CAPITULO XII

El coronel Albert abandonó a toda prisa la plataforma, y fue en pos de la Breda y la Cela que llevaban inconsciente a Carol. Tenía que evitar, a toda costa, que la sometieran a aquel diabólico procedimiento.

En su precipitación, casi se dio de narices con ellas en un cruce de pasillos. Simuló no darse cuenta de su presencia y, cuando hubieron pasado volvió sobre sus pasos, viendo cómo se introducían en una puerta simulada, al lado mismo de la que daba acceso a la factoría.

La puerta se cerró, pero a su agudeza no pasó por alto un resorte secreto que se tenía que presionar, y se introdujo en un amplio pasillo, donde existían dos grandes puertas y una más pequeña al fondo.

Le favoreció la circunstancia de que aquel lugar estaba poco iluminado; de lo contrario, le hubiera descubierto una de las muchachas que llevaban a Carol, cuando se volvió para mantener la puerta pequeña abierta y permitirles el paso.

Al cruzar las puertas grandes, a través de una se oían voces, y de la que caía a su derecha, un zumbido amortiguado.

Prescindió, de momento, de averiguar lo que ocultaban, y atravesó la puerta pequeña, desembocando en una rotonda, poblada de puertas esmeriladas, rotuladas con un número.

Desde una de ellas, concretamente la número cuatro, se oían voces. Escuchó, y pudo enterarse de lo siguiente:

—Doctor, órdenes de la jefa para que someta a estalactización a esta chica, y que lo haga inmediatamente.

—Eso es imposible, tengo a cuatro en danza. ¿Qué se ha creído Asil? No somos máquinas, y todo ello ha de seguir un regular proceso.

—Nos ha dicho que ha de ser enseguida.

—Esa mujer no sabe de qué va. Protestaré ante Telecio de su ineptitud —manifestó el doctor.

Unos pasos precipitados hicieron abandonar el puesto de escucha a Albert, y vio cómo aparecía Asil.

De un empujón, abrió la puerta y, antes de que se cerrara, pudo oír:

—¿Quién es el inepto, imbécil? Cumple mis órdenes, si no quieres que te someta, con mis propias manos, a lo que tú has hecho tantas veces.

La voz del doctor, con marcado acento de terror, manifestó :

—¡No! Tú eres incapaz de hacer eso, no sabes. Se lo diré a Telecio.

Unas carcajadas antipáticas, y a continuación:

—¿Sabes lo que ha sido de Telecio? Esa que tienes ahí se ha encargado de hacerle pagar su necedad. Ha muerto desnucado Y ahora, la única que manda aquí soy yo. ¿Te enteras, inútil carcamal?

Se produjo un silencio, producto del impacto de sus frases, y Asil tomó de nuevo la palabra:

—Esa que ves, no solamente ha matado al gran genio de Telecio, sino que ha transmitido un mensaje y, de no haberme enterado de ciertas cosas, caeríais en manos de los terrícolas, y presiento que no lo pasaríais muy bien.

—De acuerdo, como digas. Que la lleven a la cantina número diez, y comenzaré el proceso —contestó el doctor mansamente.

—Eso está mejor. ¡Lleváosla!

Albert corrió, con todas sus fuerzas, para hallar la mencionada cabina, y se introdujo en ella.

Cuando llegaron Breda y Cela, conduciendo a Carol, ambas se vieron asaltadas por un hombre que, de sendos y certeros golpes, las dejó inconscientes.

El coronel, con una actividad febril, procedió a desnudar a Cela, que era la que más se parecía a Carol, y luego, quiso hacerlo con ésta misma, para cambiar su indumentaria.

Estaba desabrochando su vestimenta, cuando Carol volvió en sí y, al darse cuenta de lo que pretendía, le espetó, tratando de cubrir su iniciada desnudez:

No solamente eres un despreciable traidor, si no un indecente aprovechado.

—Carol, te suplico...

—¡No me toques!

Ella se hizo hacia atrás, tapándose, mientras el coronel se le acercaba más y más.

—Es preciso que cambies tu indumentaria con la de esta chica. Corres un grave peligro.

—¿De quién...? —preguntó, irónica—. ¿No será más bien de ti?

—Carol, te lo ruego. No estamos para perder tiempo.

—Tú eres el que no está perdiendo el tiempo. ¡Me voy!

—¡Quita, insensata! —casi le gritó el coronel.

Mas no le hizo caso; quiso salir, y Albert la atrapó con fuerza. Carol se debatió para librarse de la férrea presa, pero cuando el coronel apoyó las yemas de los dedos índice, anular y corazón a la altura de la víscera cardíaca, su resistencia cedió.

Sus facciones fueron cambiando paulatinamente. Su expresión de belleza enfadada se fue convirtiendo en serena admiración, y por fin pudo balbucear:

—El «vejete Sam», como de costumbre, nos ha hecho una de las suyas.

—Exacto, Carol. Es muy peculiar en él.

Un gran gozo invadió a la muchacha, al saber que Albert era un miembro más de la Organización de Sam y, sin poder retener por más tiempo su oculto amor hacia el coronel, rodeó su cuello y besó sus labios.

Albert correspondió a la caricia, para luego apremiarla :

—Carol, cambia tu vestido por el de Cela. Tenemos el tiempo limitado.

El se volvió de espaldas, y la joven procedió a efectuar el cambio, diciendo, cuando hubo terminado:

—Ya está. ¿Qué hacemos con esa otra chica?

—La pondremos en la cabina ocho. Tardará en volver en sí.

La trasladaron a la número ocho que, por suerte, estaba desocupada y, tras comprobar que el pasillo seguía despejado, fueron hacia la salida, no sin antes averiguar lo que había tras las puertas grandes.

De donde se oían las voces, se trataba del arsenal en que se fabricaban los artefactos de las descomunales estalactitas, con habitáculo a la vez.

De la que procedía el zumbido amortiguado, se albergaba el enorme generador que alimentaba los emisores de rayos, instalados en las cúspides de los edificios.

No mediaron explicaciones entre ambos; sólo dijo Albert:

—Es lo que me faltaba por saber. Vámonos a la cosmonave.

* * *

Asil, como suponía que su presencia hubiera enfurecido a Telecio, por interrumpir su nuevo idilio, esperó a que surtiera efecto el narcótico que vertió en la copa de éste.

Por tal circunstancia, no pudo oír el mensaje lanzado por Carol, oyendo sólo el «Captado» final. De ahí su urgencia de someter a control a la joven para averiguar lo que dijo.

Sospechó que Carol hizo algo más, y revisó los controles. Todos funcionaban, y en el de circuito cerrado pudo ver al coronel, de espaldas, acompañado de una Cela.

Aunque le molestó, no le concedió gran importancia, puesto que el coronel sería de ella, y más ahora que asumiría el poder.

Al pasar frente a un control, la tapa del mismo se desprendió. Este simple hecho le indujo a revisar los circuitos altamente conocidos por ella, y el descubrir la adición de un elemento sometido a control remoto, le hizo revisar todos los demás, comprobando que existía la misma anomalía en todos.

—Ha sido muy lista la tal Carol, pero yo soy más. Juro que las va a pasar muy mal, o yo no me llamo Asil.

Recompuso los circuitos de los distintos controles y, cuando hubo terminado, lanzó la siguiente proclama:

Habitantes de Telus: Nuestro jefe, el gran genio Telecio, ha dejado de existir, sucumbiendo bajo la mano criminal de una mujer traidora a nuestro pueblo.

»Por derecho propio asumo la jefatura de nuestro pueblo, y os prometo que la causante de este desafuero será castigada como se merece, y ella misma se arrepentirá de haber nacido.

»Nuestro poder es inmenso, y todo cuanto ambicionaba Telecio lo llevaremos a una realidad, por su memoria y el bien nuestro.

Concluyó con hipócritas lágrimas, dedicadas a quien ella misma asesinó.

* * *

Los trabajos en la astronave habían concluido, aunque el coronel dio la orden de que se silenciara este hecho.

El comandante se congratuló de que Carol fuera de los suyos, y los tres rieron la astucia del vejete Sam.

Ahora les esperaba la prueba final.

Carol, al oír la proclama de Asil, protestó ante el coronel :

—El narcótico que le puse no era para matar a una persona.

—Lo sé, Carol.

—¿Cómo lo sabes?

—Estuve contemplando todo el proceso, y sé que fue Asil quien le desnucó.

—Pero si no estabas allí...

—Aunque no estaba, lo vi casi todo a través de una pantalla.

Albert, deliberadamente, silenció que Asil ya había vertido algo en la copa de Telecio, para no suscitar algún problema de conciencia a Carol.

La visita del nuevo jefe del planeta Telus le fue anunciada al coronel.

Lo primero que hicieron fue ocultar a Carol, y luego, simular estar ocupados en los trabajos que va tenían concluidos.

Lo primero que le preguntó Asil fue, con cierta ironía:

—¿Y tu secretaria?

—No sé qué ha sido de ella. Y me tiene preocupado...

—Pues tu secretaria ha resultado ser una traidora, y no sólo pagará su pena de asesinato, sino que será sometida a la estalactización.

—Protesto ante tu determinación. Lo establecido con Telecio...

—La imbecilidad de éste le ha conducido a la muerte. No pienso incurrir en el mismo error —le interrumpió airadamente.

—Pero lo establecido...

—Me tiene sin cuidado. Me limito a hechos. ¿Has concluido la astronave?

—¡No —contestó secamente el coronel.

—Lo imaginaba... —comentó, con sorna, Asil—. Lo que has pretendido es dilatar la construcción de la misma. Y hablando de pactos, yo establecí con Telecio uno por el que la terminaría antes, a cambio de ciertas concesiones.

Ante el silencio del coronel, prosiguió:

—En realidad, ya no necesito su conformidad; soy la que manda. Así que, coronel, estarás a mi servicio, en todo y para todo. Lo de tu secretaria, que fue otra de las cláusulas, ya la tengo en mi poder.

—Si imaginas que puedes disponer a tu antojo estás en un error. Quien no respeta lo establecido con su antecesor, no es digno de ser respetado.

—¿Te crees un superdotado como el imbécil de Telecio?

—Estoy muy lejos de tal creencia.

—Pues yo te demostraré que soy una mente superior a las vuestras.

Nada más terminar sus palabras, la alarma sonó, y ella tan sólo dijo:

—Ya están aquí, y se llevarán una sorpresa. Los esperaba.

Y precipitadamente abandonó la nave del coronel.

Albert y el comandante se miraron y, por mediación de la pantalla de su aeronave, vieron cómo un escuadrón de UF-35 irrumpía en el firmamento del planeta Telus.

Acto seguido, unos haces luminosos comenzaron a emitirse de las cúspides de los edificios, formando un entrelazado compacto.

—¡Cada uno a sus puestos! —ordenó el coronel.

En un lugar secreto del puesto de mando de la astronave, manipuló en un control remoto, sin resultado positivo.

Una de las UF-35, en pleno vuelo, fue alcanzada por aquellos rayos, y fulminada.

Albert, ante la ineficacia de su control, gritó al comandante: -

—¡Vete a la plataforma y elévate!

—A la orden, coronel.

Y es que, en aquellos momentos, se acordó de las palabras de Asil, y sospechó que algo había sucedido con los controles del puesto de mando de Telecio.

Nada más elevarse la plataforma a cierta altura, el coronel cambió de frecuencia su control remoto, y los rayos se fueron extinguiendo paulatinamente.

Asil, desesperada, dio más potencial a los emisores de rayos, sin que éstos respondieran.

Entonces vio la plataforma elevarse y, como sabía de la duplicidad de controles, exclamó:

—¡Maldición! He de destruirla. Eso ya no es cosa de esa aborrecible chica. Sospecho que todo es obra del coronel. ¡Son todos unos traidores...!

A punto de acometerle un ataque de histerismo, ordenó:

—¡Bredas y Celas! ¡Haced uso de las defensas convencionales...!

El espacio se pobló de fatídicas explosiones, que las UF-35 sorteaban con facilidad o las hacían estallar, antes de llegar a su destino.

—¡Centrad el fuego contra la plataforma!

Ella ignoraba que la coraza de protección era más que suficiente para que los proyectiles rebotaran, sin causar daño.

El coronel transmitió un mensaje:

—¡Atención, escuadrón UF-35! Habla el coronel Stiller. No ataquen plataforma. Elemento de control. No ataquen plataforma...

—Bien, coronel. ¿Cómo sigue mi sobrina?

Albert se quedó extrañado. La voz pertenecía al propio Sam Harwey, y el coronel preguntó:

—¿Eres Sam?

—El mismo, muchacho.

—¿A qué sobrina te refieres?

Carol, que estaba a la escucha, cogió el micro, y dijo:

—Estoy bien, tío. En la plataforma va el comandante de escolta.

—Buen trabajo a todos. Hasta ahora.

En estos momentos, apareció Asil, con su corte femenina, componentes de la tripulación de la UF-35 que ella había construido y, precipitadamente, subieron a bordo de la misma.

¡Los potentes motores se pusieron en acción, saliendo de la factoría y, en vuelo vertical, tomó altura, dirigiéndose directamente a la plataforma.

El coronel le comunicó:

—Son inútiles tus intenciones, Asil. En la construcción has cometido varios errores, preparados por mí, y la máquina no responderá.

—¡Falso! Cuando baje, ajustaré cuentas contigo.

—No es necesario que bajes, estoy detrás de ti.

En efecto, nada más hubo despegado Asil, lo hizo el coronel, con Carol y los demás componentes de la tripulación.

Asil bramó, más bien que dijo:

—¡Traidor...!

Quiso efectuar un viraje en seco para hacerle frente, pero la astronave no respondió y, perdiendo el control, fue a estrellarse precisamente donde estaba instalado el arsenal.

Varias explosiones se sucedieron, y gran parte de aquellas edificaciones se derrumbaron.

Así terminó la perversa existencia de una mujer.

* * *

El coronel Stiller, acompañado de Carol, se fueron adonde estaban los quirófanos, derruidos en parte.

Albert se había fijado en donde estaba instalado el despacho del que estaba a cargo de todo ello, o sea el cirujano que sometía a sus víctimas al proceso de estalactización.

Durante el camino, el coronel le dijo a la muchacha:

—Querida, tenemos que conseguir el secreto del procedimiento al que te querían someter, y destruirlo para siempre.

—De poco nos valdrá esto, si existen personas enteradas de ello.

—Tengo la corazonada de que el único que lo sabe es el propio cirujano.

Eliminando cuantos obstáculos se opusieron a su paso llegaron al despacho, que, milagrosamente, permanecía intacto.

Quedaron sorprendidos al hallar allí al doctor, y varias Celas y Bredas, destruyendo archivos y computadoras.

Al verles, el cirujano ordenó:

—¡Bredas y Celas, a ellos!

Media docena de las mencionadas se lanzaron contra los dos, y Albert le recomendó a Carol:

—No te andes en contemplaciones, querida.

Al primer ataque, el coronel ya dejó fuera de combate a dos de ellas: Carol consiguió eliminar a una, pero las otras dos la tenían acorralada.

Albert se las estaba viendo con la tercera, que era un verdadero diablo, atacando y defendiéndose a la desesperada.

Pudo apercibirse de los apuros por los que estaba pasando Carol, y el peligro que corría, de perecer estrangulada por una Cela, mientras la otra Breda la sujetaba.

Logró atrapar a su contrincante y, elevándola en el aire, la lanzó contra las dos que tenían sujeta a Carol.

El choque fue tremendo, v las cuatro rodaron por el suelo.

Albert corrió por Carol, y se disponía a atacar a las medio inconscientes secuaces del cirujano, cuando éste dijo :

—¡Quieto! Si haces un solo movimiento, perecemos todos.

Pasado el primer momento de sorpresa, Albert le replicó :

—Sería un sacrificio tonto, doctor. No deseo tu muerte; lo único es que me digas el procedimiento para librar a esas pobres infelices de Bredas y Celas de la amenaza que pesa sobre ellas.

—Eso jamás lo conseguirá de mí. Es el poder que me proporciona mi ingenio; las tendré controladas, o las destruiré a mi antojo.

Las seis muchachas va habían vuelto en sí, y al oír las palabras del cirujano, se miraron entre ellas, con muestras de terror.

Esto no pasó por alto a Albert, quien preguntó:

—¿De qué te va a servir sacrificar a jóvenes llenas de vida?

—Siento un gran placer en ello al comprobar mi poder. Mira, si aprieto esta palanca, ellas, todas ellas, quedarán estalactizadas y este recinto se convertirá en nuestra tumba.

Albert y Carol vieron que, a espaldas del doctor, se abría lentamente una puerta, y el rostro de una Breda iba asomando.

—Es una lástima —insistió Albert—. Estas muchachas tienen derecho a esperar algo más de la vida, a disfrutar de cuanto bonito hay en ella.

—Ellas son mías, me pertenecen, y antes morirán que dejarán de obedecerme.

La Breda que había aparecido, llevaba un puñal en la mano. Lo lanzó, y se hundió hasta el mango en la espalda del cirujano, quien compuso una mueca de estupor y se derrumbó con la mano crispada hacia la palanca que no logró accionar.

Las Celas y Bredas allí presentes, depusieron su actitud, agradeciendo al coronel el haberles salvado la vida, y ellas mismas colaboraron en hallar los documentos que interesaban a Albert.

* * *

El «vejete Sam» les esperaba, impaciente, a bordo de su nave.

Con una sonrisa llena de satisfacción, les recibió: —Y bien, sobrinos. ¿Cuándo es la boda? Albert y Carol se miraron, extrañados por la pregunta, a lo que aclaró Sam Harwey:

—¿Cuándo os convenceréis de que a mí no se me escapa nada?

Y los tres prorrumpieron en carcajadas.

Después, vinieron las aclaraciones. Sam dijo:

—El que actuó de fiscal en tu juicio, a estas horas, estará detenido por pertenecer a «Los Libertadores del Espacio», e influí, perniciosamente en el petulante Wilfford, tu jefe de Alto Mando. Tu rehabilitación es total y con todos los honores; hasta he oído algo de un ascenso...

Por su parte, Albert le informó de todo, e hizo entrega de los documentos que tenía en su poder. Sam requirió :

—Mira, como supongo estarás enterado, explícame ese macabro proceso de estalactización.

—Está basado en la implantación, en el riego sanguíneo de la víctima, de una cápsula de alta concentración caliza. El collar y la hebilla del cinturón actúan de electrodos, haciendo estallar la cápsula, cuyo contenido se desparrama por el cuerpo y, al llegar a la superficie de la piel, por e vaporización, se solidifica, proliferando el proceso hasta quedar convertida la víctima en una masa pétrea.

»Si por cualquier circunstancia fallara esto, el collar, por un sistema retráctil, se va cerrando, a modo de nudo corredizo.

«Entre los componentes que lleva la alta concentración caliza hay un contundente explosivo, por lo que aquel cuerpo informe se convierte en potente bomba, controlada a distancia.

—Bien, tu amigo, el comandante médico Ralph Dunn, ya tendrá trabajo para liberar a esas pobres infelices. Por cierto, te está esperando en una de las UF-35, la que está próxima a ésta, junto con tu ayudante.

En efecto, tuvieron gran alegría al ver a su coronel libre de toda culpa, v ambos ponderaron la belleza de Carol.

* * *

Albert y Carol, al quedar solos, se fundieron en un abrazo y, luego de besarla, el primero le dijo:

—Pero yo no puedo ofrecerte el título de reina de los mundos.

—Mis ambiciones son más humildes; aspiro sólo a tu corazón, aunque... sólo sea por colaborar, como dijiste en una ocasión.

—Toda colaboración tiene un límite, y tú te excediste con Telecio.

—Sólo hice seguir tus órdenes, amor mío —concluyó Carol, con un guiño.

—Pues mi orden es que nos casemos en seguida.

—Será cumplida, coronel.

No se dieron cuenta de que el comandante médico estaba en una litera, y lo despertaron en su coloquio. Se incorporó, y protestó:

—¡Càspita...! ¿Es que tampoco se puede dormir, en estas latitudes? ¡Casaros de una vez y... contad conmigo como padrino...! Siempre y cuando la ceremonia no sea a altas horas de la noche.

Pasado el primer momento de la sorpresa, la pareja prorrumpió en risas, secundada, excepcionalmente, por el comandante médico.