CAPITULO II
Cuando el comandante médico, Ralph Dunn, llegó al alojamiento del coronel, vio a éste arrodillado encima de una muchacha, y con las manos asidas a su cuello.
A su lado yacía otra joven.
El doctor Dunn se quedó parado ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos, y preguntó, horrorizado:
—¡Albert! ¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loco? ¿No te basta con estrangular a una...?
—¿Qué majadería se te ha ocurrido? Estoy tratando de quitarle el collar, y haz lo mismo con la otra. ¡Estúpido!
El sudor cubría la frente del coronel. Se encontraba impotente de romper aquella argolla que circundaba el cuello de Cela.
Notaba que el cerco se estrechaba por momentos, y llegó un instante que los esfuerzos los tuvo que centrar para liberar sus dedos, que habían quedado aprisionados.
Instantes después, oyó el espeluznante crujido de las vértebras cervicales al quebrarse.
Idénticos hechos se repitieron, segundos después, en Breda.
Lentamente se fue incorporando el coronel para luego hacerlo el comandante médico, quien se le quedó mirando, como esperando una explicación.
El coronel estaba demasiado absorto en la contemplación de las jóvenes para darse cuenta de lo que pretendía el doctor.
En vista de que su silencio persistía, le preguntó directamente:
—Y bien... ¿Qué ha sucedido? ¿Te has sentido un «Barba Azul»?
Albert Stiller pareció salir de sus pensamientos, al contestar:
—¿Qué...? ¡Ah! Sí, sí...
—¿Que lo has hecho tú?
—¿El qué?
—Pues, ¿qué tiene que ser? Ese maléfico artificio. ¿Para eso te las has traído? ¿Estás en tu sano juicio, Albert?
—Quien me da la impresión que lo has perdido eres tú, doctor.
—A la prueba me remito. ¿O acaso esos dos cuerpos no pertenecen a sendas jóvenes estranguladas?
—Claro que sí.
—¿Luego, confiesas tu culpabilidad?
—¿Qué culpabilidad y toda la gama de asteroides? ¿Pretendes cargarme con el muerto?
—No, pero con las muertas, sí. Tú me dirás qué hacían aquí estas muchachas.
—Pues estas muchachas han venido a traerme un mensaje, y me han atacado. Yo he tenido que defenderme...
—¡Ya...! ¿Y has tenido que llegar a ese extremo...? Por mucha amistad que medie, hay hechos que no se pueden silenciar, v me veré obligado a poner en antecedentes a la superioridad.
—Pero, Ralph... Vamos a ver. ¿Crees tú que yo he cometido esta tropelía?
—Por aquí no veo más que a ti, y los cuerpos de esas infelices.
—Te olvidas de una cosa primordial: Sus collares.
—Eso no quiere decir nada. Pueden ser producto de tu mente extraviada.
—Ralph, si no te conociera, diría que estás hablando muy en serio.
—¡Y tanto que hablo en serio! No hay derecho a interrumpir el plácido sueño de un mortal para presenciar un espectáculo de esta índole.
Albert Stiller casi estuvo a punto de prorrumpir en carcajadas, y no lo hizo por respeto a los cuerpos yacentes.
Entonces se acordó de que no había cosa que le molestara más al doctor que el que interrumpieran su descanso.
En una ocasión fue a despertarlo a altas horas de la noche, a causa de que un teniente se sentía indispuesto.
Le visitó, y al comprobar que su «enfermedad» era consecuente de haber estado de juerga e ingerir más alcohol de la cuenta, le recetó que durante tres días le aplicasen sinapismos en las posaderas, diciendo:
—De este modo, cuando se siente ante una mesa, será comedido y no despertará a un mortal que tiene en aprecio su ganado descanso.
Tanto es así, que le llamaban cariñosamente el «teniente sinapismo», y la receta del doctor surtió un efecto contundente, pues desde entonces ya no probó más alcohol.
—Bueno, ya que estoy despierto, al menos cuéntame lo sucedido. Pero antes, que se lleven a esas infelices y las depositen en la cámara. Mañana las examinaré.
El coronel, por indicación del doctor, cursó las órdenes oportunas y, cuando quedaron solos, le relató los hechos.
Al concluir, el coronel resumió:
—La cosa está clara. Esos collares que llevan constituyen un verdadero nudo gordiano, imposible de deshacerlo, y sometido a control remoto para impedir que puedan proporcionar información.
—¡Eso es terrible, Albert! Esos individuos son unos desalmados. ¿Y qué piensas contestar al mensaje?
—Una negativa contundente.
—Bien, ya hemos prolongado bastante la velada. Mañana te diré los resultados.
—Una cosa, Ralph. Mándame al laboratorio los collares y los cinturones de las chicas.
—De acuerdo. A ver si puedo recuperar el sueño perdido.
Y sin más, abandonó la estancia del coronel.
* * *
Albert Stiller, cuando se disponía a acostarse, se dio cuenta de que los dedos de sus manos estaban blanquecinos, como si hubiera estado manipulando con cal o yeso.
Estuvo un momento meditando con qué se los pudo ensuciar y, no acertando con la causa, se limitó a limpiárselos y se acostó, pues el día había sido movido.
No supo cuánto tiempo había dormido, cuando la voz del comandante médico Ralph Dunn le despertó, sobresaltándole:
—¡Albert, Albert! Despierta de una vez.
—¿Qué ocurre?
—Algo muy raro. ¡Corre, ven conmigo!
Como un autómata, Albert Stiller se tiró del lecho y se vistió y, acto seguido, fue en pos del doctor que le precedía.
A medida que iba caminando, fue adquiriendo conciencia de sus actos, y comprobó que se dirigían a la parte donde estaba enclavado el hospital de la Base.
No pudo contenerse de preguntar:
—¿Se puede saber qué diablos sucede? Desde luego, debe de tratarse de algo excepcional, cuando tú estás despierto todavía.
—¡Y tanto...! Por ti mismo, juzgarás.
—Pero, ¿el qué? Anticípame algo, hombre.
—Prefiero que lo contemplen tus ojos, a las palabras que pueda decirte.
Llegaron al departamento de conservación de cadáveres y, sobre sendas mesas, habían unas formas recubiertas de concreciones calcáreas.
El coronel quedó decepcionado, preguntando, sin poderlo evitar:
—¿Y para eso me has llamado?
—Atiende a lo que voy a decir. Al lavarme las manos, antes de volver a la cama, he observado que los dedos y la misma palma de la mano estaban blanquecinos.
—Eso mismo me ha pasado a mí, y no he ido a sacarte de tu lecho.
—Con la diferencia que tú te has puesto a dormir como un lirón, y yo no he pegado ojo. ¡Para que te fíes de la fama que le cargan a uno...!
El coronel Stiller, haciendo acopio de paciencia, manifestó:
—Ralph, si se trata de una broma, ya está bien. Mañana, mejor dicho, hoy me espera un día muy ajetreado.
—Sí, ¿eh? Pues eso que ves ahí encima son los cuerpos de las dos chicas.
—¿Qué sandeces dices? El haberte cortado el sueño te ha desequilibrado.
—Pues, lo creas o no, ésa es la verdad. Aproxímate.
Albert accedió a la indicación, de mala gana; pero al contemplar, en aquella lechosa transparencia, las facciones de la muchacha llamada Breda, no pudo dar crédito a lo que veía.
Se dirigió a la otra forma yacente en la mesa contigua y, a duras penas, pudo descubrir que se trataba de Cela.
Pasado el primer momento de estupefacción, inquirió:
—¿Y cómo has llegado a descubrir esto?
—Tal como te he dicho antes, llegué a la conclusión de que lo único que toqué fue el cadáver de esa muchacha y, al rememorar que durante el día no traté ninguna fractura, deduje que la pigmentación blanquecina de las manos podía proceder de ella.
—¿Y qué hiciste?
—Sencillamente, me vine para acá, y me encontré con este fenómeno.
—¿Y el collar y cinturón de ambas?
—Mira si tú los puedes conseguir. He hecho todos los posibles, con resultados negativos.
Albert puso las manos en lo que horas antes era un cuello tibio y delicado, y se encontró con una superficie llena de rugosidades y de una resistencia pétrea.
—Dame un escoplo y un martillo, Ralph.
El doctor le entregó lo que pedía, y el coronel comenzó a golpear en la parte que todavía se adivinaba el cuello.
Las hendiduras que a duras penas conseguía, pronto eran recubiertas por otras capas, que emergían de dentro afuera.
Al cabo de unos minutos, tuvo que desistir, ante la inutilidad de su empeño.
Casi enfadado, preguntó:
—¿No hay forma de conseguirlos?
—Lo único que se me ocurre es utilizar una sierra mecánica.
El coronel se dio por vencido y, como, a aquellas horas, no era cuestión de despertar a todo el personal, dijo :
—Lo dejaremos para más tarde, puesto que, desgraciadamente, nada podemos hacer por ellas.
—Sensatas palabras, las tuyas. Me vuelvo a la cama para recuperar, y te aconsejo que hagas lo mismo, Albert.
—Si —contestó, no muy convencido, el coronel.
Los dos abandonaron el lugar, y cada cual se encaminó a su alojamiento.
Pero, por lo visto, su descanso iba a durar poco.
El coronel estaba con los ojos abiertos, pensando en lo sucedido, cuando unas explosiones conmovieron a la Base Solaes.
De un brinco se tiró del lecho, en el que se tumbó vestido, al tiempo que la alarma sonaba con su estridencia.
En unos segundos, los pasillos del edificio se vieron concurridos por el personal y, a través de los altavoces, anunciaron :
—¡No invadan la pista de aterrizaje! ¡Acudan al hospital...!
Albert Stiller fue de los primeros que llegó, v pudo comprobar que el pabellón destinado a la conservación de cadáveres había desaparecido materialmente.
La explosión había afectado a varias naves del hospital, y él mismo ayudó a recoger heridos, algunos de ellos en extrema gravedad.
El desorden imperaba por doquier, y los lamentos de los heridos contribuían al nerviosismo imperante.
Otras explosiones se sucedieron, y algunos cobertizos de los hangares se derrumbaron.
Nadie sabía las causas de todo aquello, y solamente el coronel y el comandante médico sospecharon a qué era debido.
Por fin, el coronel Stiller impuso la calma v la disciplina, efectuándose las operaciones de salvamento con premura.
Después acudió a la pista de aterrizaje, y grandes boquetes se habían abierto donde antes estuvieran las astronaves clavadas por aquellas columnas cuniformes, y cuyos trabajos para liberarlas ya habían comenzado.
De las naves y las columnas nò quedaba nada, y en uno de los hangares en que se hallaba próxima una nave «clavada», la techumbre había caído sobre las que allí albergaba.
El balance final fue desastroso. Numerosas bajas, entre muertos y heridos, pérdida de aeronaves y destrucción de edificios.