CAPITULO PRIMERO
—¡Atención, Base Solaes! ¡Atención, Base Solaes...!
—¡¡Coronel!! Nueva comunicación.
—¡Conecto! Estoy a la escucha.
El coronel de la Base a cuyo mando tenía un escuadrón de astronaves espaciales, puso los cinco sentidos en lo que iban a decir en el mensaje.
—Nuevamente, terrícolas de la Base Solaes se encuentran en nuestro poder. Serán petrificados, como otros tantos que han pretendido inmiscuirse en nuestros asuntos.
»Por última vez os conminamos a que acatéis nuestros mandatos; de lo contrario, seréis eliminados, comprendiendo en ello a todos los habitantes de ese planeta llamado Tierra.
El coronel Albert Stiller indicó a su ayudante que calculara, con ayuda de parámetros, la distancia de emisión de las microondas.
Mientras, procuró entretener a los comunicantes:
—Quienquiera que seáis, mal podemos llegar a un acuerdo, cuando vuestros procedimientos son punibles ante la libertad y convivencia espacial.
—La convivencia espacial la imponemos nosotros; la libertad queda supeditada a nuestros deseos.
El coronel dirigió una mirada apremiante a su ayudante.
Toda la sección de cálculos espaciales actuaba a marcha acelerada, auxiliándose con las programaciones de los computadores.
El ayudante, por gestos, le indicó que todavía no poseían un dato concreto, por lo que el coronel procurò prolongar la conversación:
—Esto es una imposición unilateral. La convivencia está basada en una relación mutua, en una exposición de criterios, en los que concuerden ambas partes...
—Por la forma que te expresas, tus teorías han quedado relegadas. Nosotros sabemos, por experiencia, que somos los más fuertes; por lo tanto, sacamos partido de nuestra situación y despreciamos a los débiles.
Ante estas palabras, vaticinó el coronel:
—Quien está seguro de sus méritos y menosprecia a los débiles, suele incurrir en nefastos errores.
—No hay posibilidad de errores, cuando se sabe que somos perfectos.
En estos momentos, el ayudante del coronel le indicó que ya tenían los datos que perseguían.
El corone] Stiller, para cortar toda aquella serie de sandeces, preguntó:
—¿Y qué pretendéis vosotros?
—La sumisión del planeta Tierra.
—¿No creéis que vuestras pretensiones son un tanto petulantes?
—Coronel, para que te convenzas de que estamos lejos de lo que tú denominas petulancia, observa lo que va a pasar en la Base Solaes.
Se dejaron oír varios estampidos, como si una aparatosa tormenta se hubiera desencadenado.
Lo curioso del caso es que el firmamento estaba exento de nubes y un esplendoroso sol lucía en aquellos momentos.
Varias naves espaciales estaban aparcadas libremente en el astródromo y cada una de ellas, luego del estruendo similar al consecuente de un rayo, se encontraban atravesadas y materialmente clavadas por una columna.
Estas columnas presentaban una superficie irregular y forma cuniforme de varios metros de altura v de considerable diámetro.
El coronel, su ayudante y todos los componentes de la Base Solaes, no podían dar crédito a lo que veían.
Albert tenía noticias de lo sucedido en otras principales Bases, pero esto lo puso en cuarentena, puesto que los datos que poseía no eran muy concretos.
La petulante voz se dejó escuchar de nuevo, con una sarcàstica pregunta:
—¿Estás convencido ahora de mis palabras, coronel?
A lo que contestó el aludido:
—Si pretendéis intimidarnos con vuestras tropelías, estáis en un error.
—Quien ha caído en el error sois vosotros. La evidencia la tienes patente y al igual que tus naves han sido prácticamente destruidas, lo mismo sucederá con las grandes ciudades de vuestro planeta.
—¿Y qué pretendéis con todo ello?
—La sumisión incondicional de vosotros.
El coronel estuvo a punto de contestarle: «Quien siembra vientos, recoge tempestades.»
Pero se abstuvo de manifestar su pensamiento e insistió:
—¿Por qué?
—Eso lo sabrás a su tiempo. Limítate a seguir las instrucciones que en su momento recibirás. Y basta ya por hoy.
La comunicación se cortó y por más que insistieron, no obtuvieron respuesta a su demanda.
* * *
En la sala de control v rastreo imperaba gran actividad.
En la amplia pancarta sideral aparecían unos trazos rojos, incidiendo al final en un punto desconocido, o sea, de los que denominaban cero por inexistencia de planeta o estrella de mayor o menor magnitud.
—Estos son los resultados obtenidos, coronel —manifestó su ayudante.
—Pues, Bill, siendo el hecho palpable de que el espacio es infinito, es como hallar una aguja en un pajar, como diría el refranero de nuestros antepasados, que no por viejos, si no por experiencia, suelen ser muy verdaderos.
—Pero, coronel...
—Sí, ya sé —interrumpió al ayudante—. La localización imprecisa en la cuadrícula sideral, corresponde entre la cuarta y quinta galaxia y en consecuencia, determina el grado dos o tres años luz.
Mientras en la sala de conferencias, el coronel estaba deliberando los pormenores de la cuestión, en cuanto a tripulaciones desaparecidas y datos específicos, un hecho pasó desapercibido al personal de vigilancia del astródromo.
Llegada la noche cerrada, de aquellas formas cuniformes, que no lograron menear, salieron unas siluetas en forma humana que sigilosamente se fueron perdiendo en la oscuridad.
Albert Stiller se retiró tarde a su alojamiento, no sin antes haber concretado con los componentes de su escuadrilla el plan a seguir.
Nada más abrir la puerta, dos figuras sé le vinieron encima tratando de inmovilizarle.
El coronel actuó por reflejo defendiéndose del ataque, aunque sus golpes caían en el vacío.
Logró atrapar a uno de los atacantes que por la forma de su cuerpo sólo podía pertenecer a una mujer, aunque la fuerza no estaba en consonancia con su anatomía.
La voz femenina que escuchó le confirmó su descubrimiento:
—Breda, insensibilízale. Me tiene cogida.
—Sí, Cela —le contestó la otra voz femenina.
Las palabras de la llamada Breda orientaron al coronel de la posición que ocupaba ésta.
Sin soltar a la que tenía asida, alargó el brazo y su mano tropezó con una mata de pelo al que dio un tirón seco y la atrajo hacia la que tenía sujeta.
Fue tal el impulso que imprimió que las cabezas de las atacantes chocaron entre sí y el coronel notó que ambos cuerpos se desplomaban.
Las dejó caer y acto seguido pulsó el interruptor, iluminándose la estancia.
Ante él aparecieron dos cuerpos de muchachas, cuyas formas y rostros resultaban atractivos.
Ambas vestían igual: blusa camisera prácticamente abierta hasta la cintura que sujetaba una falda corta con un ancho cinturón de gruesa hebilla.
Pudo darse cuenta también de que una fina y tupida malla, color carne, les cubría las partes que quedaban al descubierto hasta el cuello, cuyo borde cerraba un ancho collar.
El calzado, de suela plana v silenciosa, eran unas botas plateadas con caña hasta bajo de la rodilla.
La diferencia más notoria entre ellas era que una poseía el cabello rubio y la otra negro v por la posición que ocupaban dedujo que la rubia era Breda y la morena Cela, con la que más directamente luchó.
Estaba contemplándolas sin saber qué hacer, puesto que su aparente fragilidad no estaba en consonancia con la fuerza que demostraron tener.
Dudó entre reanimarlas o esperar a que volvieran en sí por su natural, pues ante la experiencia habida, no podía descuidarse y exponerse a un nuevo ataque de aquel par de fierecillas.
Al volverse para coger un frasco de sales para aplicárselas y contrarrestar su aturdimiento, descubrió que en un lugar muy visible había una nota.
El coronel pensó para sí que no habían demorado el envío, pues no dudaba de su procedencia.
Se dispuso a leerla:
«Coronel: Las acciones llevadas a cabo por astronaves a tu mando, nos han causado graves perjuicios que no estamos dispuestos a tolerar más.
«Has tenido una prueba de nuestras represalias y de no aceptar las condiciones, éstas se extenderán a vuestras ciudades.
«Exigimos: 1.° — La entrega de planos de tus cosmonaves U-F-35. 2.° — La no interferencia en nuestros asuntos. 3.° — Tu colaboración en entrenamientos de pilotos y estrategia espacial.
»A cambio de todo ello te ofrecemos un poder sin límites, como jamás has podido soñar.
»La contestación la puedes dejar, junto con los planos, en el mismo lugar que has encontrado el mensaje y el plazo que te imponemos es el de mañana a esta misma hora.
»¡Ah! No pretendas someter a vigilancia el lugar para sorprender a quien lo recoja.»
Firmaba el mensaje: «Los Libertadores del Espacio.»
Albert Stiller repitió, irónico :
—Libertadores del Espacio... Menudos libertadores cuando hacen uso de métodos violentos.
Su atención recayó de nuevo en las muchachas que parecían dar síntomas de recuperación.
Con delicadeza cogió primero a Cela, la morena, y la depositó en un mullido y amplio asiento con respaldo.
Luego hizo lo mismo con Breda, la rubia, colocándola al lado de su compañera.
Después destapó el frasco y les hizo inhalar su con tenido.
El efecto fue inmediato. Parpadearon brevemente y sus facciones, tan dulces en su inconsciencia, adquirieron un aire de dureza y sus músculos se tensaron como si se dispusieran a un nuevo ataque.
Albert les sonrió, diciendo:
—¡Vaya...! Las lindas Breda y Cela ya han despertado de su sueñecito...
Como si adivinara sus intenciones de lanzarse nuevamente contra él, extendió la palma de la mano en señal de alto, prosiguiendo:
—No, no; no os mostréis tan ofensivas como antes. Vais a dejarme agotado y sintiéndolo mucho, tendré que mandaros de nuevo al país de los sueños, cosa que sabiendo ahora quiénes sois, me repugnaría un poco. Pero... considerando la igualdad de oportunidades, a fe mía que lucháis como hombres y en ese caso...
El coronel era un muchachote fornido, de facciones varoniles de las que gustan al sexo opuesto, de sonrisa fácil, aunque por sus rasgos y sus palabras dejaba traslucir una voluntad férrea.
Las jóvenes, al ver descubiertas sus intenciones, relajaron sus músculos y de nuevo se apoyaron contra el respaldo del asiento que ocupaban.
—¡Magnífico! Eso está mejor... Estáis más bonitas así que con cara de pocos amigos... ¿Cómo os encontráis? ¿Queréis tomar algo?
El más absoluto silencio por parte de ellas.
—Pues no sois muy locuaces que digamos. El permanecer calladas en una mujer debe de constituir un martirio tremendo. ¿No es así?
Tampoco obtuvo respuesta a su pregunta.
—Bueno..., ya veis que mi actitud es amistosa y quiero hacer honor a la visita de dos bellezas, que, por inesperadas, han sido sorprendentes y más por el «efusivo» recibimiento...
Las aludidas sólo le miraron, pero de sus labios no salió una palabra.
—De acuerdo. No creo que el golpe en la cabeza os haya producido afasia, o sea la pérdida del habla. De todos modos, me vais a permitir que os pregunte algo.
Se volvió para coger el mensaje y, mostrándolo, inquirió :
—¿Vosotras habéis traído esto?
A Albert le pareció notar en ambas un retraimiento.
Insistió el coronel:
—¿Lo habéis traído?
Las dos se miraron, y Cela parecía dispuesta a contestar, cuando Breda le atajó, aterrorizada:
—¡No!
Y acto seguido, con una agilidad insospechada, se levantó, y pretendió alcanzar la puerta.
Pero el coronel se interpuso en su camino, y se enzarzaron en una breve pelea, en la que Breda quedó inmovilizada.
Cela ya estaba de pie, dispuesta a acudir en ayuda de su compañera, mas la potente voz y la mirada decidida del coronel la retuvieron:
—¡Quieta! No voy a andarme en contemplaciones con vosotras. He hecho lo posible para tratar el asunto amigablemente. ¿No lo habéis querido? Vuestras razones tendréis. Pero yo también tengo las mías para poneros a buen recaudo.
De un empujón, hizo volver a Breda al asiento que ocupara, y Cela lo hizo por sí sola.
El coronel pulsó un botón, y comenzó a decir:
—Cuerpo de guardia, aquí el coronel Stiller...
Cela le interrumpió:
—¡Un momento! ¡No quiero estar encerrada! Diré lo que quieras.
—¡Cállate, Cela! —le gritó, a su vez, Breda.
—¡No puedo más! ¡He de hablar, aunque con ello me vaya la vida, y tú sabes que tampoco puedes aguantar...
—¡A mí no me comprometas! ¡Quiero vivir...!
Y Cela, como si ahora tuviera prisa, comenzó a decir:
—Sí, coronel, nosotras lo hemos traído. Al sorprendernos, debíamos de inutilizarte, y si tu respuesta era negativa... llevarte... con... e...ll...o...s...
El rostro de Cela se fue amoratando súbitamente, sus ojos se hicieron saltones, y sus dedos se engarfiaron al collar que cubría su cuello y su boca abierta ansiosa de aire.
Después cayó al suelo, como fulminada.
Otro tanto comenzó a ocurrirle a Breda.
Por un altavoz se dejó oír al oficial de guardia, que preguntaba :
—¡Coronel! ¿Qué le ocurre?
—¡Pronto! ¡Que venga el doctor!