26

Agotados, luego de huir a grandes zancadas hacia la costa, alcanzamos un viejo caladero en el extremo norte de la isla. Tania y Nina se tumban en la arena, con su perro tirado entre ambas, la lengua afuera pero moviendo el rabo. Es feliz, como en el fondo lo somos todos nosotros. Feliz de seguir vivo, de haber tenido fuerzas para solventar el penúltimo obstáculo de un largo trayecto que ya toca a su fin.

—¡Es por aquí! —grito, alborozada, precipitándome, a pesar del cansancio, hacia una pequeña ensenada donde puede entreverse la plataforma para atar los barcos y lanzar las redes de pesca.

Por alguna razón desconocida, todos reímos y echamos una última carrera, pero ya no es una carrera por la supervivencia, es una carrera hacia algo que intuimos puede ser un lugar real donde cobijarnos, no un sueño, no una quimera. El primer paso hacia el paraíso.

Completamente exhaustos, alcanzamos el amarradero, pero allí no hay ningún barco. La sensación de euforia, sin embargo, aún no ha desaparecido. La felicidad nos embarga, una sensación en el ambiente de dicha y plenitud. ¡Sí, es aquí, aquí, donde debíamos llegar! Este es el lugar que llevamos dos días buscando.

Me siento a contemplar el sol, que comienza a brillar en todo su esplendor y ciega los ojos. Pero no me importa. Las olas me rozan los tobillos. Por un momento, no parece que pueda existir realmente una guerra, ni asedio, ni asesinatos, ni Masticadores. Durante ese breve momento somos un grupo de amigos de vacaciones.

Pronto será la hora del bombardeo artillero alemán de cada hora en punto, pero ahora mismo parece más bien que estamos en el Océano Pacífico, en una playa paradisíaca, lejos de las absurdas inquinas de los hombres.

—Este sitio es muy bonito —dice Anatoli, tomando asiento a mi lado.

Sin mediar palabra, me atrevo a estirar la mano y busco de nuevo su presencia. Entrelazo mis dedos con los suyos, apoyadas las palmas de ambos en la arena. Esta vez, el serio y formal sargento Kubatkin no elude el roce de mi piel. Menea la cabeza y sonríe. A lo lejos, Tania y Nina juegan con nuestro perro y le lanzan un palo húmedo y lleno de arena que han encontrado junto a las rocas. Prokofiev ladra de felicidad y corre hasta el agotamiento resbalando y cayendo entre las olas, y emergiendo después convertido en una bola de pelo mojada. Consigue que todos estallemos en carcajadas.

Durante quince largos minutos, o tal vez demasiados cortos, el hambre que devora nuestros vientres parece no existir. Tampoco las desgracias que nos han sucedido y las que puedan suceder en el futuro. Vuelvo a creer que solo somos un grupo de amigos de vacaciones en una playa.

Y podría creerlo de verdad si no fuese completamente falso. Así que decido jugar mi última carta y sacar un tema de conversación que he ido soslayando durante todo nuestro viaje. Es el momento de la verdad.

—Creo que hay una razón por la que quieres salvarnos, una que no me has contado, Anatoli.

El joven policía no dice nada.

—No es solo porque tu unidad de Anti Masticadores haya fracasado a la hora de frenar el canibalismo. No solo porque quieres hacer algo bueno, algo que salga bien en medio de este desastre. Te sientes culpable de alguna cosa que no me cuentas.

Las olas van y vienen, de nuevo enroscándose en nuestros tobillos. Por un momento, me parece intuir en el rostro de Anatoli que teme que yo piense que él es el infiltrado, el espía alemán. Creo que no quiere hablar, pero finalmente decide explicarme algo que pocos saben en la ciudad.

—Me siento culpable, Catarina, pero no es por lo que piensas.

Le aprieto más fuerte la mano. Él me corresponde acariciándome con el pulgar, que mueve lentamente, de forma circular, sobre el dorso de mi mano.

—La gente no solo pasa hambre por culpa de los alemanes, Catarina.

—¿No?

En Leningrado hace tiempo corre un rumor, aunque acallado por el miedo a los informadores. Todos intuimos que las autoridades soviéticas tienen mucho que ver con nuestra desgracia.

—Stalin ha abandonado la ciudad a su suerte por razones estratégicas —me explica Anatoli—. Bueno, a la ciudad no, a sus ciudadanos. Podría haber conseguido más comida pero eso no le importa. Es una ciudad que no le gusta, un nido de intelectuales, afirma siempre en privado. Piensa que una limpieza de ratas tampoco es algo tan terrible.

—Ya entiendo.

—No, no lo entiendes, Catarina. Había grandes reservas de comida en las inmediaciones de Leningrado justo antes de que los alemanes cerrasen la primera línea del perímetro. Los alimentos se mandaron al este, como reservas para el esfuerzo bélico, para los soldados o para gente como nosotros, gente del partido, de la policía y la NKVD. Stalin ha abandonado a su pueblo en Leningrado. Los hombres de su confianza comemos a voluntad mientras las gentes en la calle se comen los unos a los otros. He ganado tres kilos durante el asedio. ¡Tres kilos, Catarina! Soy «carne bien cebada». Porque los amigos de Stalin tienen todo lo que quieren y, entre tanto, mi deber es frenar a unos caníbales que han perdido la razón por culpa de gente como nosotros, los líderes del partido y sus hijos, gente del entorno del Politburó y de Stalin.

—Todo eso no lo decidiste tú. Tenías dieciocho o diecinueve años cuando los altos mandos decidieron sacrificar Leningrado. Si eres de los afortunados que todos los días tiene un plato en la mesa, debes alegrarte por ti y por tu familia. Tú no le quitas el pan de la boca a nadie. Solo intentas hacer lo correcto, Anatoli. Siempre intentas hacer lo correcto.

—Y, sin embargo…

—Anatoli, tú no has traicionado a nadie —repito—. Stalin es el traidor. Ha traicionado a las gentes de Leningrado y a la madre patria rusa.

Aquella frase, en cualquier otro lugar, sería una sentencia de muerte para el que la pronunciase. Pero estamos en una playa, en medio de ninguna parte. Aquí, por un momento, podemos existir con una vana ilusión de libertad.

—Sí, es un traidor. Y yo soy uno de los que le apoyan.

Anatoli vuelve a tener los ojos brillantes. Como cuando rompió a llorar tras la muerte de Dimitri.

—Solo quiero que vosotras viváis, que no os muráis de hambre, que no os coman ni os volváis Masticadoras. Nada más. Luego podré volver a mi unidad; y seguiremos buscando a Comedores de Cadáveres y de Personas. Pero necesito saber que estáis bien. Por una vez quiero llegar a casa y poder dormir sin el peso de un nuevo cargo de conciencia.

Unos minutos más juntos, con las manos entrelazadas, y habríamos llegado a un entendimiento. Estaba muy cerca de convencerle de que me besase, de que debía olvidar aquella guerra y ser feliz a mi lado.

Pero entonces los acontecimientos se precipitaron.

—¡Un barco! —chilla Nina Pechanova. Apenas ha hablado más que con Tania en todo el rato que llevamos de camino, pero ahora da saltos y vivas y parlotea corriendo hacia las aguas, mientras señala una oscura embarcación que gira al fondo, en la línea del horizonte.

Aguardamos expectantes durante unos segundos mientras aquella figura va cobrando forma hasta aparecer la proa de una embarcación, apenas una barcaza, que avanza lentamente abriendo pequeños surcos de espuma. Se parece a esas pocas que, todos los días, luchan por romper el asedio alemán y traernos suministros: pequeña, rechoncha y con una camareta central.

—Pone «Catarina» en el casco —dice Anatoli, con un punto de sorpresa en la voz—. Tu tío le puso tu nombre al barco. Debe quererte mucho.

Yo asiento con la cabeza. En realidad, no conocía el nombre de la embarcación y seguramente han decidido llamarla así para que la reconozca más allá de toda duda. Pero no puedo explicarle eso Anatoli. No lo entendería.

—Ven conmigo —le pido entonces, estrechándole de nuevo la mano.

Anatoli tampoco la rechaza esta vez, pero me mira y se encoge de hombros, convencido de que no hay nada que pueda hacer. No está en sus manos aceptar mi petición.

—Tengo obligaciones aquí, en la policía de Leningrado, y si tu tío decide hacerse cargo de vosotras… bueno, yo habré cumplido mi objetivo. Podré regresar a la Gran Casa con mi padre. Hay muchas cosas que hacer en nuestra ciudad. Lo sabes de sobra. No es momento ahora de ser egoísta y pensar en uno mismo.

—Esta guerra está perdida, tú mismo lo dijiste en casa del violinista —le recuerdo—. No vale la pena luchar y ver morir de hambre a tus conciudadanos. Has reconocido hace un momento que Stalin es un traidor. No le debes nada. No le debes nada a este país. Ven conmigo y comencemos una nueva vida.

Anatoli libera por fin su mano de la mía. El tono de su voz es ahora más seco, pero todavía pretende ser dulce y comprensivo.

—Yo no te dije exactamente que la guerra estuviese perdida, te dije que íbamos a la deriva pero, pese a todo, al final, los rusos prevaleceremos sobre los nazis. Estoy desanimado por todo lo que he visto, pero soy un patriota, soy fiel a la Unión Soviética antes que a Stalin. Además, Catarina, eres una niña. Tal vez dentro de un tiempo, cuando acabe la guerra patriótica que libramos, cuando tengas algunos años más… Tal vez entonces podamos quedar para tomarnos algo y ver lo que sucede. No te puedo prometer nada. Porque aun en ese caso soy y seré muy mayor para ti. Pero podemos ser amigos.

Bajo la cabeza. Me siento triste. No solo porque aquella es una de las frases más odiosas con las que uno puede responder ante una persona que se muestra atraída por ti. Decir a alguien que «quieres ser solo su amigo» es una forma de rechazo que todos hemos sufrido alguna vez y es la más cruel de todas, porque a alguien al que detestas y jamás besarías al menos te da asco, y eso es un jodido sentimiento. Pero cuando alguien te importa tan poco que pretendes ser amable en lugar de cortante o insolente, es porque esa persona no significa nada para ti. Menos que nada: es una persona cualquiera, una de tantas que se cruza en tu vida y luego olvidas.

Aunque también me siento triste porque en ocasiones las cosas suceden de una manera que no debieran suceder y el sinuoso recorrido del destino te lleva a lugares por los que no quieres transitar.

Y esta es una de esas ocasiones.

Antes, sin embargo de que pueda responder a Anatoli, se escucha un chillido a nuestra espalda.

—¡San Nicolás Bendito! ¡Joder!

Prokofiev está tan nervioso tras los últimos juegos en la playa, que ha intentado coger el palo de la mano de Tania mientras esta miraba la barcaza que se acerca para salvarnos. Y le ha hecho un pequeño corte en el dedo, del que mana un hilillo de sangre. El sargento Kubatkin se acerca y mira la herida de la niña. Le da un beso en la yema del dedo.

—No es nada.

—¡San Nicolás Bendito! ¡Joder! —vuelve a decir la niña. Y sonriendo a Anatoli, añade—: Es que me duele mucho.

La barcaza está cada vez más cerca y unos marineros sacan unas cuerdas para atarla al amarradero. Anatoli contempla a Tania pensativo y le pregunta:

—Pasaste mucho tiempo con Dimitri. ¿No es verdad? Él te enseñó esa frase, sin duda.

Tania niega con la cabeza.

—No. La dijo Catarina cuando íbamos en el barco y zozobramos y nos caímos. Se dio con la escalera y gritó: ¡San Nicolás Bendito! ¡Joder! Yo nunca había oído esa palabrota. Fue entonces cuando Dimitri se echó sobre ella para… Bueno, ya sabes… para hacerle cosas de marido y mujer.

A pesar de que, a lo lejos, comienza a percibirse el cañoneo de la marina alemana y los primeros aviones de la Luftwaffe avanzan sobre Leningrado… a pesar de que el motor del barco puede oírse ya desde donde estamos… a pesar de que nuestros corazones laten intensamente… A pesar de todo ello, se hace un silencio absoluto a nuestro alrededor, uno que es capaz de anular cualquier sonido proveniente del mundo real. Un silencio ominoso y funesto.

Anatoli se muerde el labio inferior. Yo camino lentamente hacia donde están él y Tania.

—Esa frase la decía mucho mi madre —comento, muy tranquila, sabiendo que me ha descubierto—. Aunque he aprendido a disimular mi acento siberiano, lo cierto es que se me escapó una palabrota típica de mi región en mal momento. Y Dimitri se dio cuenta, tanto de la frase como de mi entonación, que en ese momento no supe disfrazar.

—Soy un imbécil —reconoce Anatoli tras unos momentos de silencio en los que, cabizbajo, parece reflexionar con los ojos cerrados—. No estamos buscando a un tal Ivan A. Ivanovich. La a, aunque la encontramos en un trozo aparte en la hoja rota del informe, no estaba en mayúscula ni llevaba un punto. Gorkshov usó la palabra «topo», una expresión que puede designar tanto a un hombre como a una mujer. Y el topo, el agente que el soldado que acompañaba a Gorkshov reconoció, era Ivana Ivanovich, una espía alemana de origen siberiano que anda por nuestra ciudad de incógnito.

Anatoli descuelga su arma y me apunta con ella. Tarda un instante en recordar que está encasquillada y no la ha reparado desde el incidente del cementerio. Ese instante me basta. Saco el punzón que utilizaban los caníbales para asar la carne en sus fogatas frente al cementerio. Sin mediar palabra, se lo clavo justo sobre la oreja para que alcance las zonas blandas del cerebro de forma mucho más rápida y eficiente.

Lo hago bien y el punzón entra hasta el fondo. Me enseñaron a conciencia cómo hacerlo durante mi entrenamiento en las SS.