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El despacho del jefe regional de la NKVD está repleto de fotos del camarada Stalin. El camarada Stalin con traje de gala mirando hacia el horizonte, en dirección a ese futuro dorado que nos ha prometido. Y también el camarada Stalin fumando junto a Lenin, el fundador de nuestra sagrada Unión de Repúblicas Soviéticas. Y el camarada Stalin saludando con la mano en alto a la plebe. Y el camarada Stalin delante de unos micrófonos, dando uno de sus interminables discursos. Incluso hay una foto del propio teniente general Petr Kubatkin dando la mano a Josef Stalin y sonriendo de oreja a oreja. Me quedo mirando esa última foto del padre de la patria, colocada estratégicamente para ser vista por todo el que entre. Así, cualquier visitante rápidamente comprende que el jefe de la NKVD tiene amigos en las más altas esferas. El marco se halla junto a la ventana y observo a través del cristal que un gentío cada vez más numeroso esta convergiendo hacia las puertas de la Gran Casa. Superan una de las grandes piezas de artillería antiaérea situadas en una plaza cercana y avanzan ciegamente, con los puños cerrados, la rabia tiñendo sus rostros de escarlata.

Por un momento, me pregunto si debo avisar a Anatoli, pero tengo miedo de abrir la boca y de que me hagan callar, porque para él solo soy una niña tonta de 15 años. Alguien que debe permanecer en silencio y en segundo plano, mientras los adultos toman las decisiones. Así que vuelvo a mi sitio al lado de Tania, que habla sola y da besitos a su muñeca de trapo. Yo le doy a ella un beso en la mejilla y nos damos un abrazo.

—Todo ha salido bien —dice Tania.

—De momento ha salido bien —la corrijo—. Veremos cómo acaba todo.

Me vuelvo hacia los adultos, esos que toman las decisiones por nosotras, e intento espiar su conversación. Por lo visto, se han olvidado «esas dos niñas pequeñas» y hablan como si estuvieran a solas. Tan poco contamos para ellos.

—Hay otra cosa de la que quiero hablarle, teniente general —dice en ese momento Anatoli. Por un momento, se detiene y parece reflexionar. Luego se vuelve hacia Dimitri, que ha ascendido desde las celdas con nosotros, siempre dos pasos detrás de su sargento, como un fiel guardián. Entonces añade—: Cabo Konashenkov, si es tan amable hágame todo el papeleo de las detenciones de la estación Finlandia. Ya sabe: los dos camiones perdidos, el ataque de los zombies y los Masticadores, todos los detalles pertinentes. Es para mandarlo al camarada Beria.

Todas las actividades de la NKVD en Leningrado deben ser reportadas por duplicado, una copia para los registros de la Gran Casa y otra para Laurenti Beria, el todopoderoso director general de la policía secreta y al que todos, incluido el teniente general Kubatkin, tienen un miedo cerval. No en vano es la mano derecha de Stalin y el torturador más famoso de toda Rusia.

Cuando su segundo abandona el despacho, Anatoli da un paso hacia su padre y le musita:

—Gorkshov está muerto.

El rostro de su padre se contrae de sorpresa y aflicción. Es uno de sus mejores amigos y uno de los contactos más valiosos que tiene en el Politburó. Anatoli le tiende los restos del informe chamuscado que rescató de entre las llamas en el distrito Viborg, luego que la artillería alemana destruyera el vehículo en el que había llegado Gorkshov. El político pretendía informar de la presencia de un espía alemán entre los hombres de Kubatkin. Mientras su padre lee, Anatoli añade:

—No sabemos gran cosa del espía salvo que probablemente se llama Ivan A. Ivanovich.

—¿Ivan Alexeievich Ivanovich, tal vez?

—Tal vez, y tal vez no. Aleksándrovich, Alexeievich, Arkady… Esa «a» puede significar cualquier cosa. Eso, si he conseguido ordenar bien las letras del nombre, porque estaban apedazadas. Además, aunque estuviéramos en lo cierto y su nombre completo fuera Ivan Alexeievich Ivanovich… hay miles, tal vez decenas de miles de Ivanovich en Leningrado; seguramente no pocos con ese nombre de pila. Eso si lo sigue utilizando y no ha tomado otra identidad.

—En otro fragmento del informe —comenta el teniente general, inclinándose sobre una página— se dice que habla alemán a la perfección. Eso no es muy común.

—Si se ha infiltrado entre nuestros hombres bien podría fingir que no sabe ni una palabra de alemán. Incluso reconocer que lo hable le haría sospechoso. Ese dato no nos sirve para encontrarle.

Petr asiente distraídamente y sigue leyendo. Con esfuerzo entresaca algunos fragmentos más del informe. El teniente general hace un par de llamadas y descubre que su amigo Gorkshov acudió desde el frente de batalla después de que un contraespía ruso hubiera descubierto la identidad del infiltrado. Se tardarán días en tener una copia del informe porque en el lugar donde tuvo lugar la reunión con el contraespía, las divisiones rusas están luchando duramente con la punta de lanza de las tropas del general alemán Manstein. El jefe Kubatkin consigue saber, sin embargo, que Gorkshov pasó por el campo militar de Zvanka, en el sur de Leningrado, antes de ir a buscar al infiltrado. Es una información que hay que tener en cuenta porque Zvanka está mucho más cerca.

—Me preocupa sobre todo este párrafo —dice entonces Anatoli, cambiando de tema y señalando la parte inferior de la página tres, una de las más chamuscadas.

—Sí —reconoce su padre—. Yo también me he dado cuenta que dicen que es de origen siberiano. Y sé bien que el único siberiano de tu unidad es Dimitri.

—Así es.

—¿Y pondrías la mano en el fuego por Dimitri?

—La pondría sin dudarlo.

—¿Y la dejarías cuando comenzase a arder?

Anatoli guarda silencio y su padre se muerde el labio inferior.

—Este es un asunto complicado. Perfectamente el espía podría disimular su acento siberiano, si es que lo tiene. Si habla perfectamente el alemán probablemente haya vivido un tiempo en Alemania y puede haber perdido el acento ruso. También podría imitar la forma de hablar de cualquier otra nación de las que componen la gran Unión Soviética. Estos espías son muy hábiles, por eso son elegidos para estas misiones. Por lo tanto, no podemos descartar a Dimitri pero tampoco a ningún otro miembro de tu unidad. ¿Recuerdas qué dijo exactamente Gorkshov cuando apareció en el distrito Viborg mientras luchabais contra los zombies?

—Sencillamente, gritó algo sobre detener al infiltrado alemán y señaló en nuestra dirección, sin que quedara claro a quién se dirigía. Allí estábamos todos los policías de la unidad, incluidos rehenes, los detenidos, un montón de cadáveres…

—Ya…

El teniente general se queda en silencio mientras parece estar sopesando alguna cosa. Anatoli parece adivinar el rumbo de sus pensamientos:

—Yo también nací en Siberia, padre.

—Bueno, eso qué más da. Yo estaba destinado en Novonikoláyevsk por entonces y, aunque hayas nacido Siberia, dudo que ningún informe hablase de ti, aunque fueras un espía, describiéndote como siberiano. A los tres meses me habían destinado a Moscú para… Bueno, ¡de qué tonterías estamos hablando! Tú no eres ni nunca has sido siberiano: tú eres mi hijo y de ninguna manera un espía.

—Pero hablo alemán.

—Lo hablas bastante bien pero de ninguna manera perfectamente como dice el informe. ¡Demonios! Deja de decir tonterías y de confundirme para que no sospeche de Dimitri.

El teniente general dio un puñetazo en la mesa.

—Has acertado, padre —dice entonces Anatoli, con una sonrisa de oreja a oreja—. Solo quería demostrarte que todos los miembros de mi unidad somos sospechosos, incluido Dimitri y hasta yo mismo. Tal vez debieras retirarnos del servicio y que nos interroguen uno por uno para…

La puerta se abre con estrépito. Dimitri entra en el despacho con tanto ímpetu que el cristal de la parte superior de la puerta se resquebraja al rebotar la madera contra la pared.

—¡Nos atacan! ¡La turba nos ataca!

Afuera se oye el rumor embrutecido de un millar de voces roncas y, de fondo, gritos de otros miembros de la NKVD, que anuncian:

—¡La gente de Leningrado está atacando la Gran Casa!

El Bolshoy Dom no solo es la sede de la policía secreta, de la milicia local y otras organizaciones ligadas al poder. También es un almacén de pan, de grano y de cereales. ¿Qué lugar más seguro para guardar los últimos víveres que hay en la ciudad que donde se hallan los soldados, los rifles y las armas? Las autoridades piensan que aquel tesoro está seguro en la Gran Casa, que los policías evitarán que una población hambrienta intente hacerse con aquello que necesitan para llenar sus estómagos vacíos.

Pero tal vez ha sido una presunción demasiado simple.

Porque la población de Leningrado está desesperada, las raciones cada vez son más pequeñas y hay semanas enteras en las que no se distribuyen cupones para las cartillas de racionamiento que, además, apenas repartían dos rebanadas de pan por persona hasta ese momento. Desde el principio de febrero, las autoridades han estado a punto de perder completamente el control de la ciudad. El canibalismo es solo un resultado más de la falta de respeto por las normas sociales. Las gentes se han convertido en animales y su propia vida ya no tiene importancia. Si tienen que morir de hambre que sea luchando por dar de comer a sus hijos.

Así pues, el caos más absoluto se apodera de la Gran Casa. Se oyen disparos. Los grandes ventanales de estilo futurista estallan en pedazos. Un cóctel molotov atraviesa el alfeizar más cercano y el despacho del teniente general comienza a arder. Salimos a la carrera y nos enfrentamos al caos en las oficinas de la NKVD, donde nadie sabe qué hacer y todo el mundo da órdenes contradictorias.

—¡La turba ataca la Gran Casa! ¡Los ciudadanos de Leningrado se han vuelto locos!

Tal vez esa es la explicación de cuanto sucede. Sencilla y llanamente. Se han vuelto locos.

—¡Cuidado!

Por doquier suenan los disparos y un cañón ladra a lo lejos. Desde el tejado se abre fuego contra la multitud pero centenares, ¡no!, miles de ciudadanos están atacándonos con palos, con piedras, algunos con armas. La sede central del poder en la ciudad ya no es respetada por los ciudadanos de Leningrado.

El caos que temía el teniente general nos ha alcanzado por fin.

Luchando contra ese caos, la guardia de la entrada ha muerto defendiendo el perímetro de la Gran Casa. Unos hombres han cortado sus cabezas y las exhiben ante la muchedumbre. Se escuchan vítores. Un grupo de guardias armados con metralletas alejan a la primera línea de la horda asesina, pero solo son seis hombres y la turba no se frena, a pesar de que las balas crean regueros de sangre y una orgía de cuerpos amontonados. Otros cien, doscientos, otros mil hombres atacan con renovada determinación y el pelotón de guardias armados es engullido por la multitud.

—Bajemos, hijo. ¡Por aquí! —Ordena el jefe Kubatkin.

De pronto, estamos cerca de la entrada del primer piso. Los últimos guardias y policías han creado una barricada desde la que están intentando en vano frenar a los asaltantes. La barricada está formada por sillas, mesas, estanterías, puertas sacadas de sus goznes, percheros y archivadores. Algunos hambrientos han saltado ya las defensas y corren hacia los almacenes buscando la comida que necesitan sus hijos. Por el camino asesinan a administrativos y secretarias. A cualquiera que les sale al paso.

Ni siquiera son Masticadores, ni zombies, ni delincuentes. Son trabajadores de las fábricas, son amas de casa, con los ojos inyectados en sangre, los puños cerrados, los vientres vacíos.

—¿Qué hacemos, sargento? —inquiere Dimitri, mientras dispara la última bala de su subfusil, que impacta de forma certera en el ojo de un asaltante que se hallaba en la cima de la barricada. El hombre cae hacia atrás clavando el pico que llevaba en la mano en el asaltante que lo seguía. Ambos caen muertos, pero tras ellos avanzan un grupo tras otro de hambrientos. Es una horda sin fin.

Anatoli no tiene tiempo de responder. El teniente general Kubatkin levanta la voz y grita a quien quiera oírle:

—¡Retirada! ¡Retirada! ¡Que todo el mundo abandone la Gran Casa!

Las puertas traseras del edificio se abren y salimos a la calle mientras tabletean las últimas ametralladoras para crear un corredor seguro por el que podamos huir. Mientras corro, noto que algo o alguien me araña las piernas. Luego una lengua que me roza los muslos.

—¡No! ¡No! —grito, convencida de que las uñas de un zombie Come Personas me están intentando asir de los tobillos. Sé que van a comerme, que tras la gente de la calle, una hueste de zombies han entrado en el edificio y están devorando hasta el último de los supervivientes.

Sin dejar de correr, vuelvo el rostro hacia mi atacante. Aliviada, me detengo y me inclino para que mi perseguidor me lama la mano.

—¡Prokofiev! ¿No te estaban adiestrando para ser perro policía?

Cuando entramos en la sede central, los de la unidad canina se hicieron cargo del animal, pretextando que Dimitri les había dicho que ahora era el sexto perro policía de la ciudad. Pero parece que nunca ha llegado a convertirse del todo en miembro de la milicia o de la policía secreta. Durante el ataque le han dejado solo y ha decidido ir a la búsqueda de aquellas que considera sus amas: Tania y Catarina. Por suerte para él, las ha encontrado antes de que algún grupo de hambrientos se lo comiera.

—¡Vamos, niñas! ¡Vamos!

Anatoli corre campo a través. Le siguen unos pocos policías, un grupo de secretarias asustadas y los restos de la Guardia de la Gran Casa. Habrá que llamar al ejército para restaurar el orden. Eso si es que en Leningrado se puede todavía restaurar el orden.

Con ese pensamiento en mente, cojo la mano de Tania y echo a correr tras el sargento Kubatkin. Prokofiev nos sigue la mar de contento, convencido de que es un juego.

Pero no es un juego. De hecho, hoy no habrá tiempo para juegos. Aunque apenas hace una hora que ha amanecido… nuestros problemas no han hecho más que empezar.