—Aún no me has explicado si el sargento Kubatkin es mi abuelo.
El pequeño Anatoli había seguido con interés la historia de zombies de su abuela. No todo el rato hablaban de ellos, por supuesto. A veces solo iban en coche, cantaban canciones, ponían la radio o echaban una risas en el hotel donde habían decidido pasar la noche; mientras, continuaban su viaje hacia Moscú. Un viaje que hacía un rato tocó a su fin al llegar a las afueras de la capital por el distrito Mytishchinsky. Tal vez por eso, aprovechando la conclusión de aquella etapa y una pausa en el relato de la anciana, Anatoli había decidido que era el momento de volver a hacer «la pregunta».
—No es tan fácil como parece —respondió Catarina—. El sargento Kubatkin fue… él era… yo tuve que… él no…
Parecía un tanto aturdida, plantada delante de un letrero que titilaba sin pausa. «Hotel Perlovskaya», decía el neón, a golpes de luz y parpadeos. La anciana se acercó para revisar un segundo cartel, esta vez de cartón, donde se especificaban los precios de las habitaciones: 1500 rublos la individual, 2000 la doble, 3000 la de lujo.
—Aquí, donde ahora han levantado este hotel, estaba la «dacha», la cabaña donde viví con mis padres durante tres meses. Todo ha desaparecido. Nada se parece a mis recuerdos.
—Han pasado muchos años, abuela.
—Sí. Demasiados.
Catarina se volvió, señalando hacia una zona de tiendas que se abría longitudinalmente pasado el hotel, incluyendo cines, restaurantes y bolera. Más luces de neón que se reflejaban en los ojos de la anciana y parecían aturdirla todavía más.
—A lo largo de toda esta zona —anunció, con voz temblorosa— vivíamos 800 familias menonitas, 4500 almas. Fueron unos meses llenos de sueños y esperanzas. Pero al final, a mediados de noviembre de 1929, las autoridades decidieron que no había sitio para nosotros. Nos ordenaron regresar a Crimea.
Anatoli, que estaba buscando una excusa para volver a preguntar por su abuelo, dio un respingo, olvidando por un momento su curiosidad por aquel asunto.
—No iremos a volver de nuevo a Ucrania, ¿verdad? Otra vez varios días en coche para ir a aquel pueblo abandonado y…
—Para nada —le tranquilizó Catarina, levantando la mano—. Esos lugares ya los hemos visitado. No te preocupes. Lo que tenías que saber de Nikolaipol y Grigorevka ya te lo expliqué. Estaremos unos días por aquí, veremos la capital y luego cogeremos un avión en el aeropuerto de Sheremetievo en dirección a San Petersburgo. Yo también estoy cansada de conducir. Llegaremos pronto al final de nuestra odisea, tanto de la nuestra como la de mis personajes en la historia de zombies que te estoy contando.
Anatoli suspiró aliviado. La idea de volver a atrás para ver de nuevo las ruinas de la aldea natal de su abuela… ¡buf!, sencillamente habría sido demasiado para él. Además, ahora podría conocer Moscú, y luego ir a Leningrado y pasear por las mismas calles que su abuela transitó mientras luchaba contra zombies y Masticadores. Porque San Petersburgo era el nombre de la antigua ciudad comunista. Luego de la caída de la Unión Soviética, ya no tenía sentido una ciudad en honor al gran revolucionario que derrumbó el imperio de los zares. No, ya no había lugar para una ciudad de Lenin o Leningrado. Ahora volvía a llamarse como siempre, desde tiempos antiguos: San Petersburgo.
—¿Cuándo iremos a San Petersburgo?
—Pasado mañana. Cuando hayamos descansado y visitado algunos monumentos de Moscú.
—¿Y me contarás más de la historia de zombies?
—Poco a poco. Se acaba y si voy demasiado rápido llegaremos al final antes de que se acabe el viaje y te aburrirás.
Anatoli dio un brinco y se cogió del brazo de su abuela.
—Prefiero aburrirme pero saber ahora el final. Eso sí, no quiero más historias tristes y prefiero que haya grandes ataques zombies, hordas y más hordas de Masticadores, como en las películas.
—Pues en breve, precisamente, vas a saber del ataque zombie más numeroso de mi relato.
—Ah, genial, pero antes, una duda.
Anatoli no era tonto y sabía de sobras que no debía preguntar de nuevo por su presunto abuelo, el sargento Kubatkin. Catarina no quería explicarle lo que pasó o, al menos, no todavía. Pero había otra cosa que desde hacía rato le estaba provocando una cierta incertidumbre. No lo entendía.
—Sí, dime, Anatoli.
—¿Qué es un menonita? Siempre dices que eres menonita, que tu familia era menonita, que vivías en una comunidad menonita o que os llevaron a los menonitas allí, y luego para allá… En fin, pero nunca me has dicho qué es un menonita. Al principio pensé que la gente de Crimea son todos menonitas, o al menos los de la zona donde naciste. Pero me parece que es otra cosa.
Catarina hacía rato que esperaba aquella pregunta. De hecho, si el niño hubiese estado más atento a las historias de su familia, la habría hecho mucho antes. Ya era hora de que lo supiera. Al menos en parte.
—¿Conoces los Amish? ¿Esos de los sombreros y las barbas que salen en las películas americanas? ¿Los que viven como en siglos pasados, van en carretas y son pacifistas?
—Sí, claro.
—Pues los menonitas somos lo mismo. No creemos en el bautismo y tenemos comunidades en medio mundo, donde vivimos en granjas de una forma tradicional.
Anatoli la miró sin entender.
—Pero tú no puedes ser eso. Vivimos en un piso en Nizhni Nóvgorod. Tenemos televisión, microondas y…
—Sí, ya lo sé. Fui menonita pero hace mucho, cuando era niña. Abandoné la comunidad.
—¿Por qué?
Catarina compuso una mueca dubitativa. Meneó la cabeza. No, no era aún el momento de que supiese esa parte de su pasado. Y la respuesta quedó en suspenso, porque antes el pequeño Anatoli debía conocer el final de su historia de zombies. Y debía continuar por donde se había quedado, después de despedirse de Dimitri en el Hospital, camino del Zoológico y el final de su aventura.