CAPITULO VII
El nuevo jefe de la Base Solaes, comunicó al que fue capitán ayudante del ex coronel, Bill Cohen, lo siguiente:
—Capitán, he recibido un despacho, por el que se me ordena la búsqueda del vehículo espacial que trasladaba a su ex coronel.
»Se ha perdido contacto de ellos, cuando sobrevolaban el océano número uno, punto veintitrés. Salga con un escuadrón, e inspeccione la zona, ante la eventualidad de que haya algún superviviente.
—A la orden, señor.
Bill no exteriorizó el impacto que le había producido la noticia y se dispuso a dar cumplimiento a lo ordenado, cuando se cruzó con el comandante médico, Ralph Dunn.
Al ver la cara de preocupación del capitán, quiso saber:
—¿Qué te pasa, Bill?
—A mí nada, pero se supone que el coronel, la tripulación y su escolta, han desaparecido en el océano.
— ¡Válgame el cielo...! ¡Pobre Albert...! —y luego, en transición, repuso—. Aunque, pensándolo bien, no sé lo que era mejor si llegar a su destino y permanecer confinado a perpetuidad o quedar liberado del infierno que le esperaba.
—De todos modos, no deja de constituir una noticia desagradable.
—Sin lugar a dudas. Wilfford habrá quedado satisfecho de su labor. Primero le someten a juicio del que sale sentenciado; luego se lo llevan en secreto sin permitirnos despedirnos de Albert y por último desaparece en el océano...
Bill replicó:
—El mismo jefe del Alto Mando, Wilfford, ha ordenado su búsqueda v el jefe de la Base me ha encomendado la misión.
—Claro, Wilfford quiere asegurarse de si vive Albert para ponerlo a buen recaudo. Hay hechos en esta vida que no logro entender por mucho que me estruje la mollera. Mira...
—Perdona, Ralph, tengo que partir. Supón por un momento que aún queda alguien con vida. Cada minuto que pasa puede ser precioso.
—Tienes razón. No te entretengo más.
No se supo cómo, pero la noticia se filtró entre el personal de la Base Solaes y entre ellos imperaba gran consternación e indignación a la vez, ya que desde un principio juzgaron una injusticia el acusar a su coronel de unos hechos que, estaban seguros, no había cometido en el sentido que lo enfocó el tribunal.
Como quiera que el capitán Bill Cohen partió al frente del escuadrón anfibio y sabiendo que el comandante médico era íntimo amigo de Albert, una representación del personal fue a hablar con él.
—Señor, en nombre de nuestros compañeros, venimos a exponerle nuestra más enérgica protesta por la actuación del tribunal contra nuestro coronel y estamos dispuestos a patentizar nuestro desagrado. Si nuestro coronel ha desaparecido, nos sublevaremos.
Aunque en el fondo le complació la reacción de los muchachos, la sensatez se impuso en el comandante, diciéndoles :
—Mirad: con actos de indisciplina no se consigue nada bueno; al contrario, se agrava más la cuestión.
—Es que no estamos dispuestos a tolerar este atropello...
—Escuchadme, y refrenad vuestros impulsos. Estoy seguro de que el coronel Albert Stiller, aun cuando fueran de su agrado vuestras intenciones, las censuraría por ir contra las reglas disciplinarias.
—Con el mayor respeto, señor, esos principios los ha vulnerado el propio tribunal al condenarle y trasladarle como a un vulgar criminal —le expuso otro de los comisionados.
—Aunque así sea. Si el coronel vive, estoy seguro, de que no permanecerá inactivo para esclarecer los hechos. Y si sucede lo peor..., yo os prometo que removeré cielos y tierra para que su memoria quede limpia de la mancha que sobre él han derramado.
Al comandante médico todavía le costó esgrimir más argumentos para hacerles desistir de sus propósitos y por fin quedaron convencidos para que permanecieran quietos.
Entretanto, el capitán Bill Cohen con su escuadrón de anfibios, inspeccionaba el lugar señalado como punto veintisiete sin hallar ningún vestigio de aeronave naufragada.
Ya iba a dar por terminada la frustrada esperanza de búsqueda, cuando Bill vio a uno de sus anfibios que se posaba sobre las aguas.
Descendió con su vehículo y amerizó á su lado, al tiempo que podía contemplar cómo izaban el cuerpo de una mujer de cabellos rubios.
Le llamó la atención su indumentaria y miró la lista de pasajeros que trasladaban al coronel. En ella figuraba una azafata.
—Capitán, está muerta —comunicó el teniente piloto.
—Lo siento. Prolonguemos la búsqueda.
Esta circunstancia abrió nuevas esperanzas en el escuadrón ante la posibilidad de hallar a alguien vivo.
Más tarde tuvieron que convencerse de la inutilidad de su trabajo y el capitán, desalentado, ordenó:
—¡Atención a todo el escuadrón! Rumbo a la Base. Se da por terminada la misión rescate.
Volaban en formación y ya próximos a la Base, se produjo una explosión en uno de los anfibios que componían la expedición.
Se trataba del anfibio que tripulaba el teniente y que transportaba el cuerpo de la mujer que recogió en el océano.
El aparato estalló en pleno vuelo.
Bill Cohen, al llegar a la Base, dio cuenta de lo sucedido al jefe de la misma.
—¿Y no han podido hallar algún resto, cualquier indicio de naufragio, capitán?
—Nada, señor.
—Entonces..., ¿cómo se explica la existencia del cadáver de la mujer?
—Lo ignoro.
—En cuanto a la explosión a bordo del anfibio del teniente Stewart, ¿qué causas la originaron?
—No lo sé, señor. A deficiencias mecánicas no se puede achacar, puesto que todo está a punto al emprender cualquier vuelo y por nuestro alrededor no se divisó aeronave extraña. Así que únicamente se puede atribuir a un acto de sabotaje.
—¿Sabotaje...? ¿De quién?
—Podría tratarse muy bien de los llamados «Libertadores del Espacio».
Al mencionar a estos sujetos, al capitán Cohen si le ocurrió una idea, que expuso a continuación :
—Señor, creo que he dado con la causa de la explosión.
—¿Cuál?
—El cadáver de la mujer.
—Capitán, usted está delirando.
—Señor, la explosión que causó deterioros en el edificio del hospital de la Base, fue a causa de dos cadáveres de mujer.
—No me haga reír, capitán. Ni que fueran bomba con espoleta retardada.
—Si me permite, voy a llamar al comandante médico Ralph Dunn, quien le podrá informar detalladamente El comandante y el coronel Albert Stiller fueron los únicos testigos de un hecho similar.
—Querrá decir el ex coronel Stiller, ¿no, capitán?
—No puedo acostumbrarme a ello. Para mí, siempre será coronel.
—Contra lo dispuesto por la justicia no se puede ir.
—O la injusticia, señor.
—¡Capitán! ¿Debo interpretar sus palabras como un acto de insubordinación hacia los componentes de un alto tribunal que han dictado una sentencia?
—Los componentes del tribunal son seres humanos como tales, expuestos a sufrir errores.
—Las pruebas han sido contundentes y todavía ha sido magnánimo el tribunal. Un traidor no merece la vida.
El capitán iba a replicar, pero al comprobar el manifiesto antagonismo de su jefe actual hacia Albert, dominó sus impulsos y solicitó permiso para retirarse.
El coronel se lo concedió, sin acordarse ya de avisar al comandante médico para que le aclarara lo de las explosiones.
Pero Bill sí que fue en su busca para contarle el altercado que había tenido con el que allí mandaba y desahogar de este modo todo cuanto allí tuvo que callarse.
Ralph sólo dijo:
—No me extraña cuanto me explicas. Desde el primer momento que le vi no me cayó bien y cuando esto me sucede, más tarde o temprano, surge el motivo que justifica mi impresión. ¿Habéis encontrado algo?
—De eso quería hablarte.
Le relató los hechos y el resultado infructuoso de la búsqueda.
—¿Te fijaste cómo iba vestida la mujer que recogió el teniente Stewart?
—Pues no muy bien. La verdad es que estaba convertida en una piltrafa humana con la tela hecha jirones. Constituía un espectáculo poco agradable.
—¿Llevaba un ancho collar?
—Sí, de eso me di cuenta y de su cabellera rubia.
—¿Y un grueso cinturón con una hebilla grande?
—No podría asegurártelo, pero me parece que también lo llevaba.
—Pues..., por una parte lo siento por Stewart y por la otra me alegro por Albert.
—¿Qué juego de sentimientos tan opuestos son ésos?
—Bill, tengo la confianza, casi diría la seguridad de que nuestro común amigo Albert está con vida.
—¿En qué te basas para tal aseveración?
—En la presencia del cadáver explosivo.
—¿Y qué relación puede tener con el coronel?
—Mucha. Mira..., habéis inspeccionado la zona de desaparición sin encontrar ni rastro de aparato; solamente el cadáver de esa desdichada. ¿No te dice nada esto?
—¡Ya caigo...! La intervención de «Los Libertadores del Espacio».
—¡Exacto! Eres una lumbrera, Bill. Por lo tanto, tenemos una evidencia muy valiosa, el cadáver de la mujer perteneciente a esa banda. Luego, sospecho que ha habido lucha y según me dijo Albert, esas chicas están dotadas de una fuerza insospechada, como el mejor de los luchadores.
—Bien, pero..., ¿y Albert?
—Seguramente le han capturado con el resto de la tripulación y escolta, puesto que es significativo que no hayas encontrado ningún cadáver más.
—Desde luego. El rastreador submarino no ha denunciado presencia de aparato alguno que se albergara en el fondo.
—Lo que te confirma mi teoría. Y si Albert está vivo, estoy seguro de que volverá.
—¡Cuánto me alegraría que esto fuera una realidad...! Nuestro jefe actual se quedaría con un palmo de narices. ¡El muy petulante...!
—Refrena tu lengua, muchacho. Al fin y al cabo, por ahora, es tu superior y no debes faltarle al respeto. De todos modos no comentes con él cuanto hemos hablado.
—Descuida. ¡El muy majadero...! De dar con Albert sería capaz de ejecutarle.
—Si Albert se lo consentía —apostilló el doctor— Por cierto, ¿sabes que los muchachos de la Base comparten nuestro parecer y estaban dispuestos a un motín?
—¿Sí...?
—Como lo oyes. He tenido que esforzarme para hacerles desistir y les he prometido que de no poderlo hacer el propio Albert, reinvidicaré su memoria.
—¡Muy bien hecho, Ralph, y para ello puedes contar conmigo.
El comandante médico le dijo en broma:
—¡Uf...! La verdad es que no tengo mucha confianza contigo puesto que fuiste un testigo de cargo y tus declaraciones pesaron mucho en la condena del coronel.
Pero Bill lo tomó muy en serio, contestando compungido :
—Y bastante lo siento. No sabía adonde iría a parar el cretino del fiscal.
—Anda, hombre, no te pongas serio. Claro que cuento contigo, pero será mejor que no tengamos que ocuparnos de ello. Quiero decir que sea el propio Albert quien lo solucione.
—Desde luego, esto sería lo ideal.
—Y ahora, Bill, vete a descansar que como tú estás fatigado y a mí me ha entrado un sueño que no me puedo aguantar de pie... —concluyó el doctor con un prolongado bostezo.
Bill no pudo evitar una sonrisa y el manifestar:
—Ralph, me parece que tú ya naciste durmiendo.
—¡Puede que no te equivoques. Y buenas noches. Que durmamos a gusto.
Ante tal indirecta, el capitán Bill Cohen no tuvo más remedio que abandonar el aposento del doctor.