CAPITULO IV

En una de las salas del edificio principal de la Base Solaes, compareció, escoltado, el coronel Albert Stiller, ante un tribunal, cuya presidencia la ostentaba el jefe del Alto Mando, Wilfford.

Nada más la escolta del coronel se hubo retirado de la sala, el presidente tomó la palabra:

—Se ha reunido este tribunal, a puerta cerrada, para juzgar al coronel Albert Stiller de un delito de denegación a prestar un servicio, de abuso de autoridad y entrega de documentos de vital importancia.

Hizo una breve pausa, tras la cual, mirando inquisitivamente a Albert, preguntó:

—Coronel Albert Stiller, ¿se declara inocente o culpable?

El coronel, todavía de pie, contestó, arrogante:

—Inocente, señor.

Los componentes del Tribunal se miraron entre ellos, y el presidente habló de nuevo:

—Antes de comenzar la causa, se le advierte de su derecho al nombramiento de un abogado que se haga cargo de su defensa.

—Gracias, señor. Asumiré mi propia defensa.

—Concedido. El fiscal tiene la palabra.

Un militar, de la misma graduación, que Albert, tras los formulismos de rigor, inquirió:

—¿No es cierto, coronel, que, ante la recomendación del Alto Mando de que se hiciera cargo de una misión, concretamente la de aniquilar a quienes atentan contra nuestra seguridad, se pronunció con una negativa, como aquí consta?

—Según consta en las Ordenanzas...

—¡Coronel! Limítese a contestar sí o no —le atajó el fiscal.

Albert miró al fiscal en funciones. Era mucho mayor que él, dándose la circunstancia que estuvo bajo sus órdenes antes de ascender, y jamás perdonó que Albert ostentara el grado de coronel, ganado por méritos propios, siendo mucho más joven que él.

Se dijo que, ante la evidencia de los hechos, tenía que doblegarse a su exigencia, por lo que se limitó a decir :

—Sí.

—Señores del tribunal, sólo este hecho, de por sí, demuestra una negligencia, que atenta a nuestra ética militar, un acto de indisciplina y flaqueza, y que la voluntad del acusado predispone a los actos más repulsivos...

Albert se levantó, exponiendo con firmeza:

—¡Protesto!

El presidente admitió:

—Ha lugar la protesta. Cíñase el fiscal a su acusación, y absténgase de deducciones particulares.

El fiscal tuvo que admitir, de mal grado, la advertencia, exponiendo:

—Solicito la presencia de un testigo, el capitán Bill Cohen.

—Concedido.

Tras el permiso del presidente, su ordenanza fue en busca del capitán ayudante del coronel Albert Stiller.

Cubiertos los formulismos, tomó asiento en el lugar destinado a los testigos.

—Capitán Cohen. ¿Quiere repetir, ante el tribunal, las palabras del coronel, después de mantener una conversación, y localizar el lugar de emisión con los llamados «Libertadores del Espacio»?

—Manifestó que, por el lugar localizado, un punto cero y grado dos o tres años luz, sería difícil dar con ellos.

—Capitán, le ruego haga memoria, y concrete las palabras exactas.

—Fue esto, poco más o menos, lo que dijo, señor.

El fiscal insistió:

—Voy a hacerle memoria. ¿No es cierto que dijo: «Es como hallar una aguja en un pajar»? ¡Conteste!

—Bueno, sí. Eso dijo.

—¿Quiere repetir al tribunal lo que contestó el coronel Stiller, tras su pregunta de lo que pensaba hacer, luego de haber sufrido el desastre, y mantener una segunda conversación con los interfectos?

El capitán Cohen, como pidiendo perdón a su coronel con la mirada, contestó:

—Dijo: «Eso es problema mío.»

—Gracias. No más preguntas.

—¿Desea interrogar la defensa al testigo? —inquirió el presidente.

—No, gracias —contestó Albert.

El fiscal llamó a otro testigo, al comandante médico Ralph Dunn, a quien acosó:

—Comandante, teniendo noticias del contenido del mensaje, su obligación era ponerlo en conocimiento inmediato de sus superiores y, al no hacerlo, se convierte en cómplice del coronel Stiller.

Intervino Albert:

—¡Protesto! El fiscal está tratando de coaccionar al testigo, cuando la única responsabilidad es mía.

Ha lugar a la protesta. Limítese el fiscal a la acusación del encartado.

El que actuaba de fiscal hizo una ligera inclinación de cabeza, a modo de asentimiento a la recomendación del presidente del tribunal, para volver luego al comandante medico:

—¿No es cierto que el coronel Stiller traicionó su palabra, al decir que no pactaría con el enemigo?

—Ignoro si el coronel Stiller empeñaría su palabra...

El fiscal se apresuró a intervenir, repitiendo:

—Dijo que no pactaría con ellos. ¿Sí o no?

—Bueno...

—¡Conteste!

—Sí, eso dijo, y estoy seguro de su sinceridad. El coronel Stiller es un ejemplo de honradez...

—Las opiniones particulares del testigo no importan a este tribunal —le cortó, en esta ocasión, el mismo presidente.

El fiscal, con una sonrisita de triunfo, expuso:

—No más preguntas.

—¿Desea interrogar la defensa?

—No, señor.

—Este tribunal se retira durante una hora para dar tiempo al fiscal y a la defensa para preparar sus conclusiones.

El presidente se levantó, al igual que los componentes del tribunal, y abandonaron la sala.

Dos centinelas custodiaban al coronel hasta su aposento, donde le dejaron confinado.

* * *

Al quedar solo, Albert Stiller se dirigió a su lecho, y se tumbó.

Tenía la impresión de que ya estaba condenado de antemano, y el fiscal no desperdiciaría la ocasión que se le presentaba para arruinar su carrera.

La verdad era que los hechos le hacían aparecer como culpable, y no cabía defensa alguna para rebatirlos.

La hora del plazo concedido a ambas partes, transcurrió como un soplo, v de nuevo se hallaba ante el tribunal constituido.

El presidente concedió la palabra al fiscal:

—Señores, nos hallamos ante un evidente caso de abuso de autoridad, alta traición y asociación con el enemigo, que baso en lo siguiente:

«Primero, el coronel Stiller comete la negligencia de rehusar el cumplimiento de un servicio.

«¿Y saben por qué? El haberlo admitido desbarataba sus planes preconcebidos, de colaboración con el enemigo.

»Apoyo mi tesis en los siguientes hechos:

—«Primero: Cita el capitán Cohen que el punto cero es imposible de localizar, cuando contamos con medios suficientes para descubrirlo.

«Segundo: Remacha su actitud de no intervenir en el asunto para no perjudicar a sus asociados, citando las palabras: "Tan difícil como hallar una aguja en un pajar."

«Para un coronel no existe la palabra imposible. Pero..., ¡ah!, de haber cumplido con el deber, sus planes se hubieran desbaratado y, con ello, sus ambiciones.

«Tercero: A la pregunta del capitán Cohen sobre lo qué pensaba hacer, le contestó que era problema suyo...

«¡Naturalmente! Problema que hubiera resuelto a su satisfacción, de no llegar a nuestro conocimiento la entrega de documentos, y que se había doblegado a sus exigencias.

«Cuarto: Al comandante médico le confiesa que no cederá a sus pretensiones, para luego... aceptarlas en su totalidad, como queda reflejado en la prueba adjunta.

«Señores del tribunal, he aquí mi primer fundamento: Ha cometido un delito de abuso de autoridad. ¿Quién es un coronel para disponer y pactar un acuerdo, sin la autorización correspondiente?

La actitud de los componentes del tribunal, le confirmó a Albert su sospecha de que ya estaba sentenciado de antemano.

Pudo observar que entre ellos se miraron, v aprobaban las palabras del furibundo fiscal.

Un gran desprecio le invadió hacia aquellos seres que se habían erigido en sus jueces, y tomó una determinación.

El fiscal continuó con sus envenenadas palabras:

—Pasemos al segundo fundamento: Alta traición...

»El coronel Albert Stiller, con menosprecio a la más ínfima ética militar, no duda, por un momento, en entregar al enemigo los planos secretos de nuestras astronaves, que constituyen el puntal más firme de nuestras defensas.

»Ya no cito a cualquier jefe u oficial, sino un simple soldado sería incapaz de incurrir en una falta de tal gravedad.

»En cuanto al tercer fundamento, es consecuente de los dos anteriores.

»El coronel Albert Stiller se ha vendido y asociado con el enemigo, como prueba la cantidad ingresada en su cuenta, y que figura como prueba testifical en el sumario.

»En consecuencia: Este ministerio fiscal solicita la degradación del encartado, Albert Stiller, por el delito que se le imputa de abuso de autoridad, con detrimento de la Humanidad entera, y la pena de muerte por alta traición y asociación con el enemigo.

Al concluir toda la perorata de acusaciones expuestas por el fiscal, desde el presidente, al último componente del tribunal, Albert pudo notar una unánime inclinación a las teorías de su acusador.

Comprendió que cuantas razones pudiera exponer, no le servirían de nada.

De todo cuanto manifestó el fiscal, astutamente silenciado por éste en las declaraciones previas, fue lo que más le extrañó el que los llamados «Libertadores del Espacio» hicieran llegar a manos del Alto mando el mensaje firmado por él accediendo a sus deseos, así como los planos de las astronaves.

¿Con qué finalidad...? La cosa se le presentó clara. Querían mantenerle bien atado, asegurarse de que no podría desbaratar sus planes. En una palabra, tenerle a su merced, y sin posibilidad de escape.

Se dijo, para sí, que si era esto lo que pretendían no sería él quien desbaratara su proyecto.

El presidente del tribunal, de un modo un tanto despectivo, anunció:

—La defensa puede exponer sus conclusiones. El coronel Albert Stiller se levantó lentamente sin preámbulos, con sencillez, comenzó:

— Referente al cargo de negligencia, es potestativo de un oficial el admitir o rechazar una comisión de servicio, siempre y cuando no sea una orden taxativa En el caso presente, fue un ruego.

»El abuso de autoridad lo rechazo de plano, puesto que, como jefe de una Base, estoy facultado para admitir o denegar una propuesta.

»En cuanto al delito de alta traición... ¿No se ha parado el señor fiscal a pensar que las apariencias pueden ser erróneas?

»Mi proceder, en este punto, únicamente ha sido guiado para evitar males mayores, que no me cabe la menor duda que se hubieran producido.

»Y por último, si el ser atacado en mi alojamiento si el contemplar la destrucción de aeronaves, si estar expuesto a los ataques de los que se denominan "Libertadores del Espacio", si existe una cantidad ingresada en mi cuenta, cuya primera noticia me ha sido dada por el fiscal; si todo ello puede calificarse de asociación con el enemigo, sólo puede salir de una mente infantil tal aseveración.

El fiscal se puso lívido de ira, pero no tuvo más remedio que callarse, puesto que no estaba en el uso de la palabra.

Albert Stiller, mirando con arrogancia a los componentes del tribunal, concluyó:

—La defensa ha terminado.

Salvo el fiscal, todos se quedaron un tanto extrañados. Esperaban que Albert pusiera más empeño en defenderse, aunque tenían que reconocer que lo poco que había dicho no tenía desperdicio.

El presidente del tribunal tomó la palabra:

—Oídas ambas partes, este tribunal dictará sentencia, que le será notificada al encartado, el cual permanecerá bajo vigilancia. El tribunal se retira a deliberar.

El coronel Albert Stiller se quedó en la sala, con los centinelas, a la espera de lo que dictaminaran.

Al cabo de media hora escasa, aparecieron de nuevo, y el presidente, tras carraspear dos o tres veces, ordenó:

—Que el acusado se ponga de pie.

Albert se levantó, y estoicamente se preparó a oír lo que habían decidido.

—Este tribunal condena a Albert Stiller a la pérdida de su grado de coronel, inhabilitación militar y civil, v confinación a perpetuidad en el penal de Leopse. Así se dicta sentencia por el delito de alta traición.

Albert estaba preparado a todo, así que no le vino de nuevo la condena anunciada.

Para sí, se dijo que aquello no podía quedar así, y sus esfuerzos se centrarían en demostrar a aquel tribunal su equivocación, al juzgarle.

Todos pudieron darse cuenta de la serenidad con que acogió el veredicto y, más tarde, el mismo Wilfford comentó con los demás componentes:

—O Albert Stiller es un cínico o me da la impresión que algo se ha escapado a nuestro conocimiento, y hemos juzgado a un inocente.