CAPITULO III

Ante la magnitud del desastre, el coronel tuvo que notificarlo a la superioridad.

Al confirmarle que ya en otros lugares se habían originado, si no iguales, parecidos incidentes, y que las investigaciones llevadas a efecto no habían dado resultados positivos, encargaban al coronel Albert Stiller se ocupara del caso, con plena libertad de acción.

También le anunciaban que, a la mayor brevedad, contestara si aceptaba o no.

Todo esto no le gustó al coronel. De antemano pensaba aceptar, pero demasiada publicidad para una plena libertad de acción.

Sin notificar a nadie de la Base Solaes el objeto de su ausencia, el coronel montó en su aéreo-vehículo particular, y partió con rumbo desconocido.

Aterrizó en una pequeña explanada, circundada por tupidos árboles, y nada más su aparato tomó tierra, una rampa se abrió, y por ella se deslizó el aparato del coronel.

Un poco más lejos de allí, se veía un edificio residencial, sede del anciano y retirado comandante general Sam Harwey.

Aquella apacible retirada residencia estaba vigilada por unos pocos hombres de la guardia personal del comandante general.

Mas la realidad era otra.

Aquellos hombres cubrían el expediente de vigilancia, y saltaba a la vista, de quien lo sabía, que personal tan escaso era imposible que interceptara a cualquier intruso.

Sin embargo, si alguien pretendió penetrar en aquella área, sin saber cómo, se encontraba con un par de guardianes, a los que tenían que dar una explicación satisfactoria o, de lo contrario, eran detenidos y, en algunos casos, jamás se sabía de ellos.

El lugar, en sí, no era, ni más ni menos que el Centro neurálgico de Inteligencia, cuyo jefe supremo era el comandante general Sam Harwey.

El corone] Albert Stiller fue un aventajado alumno de Harwey, y éste le tenía en gran estima, apreciándole como si fuera un hijo.,

Todo aquél que, tras superar duras pruebas, ingresaba en el Cuerpo capitaneado por Sam Harwey, efectuaba un juramento solemne de que jamás revelaría su pertenencia, así como el lugar de emplazamiento del Centro.

Ellos apenas si se conocían unos pocos, y entre éstos, siempre había un jefe que recibía órdenes o asistía a reuniones, según grados de categoría, y muy pocos mantenían contacto directo con Sam Harwey como jefe supremo de la Organización.

De ahí que contaba «el vejete Sam», como le llamaban cariñosamente, con una extensa red, y no había acontecimiento del que él no se enterara o interviniera para resolverlo.

Si algún miembro estuvo a punto de delatar la existencia de la Organización, sin saberse cómo, desaparecía, y era confinado en uno de los Centros para trabajos auxiliares, de nula responsabilidad.

Los principios que les había inculcado Sam Harwey eran la rectitud, el dar todo por la Humanidad, mantener el secreto como miembro de la Organización, para no despertar recelos y poder actuar libremente, y el ayudarse entre ellos para la consecución de un bien común.

El control que se ejercía en aquel Centro, todo era electrónico, de una precisión tal, que no daba lugar al más mínimo error.

El coronel, antes de tomar tierra, pulsó tres botones disimulados en el salpicadero, con los dedos índice, anular y corazón.

Sus huellas dactilares fueron transmitidas y captadas por una computadora, la cual puso en disposición los mecanismos de acceso.

Al final de la rampa existía un espacioso hangar subterráneo, parando su vehículo precisamente en el centro de un círculo iluminado.

No se veía a nadie por allí.

Albert Stiller se apeó y, acto seguido, su vehículo fue descendiendo hacia un piso inferior.

Se dirigió hacia un muro, donde existían tres hendiduras; aplicó la yema de los tres dedos, y una puerta se abrió.

Sólo traspasarla, se cer a sus espaldas, y aquel reducido espacio donde se introdujo, se puso en movimiento ascendente.

Segundos después, se detuvo, y un panel de la cabina se deslizó hacia la derecha, dejando al descubierto un corto pasillo, de paredes lisas y obstruido al final.

Iba a registrar sus huellas, cuando el muro del fondo se abrió, y el propio comandante general Sam Harwey le recibió, con los brazos abiertos.

Ambos se palmotearon efusivamente las espaldas, y el «vejete Sam» se lamentó:

—Eres muy caro de ver, hijo. ¿Problemas...?

—¿Para qué preguntas, si lo sabes de sobra?

Sam esbozó una sonrisa de complacencia, más que nada porque Albert se acordaba de que quería que sus allegados le tutearan, pues decía que, del otro modo, se sentía más viejo.

—Bien, bien... Siéntate y cuéntame tus cuitas. Aunque presiento que ya vienes con un plan preconcebido.

—Te supongo, también, enterado del comunicado del Alto Mando.

—Exacto. Ya sabes que a mí no se me escapa nada. ¿Piensas aceptar?

—Por descontado, pero no de ese modo. Sería como pretender sorprender una ave de presa con toda clase de ruidos.

—Exacto, tienes razón. Ese Wifford es muy inteligente, pero le gusta airear lo que ordena, y lo hace para luego recoger los laureles, aunque, en ocasiones, esos mismos laureles se convierten en lanzas contra su petulancia.

—Verás, Sam, lo que yo he pensado... Voy a doblegarme a las exigencias del mensaje. Es un cargo de conciencia el sacrificio de seres inocentes.

—¡Pero, Albert! ¿Has perdido el juicio? ¿No piensas que a ese sacrificio inicial seguirán otros muchos más graves?

—Ten paciencia, Sam. Déjame terminar, y te convencerás de que es lo mejor.

La conferencia que mantuvieron se prolongó durante unas horas, al cabo de las cuales, el coronel Albert Stiller abandonó aquel lugar, con el mismo secreto que había llegado.

* * *

Lo primero que hizo al llegar a la Base, luego de interesarse por los heridos y la marcha de las reparaciones, fue cursar la renuncia a la misión encomendada y, horas más tarde, aceptar las condiciones de «Los Libertadores del Espacio».

Albert se quedó en actitud meditativa, cuando fue sorprendido por la llamada de su capitán ayudante Bill Cohen :

—¡Coronel! Otra vez el mensaje.

—Voy para allá.

Cuando llegó a la gran sala de comunicaciones, todo el personal esìaba dedicado en calcular el lugar de donde era efectuada la llamada.

El amplificador decía:

—¡Coronel Stiller, de la Base Terrícola Solaes...! Pon mucha atención...

—Coronel Stiller a la escucha.

—Ya habrás comprobado lo ocurrido, por querer pasarte de listo. ¡Muy lamentable todo...! Pero esto sólo es una pequeña muestra de principio. Seré breve. Sólo te recuerdo que el plazo expira esta noche y... nada de tonterías, que las consecuencias serán mayores. ¡Hasta la vista...!

Albert reaccionó:

—¡Oiga, oiga! ¡Un momento...!

Mas la voz sarcàstica va no volvió a aparecer en las ondas.

Con aire cansino, preguntó:

—Bill, ¿se ha conseguido algo?

—Es..., es desconcertante, coronel. El punto de emisión es muy diferente al localizado en un principio.

—No me sorprende, muchacho. Lo raro sería que fuera del mismo sitio. Es gente muy lista.

—¿Qué piensa hacer, coronel?

—Eso es problema mío.

El resto de las horas las pasó muy ocupado, atendiendo los quehaceres dimanantes de su mando y cuando, ya de noche, se retiró a su alojamiento, la nota dejada por él había desaparecido, junto con los planos.

No se inmutó por ello. Tomó un somero refrigerio, y se dispuso a descansar, aunque el sueño no acudía a él.

Por eso pudo apercibirse, a altas horas de la madrugada, de unos pasos furtivos por el pasillo, pero no les concedió la menor importancia.

Podía tratarse de algún oficial trasnochador o que terminaba algún servicio.

Mas esos pasos se dejaron sentir en unos períodos regulares, aunque luego pensó que era potestativo del oficial de guardia el fijar rondas extraordinarias y que, debido a los acontecimientos, eran convenientes.

Por fin, el cansancio le venció y, a la hora de costumbre, luego de atender a su aseo personal, fue a salir.

Se encontró con que dos centinelas le interceptaban el paso.

Ante el asombro que demostró al ver a un par de sus hombres allí, uno de ellos aclaró:

—Lo lamento, señor. Debe permanecer arrestado en su alojamiento. Ordenes del jefe del Alto Mando.

—Pero...

—Lo sentimos, señor —repitió el centinela—. No podemos dar más explicaciones.

Albert, reponiéndose de la sorpresa, se irguió, manifestando:

—Está bien. No seré yo quien entorpezca su deber.

Y cerrando la puerta, se encaminó hacia el interior de su alojamiento.

Se sentó ante la mesa, y apoyó la cabeza entre sus manos, pensando que algo marchaba mal.

En cuanto a su renuncia de la misión, era para encubrir su aceptación, el no divulgarlo para que se llevara todo con el mayor sigilo. De todo ello se encargaría el vejete Sam.

Igualmente se había establecido una secreta vigilancia para atrapar a quien se hiciera cargo de los planos, y la nota dejada por el coronel.

Aunque los planos fueron modificados por él mismo, cambiando todo aquello que consideraba como secreto militar, constituía un desprestigio por su parte el que llegaran a manos de sus enemigos.

Intentó ponerse en comunicación con el comandante general Sam Harwey, para salir de dudas sobre lo que había pasado.

Pero se encontró con que sus líneas y radio estaban bloqueados. Se hallaba completamente incomunicado.

Con una amarga sonrisa, se dijo:

—¡Vaya...! Wilfford sí que ha tomado precauciones...

Iba a sentarse de nuevo, cuando oyó voces procedentes del pasillo.

El timbre inconfundible de la voz del comandante médico Ralph Dunn, se dejó oír:

—Esas órdenes no rezan para mí. Voy a ver a mi paciente.

—Aunque así sea, señor. La orden es tajante: Impedir cualquier contacto con el coronel.

—¿Y si el coronel se está muriendo? —inquirió Ralph.

—En tal circunstancia, acuda al oficial de guardia. Es el único que puede decidir.

—Pues claro que lo haré. ¡No faltaba más...!

Pudo apercibirse de que Ralph se alejaba y, a los pocos minutos, volvía, diciendo a los centinelas:

—Aquí tenéis la orden, por escrito.

A poco, la voz de uno de los guardianes:

—Está bien, señor. Puede pasar.

Acto seguido, la puerta se abrió, y apareció el corpachón del doctor; él mismo cerró para ir en busca del coronel.

—Pero, Albert... ¿En qué lío te has metido?

—No sé. Tú sabrás.

—Parece que la cosa es grave. Sin ser una cosa oficial, se rumorea que pesa sobre ti una acusación de alta traición.

Albert, sin inmutarse, contestó:

Puede que así sea.

—¡Ah! ¿Y lo dices tan tranquilo? ¿Lo admites?

—Un momento. He dicho que puede pesar una acusación sobre mí, pero de eso a admitirlo, media un abismo.

—Pero..., vamos a ver. Vayamos por partes. Desde que me he enterado, estoy hecho un verdadero lío. ¿Has cometido algún acto en que funden una acusación en firme?

—Imagino la causa de todo ello, mas ten la seguridad...

En este preciso momento, uno de los centinelas hizo acto de presencia, indicando al comandante médico:

—Perdone, señor. El plazo para la visita ha concluido.

—Está bien, está bien... —y dirigiéndose al coronel, le dijo—: Albert, pase lo que pase, me tienes a tu lado,

—Gracias, Ralph. Quizá lo necesite.