25
Inicialmente, para los criminales del cementerio de Serafimovskoye no representamos una amenaza. Ello son cinco, sentados en torno a una hoguera delante de la verja de una capilla privada, en la parte externa del Camposanto. Están asando alguna cosa al fuego. Hasta nosotros llega el olor de la carne chamuscada en un pequeño punzón que cada uno de los asesinos lleva en la mano. Lo acercan al fuego para, después de cocinada la carne, llevársela a la boca.
—¡Ey, vosotros, marchaos si no queréis tener problemas! —Nos aconseja un hombre muy alto de aspecto fiero, al que le falta un ojo. Enarbola uno de los punzones de asar carne, uno de esos espetones diminutos e improvisados de los que se están valiendo para almorzar.
Y es que, como antes he anticipado, de inicio nuestro grupo no les parece una amenaza. Dos niñas pequeñas, una adolescente y un hombre encorvado que camina arrastrando los pies, mirando al suelo, concentrado en todo el dolor y la rabia acumulados en los últimos dos días. Pero ese hombre que de inicio les ha parecido alguien diminuto, el tipo de persona acobardada por el hambre y las privaciones, de esas a las que aquellos asesinos alejan fácilmente todos los días… de pronto se transforma.
Anatoli contempla aquel grupo extraño, variopinto, y rápidamente intuye que algo terrible está sucediendo. De pronto, ya no está encorvado, ya no es un remedo de sí mismo y vuelve a ser el sargento Kubatkin. Un oficial de la NKVD que descuelga del hombro su rifle y se acerca al hombre que acaba de hablar. Le apunta al pecho.
—Tú, dime inmediatamente qué demonios estás comiendo y de dónde has sacado esa carne.
Como no responde, Anatoli golpea con la culata al hombre en la cabeza. La sangre mana de su ceja izquierda y el tuerto, lanzando maldiciones, tira la carne al suelo. Pero no dice nada.
Poco después, los cinco asesinos están de rodillas con las manos detrás de la cabeza. Anatoli registra sus posesiones, pero sin dejar de apuntarles. Nos pide que le ayudemos y las pequeñas y yo nos ponemos a revolver las pertenencias de los sospechosos.
Descubrimos que dos de las mujeres llevan sendos sacos con el cuerpo de tres niños recién nacidos o de muy pocos meses de edad. Los hombres, por su parte, tenían guardadas unas palas con las que pensaban desenterrar, como han hecho las mujeres, cadáveres recientes para alimentar a los suyos.
Finalmente, ante el aluvión de pruebas, los criminales han comenzado a hablar. Y piden perdón, se lamentan y reclaman clemencia del policía.
Anatoli les interroga de forma rápida, recoge su documentación y descubre que la primera mujer se ha quedado sola en la ciudad. Su marido está en el frente y no tiene con qué alimentar a su hija de 18 meses y a una adolescente de 16 años. La otra mujer es su prima, sin pareja ni techo, y también hambrienta. Dos de los hombres también son familia y eran carpinteros antes del asedio. Ahora se han quedado sin trabajo, sin comida y están desesperados. El quinto hombre, el tuerto, es un trabajador de una factoría cercana que se dedica a la necrofilia. Desentierra cadáveres para fornicar con ellos y luego sus dos amigos se los comen. Todo el mundo tiene su parte del pastel. Hasta una semana atrás no se conocían, pero sus actividades delictivas comunes en el cementerio les han hecho amigos y cómplices. Ahora compartirán el mismo castigo.
—Tiene que comprenderlo —dice el necrófilo, relamiéndose, sin el menor atisbo de culpa ni rubor por lo que acaba de confesar—. Todos tenemos necesidades.
Anatoli comprueba cuantas balas le quedan en el cargador que le dieron en el campamento Zvanka. No son muchas. Le conozco ya lo suficiente como para saber lo que está pensando.
—Llama a la Guardia del cementerio y que ellos se hagan cargo —le susurró al oído, mirando de reojo a aquellos cuatro profanadores y al necrófilo. Todos continúan de rodillas, tiritando de miedo y de frío.
—No quiero —responde Anatoli—. No lo haré. En realidad, les hago un favor.
El sargento Kubatkin da un paso al frente y dispara al primer hombre en la cabeza. De inmediato, sin pausa, dispara al segundo. La mujer más joven intenta incorporarse pero recibe un balazo en el cuello y cae de espaldas. Mientras se contorsiona, entre los estertores de la muerte, su prima se vuelve para socorrerla. Ni siquiera se ha parado a pensar en su propia seguridad. Tal vez fuera una profanadora de tumbas y una caníbal, pero quería a su prima. El disparo le entra por la sien, destrozándole la dentadura. Avanzando en ángulo descendente ha salido por su pómulo izquierdo, lanzando una lluvia de dientes. Acaba retorciéndose junto a su familiar y compañera de delitos.
El último de aquella banda, el necrófilo, es el más inteligente, probablemente el menos hambriento y el más motivado. Su crimen no ha sido fruto de la desesperación sino de la maldad, de un ansia privada que nada tiene que ver con el hambre. Se levanta y echa a correr. Anatoli reacciona tarde y el hombre zigzaguea. La primera bala se incrusta en un árbol. Luego, el sargento apunta con más cuidado, prevé el movimiento oscilante del hombre y consigue darle en la base de la espalda.
Tania y Nina están chillando cuando Anatoli se acerca para rematar al necrófilo. Aprieta el gatillo pero el tambor comienza a girar sin que ninguna bala salga disparada del cañón. Se ha encasquillado el rifle.
—Y ahora qué harás, cabrón —murmura al necrófilo y se echa a reír. Luego intenta escupir a Anatoli, pero apenas le sale un hilillo de baba manchado de sangre.
El sargento Kubatkin le da la vuelta a su arma y alza el brazo mientras la empuña, como si fuese a rematarlo a golpes. De hecho, es un experto en la lucha cuerpo a cuerpo, algo necesario para servir en la unidad Anti Masticadores. Pero levanta la vista y ve a un grupo heterogéneo de famélicos que avanzan desde la verja del cementerio. Por un momento, piensa que son los guardias, pero nadie vigila ya aquel lugar más que un par de veces al día. Todo el mundo sabe que esté infestado de asesinos, de caníbales y de zombies.
—Te he dado en la columna vertebral —le explica Anatoli—. Creo que te he dejado impedido. No sé si de por vida, pero sin duda temporalmente. De cualquier forma, aunque pudieras salir adelante, tengo mis dudas de que volvieses a andar. Lo que está claro es que no te vas a mover de ahí. Y creo que con eso ya he firmado tu sentencia de muerte.
El sargento Kubatkin echa a correr en nuestra dirección y nos indica con aspavientos y gestos exagerados que le sigamos. Yo comienzo mi carrera sin dilación, pero vuelvo la vista un instante para entender lo que está sucediendo. No son guardias los que vienen desde el cementerio sino al menos un centenar de Masticadores. Tal vez doscientos. Gente que lleva horas vagando sin rumbo buscando un trozo de carne, pero que no tienen la fuerza suficiente para saltar la verja y desenterrar a los cadáveres que aún no han terminado de pudrirse. Llevan mucho tiempo en las inmediaciones, demasiado débiles para enfrentarse a aquellos asesinos que comían carne humana al espetón. Pero, como los buitres o las hienas, son capaces de olisquear a las presas más débiles, y no son tan tontos como para pasar de largo de un hombre inmovilizado que se desangra en el suelo.
—¡Hijo de puta! ¡No me dejes aquí! —grita el necrófilo.
Pero nosotros ya no le escuchamos. Recojo del suelo uno de los punzones que usaban los asesinos para asar carne y me lo guardo. Luego continúo mi carrera. Si me rodea un grupo de aquellos Comedores de Cadáveres, al menos podré repartir un par de puñaladas antes de que me asesinen.
Por suerte, es una precaución innecesaria. Los Masticadores son lentos y, después de entretenerse brevemente con el necrófilo, aunque se vuelven hacia nosotros, ya estamos tan lejos que la mayoría ni siquiera intenta perseguirnos. Los líderes de la manada se alimentan del desgraciado mientras el resto regresan a la verja del cementerio. Unos pocos nos siguen, caminando despacio. Los Masticadores nunca tienen prisa.
Y el resto de caníbales se limita a contemplar a lo lejos las tumbas, esas preciosas tumbas repletas de carne reciente, solo un poco putrefacta, una carne maravillosa que querrían degustar con sus dientes y su paladar atrofiado por los meses de privaciones. La mayoría, sin embargo, aún en su locura, son conscientes que ellos mismos serán en breve carne que se pudre en ese cementerio. Mientras aúllan soñando con esas deliciosas chuletas de ser humano que no están a su alcance, uno de los Masticadores cae muerto de inanición. Sus compañeros se abalanzan sobre él y lo devoran en menos de un minuto.
Es el destino del masticador, comer o ser comido.
Es el destino de todos nosotros, los habitantes de Leningrado.