24
—Debo regresar a la Gran Casa —dice de pronto Anatoli—. Mi padre me dio veinticuatro horas para dedicarlas a vosotras. Me dijo que debía volver a las diez de la mañana y son las tres de la tarde. Además, tendré que explicarle en qué circunstancias ha muerto Dimitri.
Estamos sentados en un banco, junto a la entrada del Zoo. No muy lejos, a nuestra izquierda, Nina y Tania juegan con uno de los monos que se ha escapado. Prokofiev da saltos a su alrededor y el mono le enseña los dientes, como advirtiéndole de que se meta en sus asuntos. Las niñas sueltan una carcajada.
—¿Las vas a dejar solas? —inquiero, volviéndome para mirarle directamente a los ojos.
—¡No! —Anatoli parece dolido por mi pregunta, pero luego su rostro se ensombrece. Y Tartamudea—: No, no… no sé. No sé qué hacer. Los servicios sociales… tal vez… Pero ambos sabemos que muchas niñas mueren de hambre antes de que los servicios sociales puedan hacerse cargo de ellas.
El sargento Kubatkin se echa las manos a la cabeza. Cruzando un puente podría abandonar la isla de Petrogrado y, a pocos kilómetros, encontraría el Bolshoy Dom, donde le espera su padre y sus obligaciones como Jefe de la unidad de policía Anti Masticadores. Pero Anatoli no está contento de sus tareas al frente de aquella unidad. Aunque no sea culpa suya, los casos de canibalismo se han triplicado, quintuplicado, tal vez incluso más… en cuestión de semanas.
No quiere volver, no al menos hasta que nos haya salvado. Si pudiera elegir, acaso tampoco regresaría aunque consiguiera milagrosamente encontrarnos familias de acogida a las tres.
Nos ponemos en pie y caminamos sin rumbo por la explanada. Anatoli avanza delante de mí, cabizbajo, ponderando la posibilidad de abandonarnos. Al fin y al cabo, no tiene otra opción. No es nuestra niñera. No tiene ninguna obligación (ni tampoco la posibilidad) de acompañarnos hasta que acabe el asedio, la guerra, nuestra infancia… Lo cierto es que no puede y nunca pudo hacer nada por nosotras y eso le está devorando por dentro. La muerte de Dimitri, absurda e indescifrable, ha terminado por derrumbar sus defensas. Se detiene delante de la verja del parque zoológico. El hipopótamo Belleza, que espera a su cuidadora, nos contempla con renovada indiferencia, tumbado en un bancal de arena, masticando un pedazo de hierba. Tal vez el último del día.
—En el fondo es una ironía que un hombre se esfuerce tanto por salvar a tres mujeres en un lugar como Leningrado —comento, sin sopesar demasiado mis palabras.
Anatoli esboza una sonrisa. Sabe de lo que estoy hablando. Y es que las mujeres somos las verdaderas salvadoras de esta ciudad. En primer lugar, nuestro cuerpo está mejor preparado para soportar el hambre o el dolor a nivel físico, ya que los hombres necesitan más calorías para que su metabolismo funcione. Y también somos más fuertes a nivel psicológico. Las hembras, desde la noche de los tiempos, se han sacrificado por la familia, por los hijos o por su marido. Cuando la primera fase del hambre extrema aparece, el macho se desmorona. Porque esa fase inicial y terrible… es la apatía. El hombre, acostumbrado a los esfuerzos físicos y no a los sacrificios en el seno del hogar, se siente vacío sin poder usar la fuerza para dar un golpe sobre la mesa y solucionar los problemas. La mujer, sin embargo, lucha de forma natural contra la apatía gracias a la abnegación de millones de mujeres que, antes que ella, se han sacrificado por su parentela y han dejado huella en el ADN femenino.
—Mira, Catarina —me señala Anatoli—. Precisamente están regresando a casa las Mujeres de Negro.
Siguiendo la línea del río Neva, sin haber dormido, avanzan incansables centenares de mujeres. Ha nevado mucho durante la noche y el suelo está blanco, apelmazado, resbaladizo. Así que arrastran sus trineos llevando agua y algo de comida, si han tenido suerte. Las llaman así, Mujeres de Negro, porque al anochecer se visten con ropa oscura para pasar desapercibidas en la penumbra. En grupos numerosos acuden al río más cercano y hacen un agujero en el hielo. Llenan varios cubos y regresan a casa con agua limpia para lavar las mejillas tiznadas de sus hijos, beber o cocinar. Hace tiempo que no hay agua corriente en la ciudad y la gente se muere tanto de hambre como de sed.
Aunque la tarea más peligrosa de las Mujeres de Negro es la búsqueda de comida. Ahí cobra un mayor sentido el nombre con el que son conocidas, porque, aprovechando el camuflaje de la noche y sus negras vestiduras, se arrastran como gusanos por los campos de patatas de las afueras de la ciudad. No pueden soportar que, mientras su familia se muere de hambre, haya cultivos pudriéndose en los sembrados porque nadie puede recogerlos. Así que, a riesgo de que la artillería alemana las descubra y las haga volar por los aires, se infiltran en los campos esperando que la oscuridad las salve. Muchas mueren, pero otras regresan a casa con agua y algunas patatas o coles medio podridas.
Ellas son las heroínas de Leningrado. Las mujeres. Las madres.
—Yo solo soy un hombre —reconoce Anatoli—. En nuestra ciudad los milagros solo los hacen las mujeres. Tal vez por eso he fracasado.
No respondo. Y caemos en un largo silencio, mientras vemos a las mujeres en procesión pasando con sus trineos delante de Tania y Nina, que están enfadadas porque los operarios del Zoológico han salido a recoger a los animales huidos. Les han quitado a su mono y Prokofiev, que salta a su alrededor, ya no les parece tan gracioso.
—Un tío mío tiene una barca de pesca. Mi familia ha pescado en el Báltico desde hace generaciones —comentó, rompiendo un silencio que dura ya demasiado.
Anatoli se vuelve con una ceja enarcada. Su rostro me está preguntando: ¿qué me quieres decir con eso?
—Lo que quiero decir con eso —respondo a esa pregunta jamás pronunciada— es que a mediados de cada mes hace una parada en los caladeros de la isla Krestovsky. De hecho, hacia allí me dirigía cuando me capturaron en el Distrito Viborg, conocí a Tania y luego a ti. —Sonrío a Anatoli, que me devuelve la sonrisa—. Mi tío no viene todos los meses y ahora, con la guerra y el bloqueo naval, dudo que pueda ni acercarse… pero me dijo la última vez que lo vi que trataría de llegar a todo costa.
—Estamos a mediados de mes —comenta Anatoli, con un hilo de esperanza en la voz—. Tal vez…
No acaba la frase. No quiere hacerse ilusiones y volverlas a perder, como todas las veces anteriores que ha fracasado durante estos dos días que llevamos juntos.
—¿Tu tío se podría hacer cargo, aparte de ti, de Tania y de Nina?
—Podría ser —aventuro, aunque en realidad no tengo la menor idea de si ellas pueden ser salvadas. Ni siquiera sé si yo podré ser salvada.
Anatoli inspira hondo, como si intentase coger fuerzas de flaqueza. En aquel momento, si alguien le asegurara que existe una pista de cohetes que puede llevarnos a la otra punta de Rusia haciendo escala en la luna, probablemente iría a visitarla. Prometió a su padre que se incorporaría al servicio hace ya muchas horas. Se le acaba el tiempo y las excusas. Además, la isla Krestovsky está al norte, a menos de diez minutos andando.
—Vayamos pues. Pero ya. No perdamos tiempo —nos ordena. Y se encamina hacia el puente que separa la isla de Petrogrado de nuestro destino.
Llamamos a voces a Tania y a Nina. Acuden corriendo, flanqueadas por Prokofiev, que ladra de felicidad por aquel nuevo episodio de lo que, para él, es una aventura fascinante. Antes de conocernos debía llevar encerrado semanas mientras sus dueños iban devorando a sus hermanos de camada. Ahora, su vida ha cambiado por completo y, pese a todos los peligros, está disfrutando de libertad y los mejores momentos de su corta vida. Ha hecho dos comidas en este día, vuelve a estar activo y los síntomas de fatiga que mostró ayer parecen haber remitido por completo.
—Lo siento —me dice Anatoli. En ese momento estamos caminando los dos juntos, con las dos pequeñas y el perro a nuestra izquierda, unos pasos por detrás.
—¿Qué es lo que sientes?
—Haber fracasado. No haber podido ayudaros. Perder el tiempo en quimeras que arrastraron a la muerte a mi amigo Dimitri. No se lo merecía, aunque perdiese la cabeza en el barco. Debería haberle inmovilizado y punto. Pero al ver que estabas medio desnuda, con él detrás y tú de rodillas… perdí la cabeza.
—¿No crees que fuera el traidor?
—Creo que nunca lo pensé en realidad. Creo que… nunca debí pensarlo siquiera. Habíamos pasado demasiadas cosas juntos. No fui un buen amigo. Caminamos a través del puente que separa las islas. Nunca he estado en Krestovsky, la más septentrional de las grandes islas que rodean Leningrado.
—Tú no has hecho nada mal —le digo entonces a Anatoli—. Has hecho todo lo que ha estado en tu mano e incluso más. Nadie puede arrepentirse de haber luchado hasta más allá de sus fuerzas.
—Alguien que fracasa en sus objetivos puede arrepentirse si le da la gana.
—Tal vez nunca fueron posibles de alcanzar esos objetivos.
—Entonces eso dice todavía más en mi contra. Soy un imbécil y un idealista, y también un incompetente. Un imbécil idealista es, en el fondo, el peor tipo de incompetente posible, porque emprende acciones condenadas al desastre, y arrastra a los demás en su locura.
Pongo mi mano derecha sobre el dorso de su mano izquierda. La acaricio. El sargento Kubatkin se detiene y aparta mi mano con dulzura pero a la vez con firmeza.
—Tienes 15 años, Catarina.
—Cumplí 16 por la mañana, hace unas horas. Ya te dije que era hoy —miento de nuevo, esperando que me crea.
—Aún así eres demasiado joven. —Anatoli sonríe tristemente—. Y yo mismo me siento demasiado viejo y demasiado cansado.
—¿Cuántos años tienes? ¿Veinte? Nadie está cansado a tu edad. Y solo me llevas cuatro años.
—Pero es que yo estoy, mucho más que cansado, agotado, Catarina. Quizás por eso cuatro años me parecen demasiados.
Pero advierto un brillo de luz en los ojos de Anatoli. Sé que le gusto, que me encuentra atractiva y deseable. Y si no fuese una niña abandonada y asustada en medio de una guerra. Si me viera como la mujer que soy, tal vez…
Esta maldita guerra está llena de demasiados «tal vez».
—¿El caladero en el que suele parar tu tío, dónde está?
El momento mágico ha pasado y yo lanzo un breve suspiro.
—Está pasado el cementerio de Serafimovskoye. Al otro lado de la costa.
Nuestros zapatos repiquetean sobre las últimas planchas del puente cuando reanudamos nuestro camino. Pronto acabará nuestra odisea. Aunque nosotros, en ese momento, no podemos imaginarlo.