CAPITULO IX

La gran plataforma seguía navegando.

El coronel pudo apreciar que una cubierta transparente se fue extendiendo ante el gran ventanal por el que aún se veía el planeta Tierra.

Telecio, tal como dijera, volvió y a cada uno de los que sujetaban al coronel les inyectó una dosis determinada de un frasco que llevaba consigo.

Sólo inyectarles, segundos después caían al suelo otra vez dormidos.

—Ya has quedado libre, coronel. Vámonos.

Albert Stiller comprendió, desde el primer contacto con los que se hacían llamar «Los Libertadores del Espacio», pues no le cabía la menor duda que de ellos se trataba por reconocer en Telecio la voz de los mensajes, que su posición era ventajosa y podía exigir condiciones.

Así que se quedó donde estaba, manifestando con decisión :

—No me muevo de aquí si no me otorgas ciertas concesiones.

—¿Cómo...? ¿Te atreves a desobedecer mis órdenes?

—Ya lo puedes comprobar por ti mismo.

—Cuento con medios suficientes para anular tu voluntad.

—Muy bien, puedes hacer uso de ellos, aunque te anticipo que mi colaboración será nula.

—¿Por qué imaginas que precisamos tu colaboración?

—Tú mismo se lo has dado a entender a Asil y por otra parte tus inflexiones de voz son inconfundibles.

—¡Ah, muy inteligente, coronel...! ¿De modo que ya sabes con quiénes te encuentras?

—En efecto.

—¿Y qué concesiones deseas?

—¡La seguridad de vida de cuantos han sido capturados conmigo.

—Concedido. ¿Qué más?

—La inmediata vuelta a la normalidad de cada uno de ellos y por último que estén bajo mi directo mandato sin que nadie se inmiscuya en darles órdenes.

—A lo que has citado en primer lugar, accedo. Ahora, a lo segundo... ¿No crees que te extralimitas en tus peticiones?

—Ni mucho menos. Ellos son expertos especialistas en técnica espacial y preciso tenerles a mi lado para la construcción de las naves que deseas.

—También cuento con mi personal especializado. Y es más, te anticipo que las naves ya están bastante adelantadas de acuerdo con los planos que tú mismo nos has facilitado.

El golpe fue rudo para el coronel. Desde un principio sospechó que los duplicarían, pero no pensó que fueran tan activos.

Por otra parte, él sabía que podía contar como especialistas aeroespaciales al comandante y a los dos pilotos, pero ignoraba concretamente los conocimientos que pudiera poseer la azafata y los cuatro muchachos de la escolta.

Pero ahora no podía volverse atrás de cuanto había expuesto y sin exteriorizar el efecto que le produjo la noticia de Telecio, replicó:

—No dudo en la eficiencia de tu personal, pero convendrás conmigo que cada caso requiere su técnica y ofrece mayor seguridad en un trabajo quien está dado a ello desde un principio.

Telecio dudó unos momentos y al fin dijo:

—Estos argumentos me convencen más. De acuerdo, los tendrás a tus órdenes y únicamente dependerán de ti. Pero te advierto que a la menor traición, serán estalactizados. Sabes a lo que me refiero, ¿no?

—Sí, lo pude comprobar con las muchachas que me visitaron.

—Ellas no cumplieron con la misión encomendada y por si faltaba algo, mostraron síntomas de debilidad. La una contagió a la otra, nuestro control así lo denunció y automáticamente fueron condenadas. Por eso somos fuertes.

Al coronel Albert Stiller se le representó el momento de la emisión de mensajes captados en la Base Solaes y la petulancia de un poseso de quien los mandaba.

Le convenía callar y no refutar sus teorías. Por lo menos tenía ganada una importante partida, la de asegurar la vida de cuantos habían caído prisioneros como él y sobre todo la de la azafata a quien la esquizofrénica de Asil dirigió varias miradas que no le gustaron un ápice.

* * *

Telecio cumplió las exigencias del coronel y luego de que fueron acomodados confortablemente en un amplio apartamento de la enorme plataforma, sólo entonces Albert accedió a irse con él.

Tras recorrer el pasillo que ya conocía, se introdujeron en un ascensor que les elevó a la parte superior de la plataforma.

Aquel lugar constituía un verdadero puesto de mando.

Desde allí se dominaba toda la envergadura de aquel enorme artefacto volador, recubierto por una funda traslúcida en toda su superficie.

—Torna asiento, coronel. ¿Qué...? ¿Esperabas que te liberara?

Casi le dio risa la palabra liberación, cuando la realidad era que si había escapado de un cautiverio, se hallaba inmerso en otro.

Le contestó:

—Francamente, sí.

—¿Por qué tenías esa seguridad?

—Desde el momento que me enjuiciaron, comprendí vuestros propósitos.

—Muy inteligente, coronel —rió Telecio de una forma desagradable.

Albert apretó los puños para dominarse y no arremeter contra su interlocutor, quien continuó con manifiesto cinismo :

—Lo que necesito, no me detengo en medios para conseguirlo. Tu colaboración me resulta valiosa y ahora ya no puedes volver con los tuyos por pesar sobre ti una condena. En medio de todo fuiste un incauto, coronel.

Ahora quien se rió, pero interiormente, fue Albert, pues su intención de entregar los planos fue premeditada, aunque posteriormente los resultados no fueran los previstos.

Le convenía que Telecio siguiera con su petulante locuacidad para descubrir ciertos puntos que no había logrado descifrar y expuso:

—Una circunstancia que no he logrado aclarar: ¿Cómo te apoderaste de los planos? Por mis dependencias no se acercó persona alguna.

—¡Claro que no! Tenía previsto que estarían sometidas a vigilancia y entonces hice uso del «brazo robot», un artilugio de mi propia invención.

—¿En qué consiste?

—Mejor que mis palabras, comprobarás su eficacia en la filmación que voy a pasar. Únicamente te diré que dicho «brazo robot» va provisto de una diminuta cámara televisiva, el ojo, como le llamo, y un dispositivo que emite unos rayos que ciegan cualquier objetivo oculto.

Tras estas palabras, accionó el interruptor de una pantalla que había frente a ellos y apareció, a vista aérea, la Base Solaes.

De la plataforma comenzó a salir un brazo articulado de muchos metros de longitud, en cuyo extremo, un poco más grueso, se albergaba la cámara televisiva, el impulsor y un par de pinzas que poseían la movilidad de los dedos de una mano.

El «brazo robot» fue dirigido hacia una ventana de su alojamiento y Albert comprobó la facilidad asombrosa con que la abrió, para luego introducirse en su interior y apoderarse de lo que él dejó.

Después se retiró, cerró la ventana para volver a su lugar de origen, a la plataforma.

Al llegar á este punto, Telecio apagó la pantalla y volviéndose hacia Albert, inquirió con cara de satisfacción :

—¿Qué te parece?

El coronel catalogó en seguida a aquel individuo, de una inteligencia mal empleada, petulante, cínico y muy amigo del halago, por lo que le contestó:

—¡Asombroso...! Tu invento es una maravilla.

—Pues todavía verás otras cosas que te maravillarán más y todo ha salido de aquí —y se golpeó la frente repetidas veces.

—Desde luego, eres un genio.

—¡Y tanto que lo soy, coronel! Te aseguro que no te arrepentirás de estar a nuestro lado; sentirás la gran complacencia del poder, la riqueza, la gloria... Y para quienes se opongan, la destrucción, el exterminio...

A Albert le hizo el efecto de que en aquellos momentos estaba bajo la influencia de un ataque de locura por todo cuanto decía, por la forma de accionar y por su misma mirada.

Pero siguiendo en su plan de sonsacarle cuantos informes fueran posibles, preguntó:

—¿Y cómo urdiste la entrega de los planos?

Falsamente compuso una expresión de disculpa, al contestar:

—Debes perdonarme, coronel, pero tenía que asegurar tu «incondicional adhesión»... Fue cosa fácil; saqué varias copias de los mismos y los originales los remití a tu ex jefe Wilfford. Te advierto que estuve al corriente del juicio por medio de mis informadores y caso de que te hubieran condenado a la ejecución, igual te hubiese liberado.

—Gracias por tu magnanimidad —expresó socarrón el coronel.

—No hay de qué. Ya te he dicho que consigo lo que quiero e igualmente conseguiré el dominio del planeta Tierra y todos serán libres como los habitantes de mi pequeño planeta.

Albert se pasmó del cinismo de aquel sujeto y se le antojó que la palabra libertad constituía un sacrilegio en sus labios. Pero siguió en su plan trazado:

—¿Por qué tu empeño en conseguir los planos de las UF-35?

—Por ser muy eficaces, por ser las únicas que nos han infringido daños. Tú lo sabes bien. Cuantas veces nos hemos encontrado con las naves UF-35, han desbaratado nuestros planes. No, no te guardo rencor por ello; tus subordinados cumplían órdenes que yo no he querido acatar.

—¿Y por qué no has intentado atraparlas como has hecho con las demás? —inquirió burlón Albert.

Telecio se puso serio, al replicarle :

—Coronel, no tolero ni el menor atisbo de ironía. Si lo hubiera logrado, ten la seguridad de que no hubiera necesitado de tus servicios. Las que atrapé no pertenecen a ese tipo.

Y luego, cambiando de tono y expresión, prosiguió:

—Con una numerosa flota de UF-35, me atrevo a liberar todo el Universo. Y lo haremos, coronel, no te quepa la menor duda. Mira, ya tenemos el planeta «Telus» a la vista.

Albert repasó los nombres de cuantos planetas conocía, pero aquél no lo tenía catalogado.

Telecio pareció adivinar los pensamientos del coronel, al manifestar con marcada suficiencia:

—Nadie conoce su existencia. Ahora lo ves claro, por haber dado la orden de que retiren el camuflaje. Es otro de mis inventos. Al menor indicio de la existencia de astronaves que pudieran avistarlo, una densa capa cubre todo el planeta, de forma que quien pasa por su exterior tiene la impresión de que se trata de una nebulosa de compactos gases, y no se atreve a penetrar.

—Muy ingenioso... Así estáis aislados de los demás.

—Exacto, y a cubierto de alguna persecución. Cierta vez, una nave UF-35 estuvo a punto de alcanzarnos, mas los pobres tripulantes se quedaron con un palmo de narices, al vernos desaparecer tras rodar la nebulosa, sin sospechar que estábamos dentro de ella.

—Sí, recuerdo el caso y, por cierto, fue muy comentado. Lo que te he dicho, Telecio, eres un genio.

—Paulatinamente te irás convenciendo de la verdad que encierran tus palabras.

Albert, para dorarle más la píldora, apostilló:

—Ya me voy convenciendo de ello.

En Telecio se notó una gran satisfacción, por lo dicho por el coronel. Tan simples palabras predispusieron a aquel hombre en favor de Albert.

Este, como buen psicólogo, sabía que era el único medio de adquirir cierta confianza, confianza que favorecería a sus planes.

Telecio desconectó el piloto automático, y se hizo cargo de los mandos de vuelo de la gran plataforma.

A medida que se acercaban al planeta Telus, Albert pudo comprobar la aridez del mismo, como nota predominante.

El aterrizaje se hizo vertical en una amplia explanada, rodeada de unas edificaciones de arquitectura muy particular.

Invariablemente todas eran circulares, de ancha base, de paredes irregulares, en forma de cono que terminaban en afilada punta.