CAPITULO VIII

El coronel se ocupaba de reanimar a la bella y auténtica azafata y otro tanto hacía el comandante con uno de sus muchachos.

Mientras estaban en este menester, la «jefa» recobró el conocimiento y astutamente, con movimientos lentos, se iba desplazando hacia una de las paredes de la estancia.

Albert comprendió que nada conseguiría, diciéndole al comandante:

—Es inútil que te esfuerces. Hay que dejar pasar los efectos narcotizantes o aplicarles un antídoto, cosa que no tenemos.

—Sí, eso me parece, coronel. Y gracias por tu intervención tan oportuna. Esas chicas son unas verdaderas fieras y poseen una fuerza descomunal.

—Ya cuento con mi experiencia, comandante. Por eso he procurado ir por la vía rápida con ellas. No sé si te habrás dado cuenta, pero no he tenido contemplaciones.

—Sí, y de no haberlo comprobado te hubiera juzgado de brutal.

Albert, con una sonrisa suscitada por las últimas palabras del comandante, se volvió hacia las que había dejado fuera de combate.

Su sonrisa se extinguió al instante y dando un salto, todavía pudo atrapar a Asil que se escurría por una disimulada puerta.

La «jefa», al verse descubierta, se revolvió con ferocidad inusitada tratando de librarse de las garras del coronel.

Ambos rodaron por el suelo y tan pronto presentaba ventaja ella como el coronel.

El comandante, aun viéndolo, no podía concebir el ardor de lucha de aquella mujer y casi estuvo a punto de intervenir para salvar del apuro al coronel.

Pero acto seguido se convenció de la habilidad de éste.

En un movimiento rápido, Albert sujetó los brazos de la «jefa» tras su propia espalda y los presionó hacia las paletillas de forma progresiva.

Asil se encontraba de bruces, con el rostro ladeado materialmente pegado al suelo y con una mueca de dolor en sus facciones.

Albert le advirtió:

—Si no depones tu actitud, estoy dispuesto a descoyuntarle los brazos. Así que tú dirás.

Ella se resistió y trató de zafarse de la presa ejercida por el coronel.

Vano esfuerzo el suyo. Albert presionó más y un grito de dolor y rabia a la vez, se escapó de la garganta femenina, a tiempo que suplicaba:

—¡No, no más...! ¡Haré lo que quieras!

Albert la soltó y se incorporó, contemplando a Asil que yacía en el suelo y estaba efectuando un verdadero esfuerzo para volver los brazos a una posición normal.

El coronel, sin perderla de vista, le indicó humorísticamente al comandante:

—Hijo, te ha tocado la misión de portero. Cierra esa puerta disimulada y atráncala bien.

El aludido buscó algo por la estancia y una vez halló el objeto deseado fue a cerrar la puerta y utilizando lo que había cogido a modo de cuña, de forma que aunque pretendieran forzar la puerta desde el exterior, sería imposible que ésta cediera.

La «jefa», por fin, se levantó. Era rubia, pero no como las demás; su pelo era de un oro rancio. Sus facciones, quizá en su juventud fueran atractivas, pero ahora estaban ajadas por el inexorable curso del tiempo.

Sus ojos saltones expresaban en todo momento los sentimientos ruines que albergaba en su alma: soberbia, lujuria, odio, desprecio, engreimiento...

Su tipo era más bien rechoncho y sus piernas rayando la elefantiasis. Sus formas al margen de lo hombruno.

Miró a Albert de una manera despreciativa con un halo de triunfo a la vez, manifestando como quien tiene las riendas en su mano:

—Te va a pesar todo lo que has hecho, coronel. Eres un farsante consumado.

El aludido compuso una expresión inocente y preguntó :

—¿Yo...? ¿Por qué?

—Ni tú, ni el comandante, estabais narcotizados.

Albert soltó una carcajada y exclamó:

—¡Ah...! ¿Qué esperabas? ¿Que picáramos en el anzuelo como inexpertos alevines?

—No cantes victoria, coronel. La alarma está dada y os tendréis que doblegar a nuestras imposiciones.

—Creo que tu posición no es muy triunfante para tratar de imposiciones. Te encuentras a nuestra merced. ¿O acaso olvidas la existente trampilla por la que pretendíais arrojar al comandante y a los demás?

La indicación de Albert causó gran impacto en Asil, la cual se contrajo a causa del terror de verse lanzada al espacio.

El comandante permanecía callado y admiraba la serenidad del coronel, manteniendo su ventaja en una situación tan delicada.

Al mismo tiempo no quitaba el ojo de encima de las dos secuaces de la «jefa», que ya estaban dando síntomas de volver en sí.

Una voz femenina se dejó oír en la otra parte de la estancia:

—¡Asil...! ¿Qué sucede?

—¡Gasifica con los paralizantes la cámara de evasión!

Respondió con suma rapidez la «jefa» antes de que trataran de impedírselo.

El coronel no se inmutó por el peligro que ello representaba y con voz tranquila, indicó:

—Comandante, abre la trampilla que voy a lanzarla.

Y uniendo la acción a las palabras, pilló desprevenida a Asil sujetándola por sus todavía lastimados brazos y empujándola hacia la abertura.

Los resultados no se hicieron esperar. Asil, la «jefa», con el terror reflejado en su rostro, gritó:

—¡¡No, no quiero morir...!!

—De ti depende. Primero ordena que se abstengan de gasificarnos y luego que nos proporcionen el antídoto suficiente para volver en sí a los narcotizados.

—Sí, sí. Haré lo que quieras.

—Pues rápido o de lo contrario ya no tendrás tiempo de hablar.

Precipitadamente Asil comunicó lo exigido por el coronel y momentos después, decían:

—Aquí tenemos el antídoto.

—Dejadlo junto a la puerta de acceso y alejaros de la misma —indicó Albert.

—Ya está —contestó la voz femenina.

—Comandante, sigue con tus funciones de portero. Abre y recógelo para cerrar después.

Albert seguía manteniendo sujeta a Asil al borde de la trampilla y frente a la puerta que se iba a abrir.

El comandante fue haciendo girar con precaución la puerta sin ver a nadie. Sólo un paquete en el suelo.

Dejó el espacio suficiente para inclinarse y recogerlo.

En ese preciso momento un par de secuaces de Asil se descolgaron del techo y cayeron sobre el comandante.

La puerta quedó abierta de par en par y ambas trataban de inmovilizar al hombre.

Asil se sintió izada en el aire como si se tratara de una pluma y la voz recia del coronel se dejó oír:

—¡Quietas o de lo contrario lanzo a vuestra «jefa»!

—¡Breda y Cela, obedeced...! —manifestó Asil contemplando horrorizada el abismo.

Las dos atacantes se levantaron dejando libre al comandante.

Este recogió el paquete y atrancó de nuevo la puerta.

Albert depositó en el suelo a Asil y le preguntó:

—¿Dosis a administrar?

—Yo lo haré.

—Si intentas otra jugarreta, ten presente que daré cumplimiento a mi amenaza y luego seguirán esas dos.

Las aludidas, ya conscientes, permanecían sentadas en el suelo sin atreverse a mover un solo dedo. Era evidente que el terror también las tenía dominadas.

Asil, bajo la constante vigilancia de Albert, fue administrando las dosis a cada uno de los yacentes en sus respectivas camillas.

El comandante tampoco perdía de vista a la Breda y Cela allí sentadas.

Fue casualidad o intencionadamente, el caso es que la última dosis se la administró a la auténtica azafata.

Asil había cambiado por completo. Los vestigios de malos instintos que reflejara su rostro habían desaparecido e incluso, en algunas ocasiones, sonrió a las sugerencias del coronel.

Interiormente éste se dijo:

—¡Malo...! Algo trama esta astuta mujer...

Cuando terminó, Asil manifestó:

—Ya está... Coronel, podrías cerrar la trampilla. ¿No te parece?

Albert pensó que aquello se había instituido como espada de Damocles que pendía sobre la cabeza de ella y mientras así fuera la tendría dominada y de rechazo a las otras dos.

Le contestó:

—Esperaré los resultados. El comandante está algo fatigado de tanto abrir y cerrar —concluyó jocoso.

—Los resultados no se harán esperar. Me pone nerviosa la trampilla abierta...

—Pues un poco de calma, Asil. Si todo resulta a mi entera satisfacción, te prometo cerrarla.

Tanto a Albert como al comandante, los segundos se les antojaron siglos.

Los durmientes no daban síntomas de salir de su letargo y la impaciencia iba minando sus voluntades.

Asil, por su parte, se había alejado lo más posible de la fatídica abertura y permanecía tranquila, por lo menos en apariencia.

Inesperadamente la «jefa» ordenó:

—¡Levantaos y sujetad al coronel y al comandante!

Como impulsados por un resorte, los cuatro muchachos de la escolta, el piloto y copiloto y la misma azafata, con la cooperación de la Breda y Cela allí presentes, se lanzaron contra el coronel y el comandante, los cuales, tras breve forcejeo quedaron inmovilizados.

Asil soltó una carcajada triunfante y se encaró con el coronel:

—¿Creías que te ibas a salir con la tuya...? ¡Pobre imbécil! Tan listo que te imaginas y tienes mucho que aprender todavía. ¡Ja, ja, ja...!

Cesó de súbito en sus carcajadas y componiendo una expresión feroz, cruzó de revés el rostro del coronel y de su nariz comenzó a brotar sangre.

Ella, con palabras llenas de odio, casi le escupió a la cara:

—Vas a pagar muy cara tu osadía por el miedo que me has hecho pasar. Aquí tienes sólo una pequeña muestra de nuestro poder, de nuestra inteligencia. ¡Míralos...! Todas sus mentes las tengo dominadas y lo misino haré contigo si no me obedeces por propia voluntad.

Luego se dirigió a Breda y Cela:

—¡Vosotras! Cerrar esa maldita trampilla.

A continuación de sus palabras golpearon en la puerta de acceso y la propia Asil fue a abrir.

Un hombre apareció en el hueco escoltado por varias muchachas rubias y morenas.

—¿Qué ha pasado, Asil?

—Nada, Telecio, que ese cretino de coronel se las quería dar de listo y se ha convertido de cazador en cazado.

Iba a propinarle otro revés, cuando Telecio se interpuso :

—¡Quieta...! Refrena tus impulsos. El coronel es más valioso de lo que imaginas. ¿Acaso lo has olvidado?

—Por un momento te confesaré que sí. ¿Sabes que ha estado a punto de lanzarme al vacío?

Telecio, sin inmutarse, le contestó:

—Pues no se hubiera perdido gran cosa.

Asil se puso roja de ira v dijo casi chillando :

—¡Claro! De este modo te quedaría campo libre para dedicarte a las demás. Pero no te librarás fácilmente de mi presencia.

—Lástima porque ya me estoy cansando de tus histerismos. ¿Por qué no has lanzado a todos éstos, como te dije?

—Pregúnteselo al coronel y al comandante. No estaban narcotizados y me han impedido cumplir tus órdenes.

—¿Sí...? ¿Y no será que te los has reservado para tus caprichos, como haces con todo el hombre nuevo que cae en tus manos?

—¡Imbécil! No hago más que corresponder a tu comportamiento. Que digan esas dos cómo nos han atacado.

—Y no habéis podido con ellos, ¿verdad...? Asil, te estás haciendo vieja y fea. Todo ello está mermando tus facultades.

—¡Canalla...!

Y se arrojó contra Telecio con ánimo de golpearle, pero éste, sin miramientos, le propinó un directo, que la dejó sin sentido.

Después, frotándose las manos, ordenó:

—Lleváosla y encerradla en su aposento. No deseo que me moleste.

Posteriormente se dirigió a los que mantenían sujeto a Albert, entre los cuales estaba la azafata, y les mandó:

—¡Eh, vosotros! Soltad al coronel.

Pero se encontró con la sorpresa de que no obedecieron su orden.

—Ahora vuelvo, coronel. Me olvidaba que reaccionan solamente ante la voz que oyen en principio estando bajo los efectos de control.