CAPITULO VI

No tuvieron más remedio que esperar a que la azafata volviera y, cuando ésta le sirvió al comandante la cantidad derramada, se alejó de nuevo.

Ambos hicieron como que bebían, cuando la realidad fue que no probaron ni una sola gota de aquel líquido, y, posteriormente, vaciaron su contenido en las bolsas vertedero.

Albert observó a los muchachos de la escolta, y comprobó que estuvo acertado en su sospecha. Estos comenzaban a dar cabezadas, rendidos por el sueño.

El coronel le dio unos golpecitos al comandante con el codo para que se fijara en lo que les estaba sucediendo a sus subordinados.

Con disimulo, miró y, en voz baja, dijo:

—Estabas en lo cierto. Ahora, tendremos que empezar «a dormir» nosotros. ¿No es así?

—Exacto. Eso quería decirte.

Y comenzaron a dar síntomas de somnolencia hasta quedar, aparentemente, dormidos.

En aquellos momentos, sobrevolaban el océano, y notaron que una oscuridad ensombrecía sus párpados.

No podía tratarse de nubes, puesto que éstas quedaban muy por bajo de su altura de vuelo.

Albert y el comandante entreabrieron los párpados, y descubrieron la causa de aquella sombra.Sobre ellos volaba, a la misma velocidad que el vehículo que les transportaba, una plataforma, de grandes dimensiones.

Momentos después, pudieron notar que perdían velocidad, y que iban aproximándose a la base de la plataforma.

Albert Stiller comprendió que eran transbordados a la misma, y vio que, a través de una gran compuerta les albergaban en su interior.

Más tarde oyeron voces, a tiempo que quedaban inmovilizados.

La cabina de pasajeros fue invadida por varias muchachas, unas rubias y otras morenas, e igualmente vestidas como las que vio en su alojamiento.

La que actuó de azafata, todavía vestida con el uniforme del cuerpo auxiliar femenino, parecía ser quien mandaba sobre las demás.

—¡Atención, Bredas y Celas...! Trasladad a los pilotos, a una muchacha que está con ellos, al comandante y a esos cuatro, al departamento de retención. Del coronel, ya me encargaré yo.

Las muchachas, por parejas, y provistas de sendas camillas, procedieron a cumplir lo ordenado por aquella que les habló.

Al ex coronel le llamaron la atención dos circunstancias: la particularidad de plurarizar los nombres propios de Breda y Cela, que, como él recordaba de las que le visitaron, Breda era rubia y Cela, morena.

Todas aquellas muchachas, indefectiblemente, eran rubias o morenas, sin existir un término medio.

La segunda circunstancia fue el nombrar, por la que iba vestida de azafata, a una muchacha que estaba con los pilotos.

Sin lugar a dudas, pensó que aquélla sería la auténtica azafata y, cuando vio que la transportaban, inconsciente, en una camilla, llamó extraordinariamente su atención la extraordinaria belleza de la joven, en cuyas facciones existía una mezcla de niña y mujer, sumida en la placidez de los sueños.

También pudo comprobar, una vez más, la fuerza extraordinaria que tenían aquellas chicas. Manejaban a los de la escolta del comandante como si fueran verdaderos muñecos.

La que hacía de jefa ordenó a dos, que regresaban con la camilla vacía:

—¡Eh, vosotras! Trasladar al coronel.

Obedecieron la indicación, y Albert se sintió izado para ser depositado posteriormente en la camilla.

Una vez en la plataforma, fue introducido en un ascensor, quedando a solas con la jefa.

A poco, éste paró, y ella misma empujó la camilla con ruedas, introduciéndole en un compartimento, a tiempo que decía a un nuevo personaje que había allí:

—Aquí le tenemos.

—Buen trabajo, Asil. Con el coronel en nuestras manos, seremos invencibles.

—¿Qué determinas con los demás?

—Arrojadlos al océano. No creo que puedan servirnos de mucho.

—Creo que podríamos conservarlos.

—¿Para qué...? No les tenemos atrapados como al coronel, y por tanto, desconfío de ellos.

—De todos modos...

—Tu debilidad nos puede acarrear complicaciones. ¡Que los arrojen! Y no me hables más del asunto. Tengo muchas cosas que hacer.

—¿Y la chica?

—También. Ya tenemos bastantes.

Albert apenas si pudo ver las facciones de aquel individuo, pues sentía sobre él la mirada de ambos dialogantes.

Se apercibió de unos pasos, y oyó que la chica decía :

—Es una lástima sacrificarlos, pero él lo ha ordenado así, y hay que cumplirlo.

Luego se aproximó al coronel, y le estuvo contemplando a sus anchas, para después inclinarse y besar sus labios, con marcada vehemencia.

Albert casi estuvo a punto de abrir los párpados, a causa de la sorpresa de aquel inesperado acto, pero tuvo que dominarse, aun a riesgo de perecer por asfixia, a causa del prolongado ósculo.

Pero la cosa se estaba poniendo grave. Ahora ya no se conformó con besarle, sino que se abrazó a él, dando rienda suelta a sus instintos temperamentales.

El coronel resistió estoicamente el ataque, poniendo a prueba su férrea fuerza de voluntad, y cuando Asil se convenció de sus inútiles esfuerzos, se separó, diciendo

—Eres un buen mozo, y, me gustas. Presiento que seremos buenos amigos, o al menos, haré todo lo posible para que así sea. Cuando estés consciente, estoy segura de que será otra cosa. Ahora me voy, cariño...

Nada más desaparecer ella, y tras comprobar que estaba solo en la estancia, Albert se levantó de su posición forzada, y se fue hacia la puerta.

La abrió con cautela, alcanzando a ver a su vehemente compañera cómo torcía hacia la derecha de un pasillo que se dividía en dos, y que partía de la puerta de donde él estaba.

Se propuso seguirla. Estaba seguro de que le conduciría a donde estaban los demás.

Nada más torcer, se encontró con unas escaleras. Decidido, descendió por ellas, desembocando en otro pasillo de considerable longitud, y con puertas á ambos lados.

De ella no quedaba ni rastro.

Por encima de todo tenía que dar con su paradero, y evitar, a costa de lo que fuere, el que se llevara a efecto la orden de aquel desalmado.

Puerta tras puerta fue escuchando, por si descubría la voz de ella, que era inconfundible, por su lentitud pegajosa.

Estaba en este menester cuando, de improviso, una puerta se abrió, v a sus espaldas, una voz femenina le preguntó :

—¿A quién buscas, buen mozo?

Se volvió. Era una rubia, una de las tantas Bredas que por allí abundaban, y vestida con su clásica indumentaria.

Sin titubear un momento, contestó:

—A la jefa.

—¡Oh, qué decepción...! Creía que era a mí. ¿No nos hemos visto antes?

—Puede ser. ¿Dónde está ella?

—¡Uf...! Parece que tienes mucha prisa... ¿Qué puede darte, que no pueda otorgarte yo?

—Estás en un error, muchacha. No es ése el camino.

—¿Que no...? ¡Si la conoceré bien...! Siempre los acapara y, cuando lo ha conseguido, quedan en el olvido.

—Déjate de divagaciones, y dime dónde está.

La tal Breda se fue aproximando y, de improviso, se abalanzó sobre él.

Por experiencia, el coronel sabía que no debía andarse en contemplaciones; de lo contrario, estaba perdido.

Le aplicó un golpe seco en el estómago y, de momento, la muchacha aflojó la presión de sus brazos, pero siguió luchando, con la pretensión de arrastrarle hacia la puerta por donde había aparecido.

Al instante, Albert comprendió que seguir manteniendo una lucha con aquella fierecilla en el mismo pasillo constituía un peligro para él.

Así que se dejó arrastrar, simulando fuerzas de flaqueza, ante la acción arrolladora de la joven, la cual, una vez ambos dentro del compartimento, y tras cerrar la puerta, se mostró más mimosa.

Pero el coronel no podía perder tiempo, si quería salvar a los demás, incluida la verdadera azafata, y le propuso:

—Dime dónde está la jefa, y te prometo volver. He de transmitirle una orden.

—No es verdad. Te quiere para ella.

—Eso depende, en parte, de mí. ¿No crees?

—Puede, pero lo que se propone, lo consigue.

—Quizá no se salga con sus propósitos, y seas tú la triunfadora.

—¿De veras?

—Tú dime dónde está, y puede que sea una realidad lo que te he dicho.

Albert comprendió, al instante, el antagonismo que imperaba entre ellas, adoleciendo del mismo instinto,

Luego de dudarlo un momento, manifestó:

—Está en la última puerta de la derecha, con los prisioneros. Te esperaré con impaciencia...

El coronel Stiller no esperó a oír más, y ya daba media vuelta cuando ella, al decir la palabra prisioneros, recordó, y exclamó:

—¡Quieto! ¡Cela, a mí!

Una muchacha morena irrumpió en la estancia, cerrándole el paso.

La tal Breda incitó:

—¡A él, Cela! ¡Es uno de los prisioneros!

Ambas se lanzaron contra Albert, con un ímpetu arrollador.

Tenía que terminar con ellas por la vía rápida, antes de que cundiera la alarma, y se complicaran más las cosas.

El coronel no se anduvo con contemplaciones; sabía que con ellas no cabían concesiones a su sexo. Quien así lo considerara estaba más que perdido.

Por todo ello atacó y se defendió sin menospreciar a sus enemigas, aunque, eso sí, procurando dañarlas lo menos posible.

De todos modos, se las vio y deseó para terminar con aquel par de «gladiadores con faldas», pero al fin prevaleció su destreza y fortaleza.

Como ya sucediera en otra ocasión, aquella segunda versión de Breda y Cela quedaron sumidas en la inconsciencia.

No se entretuvo en dejarlas mejor o peor acomodadas. Con rapidez, encaminó sus pasos hacia la última puerta de aquel largo pasillo.

En esta ocasión iba sobre seguro, y no se tomó la molestia en llamar. Sabía positivamente que la sorpresa era un punto a su favor, y temía que su llegada fuera tardía.

Nada más abrir, oyó el fragor de lucha en un compartimento contiguo, cuya puerta permanecía abierta.

Se dirigió allí, y vio al comandante cómo se debatía con dos muchachas que, por no variar, una era rubia y la otra morena.

Estaba atravesando por una situación crítica, con el agravante de que, a sus espaldas, y en el suelo, se abría un hueco, a cuyo fondo se veía el océano.

El comandante no se había apercibido de ello, y la morena y la rubia le acosaban, haciéndole retroceder hacia el vacío.

Allí se encontraba la «jefa», todavía con su uniforme de falsa azafata y, en sendas camillas, los cuatro hombres de escolta, los dos pilotos y la auténtica azafata. Todos ellos seguían inconscientes.

Además de las que luchaban con el comandante, habían otras Breda y Cela más.

Absortas todas ellas en el resultado de la lucha, que, sin lugar a dudas, presentaba un final a su favor, no se apercibieron de la presencia del coronel.

El comandante estaba a un pie de caer en el vacío, y una voz potente se dejó oír:

—¡Cuidado, comandante! ¡Salta al otro lado...!

El aludido se volvió fugazmente, y comprobando el peligro que se cernía sobre él, entonces hizo una flexión para esquivar el golpe de una de sus atacantes.

El amago fue fatal para la rubia que, al no encontrar dónde dar, por su propio impulso, cayó en el vacío donde pretendía lanzar a su oponente, y un grito desgarrador en un principio se fue desvaneciendo en intensidad, durante la caída.

Tras la flexión, el comandante tomó impulso y, dando una voltereta a la inversa en el aire fue a parar a la otra parte de la trampilla.

La morena, pareja de la que atacaba, pretendió sujetar a su compañera de lucha y, en su empeño, perdió el equilibrio, y desapareció por el espacio que quedaba abierto.

Así, la «jefa», y las otras Breda y Cela, se volvieron para mirar, atónitas, al intruso.

La primera reaccionó en seguida, ordenando a sus subordinadas:

—¡Arrojad a la chica!

De un salto, el coronel se colocó ante la camilla donde yacía la verdadera azafata, dispuesto a desbaratar sus propósitos, a tiempo que decía:

—¡Comandante, cierra la trampilla y la puerta! ¡Acciona la palanca de tu derecha!

Al primer golpe de vista, el coronel se dio cuenta de su existencia y, por ello, se lo pudo indicar al comandante, que respiraba fatigosamente, reponiéndose de su esfuerzo.

—Sí, coronel —le respondió éste, poniéndose en acción.

Asil, la «jefa», sin poder contener su ira, gritó:

—¡A ellos!

El coronel se bastó para hacer frente a las tres, mientras que el comandante cumplía lo ordenado.

Todos estos acontecimientos se desarrollaron con la velocidad del rayo y, al final, la «jefa» y ambas adictas a ésta, quedaron sin sentido, gracias a la presión ejercida por el coronel, en ciertos puntos neurálgicos.