punzada de terror, de lástima. Le sigue sorprendiendo que las niñas de mi edad hayamos visto ya tantas cosas terribles que podamos hablar de ellas con la naturalidad de un adulto, de un anciano, de un veterano de mil batallas. Pero es que los que hemos llegado a febrero de 1942, tras tantos meses de asedio, somos ya veteranos de al menos esas mil batallas. De lo contrario no estaríamos vivos.
—Tania escapó conmigo de nuestros captores —prosigo—. Allí nos habíamos conocido una hora antes. Huyendo de ellos nos topamos con una horda de Masticadores y con los zombies asesinos de la estación de Finlandia. Huimos de unos monstruos para precipitarnos en las fauces de otros peores.
—Los suburbios de la ciudad están fuera de la ley. No tenemos hombres ni recursos para proteger a aquellos que cruzan este puente —reconoce Anatoli—. Muy pronto nos prohibirán adentrarnos en el norte de la ciudad.
Va a añadir alguna cosa más cuando sucede algo increíble: vemos a un perro corriendo hacia nosotros.
Ya hace más de dos meses que no queda ni un solo perro o gato en la ciudad de Leningrado. Todos han sido devorados por sus dueños, por sus vecinos o por desconocidos. En muchos casos, algún amante de los animales que no estaba dispuesto a sacrificar a su animal de compañía, ha sido asesinado por sus vecinos y devorado junto a este. La presencia de un cachorro corriendo por las calles nos hace sonreír a todos, maravillados. Hay pocas cosas más hermosas en este mundo que el cariño cándido e incondicional de un perro de corta edad.
Dimitri, que es siberiano del este, del llamado Lejano Oriente, ama a los perros, especialmente a los Husky, que son originarios de esa región. Por ello acude corriendo el primero en dirección al cachorro que, luego de un instante de duda, se lanza al suelo y le muestra su barriga en señal de sumisión. Dimitri lo coge en brazos como si fuese un hijo. Se trata de un perro pequeño, nada que ver con los perros esquimales de las estepas siberianas. Debe pesar entre 6 y 7 kilos y medir dos palmos y medio. Un perro joven de menos de tres meses.
—Solo nos quedan cinco perros policías contando todas las comisarías —comenta Dimitri en voz alta—. Algunos murieron en acto de servicio y otros fueron raptados. Hace tiempo que no los usamos en ningún caso por miedo a que nos los roben. Creo que acabo de encontrar al sexto perro policía de la NKVD.
—¡Devuélvanos a nuestra cena! —le grita entonces un grupo de energúmenos que vienen corriendo desde el vecino Jardín de Verano, esquivando en su avance frenético majestuosas estatuas de inspiración italiana y sus pedestales.
—¡No, que no se coman a Prokofiev! —Exige en ese momento Tania, abalanzándose sobre el animal y colocando su manita, con muñeca de trapo incluida, en el lomo del perro. Este le lame el rostro.
Prokofiev es uno de los compositores rusos más grandes de todos los tiempos. Está aún vivo y es mundialmente famoso por «Pedro y el lobo». Nadie tiene idea de porqué razón la pequeña ha decidido llamar al perro con ese nombre. Pero todos, de forma inmediata, entendemos que es un nombre ideal. Aquella bestia ha dejado de ser un perro cualquiera que pueda servirles de cena a unos desconocidos. Ahora es nuestro Prokofiev.
—Os equivocáis amigos. Este es un perro policía —le dice Dimitri a los desconocidos, que han llegado por fin a nuestra altura, jadeantes y con una expresión airada en sus rostros.
Se trata de un grupo formado por cinco hombres y dos mujeres. Uno de ellos lleva la guerrera marrón larga, casi como una falda, propia de los oficiales soviéticos. En este caso, del cuerpo especial antiaéreo de artillería. Miles de hombres osados y valientes que están cayendo como moscas, puesto que tratan en vano de defendernos de las omnipresentes fuerzas aéreas alemanas. El oficial va armado pero nosotros somos muchos más y nuestras armas están desenfundadas, apuntando a los zombies cautivos. El hombre traga saliva y dice:
—Eso no es verdad. Es mi perro. El último que me queda de la camada. No quiero comérmelo pero mi familia se está muriendo de hambre y hoy meteré al perro en la cazuela. Nadie me lo va a impedir.
El sargento de la NKVD se separa del grupo y encara al artillero. Se miran a los ojos.
—Me llamo Anatoli Kubatkin y soy el hijo del jefe Kubatkin. Estás equivocado, amigo artillero. Ese de ahí es uno de nuestros perros policía y se llama Prokofiev. El animal del que me hablas, tu perro, ha escapado corriendo hacia los suburbios.
La mano derecha de Anatoli señala al distrito Viborg. Pero el artillero ni siquiera la está mirando. Ha oído el nombre del todopoderoso jefe de la NKVD en Leningrado, Petr Nikolaievich Kubatkin. Aunque el artillero sea teniente y su adversario un sargento mayor, si levanta una mano contra el hijo del jefe de la policía secreta, él y toda su familia estarán muertos antes de acabar el día. Puede tener hambre pero no es un idiota, así que se hace a un lado.
—Buscaré mi perro donde dices, sargento Kubatkin —musita, chirriando los dientes de pura rabia.
Cuando cruzamos el puente, el perro salta a los brazos de Tania, que lo coge con gran esfuerzo, no solo porque son muchos kilos para una niña tan pequeña, sino porque sigue sin soltar su diario ni su muñeca de trapo roja.
—¡Ay, estás muy gordo, Prokofiev! —Se queja la niña.
Y sin saber porqué, nos echamos todos a reír. No es solo por lo graciosa que está Tania carreteando al cachorro.
Resulta que es la primera vez que escuchamos la palabra «gordo» en meses.