CAPITULO V
Por mucha entereza que tuviera, Albert sintió una punzada en el corazón, cuando se efectuó su degradación ante la guarnición de la Base que estuvo bajo su mando.
Tanto el capitán Bill Cohen, como el comandante médico Ralph Dunn, y a la mayoría de los que fueran sus subordinados, les afectó en gran manera el acto.
Antes de partir hacia el penal de Leopse, en consideración a lo que había sido, le permitieron ocupar su alojamiento y recibir visitas.
Nada más entrar, abatido por la tensión pasada, todavía pudo apercibirse de una nota que ocupaba el mismo lugar en que fue depositado el mensaje.
Cuando quedó solo, la cogió y leyó:
«Coronel, no te aflijas por lo sucedido. Sabemos corresponder a nuestros amigos, y pronto estarás con nosotros.
»Los Libertadores del Espacio. »
Albert esbozó una amarga sonrisa para luego romper la notificación en mil pedazos.
El comandante médico fue el primero en visitarle y sus palabras fueron:
—Albert, esto es un atropello sin límites.
—Los hechos me condenan, y hay que rendirse a la evidencia, Ralph.
Tras leer la nota, Albert casi se alegró de lo sucedido. Estaba seguro de que este incidente le llevaría a lo que se había propuesto descubrir.
Por lo tanto, no le interesaba que los demás creyeran en su inocencia, si no más bien en su culpabilidad.
—Pero... ¿no me dijiste que rechazarías sus proposiciones?
—En efecto, pero lo pensé mejor, y las acepté.
—De todos modos. Albert, no puedo creerlo de ninguna de las maneras. Tú has planeado algo, que no alcanzo a comprender.
—La buena amistad mantenida entre ambos, te hace ver cosas que están lejos de la realidad. De todos modos, agradezco mucho tus palabras.
—Deja de decir fiorituras. ¿Es que no te das cuenta de la situación?
—Claro que me doy cuenta, mas no se puede hace nada.
—¿Cómo que no se puede hacer? Recurre a la revisión de la causa, pero, en esta ocasión, con un buen abogado defensor. No vuelvas a caer en el absurdo de defenderte tú mismo.
—Lo pensaré.
—¿Qué tienes que pensar, majadero? Me exasperas, Albert. Estoy por decir que has sufrido un trauma mental... ¡Eso es! Recurriré ante los tribunales, alegando un trastorno mental, y eso puedo hacerlo como médico de cabecera.
—Tú no harás nada.
—¿Que no lo haré...? Mira, voy a hacer uso de todas mis amistades, que ya sabes son de peso, y conseguiré se convoque un tribunal médico para tu reconocimiento. Estoy seguro de que no estás en tus cabales.
—Desgraciadamente, te equivocas, y si consigues tus propósitos, ten la seguridad de que haré los posibles para dejarte en ridículo.
—No te saldrás con la tuya. ¡Lo haré!
Albert sabía que Ralph era muy cabezota y, cuando se proponía algo, aunque se estrellara, proseguía en su camino.
Trató de apaciguarle:
—Bueno, concédeme unos días, y pensaré en el recurso.
—¡Ca, hombre! Te conozco bien, y sé que no lo harás; por lo que sea, pero no lo harás. , Ante la eventualidad de echarle a perder sus planes, Albert se vio obligado a insinuarle:
—¿Y si yo te dijera que me interesa esta situación?
Ralph Dunn, tanto como tenía de cabezota poseía otro tanto de inteligencia.
Su rostro se iluminó, y exclamó:
—¡Oh, Albert! Me quitas un gran peso de encima. Ya sabía yo que tenías tus planes.
—Pero esto que quede únicamente entre nosotros. ¿Entendido?
—Siempre y cuando me prometas que harás los posibles para conseguir tu rehabilitación.
—Prometido.
—Así, quedo completamente tranquilo, y no te pregunto sobre lo que piensas hacer porque no me lo dirás.
—Exacto, estás en lo cierto.
Otra visita interrumpió la conversación de ambos, la del capitán Bill Cohen.
Este apareció, contrito, y balbuceó:
—Siento mucho, coronel...
—Nada de sentimientos, Bill. Has cumplido con tu deber.
—Pero presiento que mis declaraciones le han perjudicado mucho.
—En absoluto. Es la madeja de los hechos la que ha quedado muy enredada para mí.
—Coronel, los muchachos me han dicho, y en ellos me incluyo yo, que estamos dispuestos a cualquier cosa para librarle de esta afrenta.
—Agradezco, de corazón, vuestro ofrecimiento, pero nada se puede hacer, ante una sentencia dictada por un alto tribunal.
El capitán Bill Cohen era muy joven y, por su inteligencia y arrojo, se ganó el puesto de ayudante del coronel.
Estaba sinceramente afectado, y Albert le animó
—Queda tranquilo por tu intervención como testigo. Te has portado como esperaba de ti. En ocasiones aunque nos duela, el manifestar la verdad es síntoma de hombre de bien y, con ella, puede ir a todas partes.
—Gracias, coronel, por sus palabras.
Al comandante médico se le escapó:
—Bueno, por lo menos, esta noche podré dormir tranquilo, que buena falta me hace.
Bill le miró, casi con reproche. Le recriminó:
—Sabía que la amistad es un precioso don, pero en ti, doctor, compruebo que lo ignoras.
—Mira, hijo, a veces, los vicios pueden más que la virtudes, y a mí, si me quitan el sueño, estoy desequilibrado. Así que considera mis palabras como consecuentes de mi estado patológico.
Albert dio un respiro de alivio, y miró al doctor como reprochándole su comentario, y casi arrepentido de insinuarle que había hecho sus planes.
El doctor le devolvió la mirada, como pidiéndole disculpas de estar a punto de echar a perder su confidencia.
El ex coronel intervino, más bien para desviar la atención del capitán:
—Bill, ya sabes que el «doc», sin sueño, es un enfermo desquiciado. Así que procura enterarte de si ha dormido su tiempo suficiente, antes de que tengas que ponerte en sus manos. Acuérdate del «teniente cataplasma». No vaya a hacerte cualquier barrabasada.
Cuando se disolvió la reunión, Bill, una vez en su alojamiento, reparó que, salvo los primeros momentos, la conversación se desarrolló normalmente, incluso gastándose bromas, como si no hubiera sucedido nada de particular.
* * *
A altas horas de la madrugada, un oficial, desconocido para Albert, penetró en su aposento.
Tras encender las luces, se fue directamente al lecho del ex coronel, y apoyó, a la altura de su corazón, los dedos índice, anular y corazón.
Albert sabía lo que aquello significaba. El oficial, con graduación de comandante, era miembro de la Organización presidido por el comandante general Sam Harwey.
Era la consigna secreta para identificarse, en casos extremos.
—Coronel, el «vejete Sam» está al corriente de tus tribulaciones, y me manda que te lleve con él, si tú no ordenas lo contrario.
Albert casi estuvo a punto de soltar la carcajada, por la suspicacia del máximo dirigente de aquella Organización secreta.
Aún con todo, preguntó:
—¿Y cómo sabe el «vejete» que yo puedo ordenar lo contrario?
—¡Ah! Eso él lo sabrá, y tú, por descontado.
—Por supuesto. Es un viejo zorro, nuestro jefe, a quien no se le escapa nada.
Otro de los principios que regía en la Organización era el no preguntar; limitarse al cumplimiento de las órdenes recibidas.
Por eso, el comandante manifestó:
—Espero tu decisión.
—Le comunicas al «vejete Sam» que agradezco mucho su interés por mí, pero es conveniente que no intervenga. Si me es factible, ya recibirá noticias mías.
—De acuerdo. Así se hará.
—Una pregunta. ¿Eres el encargado de trasladarme al penal Leopse?
—En efecto. Es mi cometido oficial.
—Pues vas a dar cumplimiento a tu misión a la perfección, salvo que es muy posible que surja alguna dificultad.
—Haré frente a ella.
—Precisamente, deseo que sea todo lo contrario. Tienes que simular que «ellos» pueden salirse con su propósitos, y concederles cierto margen de libertad de acción.
—De acuerdo, así se hará —repitió el comandante
—Puede que esto te acarree alguna complicación.
—No importa, ya me las arreglaré para salir de ella. Un encargo del «vejete Sam» es el que te comunique que los documentos han volado. Nadie salió con ellos
Albert se quedó un momento pensativo, para manifestar a continuación:
—Lo imaginaba. ¿Cuándo nos vamos?
—Ahora mismo. El Alto Mando teme disturbios en tu Base, si te ven partir a la luz del día.
—Mejor que sea así. Lo sentiría por mis muchachos.
El coronel se dispuso a recoger sus efectos personales, y ambos salieron de su alojamiento.
En la puerta, aparte de los centinelas, esperaban cuatro soldados más, la escolta que, junto con el comandante, debía trasladarle al penal Leopse.
Abandonaron el edificio principal, y atravesaron la explanada hasta llegar a un vehículo aéreo, ya a punto de despegar.
Sólo unos pocos, los que estaban de guardia, se enteraron del traslado del que fue su coronel jefe, camino del penal, donde sería confinado a perpetuidad.
Incluso sus íntimos, el comandante médico y el capitán ayudante, en aquellos instantes dormían plácidamente, ignorando lo que estaba sucediendo.
Cuando estuvieron a bordo, e instalados en sus respectivos asientos, el piloto comandante solicitó permiso para despegar, efectuándolo por las comunicaciones interiores.
A Albert y al comandante de escolta les extrañó esto, cuando lo normal era que entre ellos fuera, en persona, el jefe de pilotos a solicitar el permiso.
Pero ante la advertencia que le hizo el coronel al que mandaba su escolta, aun intuyendo que sucedía algo anormal, nada hizo por averiguarlo, y contestó, por mediación del micrófono:
—Pueden iniciar el vuelo.
—A la orden.
Se notó una ligera trepidación en el vehículo, como consecuencia de acelerar los motores, y suavemente, fue tomando altura verticalmente, para, momentos después, fijar rumbo hacia donde estaba emplazado el penal.
El vuelo se deslizaba sin que se presentara ningún incidente, y el coronel y el comandante de su escolta departían amigablemente.
Estarían a mitad de camino cuando fueron sorprendidos gratamente por una azafata, con una bandeja de servicio, en la que llevaba media docena de vasos, conteniendo jugo de frutas.
La muchacha era rubia, de ojos azules, con un uniforme muy coquetón y llamativo, perteneciente al cuerpo auxiliar de las fuerzas aéreas.
Esto, en sí, no tenía la menor importancia; solían establecerse dichos servicios de muchachas, cuando lo vuelos eran de considerable distancia.
Sonriente, se aproximó adonde estaban sentados el ex coronel y el jefe de su escolta.
Presionó un resorte, y emergió un tablero que hacía las funciones de mesita.
Depositó en ella sendos vasos, a tiempo que decía sin perder su sonrisa:
—Tómense esto, que les confortará.
—¡Muchas gracias —contestaron, casi al unísono. Luego, se fue a servir al resto de la escolta. Todo hubiera salido a la perfección, a no ser por que el coronel se fijó en dos detalles muy significativos.
Al inclinarse la muchacha para servirles, el cuello de su blusa camisera era un tanto holgado, y pudo des cubrir un collar que circundaba su garganta.
Acto seguido, al incorporarse la joven, se fijó en el cinturón que llevaba, y todo ello presentaba una copia exacta con el collar y hebilla de las dos desgraciadas muchachas que le llevaron el mensaje.
El comandante iba a sorber el líquido, y Albert, simulando un movimiento torpe, lo derramó, en parte, en cima de la mesita.
—¡Oh, perdona...! No me había dado cuenta...
El comandante sospechó que aquello constituía una advertencia, y dejó el vaso donde estaba en principio.
Menos mal que la azafata, en aquellos momentos terminaba de abandonar la cabina, destinada a los pasajeros.
Albert le dijo, en voz baja:
—Si quieres saber lo que va a pasar, no ingieras ese brebaje.
—¿Quieres decir que contiene narcótico?
—Al menos, lo sospecho. Lo que sí puedo asegurarte es que estamos en manos de «ellos».
—¿Qué dices...? No me he dado cuenta de nada.
—Yo, sí. Echemos el líquido en las bolsas vertedero.
No tuvieron tiempo a realizar sus propósitos, puesto que la azafata apareció de nuevo y, al darse cuenta del líquido derramado, se apresuró a limpiarlo, diciendo, muy amable:
—Ahora les serviré más.
—¡Oh, no se moleste! La verdad es que no me apetece mucho.
—Debe de tomarlo, comandante. Le hará mucho bien.
Y sin más, se fue hacia los servicios de cocina.