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—¿Cómo se te ocurrió ponerle a la barcaza mi nombre?

—Pensé que así, señorita Werner, la reconocerías con facilidad.

Catarina Werner. Esos son mis verdaderos nombre y apellido, de antiguas raíces germánicas. Porque yo soy menonita, soy una alemana nacida en Rusia, y aunque el camarada Stalin me cambió el nombre a Ivana Ivanovich intentando convertirme en una puerca bolchevique, yo siempre seré alemana.

—¿Y ahora?

Todavía me encuentro en la cubierta del barco; contemplo la escalerilla que desciende hacia mi cuarto, donde por fin podré asearme, vestirme con ropa limpia y comer como es debido. Para mí, el asedio de Leningrado ha terminado.

—Ahora tienes que redactar tu informe —me explica Otto—. Tienes tiempo porque tardaremos un día en llegar a la costa y al menos cuatro más en alcanzar Praga. Allí nos esperan nuestros superiores.

El teniente Weilern camina ya en dirección al camarote del capitán, pero de pronto tiene una idea y se vuelve:

—Tú, que has estado en Leningrado y en la línea del frente, debes tener una opinión bien formada sobre un tema al que le doy vueltas. ¿Resistirán los rusos? ¿Caerá la ciudad? ¿Ganaremos la guerra?

Algo en la voz de Otto me suena extraño. No suena esperanzada, casi es como si deseara que yo le dijera que no la vamos a ganar, que los rusos son demasiado fuertes, que su moral es demasiado alta: que son invencibles. Mientras hablamos, a lo lejos se oye la radio, un programa alemán que informa del infierno que se está viviendo en las calles que yo acabo de abandonar:

«Sabemos que todo el mundo en Leningrado está muriendo de hambre. Tenemos agentes en la ciudad y nos llegan informes alarmantes acerca de casos descontrolados de canibalismo».

El informe de la radio prosigue, el tono de la locutora es triunfal. Está convencida que la otrora orgullosa urbe pronto va a caer. De pronto, esa misma locutora anuncia una entrevista sorpresa con un oficial ruso. Se trata de la diva de la radio alemana, Mildred Gillars, que luego de recomendar a los rusos y a los ingleses (a todos los que luchan contra los nazis), que se rindan, habla con un tal teniente Sokolovski. El hombre, con voz ronca reconoce: «La ciudad está en las últimas. Cuerpos putrefactos yacen en las calles y las gentes los usan como alimento. Los supervivientes de Leningrado se comen los unos a los otros y ya no hay esperanza para ninguna ciudad de la Unión Soviética».

—¿Ganaremos la guerra? —Repite Otto, mientras escucho la radio, un tanto ausente.

Su voz me despierta del ensueño.

—No lo sé —le confieso—. Hace un momento he tratado de convencer a un hombre al que había comenzado a amar, de que los nazis iban a vencer. Pero se lo dije para persuadirle de que me acompañase en este viaje, para que traicionase a los suyos como yo estoy haciendo ahora. Lo cierto es que los rusos se comen entre sí porque están dispuestos a cualquier cosa antes de rendirse. Y menos ante Hitler.

Me quedo pensativa un instante y miro hacia el sur, hacia el sector de Novgorod, acaso sin quererlo. Tal vez miro hacia el futuro, hacia la 250 división de infantería alemana, más conocida como División Azul. Tropas de origen español junto a las que en menos de un año estaré combatiendo, cuando estas avancen desde su posición actual en dirección a Leningrado. Porque mi destino es regresar, infiltrarme de nuevo en esta ciudad maldita… y de nuevo huir de los zombies que la devoran desde dentro.

Finalmente, levanto los ojos hacia el teniente Weilern.

—A veces creo que los rusos encontrarán la manera de derrotarnos. Sí, de alguna forma lo harán.

Otto, inexplicablemente, sonríe.

—Una noticia terrible —dice, sin abandonar su sonrisa—. Pero yo, en tu caso, no la incluiría en el informe que vas hacer para nuestros superiores. Limítate a explicar lo terrible que es la situación de Leningrado y lo baja que está la moral de las tropas soviéticas. Es lo que quieren leer, es lo que quieren oír. Y precisamente porque no quieren saber la verdad, tal vez perdamos esta guerra.

Otto Weilern se marcha. Yo me lo quedó mirando aturdida. Luego suspiro y comienzo a descender hacia mi camarote. Estoy demasiado cansada. El infierno de Leningrado me ha devorado físicamente, tanto o más que esos Masticadores y zombies que querían comerme.

Así, aunque no me falta ningún miembro, y aún respiro… por dentro me siento muerta, como si un Comedor de Personas me estuviese royendo las entrañas.

Me duelen las entrañas.

Lo primero que hago al entrar en mi habitación es vomitar durante media hora seguida. Y eso que apenas he comido un par de veces en varios días. Solo lo que pudo conseguirnos el sargento Kubatkin.

—Lo siento, Anatoli —repito una y otra vez, sentada sobre las losas del lavabo.

Y entonces me tapo la cara con las manos, avergonzada de mí misma.

Pero culpable o inocente, traidora o heroína del pueblo ario, una cosa tengo clara: seguiré luchando por destruir la Unión Soviética hasta la última gota de mi sangre.

Porque odio al camarada Stalin y le haré pagar por todo lo que me hizo.