CAPITULO X
El coronel pudo comprobar que Telecio no le había mentido; la construcción de la UF-35 se había iniciado.
En la factoría aeroespacial se encontró con caras conocidas; los componentes de tripulaciones apresadas, que pertenecieron a su Base.
Los muchachos se llevaron una indescriptible alegría y asombro a la vez, al ver a su coronel departir amigablemente con el jefe de todo aquello, Telecio.
Tenían asignados los trabajos más pesados y, fuera de ellos, el resto del personal era femenino.
Albert, dada la predisposición de Telecio, pensó explotar al máximo esta circunstancia en favor de los suyos, por lo que le expuso:
—Es una lástima que tengas a esos muchachos dedicados a trabajos rudimentarios. Todos ellos están especializados y, por lo tanto, los quiero tener bajo mi dirección.
—De acuerdo, así será. ¿Qué te parece cómo va el trabajo?
—Aparentemente, bien. Cuando haya profundizado en ello podré hablarte con más conocimiento de causa.
—Pues manos a la obra, que me urge disponer de las UF-35 cuanto antes. Lo dejo bajo tu responsabilidad y..., recuerda, a la menor traición, se os someterá a la estalactización.
Lo primero que hizo el coronel fue reunirse con el comandante, la azafata y todo el personal procedente de la Tierra, exponiéndoles:
—Telecio desea de nosotros la incondicional cooperación para la construcción de las UF-35. Yo le he prometido nuestro apoyo en todo, y espero de vosotros que secundéis mi promesa. A cambio de ello recibiremos, en su día, grandes compensaciones.
La verdad fue que Albert leyó en los rostros de los allí reunidos, salvo la azafata y el comandante, una gran decepción, e incluso atisbos de desprecio, por las palabras del coronel.
No obstante, remachó:
—Que cada cual cumpla con su cometido, tratando de acelerar los trabajos iniciados.
Y acto seguido fue asignando a cada cual su misión, y dio por terminada la conferencia.
El coronel, astutamente, había convocado aquella reunión, seguro de que llegaría a conocimiento de Telecio.
No se equivocó en su apreciación. En uno de aquellos edificios cónicos, Telecio estaba atento a una pantalla, por la que pudo ver y oír cuanto se dijo.
A su lado, se encontraba Asil, la «jefa».
Cuando terminó la reunión vieron cómo cada cual se dirigía a sus puestos de trabajo. Telecio cerró la pantalla, y preguntó a Asil :
—¿Te convences de su sinceridad?
—No me fío. Te confesaré que me ha decepcionado el coronel. Lo consideraba más inteligente, y que no se doblegaría fácilmente a tus imposiciones.
—Pues te has equivocado. La inteligencia, unida a la ambición que he suscitado en él, le ha hecho actuar del modo que has visto.
—Creo que estás en un error. Esa sumisión no la encuentro acorde con su carácter. Y conozco un poco a los hombres.
—Lo único que conoces de ellos es al hombre como sexo opuesto. En lo demás eres una nulidad.
—Y tú, creyéndote un superdotado, también vas en pos de las mujeres.
—Mira, no toquemos otra vez ese tema, que terminaremos en un altercado.
—Sí, será mejor que lo dejemos. ¿Y piensas concederle al coronel todo lo que le has prometido, cuando la victoria la tengas en tus manos?
—Bueno..., de prometerlo a hacerlo, media un abismo. El, que dirija la construcción de las UF-35, y luego no le quedarán ganas de venirme con exigencias.
—Lo que no me explico es por qué has tenido que recurrir a él.
—Por la razón de que existen sistemas y mecanismos fuera de nuestro alcance.
—Parece mentira que, en ese aspecto, falle tu inteligencia. Teniendo los planos en tu poder, me basto para construir cuantas quieras. Prueba de ello es las que tengo iniciadas.
—Pues bien, adelante. Tú sigues con una de las iniciadas, y el coronel que se ocupe de la otra.
—Conforme, bajo una condición.
—¿Cuál?
—Que si yo termino antes que él, como así será, me concedas plena libertad para hacer con el coronel y los suyos, sin olvidar a la azafata, lo que se me antoje.
—Concedido.
—¿Y la azafata, también? —inquirió, incrédula, Asil.
Telecio la miró y, cínicamente, contestó:
—También. Y ahora vete, déjame tranquilo.
La cuestión era que Asil se dio cuenta de la juventud y hermosura de la azafata, y el peligro de que, con sólo proponérselo, la desbancaría del favor de Telecio.
A su perspicacia de mujer, al fin, no le pasó por alto con qué avidez la estuvo mirando Telecio y, corno le conocía bien, la presencia de la joven representaba un peligro constante para ella.
En cuanto al coronel y al comandante, no les perdonaba que se hubieran enfrentado con ella, y la dejaran en ridículo ante sus subordinadas, por el miedo que le hizo pasar Albert, ridiculez que consideró más humillante, por las palabras de Telecio.
Interiormente se había prometido que Telecio también pagaría lo suyo, y se arrepentiría, con creces, de haberle dicho que estaba haciéndose vieja y fea.
Con estos pensamientos abandonó la estancia de aquel hombre, al que admiraba y odiaba a la vez.
* * *
Los primeros días de trabajo transcurrieron sin incidencias, y en varias ocasiones el coronel hizo efectuar modificaciones, que no constaban en los planos.
Por su parte, Asil llevaba un ritmo acelerado, con el firme propósito de terminar antes que el coronel.
A Albert comenzaron a molestarle las asiduas visitas de Telecio, y las conversaciones y miradas que éste sostenía con la azafata, que ya sabía se llamaba Carol Lasey.
Esto tampoco pasó por alto a la celosa Asil, cuyo odio se iba acrecentando hacia la guapa muchacha.
El coronel se había enamorado de Carol, pero la joven no rehuía el galanteo de Telecio.
Su amor propio le impedía manifestar sus sentimientos, y aunque en un principio su comportamiento con Carol fue todo amabilidad, ahora mostraba un trato más bien protocolario.
Ella pudo darse cuenta de ello y, un día en que estaban solos se lo dijo:
—Albert, he observado un cambio en ti. Ya no me hablas con la deferencia de antes.
—¿Yo...? —inquirió, simulando sorpresa, para justificarse a continuación—: Será porque el trabajo me abruma.
Carol esbozó una sonrisa picaresca, y preguntó:
—¿No será Telecio la causa de todo ello?
Le pilló desprevenido la suspicacia de la joven hermosa y, al poco rato, le contestó:
—Eso me tiene sin cuidado, allá tú con tus particularidades. Lo que me interesa es que realices el trabajo asignado.
—¿Por qué tu desmesurado interés en servir a Telecio? Te advierto que reina gran descontento entre el personal a tus órdenes, y hacen todo lo que pueden para atrasar el trabajo.
—¿Sí, eh? Pues sois todos un hatajo de desagradecidos. Le he prometido a Telecio construir las UF-35, bajo la condición de teneros a mis órdenes y libraros de vejaciones.
—Bonita manera de encubrir tus ambiciones. Hasta el mismo comandante pondría en duda la sinceridad de tus palabras. ¿O acaso crees que no nos hemos dado cuenta de tus frecuentes entrevistas con esa Asil?
—Estáis en un error. Son meras conversaciones profesionales.
—¿Hasta en su alojamiento...? —inquirió, irónica.
La verdad era que Asil se valía de cualquier pretexto para tener al coronel a su lado y, en más de una ocasión, éste tuvo que valerse de su astucia para rechazar las insinuaciones de ésta.
Por la última pregunta de Carol le despertó una sospecha; el que ella se sentía celosa. Por lo que trató de no afirmar ni desmentir:
—Bueno, hablamos de todo, principalmente del trabajo.
—Pues se ve que la aleccionas muy bien, ya que lo tiene muy adelantado, y las consultas se hacen más frecuentes.
—Puede que así sea. Hay que colaborar. ¿No te parece?
—¡Ah, sí! La colaboración es la base principal, y yo voy a seguir tu ejemplo. Telecio me ha invitado a su alojamiento para «tratar de trabajos», y pienso aceptar. Conque... a colaborar, coronel.
Y dando media vuelta, dejó a Albert plantado, el cual apretó los puños con rabia, y no pudo por menos que admirar, una vez más, las líneas perfectas de aquella hermosa y rebelde muchacha.
Iba a dirigirse a su alojamiento para descansar, pero Carol había logrado ponerle nervioso, y él sabía que la única forma de contrarrestar una preocupación era ocupar su mente con un trabajo.
Decidió irse a la factoría para reparar unas instalaciones primordiales en la UF-35.
Estaba ocupado en ello, cuando oyó pasos y voces. Atisbo por una de las escotillas, y vio que se trataba de Asil y Telecio.
La primera decía:
—Te convencerás de lo que te pronostiqué. Mis trabajos están más avanzados que los suyos.
—Claro, si interrumpes continuamente al coronel, es lógico que vayas delante. Tras ello adivino tu intención; quieres salir triunfadora.
—¿No irás, ahora, a negarte a entregármelos, incluyendo la azafata? Yo te aseguré que terminaría antes, y cumplo lo prometido. Luego cumple lo que a ti te toca.
Albert no pudo escuchar más, pero sacó sus propias conclusiones, y no se equivocó sobre las intenciones de Asil.
Como suponía que irían a visitar, posteriormente, la astronave que estaba bajo su dirección, y esto les tendría ocupados cierto tiempo, se escurrió por una de las salidas auxiliares, y abandonó la factoría.
Conocía el alojamiento y puesto de mando, conjuntamente, de Telecio, y se propuso visitarlo.
Telecio, en su locuacidad, consecuente de las alabanzas dichas por Albert, le explicó la función de cada uno de los cuadros de mando.
En las puntiagudas edificaciones, que tanto llamaron su atención, estaba instalado un emisor de rayos que, en conjunto, formaban una tupida defensa, tanto para repeler cualquier ataque o impedir posibles fugas.
Otro era un complejo sistema de circuito cerrado, por el que sabía lo que hacían todos sus subyugados, sin respetar incluso sus intimidades.
El tercero se trataba del control de lo que él llamó estalactización, mediante el cual sentenciaba a sus «súbditos» para dejarlos como aquellas dos muchachas que le visitaron.
Existía un cuarto tablero de mandos, del que Telecio silenció sus funciones; de ahí que Albert lo consideró el más importante.
Dicho tablero tenía incorporada una pantalla y, en su parte lateral derecha varios pulsadores.
¡Presionó uno, al azar, y en pantalla apareció un lugar desconocido para él. Accionó el mando de recorrido, y fue desfilando todo lo que encerraba la gran nave.
Pudo ver unos grandes artefactos de forma cónica, parecidos a las cúspides de las edificaciones que allí imperaban.
Reconoció en seguida aquellas formas; se trataba del arma secreta empleada por Telecio cuando inutilizó las astronaves en la Base Solaes, como demostración de su poderío.
Pero había más. Un número indeterminado de Bredas y Celas, se dedicaban a la construcción de los mismos en cadena, y pudo apreciar que, en su interior, mostraban un habitáculo capaz de albergar de dos a cuatro personas, con un sistema de amortiguación para las caídas.
Luego pudo ver otra parte de los mismos, seguramente destinada a los explosivos.
Presionó otro pulsador, y apareció un fabuloso generador para abastecer los emisores de rayos, colocados en los edificios.
Por último, el que activó en tercer lugar le presentó la panorámica de lo que podía denominarse un quirófano, en cuya mesa operatoria yacía el cuerpo de una muchacha rubia, en el cual estaban manipulando.
No perdió detalle del trabajo que estaban realizando, y se horrorizó al descubrir el malévolo secreto de las causas que originaron la muerte tan espectacular de las jóvenes que le visitaron a su alojamiento.
Posteriormente, de un paquete que llevaba consigo, adicionó y modificó ciertos elementos en los circuitos de los controles allí presentes y, una vez terminado, se dispuso a abandonar el lugar.
A poco de traspasar la puerta oyó unos pasos, y se ocultó tras unos cortinajes que pendían en la antesala.
Escuchó voces, y una risa cristalina, cautivadora.
Acuciado por la curiosidad oteó por una rendija, y pudo descubrir de quién se trataba.
Se quedó lívido de rabia. Telecio iba acompañado de Carol, y ésta se mostraba muy complacida por la compañía, viéndoles entrar en el aposento donde estuvo momentos antes.
Los dientes casi chirriaron por la presión a que los sometió, e interiormente, una exclamación quedó entrecortada :
—¡La muy...! Cumple su palabra...
Iba a salir de su escondite cuando una cabeza asomó a la entrada de la antesala.
Se trataba de Asil, y, en sus facciones, quedaban plasmados todos los sentimientos ruines que pudiera encerrar su corazón.
Menos mal que su presencia fue oportuna; de lo contrario, Albert se hubiera dado de bruces con ella.
Asil, dando media vuelta con rabia, se alejó del lugar con pasos furiosos, y más tarde, el coronel hizo lo mismo, bastante malhumorado.